Capítulo 16

árbol
Confesiones bajo la luna

Parpadeé dolorosamente, la luz hería mis ojos y un dolor sordo y pulsante se extendía por todo mi cuerpo como las ondas expansivas que una piedra provocaba al ser lanzada contra la superficie del agua, aumentando su proyección progresivamente.

Tenía la boca reseca y el cuerpo pesado como si me hubieran atado o colocado un peso encima. Solo discerní que estaba tumbado boca abajo en una especie de jergón y que voces confusas se superponían unas a otras en un tono tenso y apremiante.

Agucé el oído intentando aclarar mi mente lo suficiente para captar lo que decían. Me notaba embotado y confuso, a pesar de recordar que tenía dos balas alojadas en mi cuerpo.

—Los ingleses lo reclaman. Si no lo entregamos, masacrarán el pueblo.

Aquella voz masculina me resultó familiar, la identifiqué como la de Walter MacDonald.

—¡Jamás!

La beligerante voz femenina fue fácil de reconocer.

—Permitidnos escapar a las montañas. Enviadlos después contra nosotros para respaldar vuestra lealtad a Argyll argumentando que nos rebelamos y logramos huir, dándonos un razonable margen de tiempo para escondernos —rogó Alaister en tono suplicante.

Tras un tenso silencio, otra voz, esta más grave y susurrante, musitó:

—Como laird, he de proteger a mi clan pero, como hombre íntegro y justo, debo concederos esa merced, y más si tengo la posibilidad de salvar a mi gente y negarles a los malditos Campbell la excusa que llevan tiempo buscando. Marchad por el desfiladero que hay tras la aldea y no salgáis a campo abierto hasta que anochezca. Luego tomad dirección este hasta la cañada del Etive y seguid el río hasta el sur. Sé que es un gran rodeo, pero habréis de evitar Inveraray. Llegaréis a Drymen y, de ahí, a Dumbarton, es una aldea costera en el estuario del río Clyde, con suerte podréis embarcaros allí hacia Mull. Os perseguirán, Argyll no es un hombre que deje pasar una traición.

Me revolví inquieto. Una mano se posó en mi espalda, y entonces supe que no llevaba nada encima.

—Tengo que extraerle las balas antes de partir.

—No tenéis mucho tiempo, muchacha, esperan una respuesta. Apresuraos.

Unas suaves manos tomaron mi rostro entre ellas, una preocupada y escrutadora mirada me observó con intensidad.

—Podrías haber aguardado un poco más para recuperar la conciencia, mentecato.

Tragué saliva con dificultad para responder, pero un dedo selló mis labios acompañando ese gesto de una mirada ceñuda.

—No es momento para una de tus agudezas, muerde esto —dijo Ayleen, y me acercó un paño áspero para tal fin.

No me encontraba en posición de exigir cambiarlo por un trago de oporto, así que entreabrí los labios y dejé que introdujera el inmundo trapo en mi boca.

—Por el contrario, sí es momento de demostrar lo duro que eres.

Aunque su tono era firme y casi resentido, su tacto era dulce y delicado. Sentir cómo acariciaba mi mejilla y depositaba un beso en mi sien fue tan agradable como ese trago, aunque no abotargara igual.

Acto seguido, sentí la punta de un cuchillo hurgando lacerante en mi piel. Tensé todos los músculos y mordí con saña el trapo, mientras un acero candente escarbaba en mi carne. El olor a carne quemada comenzó a horadar mi olfato agitando mi estómago, y el dolor se agudizó nublándome la vista. En mitad de un espasmo descubrí que varios pares de manos me sujetaban con fuerza, mientras Ayleen intentaba rebuscar en mi cuerpo la cilíndrica bala de mosquete alojada en alguna parte de mi omóplato.

—Aguanta, Lean, ya casi está —profirió en un susurro estirado.

Sentí cómo la punta de un puñal hacía palanca dentro del orificio hecho por la bala y me arqueé gruñendo entre dientes, soportando un espantoso acceso de dolor. Cuando comenzaba a languidecer y la negrura de nuevo regresaba, oí una exclamación triunfal y que alguien pedía aguardiente. «Bien», pensé casi desfallecido, pues necesitaba con urgencia ese trago. Sin embargo, para mi completo disgusto, lo vertieron sobre la herida. Exhalé una maldición y me arqueé otra vez ante tan ardoroso escozor.

