Capítulo 42

árbol
En lo más profundo del infierno

En la puerta de la cabaña me aguardaban Stuart Grant, su hijo Andy y otro hombre de aspecto zafio, con cuerpo de gigante y mirada atolondrada.

Desmonté y até las riendas del caballo a un peñasco próximo. Solo llevaba mi sgian dubh, mi shamshir, mi experiencia en el combate de todo tipo y un poderoso odio que enarbolaría con ferocidad.

Caminé hacia ellos con paso aplomado y la espalda recta.

—Tenía ganas de volver a verte —afirmó Stuart apuntándome con su pistola de avancarga—, tantas como de borrarte de mi vista para siempre.

—Es curioso, cada vez encuentro más similitudes contigo —aduje con mirada afilada—. Ardo en deseos de enviarte con tu Brian, debe de estar muy solo en el infierno.

Grant gruñó, mostrando su ennegrecida dentadura. Sus ojos de hielo me atravesaron con profundo encono.

—Por eso te mandaré con él, para darle un juguete con el que entretenerse —profirió amenazante—. Y ahora, andando.

Me clavó la boca de su pistola en el costado, me quitó el cinto y el puñal de mi bota y me empujó impetuoso impeliéndome a avanzar.

La puerta estaba abierta y, dentro, una anaranjada penumbra ocupaba el interior. Atravesé el dintel de piedra y argamasa y me adentré en una única estancia amplia con tan solo dos reducidas ventanas a ambos lados, cerradas con postigos de madera. La única fuente de luz provenía del fuego de la chimenea que crepitaba alzándose en el ominoso silencio, exclusivamente roto por nuestros pasos.

Un sillón decrépito y ajado encarado al fuego del hogar mostraba el perfil de una mujer que parecía absorta en las llamas. El resplandor ígneo titiló en sus facciones, dándole una apariencia más demoníaca si acaso eso era posible.

Todo mi cuerpo reaccionó ante su sola presencia con una marcada sensación de profunda repulsa, aderezada con una aguda punzada aprensiva y una desbordante animadversión que los años no habían logrado sofocar.

Lorna se puso en pie con parsimonia para volverse hacia mí. Había cambiado notablemente su aspecto. Estaba más marchita y deslustrada, había perdido peso, su castaño cabello descuidado y lacio, suelto sobre los hombros, lucía níveas canas entreveradas. Sin embargo, sus acerados ojos continuaban refulgiendo con la misma maldad que los caracterizaba, manteniendo ese rictus rígido y frío carente de toda humanidad en su gesto.

—Te has convertido en el hombre que imaginé que serías.

Me recorrió con los ojos, y su solo contacto visual erizó todo mi cuerpo.

—Alto, fornido, hermoso y feroz.

—¿Dónde está? —me limité a proferir con impaciencia.

—Está bien custodiado, pero te lo entregaré si cumples mis deseos.

Hizo un gesto a sus hombres, que se apresuraron a abandonar la cabaña.

—Podría matarte ahora mismo —aseveré con dureza.

—Matarías al muchacho en ese caso, y sé que lo aprecias.

—¿Qué quieres de mí?

—Cuando me informaron de tu regreso, me alegré porque sabía que vendrías a mi encuentro —comenzó—. Pero cuando te atrincheraste en Mull, temí que desistieras. Tuve que buscar un incentivo para atraerte hasta mí.

—Ya estoy aquí —espeté contenido.

Ella asintió. Su boca perfiló una sonrisa sibilina.

—He imaginado este momento muchas veces, sabiendo que me impresionarías. Y, en verdad, tu presencia es imponente. Saber que parte de este gran hombre en el que te has convertido se debe a mi intervención me llena de orgullo.

Apreté los puños y tensé la mandíbula, mirándola con hondo desprecio.

—¿Incluso sabiendo que degollé a tu hijo como a un cerdo? —acicateé.

Ella no mutó el rictus, nada en su expresión cambió.

—Incluso sabiendo eso —reconoció ante mi estupor—, incluso sabiendo que hoy moriré de tu mano.

Nos sostuvimos la mirada un instante. Su serenidad me perturbaba más que los hombres armados que aguardaban fuera.

—Si me entregas a Dante, eso no pasará —mentí, aunque en aquel momento supe que uno de los dos no seguiría vivo después de ese día.

—Te lo entregaré —convino—, cuando satisfagas un capricho.

Me tensé como la cuerda de un laúd y me agité nervioso, esperando su petición.

—Desnúdate —añadió—. Quiero contemplar mi creación.

La cruel mirada de Lorna refulgió de impaciencia y anhelo.

