Capítulo 11

árbol
Montañeses

Supe que planeaba algo cuando comenzó a remolonear en su cabalgada achacando cansancio o malestar. Solía vigilarla de cerca pensando que no tramaba nada bueno, pero pasaban las jornadas y me había acostumbrado a verla casi en la retaguardia de la partida junto a Alaister. Él era el único con quien se dignaba cruzar palabra, a mí tan solo me dirigía miradas letales y gestos enconados. Lo prefería, su silencio era, con mucho, un regalo.

Cuando nos deteníamos a descansar, Ayleen solía curar mis heridas, y rara vez se despegaba de mí. Desde aquel extraño beso en Inveraray, y a pesar de fingir haberlo olvidado y tratarla con distante afecto, ella continuaba mirándome con anhelo, aprovechando cualquier ocasión para acercarse a mí o buscar conversación. Había adoptado el hábito de susurrarme al oído, aproximando demasiado su prieto cuerpo al mío, y ese condenado gesto me tensaba peligrosamente.

En una de esas situaciones, y tras haberme sacado una jocosa sonrisa, me topé con la mirada despectiva de Cora. Siguiendo la mía, Ayleen se topó con la de ella y, llevada por un inusitado impulso, me besó posesiva en la comisura de la boca, lo que acaparó mi mirada sobre ella y sobre el ardor que teñía su semblante. Contuve el aliento ante el aguijonazo lascivo que prensó mi bajo vientre, al tiempo que era plenamente consciente de que, si no detenía aquel comportamiento, acabaría entre sus turgentes muslos, mal que me pesara después.

Aquella mañana, mientras surcaba esplendorosos y verdes páramos bajo un cielo constreñido de oscuras nubes, Alaister se adelantó para sugerirme un desvío a través de las amplias cañadas junto al río Coe. Nos entretuvimos conversando y, cuando me giré en la montura, descubrí impávido que Cora había desaparecido.

—¡Maldición! —troné furibundo.

Alaister y yo azuzamos a nuestras monturas retrocediendo a todo galope, y recorrimos un buen trecho sin verla por ningún sitio.

—Regresa con los hombres y montad el campamento para pasar la noche, me reuniré con vosotros en cuanto la capture.

Alaister asintió, la preocupación oscureciendo sus facciones.

—No seas muy duro con ella, ten en cuenta sus circunstancias.

Lo miré fijo, mostrando todo mi enojo.

—Yo solo tengo en cuenta las mías y las de mis hombres. Si se escapa o le ocurre algo, somos hombres muertos.

Y, sin más, arreé con vehemencia las riendas, increpando mentalmente mi necedad y alimentando en cada galope mi furia.

Un viento cortante me acuchillaba el rostro mientras me erguía en mi montura atisbando en el horizonte. Era imposible que en tan poco tiempo hubiera recorrido tanto trayecto por muy veloz que fuera su yegua, lo más sensato sería esconderse a aguardar que le perdiéramos la pista. Miré en derredor, descubrí una arboleda junto a un meandro en la ribera y tuve la seguridad de que se ocultaba en ella. Siguiendo mi intuición, enfilé a Zill hacia allí.

Percibí un subrepticio movimiento entre los olmos y a continuación vislumbré los cuartos traseros blancos de la yegua de Cora resaltando entre los troncos. Sonreí para mis adentros y conduje a Zill hacia allí. Al instante, oí un jadeo femenino acompañado de un relincho y vi una sombra verde cruzar la arboleda con veloz urgencia.

Partí tras ella espoleando a mi montura, inclinando mi cuerpo un poco sobre el lomo para esquivar las bajas y frondosas ramas de los olmos de la ribera. La mujer cabalgaba a todo galope siguiendo la orilla, imaginaba que buscaba un tramo seguro por el que cruzar. Me detuve apenas para alzarme sobre los estribos y atisbar la sinuosa orilla en busca de la manera de interceptarla tomando un atajo. Decidí raudo el camino que debía seguir y espoleé a mi caballo para remontar una suave colina que forzaba una acentuada curva en el curso del río Coe, logrando así ganarle terreno.

Cuando descendí la loma, ella pasó como una centella. Sacudí con vigor las riendas jaleando apremiante a Zill, complacido al constatar la destreza y la celeridad de mi purasangre cuando logró ponerse a la altura de la yegua de Cora sin mucho esfuerzo. Pasé las riendas a la mano izquierda y me incliné hacia un costado para atrapar el cuerpo de la muchacha y arrancarlo de su montura. Apenas enlacé su cintura, Cora se zafó lanzándome una patada que esquivé a tiempo adelantándome a ella. Crucé mi caballo paulatinamente con el suyo, obligándolo así a detenerse, pero ella no se rindió, bufó frustrada y casi saltó de su montura para aventurarse a correr colina arriba.