—Por fortuna para ti, la bala del costado rasgó tu carne, pero no se alojó en ella. Aunque has perdido mucha sangre.

—Os hemos preparado un saco con víveres. Ahora, partid raudos.

Angus MacDonald se acuclilló para sostener mi turbia mirada.

—Avisad a vuestro tío de nuestra desesperada situación, nos uniremos a las tropas realistas si me aseguran la protección de mi clan. Nos urge el respaldo de Montrose o caeremos en las garras de Argyll.

Me limité a asentir. El hombre dibujó una parca sonrisa de despedida, se irguió y echó a andar a buen paso lejos de dondequiera que yo estuviera.

—En marcha —dijo alguien.

—Incorporadlo, tengo que vendarlo.

Varios brazos me enlazaron y elevaron mi torso, facilitando así la tarea a Ayleen, que comenzó a enrollar lienzos blancos en torno a mi pecho y mi cintura.

—Sigo… siendo… tu pájaro herido —logré musitar ladeando la cabeza para mirarla, aunque me pesara como si estuviera rellena de plomo.

—Ya no, ahora eres tan hermoso y poderoso como tu halcón, aunque tu suerte no ha cambiado mucho, máxime cuando tanto te empeñas en favorecer tus desgracias. Te avisé de…

—La obediencia… no es mejor virtud, me temo.

Miré para el otro lado para tratar de descubrir dónde estaba, ahora que me sentía algo más despejado, y me topé con la inquieta mirada de Cora. Permanecía sentada en una banqueta junto al fuego, estrujándose las manos en el regazo y con una extraña expresión en el rostro. Estábamos en una de esas cabañas de piedra con techo de turba, penumbrosas pero cálidas.

—Aunque… dicen que no tengo ninguna —agregué mordaz.

Cora bajó la vista un instante, pero cuando volvió a alzarla sus verdes ojos refulgían con algo que no supe discernir.

—Alguna tienes —bromeó Ayleen, apretándome el vendaje—, pero la oculta tan bien que a simple vista no se ve. Sin embargo, cuando tus virtudes se descubren, puedo asegurar que merece la pena haberlas buscado.

Exhalé un quejido ante su brusquedad y fruncí el ceño.

—Si sigues… apretando así, lo que no tendré será resuello.

Ayleen rio divertida y, cuando terminó, se inclinó sobre mí y depositó otro beso, esta vez en la mejilla.

—Tienes el suficiente para quejarte.

Cora nos miraba con semblante indescifrable, con un deje molesto pero afectado al mismo tiempo, seguramente debatiéndose entre el demonio que ella me consideraba y el hombre que era para Ayleen, ese que conseguía hacerla sonreír y arrancarle tan tiernas muestras de afecto.

—Es hora de subirlo a su caballo y atarlo a él. Hoy dudo que pueda manejar las riendas. Yo lo llevaré, peso menos que cualquiera de vosotros. Zill puede que sea rápido, pero no es un animal robusto que digamos.

Nadie replicó, ni siquiera yo, aunque tenía varias objeciones al respecto. Si me caía de la montura, ella no dispondría de la fuerza necesaria para sujetarme. No obstante, era imprescindible que alguien guiara mi caballo, solo pensar en estar sentado recto me daba escalofríos.

Tras manipularme como si fuera un burdo fardo, subirme a Zill e inclinarme sobre su lomo, me afianzaron a su cuello con una soga. Ayleen se encaramó ágil detrás de mí y Cora montó con Alaister. Sus verdes ojos no se apartaban de mí.

Resentido, dolorido y extenuado, iniciamos la cabalgada. Simplemente cerré los párpados y me acomodé al rítmico bamboleo del caballo, hasta que el sopor comenzó a invadirme.


Cuando abrí los ojos, creí por un instante que no había terminado de hacerlo, hasta que me apercibí de que era noche cerrada. Apenas una cuña marfileña agrisaba el contorno de las nubes más cercanas, derramando un débil resplandor plateado que escasamente iluminaba el camino.

—¿Cómo te encuentras? Has dormido todo el día.

—Como si me hubiera pasado por encima todo un destacamento inglés con caballos y cureñas con cañones incluidos.

Ayleen rio por lo bajo y siseó al caballo, que en ese momento bufaba sacudiendo la cabeza y a mí con ella.

—Veo que te has hecho con él —apunté admirado.

—Es más manejable que su amo —adujo burlona.