—Yo no soy tu creación. Tú fuiste mi verdugo, como yo seré hoy el tuyo.

—Y eso nos une, Lean —continuó casi en tono reverencial—, como pocas cosas en este mundo. Dicen que el amor crea lazos eternos, que une almas y funde espíritus. Pero también la maldad forja vínculos irrompibles, es una conexión tan imperecedera como el amor verdadero. Porque el odio ata casi más que el amor. Tú no has dejado de odiarme durante los catorce años que has vivido lejos de aquí, y ahora ese odio resplandece en tus hermosos ojos tan crepitante como entonces. Estamos unidos por sentimientos ponzoñosos y oscuros, nuestras almas se enlazaron como la hiedra venenosa trepa un muro, filtrándose por cada resquicio hasta horadarlo, hasta el punto de convertirse en un mismo ente. Si la hiedra perece y cae, el muro cae con ella, y a la inversa. Tú eres mi muro, y ya es tiempo de que caigamos al lugar donde pertenecen nuestras almas: al más negro averno.

—Siempre supe que la locura enturbiaba tu mente, porque nadie en su sano juicio podía alcanzar semejantes cotas de crueldad. Eres tan solo una mujer perturbada, sádica y maléfica que divaga necedades. Jamás fui tuyo, ni tu obra, ni te debo nada. Lo que soy es justamente a pesar de ti. En efecto, irás al infierno, pero no conmigo, sino por mi mano.

Lorna me observó con una expresión intrigante y urgente que me desazonó todavía más. Una gélida sonrisa adornó sus labios con un deje orgulloso.

—Quítate la camisa, Lean. Quiero ver tus marcas. Después te llevaré con Dante.

Abrí el alfiler de mi broche, solté la tira de plaid que me pasaba por el hombro y el trozo de tela cayó por detrás. Saqué los faldones de mi camisa con ademanes bruscos y me la quité por la cabeza lanzándola al suelo.

—Soberbio —alabó prendada, acariciando mi piel con la mirada—. Esos dibujos realzan mi diseño. El broche del árbol quedó espléndido. —Me contemplaba con tan abrumadora gratitud que sentí náuseas—. Deberías agradecer todo lo que hice por ti —prosiguió inmersa en su locura—. Yo te convertí en lo que eres, en todo un guerrero, en alguien diferente del resto, en un superviviente. Combatiste contra la muerte y el horror que sembré en tu alma y lograste salir adelante sin perder el juicio ni la humanidad. Tu corazón es más puro que el de ningún otro. Pero, aun así, está condenado. Todo este tiempo has luchado contra el veneno que yo misma inoculé en tu interior, logrando contenerlo. Pero está ahí —señaló con el dedo índice mi pecho—, encerrado en una burbuja esperando que yo la reviente por última vez. Ha llegado ese momento y, aunque haya de sacrificarme con ello, bien vale entregar tu alma al diablo, pues serás nuestro mejor alistamiento.

Su desquiciada expresión, su mirada exaltada y su rictus entusiasmado ponían de manifiesto la demencia de su perturbada mente. Me recorrieron insidiosos escalofríos y una pesada opresión se instaló en mi pecho.

—¿Dónde está Dante? —insistí con mirada letal acercándome a ella.

Lorna me contempló extasiada y obnubilada.

—Desprendes tal poder, Lean… Eres magnífico incluso en tus movimientos.

—¡¿Dónde?! —bramé alterado e impaciente.

Clavó los ojos en mi torso, subyugada por los washamm que lo recorrían en intrincados diseños. A continuación, alzó la mano para acariciarlos y yo retrocedí asqueado. Me repugnaba su contacto.

Lorna me dedicó una sonrisa malévola.

—Quiero tocarte, quiero sentir tu poder.

Apreté los dientes y ladeé el rostro ante su proximidad. Ella deslizó la punta de sus dedos sinuosamente sobre mi piel. Observar su placentero gesto, excitado y oscuro, despertó un acerbo rechazo en mí.

—Tan hermoso y fiero como un león. Siempre admiré tu fortaleza, tu valor, tu rebeldía. Siempre tuviste madera de líder, de vencedor, por eso me obcecaba en doblegarte, resultabas todo un reto.

La cogí por los hombros y la aparté de mí de un empellón que la hizo trastabillar unos pasos hacia atrás. No obstante, no perdió la sonrisa.

—No vuelvas a tocarme, maldita.