Maldije entre dientes mientras descendía de mi caballo y salía a la carrera tras ella. En pocas zancadas le di alcance, alargué la mano, atrapé la capa de terciopelo que ondeaba tras ella y tiré hacia mí. Lo que no esperaba es que ella cayera hacia atrás bruscamente, chocara conmigo y me arrastrara al suelo. Con la pendiente de la loma, ambos caímos rodando ladera abajo. Cuando nos detuvimos, me encontré con el cuerpo de Cora sobre el mío, y lo rodeé con mis brazos para pegarla a mí, encerrándola entre ellos. Su larga melena rojiza circundó mi rostro como una cortina de fuego que me aislaba del mundo, tan solo iluminado por el verdoso fulgor iracundo de unos hermosos ojos de gato.

Por alguna razón, mis ojos comenzaron a absorber sus facciones hasta posarse en sus carnosos labios. Sentir su dulce aliento tan cerca de mí, su joven cuerpo oprimiendo el mío con tan turbadoras curvas, sumado a mi forzada castidad, consiguió despertar mi deseo, alentando ese reto por domar a la fiera que se retorcía sobre mí como un ratón en un cepo, agudizando mi inusitada y latente dureza.

Cuando la joven se apercibió del prominente bulto que palpitaba bajo mis pantalones de montar, se detuvo en seco, con la alarma pintada en el rostro.

—Estáis demasiado cerca, mi señora, mi cuerpo es más traidor que yo mismo —confesé sin atisbo de pudor.

—So… soltadme, os lo ruego —suplicó temerosa.

—Podéis estar tranquila —susurré sibilino—, las gatas ariscas no son de mi agrado, pudiendo recibir complacientes atenciones de otras más apetecibles. Estáis más que a salvo de mi lujuria. En cambio, mi genio es otra cosa.

La muchacha se retorció como una lagartija, debatiéndose frenéticamente. Giré de medio lado sin soltarla y me coloqué sobre ella. Dejó escapar un bufido furioso e impotente, sabiéndose inmóvil y presa debajo de mí.

—Sois un maldito bastardo inmoral y…

—Shhh…, gatita, no alimentéis mi enfado. Y, ahora, decidme, ¿por qué queríais escapar? Tengo entendido que aceptasteis la alianza con MacDonald.

—¿Acaso tenía elección?

Un oblicuo haz solar incidió en sus sesgados ojos verdes, aclarándolos, avivándolos, haciéndolos refulgir con un fuego esmeralda que me cautivó. Por un instante perdí el hilo de mis pensamientos, subyugado por aquella mirada intensa y flamígera, tan hermosa que cortaba el aliento. Recordar quién era y, peor aún, de quién había sido, me devolvió bruscamente a la realidad.

—¿La tuvisteis con mi hermano?

—No —afirmó tirante. Su rostro se tensó, apretó los labios y desvió la mirada.

—Y, sin embargo, viendo vuestro encono hacia mí, llegasteis a agradecer que os impusieran esa boda, ¿me equivoco?

—Cualquier cosa habría sido mejor que seguir en Inveraray como una mera pariente pobre a la que despreciar —desveló con un velo nublando su rostro—. Además, Hector prometió llevarme lejos, a su propio castillo. Era un hombre… gentil, delicado y amable, su cortejo fue dulce y paciente.

—Era una bestia, una burda alimaña infernal tan solo enmascarada para lograr sus fines —espeté con vehemencia, frunciendo furioso el ceño.

—¡Mentís!

Me acerqué a su rostro negando con la cabeza, rezumando de mí todo el desprecio que despertaba tan solo aquel nombre.

—No, no miento, era un animal, digno hijo del monstruo que lo trajo al mundo.

—Jamás os creeré, vos sois el monstruo, un asesino vil que fue capaz de dar muerte a su propia sangre.

—Y un monstruo todavía sediento de ella. Y, a decir verdad, deseoso de continuar segando vidas.

—Adelante —alentó ella alzando retadora la barbilla—, acabad con la mía.

—Ni es mi deseo ni mi cometido, ni nada tenéis que ver con mi venganza.

—Sin embargo, la sufro —rebatió conteniendo el llanto.

Su semblante se contrajo de dolor y frustración.

—¿Lo amabais?

Ella giró el rostro cerrando los párpados, liberando las lágrimas contenidas.