—No lo tenía por tal precisamente, pensé que algo mío adquiriría.

—Pues lo es, al menos no se queja.

—Necesito cambiar de posición, me duele la espalda —gruñí quejumbroso.

Esta vez bufó Ayleen y la imaginé sacudiendo exasperada la cabeza como había hecho Zill.

—Tienes un agujero en la espalda, es normal que te duela.

—Me duele más abajo, justo detrás de la cintura.

La muchacha comenzó a refregarme la palma de su mano contra la zona dolorida, gemí de alivio.

—¿Haces algo mal? —inquirí con curiosidad.

—Pues llevo mal soportar a pacientes recalcitrantes, suelo tirarlos por el primer barranco que me encuentro.

Sonreí para mis adentros, adoraba el chispeante ingenio de Ayleen.

—Espero que no encuentres ninguno, no estamos para ir dejando pistas a los ingleses.

Ayleen soltó una carcajada que de inmediato sofocó cubriéndose la boca. Pero su cuerpo se sacudió a causa de la risa contenida.

—Te has convertido en todo un truhan, las damas sevillanas deben de haberlo pasado muy bien contigo.

—Quiero creer que sí. Al menos, lo aparentaban.

—Me cuesta creer que no haya ninguna que haya luchado por ganar tu corazón.

—Era más fácil comprar mi cuerpo y mis atenciones.

Un incómodo silencio se alargó entre nosotros. No sé qué estaría pasando por la cabeza de Ayleen: si quizá saber que había llegado a esos niveles de degradación personal la escandalizaba, si me condenaba por mi falta de moral o si era compasión lo que ahora la enmudecía. Fuera cual fuese el motivo, no me arrepentí de aquella confesión. Necesitaba mostrarme tal cual era; primero, para no llevar a engaño a nadie ni permitir que se creara una imagen ilusoria y romántica de mí y, segundo, para recordarme quién era y quién había sido.

En lugar de palabras de consuelo, preguntas o reproches, recibí un gesto que dijo mucho más que cualquier cosa que hubiera salido de su boca: se abrazó cuidadosamente a mi espalda un instante, transmitiéndome su calor y su cariño. Aquello me reconfortó y me inquietó al mismo tiempo.

—Tengo hambre, y espero que mi reclamo no justifique que mi cuerpo adorne el fondo de un barranco.

Me revolvió el cabello y se incorporó de nuevo. Lamenté la distancia, el frío ocupó su lugar.

—No podemos detenernos ahora. Pero hay algo de pan en las alforjas y un odre con agua. Yo he picoteado algo mientras dormías.

—Espero que haya mucha agua con que remojarlo, o se me olvidará lo que es orinar. Creo que ese pan es capaz de absorber todo el líquido de mi cuerpo, si hasta me deja más pálido.

De nuevo se estremeció sacudida por la risa. Por su sonido estrangulado supe que otra vez se tapaba la boca haciendo verdaderos esfuerzos por no emitir ningún sonido.

Al cabo de un rato, se recompuso y pudo ofrecerme una porción de pan y el odre de piel de cabra.

—Tardaré semanas en digerir esto.

—¡Cállate ya, la mitad de tu estómago es escocés, podrá con ese pan!

—Deberían hacer las balas de mosquete con él.

—Dios, Lean, para, no me aguanto.

—Dichosa tú, que puedes mear.

Sonreí mientras la sentía sacudirse tras de mí luchando con sus carcajadas, pugnando por contenerlas sin mucho resultado.

Mastiqué aquel espantoso trozo insípido y prieto de pan de centeno concienzudamente, evitando moverme lo más mínimo para no agudizar el dolor que palpitaba constante y regular en mi espalda.

—Pensé que Sevilla te había tratado mejor.

—Y lo hizo, pero la vida no es fácil en ningún sitio.

—No —concordó—, pero a ti te lo han puesto más difícil que a nadie.

—Una vez, maese Beltrán me dijo que Dios otorga las batallas más duras a sus mejores guerreros; creo que piensa que soy el arcángel san Gabriel.

—Quizá lo seas.

—Soy bastante más oscuro.

—No siempre tenemos elección, Lean, a veces la vida nos empuja sin previo aviso al sendero que se le antoja y solo nos queda recorrerlo y enfrentarse a él. No te sientas culpable por nada de lo que has tenido que hacer para atravesarlo hasta salir de él.