—Podría haberte matado aquel día —recordó, sus pequeños ojos grises entornándose excitados—, pero procuré no dañar ningún órgano vital. Solo quería arrebatarte la humanidad, despojarte de cualquier sentimiento puro y noble que todavía pudieras albergar en tu corazón, liberar la negrura que acumulabas gracias a mí cada día. Quería ver salir al demonio que llevas dentro. Pero fuiste rescatado y mi gozo se truncó. Esta vez, nadie nos interrumpirá.

No sabía de qué hablaba ni tenía intención de seguir escuchándola. Me puse tras ella, aferré con fuerza su cuello con mi antebrazo y la sujeté por la cintura.

—Llévame con Dante, maldita víbora, o te despellejaré con mis propias manos.

Comencé a presionar asfixiándola, ella logró regurgitar un «sí», y aflojé mi presa.

Stuart y sus hombres se precipitaron al interior de la cabaña apuntándome con sus armas.

—Bajad las armas —pidió Lorna, tosiendo en busca de aire— y devolvedle las suyas.

—Eso sería una temeridad —replicó Stuart con desconcierto.

—Todavía contáis con la ventaja de las armas de fuego y sois tres contra uno —dijo ella.

Stuart me lanzó la shamshir y el sgian dubh, que recogí tan confuso como ellos. Cuando fui a ponerme la camisa, Lorna me lo impidió.

—Estás bien así —afirmó sin poder ocultar su impaciencia—. Vamos, Dante nos espera.

Salí tras ella empuñando mi shamshir y conteniendo las ganas de hundirla en su espalda.

Enfilamos hacia la parte trasera de la cabaña, donde pude distinguir una abertura en la roca. Tras de mí, iban los Grant y el gigantón, empuñando sus pistolas.

A cada paso que daba, una sensación angustiosa agitaba mi estómago. Algo en mi fuero interno me gritaba que escapara de allí. Una alarma tintineó ominosa en mi mente aguzando todos mis instintos, y cada uno de mis músculos se tensó manteniéndome en guardia, prestos a actuar.

La cueva estaba iluminada por antorchas. Un denso y familiar aroma ferroso me alarmó acelerando mi pulso. El eco de los pasos resonaba en el interior de la oquedad. Sin embargo, algo más latía en aquel lugar, algo tenebroso y maléfico. Una insidiosa sensación de peligro pesó en el ambiente. Apenas me di cuenta de que estaba conteniendo el aliento, preso de un temor primigenio.

Cuando giramos el primer recodo, lo que allí vi me acuchilló el alma, haciéndola jirones.

Dante estaba atado a unos maderos cruzados en forma de «X», tan solo con los pantalones puestos, tan cubierto de sangre que apenas se adivinaba con precisión la maraña de cortes y brechas que inundaban su joven cuerpo. Tenía la cabeza inclinada sobre el pecho y el oscuro cabello pegajoso de sangre. Permanecía laxo e inerte. Corrí hacia él, completamente fuera de mí. Tomé su cabeza entre las manos y retiré con torpeza los resecos mechones adheridos a su rostro. Palmoteé sus mejillas con desespero y lo sacudí, mientras me afanaba en cortar las sogas que lo apresaban a los maderos. Reparé entonces en dos manchas más oscuras, casi negruzcas, que resaltaban sobre el resto: una en un costado, que denotaba la entrada de una daga en su carne; la otra, en su entrepierna.

Gemí roto y volví a sacudirlo, ya tumbado en el suelo. Tenía el rostro amoratado y los labios azules, ningún aliento parecía brotar ya de ellos.

—Dante…, pequeño…, ya estoy aquí —proferí en un lamento estirado y agónico que me desgarró el alma—. He venido por ti.

Lo sacudí de nuevo entre abruptos sollozos que se atropellaban en mi garganta.

—¡Por favor…, te lo ruego…, abre los ojos…!

Comencé a temblar violentamente, quise limpiar su sangre, vendar su maltrecho cuerpo, pero los estremecimientos, el dolor y la ira embotaban mis sentidos. Era incapaz de coordinar los movimientos de mis manos. Sentí que algo se rompía en mi interior quemándome por dentro, como si un ácido corrosivo royera cada parte de mi ser, como si me arrancaran el alma y despedazaran mi cuerpo.

—¡Dante…, despierta…, despiertaaaa…!

El pequeño continuaba inerte, tan frío como la piedra donde reposaba su cuerpo. «No —me repetía sin cesar en una letanía interminable que desgastaba mi ya escaso juicio—, no puede estar muerto…»

De rodillas sobre su cuerpo, lo tomé entre mis brazos, acomodándolo en mi regazo. Comencé a acunarlo, roto de dolor, sumido en un amargo llanto y devorado por los mordiscos de una cólera creciente.