—¿Acaso importa?

—No —respondí lacónico—. Será mejor que partamos, no conozco estas tierras y no tardará en oscurecer.

Me incorporé, agarrándola rudamente del brazo para obligarla a ponerse en pie.

Ella se debatió de nuevo, intentando golpearme.

—¿No os cansáis? ¿No veis que soy más fuerte?

En ese momento acertó un puntapié en mi pantorrilla, exhalé una maldición y la aparté preventivo.

—No aspiro a venceros, majadero, pero si puedo haceros algo de daño, me doy por satisfecha.

Me sorprendí sonriendo y, por su expresión, ella se sorprendió contemplándome con más interés del que pretendía.

—Andando, gata.

La arrastré tras de mí hasta mi caballo, rebuscando en las alforjas una soga con que maniatarla. La saqué y la desenrollé con una mano mientras sujetaba sus muñecas con la otra y luego comencé a enrollarla alrededor de ellas, tan centrado en mi tarea que apenas me apercibí del relincho de unos caballos justo en la cima de la loma que tenía a la espalda. Me erguí tenso y me giré, posando la mano presta en la empuñadura de mi espada.

Cinco hombres nos contemplaban con expresiones pendencieras y sonrisas burdas. Eran montañeses, probablemente ladrones de ganado. No supe distinguir los colores de sus tartanes, de lo sucios que lucían. Parecían de un indefinido color pardusco. Por sus semblantes, miradas y gestos, no cabía duda de su rango social: maleantes. Me puse en guardia y desenfundé.

—Parece que nos ha hecho casi todo el trabajo ese extraño gall, Brayden.

El aludido asintió en silencio y mostró una sonrisa espantosa con una dentadura que, además de escasa, parecía ennegrecida, carraspeó burdo y escupió grosero. Acto seguido, se limpió con la manga y se relamió intencionadamente posando sus ojos en Cora.

—Gracias por preparar a la dama para nosotros. Creo que mereces una compensación. ¿Qué se te ocurre, Glenn?

Al que dirigió el gesto cómplice era un hombre orondo, de rostro tosco y mirada maliciosa.

—Pues podríamos cortarle las pelotas y ahogarlo con ellas —sugirió el tal Glenn tras una risotada.

—O podríais marcharos por donde habéis venido y seguir respirando, por mucho que ensuciéis el aire con vuestro apestoso aliento —repliqué con aplomo.

Los hombres agrandaron los ojos impávidos, torciendo sus bocas con disgusto.

—Tenemos un héroe, muchachos —afirmó Glenn, el orondo—. Tenía ganas de conocer por fin a uno.

—Suelen durar poco, no son una especie muy común. Aunque, ahora que lo pienso, puede que solo sea un chiflado el que habla con tanta necedad.

—O puede que ni una cosa ni la otra. —Desenvainé la shamshir y me puse delante de Cora en ademán protector—. Puede que sea un demonio ávido de sangre.

Los hombres rompieron en estentóreas carcajadas mirándose burlones unos a otros.

—¿Os habéis vuelto loco? —siseó Cora tras de mí—. Son cinco contra uno.

Negué con la cabeza y respondí entre dientes.

—Son cinco contra un demonio —maticé ladeando el rostro hacia ella y esbozando una sonrisa oscura y ansiosa.

El tal Brayden adelantó su caballo, mientras sus hombres desmontaban y, con las espadas en mano, comenzaron a acercarse abriéndose en abanico para rodearnos.

—Bien, demonio, espero que tengas un poderoso tridente para enfrentarte a nosotros, o te devolveremos al infierno de una paliza.

—¡Eh, Glenn! ¿Has visto la espada que lleva?

—Se le habrá doblado con las llamas del averno.

Tras otra ronda de risotadas toscas, terminaron de rodearnos.

—No os apartéis de mi espalda —aconsejé a la muchacha en un soterrado susurro—. Espero que podáis seguirme el ritmo, va a ser un baile movido.

Tracé una serie de estudiadas y ágiles florituras con el filo de mi shamshir, como treta para amedrentar con mi presteza o distraer con mi habilidad, aunque en vista de cómo me observaba la pandilla de malhechores, en esta ocasión sirvió para alimentar sus burlas, confiándolos.

—Creo que ya sé cómo piensa matarnos este demonio: de risa —barbotó uno de ellos.

Entre carcajadas y gruñidos de mofa, fueron cerrando el círculo en torno a nosotros. Empecé a girar atento a cualquier ofensiva, tanteando a mis oponentes, con Cora pegada a mi espalda, siguiendo mis pasos.