—Lo hemos pasado muy bien juntos —adujo Lorna—, lástima que no sea tan resistente como lo eras tú.

Esa bola de fuego que se había desatado en mi interior estalló con fuerza demoledora. Alcé el rostro y emití un alarido rasgado que me rompió por dentro en lugar de liberar la furia que me zarandeaba implacable. Dejé el cuerpo de Dante en el suelo y me puse en pie, temblando preso de la ira.

Ya no era un hombre, era un demonio.

Apenas fui consciente de la sonrisa triunfal de Lorna cuando me abalancé sobre ella. Oí un disparo y me volví hacia el lugar de donde había provenido como un animal enjaulado, fuera de mí.

Stuart Grant se interpuso en mi camino, una vaharada de humo salía de su pistola. Lo apresé con una sola mano en el cuello y lo levanté sobre el suelo para estamparlo contra la pared de roca. Con la otra mano, extraje mi puñal y empecé a hundirlo en su entrepierna mientras él gruñía como un animal salvaje. Una y otra vez, apuñalaba su bajo vientre sin dejar de mirarlo a los ojos. Su mirada vidriosa y sus gritos de dolor no frenaron mis ataques.

Unos fuertes brazos me arrancaron entonces de su cuerpo. Me giré raudo trazando un arco con la daga y abriendo en canal las tripas de Andy Grant, que me contempló impávido y aterrado. Un puño impactó contra mi costado cortándome el aliento, caí de rodillas y el gigante comenzó a patearme con fuerza. Logré desenfundar la shamshir, pero de otra patada me la arrebató. Rodé en su busca, esquivando mandobles de mi atacante. Sin embargo, cuando quise incorporarme, mi cuerpo no respondió como debería. Miré mi torso: una gran mancha roja se extendía por él, proveniente de un orificio circular cerca de la clavícula. Gruñí y me puse en pie tambaleante, ya con la espada en la mano. Mi oponente lanzó una estocada que esquivé en el último instante. El movimiento me mareó y me desplomé de nuevo. Sacudí aturdido la cabeza, apreté los dientes y gruñí cargando contra él. Crucé mi acero con el suyo en un pulso que doblegaba mi brazo y menguaba mis fuerzas. Una y otra vez, sorteaba sus lances, hasta que logré desarmarlo en un hábil golpe de muñeca. Me arrojé sobre él hundiendo la cabeza en su vientre y derribándolo al suelo. Allí, comencé a golpearlo con los puños hasta que oí cómo crujía el puente de su nariz, pero no me detuve. Incluso inconsciente seguí golpeándolo con tanta saña que pronto todo su rostro se cubrió de sangre.

Jadeante y dolorido, me puse en pie, cogí la espada y le rebané el gaznate. Miré entonces en derredor y descubrí cómo Andy gemía tortuoso mientras intentaba meterse las tripas en su abierto vientre. Pronto moriría, y envuelto en un dolor atroz. Stuart Grant agonizaba cerca de donde lo hacía su hijo. Un inmenso charco de sangre se extendía debajo de él. Me acerqué arrastrando los pies.

—No voy… a matarte yo —musité entrecortadamente—. Lo harán… tus amigas las ratas. En esta cueva debe de haber muchas, y me entretendré en buscarlas.

Le escupí con desprecio y miré a Lorna, que permanecía en un rincón observándome con una expresión indescifrable.

—Yo también sé dibujar —añadí dirigiéndome a ella.

Apenas esbozó una sonrisa pérfida antes de que yo deslizara con tiento el curvado filo de mi espada de lado a lado, abriendo una fina brecha en diagonal en su torso. Lorna se sobresaltó, exhalando un jadeo al tiempo que retrocedía. Yo avancé otro paso y nuevamente deslicé mi hoja sobre ella trazando otra diagonal cruzada. La sangre comenzó a teñir su vestido. Sin dejar de mirarla, derramé en ella todo mi odio. No tuve en cuenta que era una mujer, pues veía con claridad su interior: ella era una bestia inhumana, un engendro maléfico, un ser despiadado y sádico que solo sabía sembrar tormentos y muerte.

Atrapé su nuca y la acerqué para mirarla a los ojos.

—Unidos en el infierno, porque pienso atormentarte por toda la eternidad.

Abofeteé furibundo sus mejillas, ella gimió, y no de dolor. La furia me sacudió con más empuje. La arrastré hacia los maderos donde había estado Dante y la pegué a ellos sujetándola del cuello.

—No llegaste a tiempo. Tú mataste a ese muchacho arrastrándolo a tu venganza —acusó.

Descargué en ella tan feroz puñetazo que sus ojos se pusieron en blanco un momento, su rostro palideció y la laxitud comenzó a rendirla.

Volví a abofetearla con saña para avivarla. Ella parpadeó repetidas veces intentando focalizar la mirada.

—No imaginas cómo estoy disfrutando viendo tu transformación. Ahí —un brusco acceso de tos la hizo escupir sangre y un diente, tomó una gran bocanada de aire antes de continuar—, frente a mí, cubierto de sangre, convertido en el demonio que yo mismo creé. Es más hermoso de lo que nunca soñé.

—¡Cállate! —gemí sollozante.

—Yo moriré, pero tú conmigo. Porque nunca podrás borrar de tu mente ni de tu corazón tu salvajismo con una mujer indefensa. Y esos remordimientos te gritarán que eres un demonio.

—¡Tú no eres una mujer! ¡Eres un ser abyecto, una asesina cruel y despiadada que rapta niños y los tortura hasta la muerte!

—También sabes que no fui la única que participó de tu tormento. Todos aquellos que se cruzaron de brazos aferrados a absurdas justificaciones, que vieron tu sufrimiento y no movieron un solo dedo para arrancarte de él son tan culpables como yo.

—¡Basta! —grité escupiendo mi furia, zarandeándola con rudeza.

Lorna escrutaba mi expresión con semblante de malévola complacencia.

—No olvides, Lean, que todo aquel que ames morirá agonizando de una manera u otra, porque estás preso de una maldición que se cumple. Todo aquel que se acerca a ti muere.

—¡Cállate, perra!

La golpeé de nuevo, sintiéndome tan aliviado como miserable.

—Y siempre será así —barbotó jadeante. Una mueca demoníaca brilló en su ensangrentado rostro, sus ojos refulgieron vivaces—, aunque yo ya no esté en este mundo. Eres un hombre condenado, y lo serás mientras vivas.

—¡Cierra la boca, maldita!

Otro puñetazo giró su rostro con brusquedad.

—La tragedia te perseguirá allá donde vayas —masculló con voz entrecortada—, tus seres queridos sufrirán una desgracia tras otra. Tu vida será una cadena interminable de tormentos. Pon fin a ellos de una vez.

La agarré del cuello y comencé a sacudirla contra la unión en cruz de los tablones, golpeándola contra ellos sin parar.

—Te odioooo… —gemí entre lágrimas.

Los sollozos me quebraron, dejando mi interior en ruinas. Aquel sentimiento fustigó mi alma como una lengua de fuego, aniquilando hasta el más mínimo matiz de humanidad que me quedaba.

En su aturdimiento, ella logró abrir los ojos y los labios para proferir sus últimas palabras.

—Yo no…, Lean, yo… te venero. —Su voz rasgada fue como un gorgoteo agónico—. Seré tu sierva para toda la eternidad…, a ti me entrego, mi señor.

Su delgado cuello se quebró entre mis manos, como se parte la rama de un árbol, con un suave crujido seco. Su cuerpo pendió laxo, ya sin vida. Sus ojos abiertos, vacuos y fijos en mí, parecieron mirarme con un brillo triunfal.

La dejé caer, derrengándose como una muñeca de trapo.

Tambaleante, dando traspiés y desgarrado en cuerpo y alma, avancé hasta el cuerpo de Dante y lo tomé en mis brazos.

Busqué un rincón y me senté en el suelo con él en mi regazo. Acaricié su cabello con la mirada perdida, susurrándole que pronto estaríamos juntos, y que entonces sí cuidaría de él.

Estaba recubierto de sangre, mutilado y roto, y maldije furioso mi resistencia. Cuanto más buscaba la muerte, más parecía evadirme. Debería haber muerto aquel maldito día, de una manera u otra. De haber sido así, ni Dante estaría ahora muerto ni Ayleen sufriría, incluso era posible que Alaister hubiera podido enamorar a Cora, de toparse con ella. Todo habría encontrado su lugar sin mí.

No sé el tiempo que pasé así, pero la luz de las antorchas comenzó a desvaírse. Todavía resonaba algún sofocado lamento de agonía, el goteo del agua rezumando de las rocas del techo, el apagado y lejano chillido de las ratas y el pesado silencio de la desolación. El olor de la sangre se imponía a la rancia nota de humedad del ambiente, pero era la pestilencia de la muerte lo que realmente reinaba a mi alrededor, densa y acre.

—¡¡¡Ven por mí, malditaaaaa!!! —grité desaforado, liberando toda la rabia que me estrangulaba.

La luz murió, los sonidos se apagaron en aquella ominosa oscuridad, y solo oí ya un rumor: mi desgarrado llanto.