El orondo y jactancioso Glenn tuvo el infortunio de animarse a lanzar la primera estocada. Frené su acero con el mío y, con tan solo un preciso giro de muñeca, el arco de mi espada se invirtió, apartando el mandoble de mi atacante y acercando mi filo a su cuerpo. Tan solo hube de deslizarlo hacia su vientre para sesgarlo de un largo tajo. La sangre manó profusamente, su faz se tiñó de asombro mientras sus rodillas flaqueaban y sus manos intentaban contener sus entrañas. No me detuve a rematarlo, en vez de eso, aproveché la consternación de sus compañeros para cernirme sobre ellos. Descargué mi espada sobre el costado de otro, malhiriéndolo, y, alargando el lance, me agaché esquivando una estocada para rasgar las piernas de mi tercer contrincante. Ya frente al cuarto, detuve varias ofensivas, mientras hacíamos entrechocar nuestros aceros con fiereza, midiendo nuestras fuerzas. De soslayo percibí cómo el tal Brayden arreaba a su caballo contra nosotros con la claymore en alto.

—¡Cora, apartaos de mí! —la alerté, enconando mis lances. Quería apurar hasta el último instante para conducirlo hacia donde me encontraba.

La muchacha corrió lejos justo cuando caballo y jinete se me echaban encima. Me encogí y giré de medio lado, sorteando la espada del hombre con quien luchaba, empujándolo con violencia bajo el caballo. El animal relinchó y se desplomó hacia adelante, lanzando por el aire a su jinete. Corrí hacia él. Brayden se retorcía de dolor en el suelo, tenía el brazo roto y el rostro magullado, había caído sobre un montículo rocoso. Le rebané el cuello con mi espada y me dispuse a rematar a los heridos.

—¿Es necesario? —increpó jadeante Cora, encarándose a mí—. Están malheridos, no podrán perseguirnos.

—Pero podrán curarse y buscarme después. No suelo dejar enemigos respirando, tienden a regresar.

La muchacha me fulminó con la mirada, alzó la barbilla y de nuevo me franqueó el paso.

—¿No me consideráis enemiga solo porque soy mujer?

Su esplendorosa cabellera refulgió llameante con la luz del ocaso. Admiré su coraje y su temple tanto como lamenté su imprudencia y su temeridad. Una mujer con semejante carácter no duraría mucho en un clan de hombres rústicos e irascibles.

—No os considero enemiga simplemente, sino víctima de las circunstancias tal y como lo soy yo.

—Víctima, en efecto —escupió ella—, pero gracias a vuestra merced.

Negué con la cabeza clavando mis ojos en ella, acercándome y dominándola con mi altura.

—No estoy de acuerdo en ese punto —rebatí—. Nacisteis mujer en una tierra de bárbaros, sois herramienta de alianzas. Ya os utilizaron para conseguir un bastión en Mull, casándoos con una bestia, además, que os habría destrozado a la menor oportunidad. No, mi señora, yo solo os salvé de un destino ingrato liberándoos de mi hermano.

—Para entregarme a otro quizá peor —acusó ceñuda.

—Vuestro destino no me incumbe —afirmé, y recibí una mueca furibunda como respuesta.

La sorteé rozando su hombro y terminé de dar muerte a los que se retorcían en el suelo.

—Sois implacable y cruel, en verdad un demonio —barbotó ella con desprecio exacerbado.

—Es justo lo que habrían sido con vos, mi gentil señora. No espero gratitud, mas sí silencio.

Tras un bufido, se dirigió a la orilla del río y permaneció de espaldas a mí, inmóvil, observando el horizonte que se teñía de añiles, cobres y rosados, hermosa antesala que abría las puertas al reino de las sombras que ya se alargaban tras cada montículo.

Recogí las espadas del suelo y las afiancé a mi montura, nada más de valor hallé. Luego até la yegua de Cora a mi silla, dejando un buen tramo de cuerda para que el animal no se acercara mucho a Zill, pues parecían no llevarse bien, igual que sus propietarios, pensé.

Eché otra ojeada a la recortada y esbelta silueta de la mujer, que parecía convertida en un elemento más del paisaje. Me aproximé a ella y la cogí del brazo para conducirla hasta mi caballo. Curiosamente, no se resistió.

—Cabalgaréis conmigo —anuncié—, creo que ya os advertí debidamente al respecto.

—Pero no como un fardo, espero —replicó forzando un mohín espantado que terminó siendo lastimero.

—No, de momento, a menos que volváis a cometer otra temeridad.

La ayudé a montar, ya que tenía las manos atadas, y me encaramé con agilidad a lomos de Zill tras ella. Desenrollé las riendas del pomo de la silla, encajé bien los pies en los estribos, rodeé la cintura de Cora con la mano izquierda y con la derecha arreé a mi caballo apremiándolo a cabalgar veloz.

Sentí la espalda envarada y rígida de la joven, evitando el contacto conmigo, a pesar de que mi mano se posaba en su vientre animándola a acomodarse en mi pecho. No tardaría en relajarse, pensé, el cansancio no tardaría en hacer mella en su resistencia.

Cabalgamos por las amplias cañadas hasta el enclave donde se encontraba mi partida, pero el lugar estaba desierto. Recorrí un trecho más, atisbando en el horizonte con la esperanza de verlos en la lejanía, pero no había ni rastro de ellos.

—¡Maldición!, ¿dónde se han metido?

Detuve mi caballo y desmonté en el punto exacto donde le había pedido a Alaister que acamparan. Y lo habían hecho, como así mostraban las huellas de pies y cascos que poblaban aquel rodal junto al río. Seguí atento las huellas de los caballos, asombrado al descubrir otras en dirección contraria. Caminé un poco más, para comprobar que había habido un enfrentamiento. Todo indicaba que mis hombres habían sido apresados por un grupo de jinetes y que las huellas de numerosos caballos se enfilaban hacia la gran cadena montañosa, la más alta y abrupta de toda Escocia, el Ben Nevis. Desde mi posición, divisaba las cimas gemelas que lo acompañaban, las Carn Dearg, las colinas rojas.

Maldije para mis adentros y a continuación exhalé un estirado gruñido que apenas logró liberar la furia que sentía.

Volví a subir a mi caballo y sacudí las riendas con abrupta vehemencia, espoleando a mi montura con urgente apremio.

Partimos al galope tan veloces como el viento. Estaba a punto de anochecer, pero deseaba adelantarme lo suficiente para encontrar algún rincón seguro donde pasar la noche. Estaba claro que esas tierras eran peligrosas y estaban infestadas de malhechores.

—¿Qué está ocurriendo? —Cora ladeó la cabeza para dirigirse a mí.

—Han sido capturados por otro grupo de montañeses, puede que del mismo grupo que nos atacó a nosotros.

—Y ¿pensáis rescatarlos vos solo, por muy demonio que seáis?

—Pienso intentarlo.

A medida que el resplandor del día moría en el horizonte, la luna ocupaba su trono en el cielo, bañando de nácar los campos, azulando los relieves y oscureciendo oquedades. Los sonidos cambiaron, la quietud reinó en las sombras, tan solo destacando en el frescor de la noche el ulular de búhos y el aullido de algún lobo.

Conforme la azulada negrura extendía sobre nosotros su tupido manto, más azuzaba la cabalgadura, como si la celeridad de mi purasangre pudiera escapar de las largas garras de la noche. Por fortuna, fue luna creciente lo que iluminó nuestro camino, con lo que decidí no detenerme hasta que el cansancio me doblegara.

Durante la rauda galopada, Cora fue gradualmente recostándose en mi pecho, acompasando su cuerpo al mío, amoldándonos como si fuéramos uno solo. Me sorprendió sentir un deje de familiaridad ante su proximidad, cuando jamás había compartido nada con una mujer, excepto excelsos placeres carnales casi siempre en mullidos lechos. Para mí nunca había tenido cabida siquiera la posibilidad de enfrentarme a la vida junto a una mujer…, ¿para qué? No tenía vida ni semilla que ofrecer, ni siquiera era buena compañía. Y, respecto al resto de las necesidades que podía complacer, ya las colmaba y me las colmaban de sobrada mis dos hermosas sarracenas.

La agradable tibieza de la joven que tenía sobre mí, su sedoso cabello cosquilleando mi barbilla, su exquisito perfume y la tentadora curva de sus nalgas contra mi entrepierna despertaron recuerdos candentes de cabalgadas más apasionantes. A pesar de haberme aliviado con alguna que otra doncella, nada podía equipararse al fuego que me regalaban Azahara y Fabila, a sus picantes juegos, a su creativa lujuria, que tantas noches había logrado expulsar los demonios de mi pasado en favor de un paraíso difícil de olvidar.

Suspiré nostálgico.

Más adelante divisé una densa arboleda justo en la base de una loma, decidí refugiarnos allí y dormir un poco. Al menos yo, porque Cora respiraba profundamente dormida en mi pecho. Después de todo, no debía de parecerle tan peligroso.