—No me siento culpable —espeté pensativo—. Cuando se ha tocado fondo, cuando se ha vivido en el infierno, cuando se ha deseado tanto la muerte, el cuerpo deja de tener su importancia. También el entorno y la apreciación entre el bien y el mal se trastocan. Dejas de creer en la justicia, de esperar que una luz divina acuda en tu ayuda. Por eso, cuando decides vivir, por la causa que sea, peleas por tu supervivencia con uñas y dientes, sin importarte nada más, utilizando cuanto tienes a tu alcance. La dignidad, la moral y los principios son para la gente que nunca ha conocido la desesperación, gente que tiene la suerte de llevar una vida tan cómoda y segura que puede disponer de tiempo para reflexionar sobre cuestiones éticas porque su barriga está llena, su vida protegida y su futuro asegurado.

—No creo que nadie que sepa por lo que has pasado tenga el valor de juzgarte. Yo te admiro, Lean, porque eres un superviviente, porque renaciste y porque decidiste luchar. En cambio, sí creo que posees valores, principios y sobre todo un gran corazón, por mucho que intentes hacernos creer lo contrario. Y me pregunto por qué. ¿Por qué te niegas un fututo, una vida plena? ¿Por qué eliges la soledad?

—Porque en realidad no renací, Ayleen, soy una sombra. Porque la única causa que me ha mantenido con vida todos estos años es el profundo odio que guardo en mi corazón y que lo enciende con más vigor que la vida misma. Porque sé que ese odio acabará conmigo y por nada del mundo deseo apegos que lloren mi tumba ni me guarden rencor por no poder darles algo tan maltrecho y roto que, aunque palpita, lo hace a menudo con dolor. Un corazón negro, lleno de cicatrices.

—Hablas como si estuvieras incapacitado para querer —refutó en tono reprobador—, y no es así. Veo cómo tratas a ese muchacho, cómo me proteges a mí de ti, cómo cuidas de los tuyos. Puedes amar y que te amen, eso no te lo arrancaron.

—Si mientras mis pies reposan en este mundo puedo hacer algún bien a quien lo merece, quizá mi vida tenga algún sentido. Pero soy cauto, porque establecer vínculos emocionales crea responsabilidades, y no quiero sentirme responsable de hacer sufrir a nadie. Es difícil mantener mi decisión, lograr encontrar el equilibrio exacto de dar lo justo y recibir lo mismo sin crear lazos profundos que remuevan mi conciencia cuando termine lo que he venido a hacer aquí. Los remordimientos son cuanto temo, y solo pueden ser provocados por dañar a alguien que me quiera. Solución: impedir que lo hagan.

Otro largo silencio.

Bebí del odre evitando alzar el codo e inclinar la cabeza y, cuando finalicé, alargué el brazo hacia atrás para entregárselo a Ayleen.

—Eres piadoso en esa decisión —resaltó ella—. Ni tu corazón es tan negro ni está tan roto como para que no pueda repararse con los debidos cuidados.

Cerré los ojos, de repente me encontraba extenuado y abatido.

—Mientras recuerde, jamás podrá repararse —aseguré con firmeza—, porque noche tras noche vuelve a romperse en cada pesadilla. Porque necesito luchar para liberar mi ira, porque exponer mi vida es tan necesario como respirar para conservarla, porque la negrura se extiende día a día en mi interior como un veneno letal, y sé que acabará conmigo, como sé que deseo que lo haga cuando cumpla mi venganza.

No veía su rostro, pero fue fácil imaginar una expresión atribulada y triste en él.

—Hay un inconveniente en ese plan —apuntó ella en tono afectado—, que por mucho que te esfuerces en no hacerte querer, nada puedes controlar de lo que la otra persona siente por dentro.

—No, por eso he de apresurarme en cumplir mi cometido.

Nada replicó, tan solo el silencio me trajo su desdicha. Oí muy cerca el resoplido de otro caballo y de pronto tuve la seguridad de que nuestra conversación había sido escuchada por alguien más.

El sopor me invadió y la laxitud rindió mi cuerpo…

—¡Pardiez, muchacho, ya quisiera yo encargos así!

Don Nuño Mérida, jayán de la mayor germanía de Sevilla, me contempló ceñudo ante mi indecisión. Mas no era una propuesta, ni mucho menos, sino una petición que no admitía réplica.

—Yo no soy una de vuestras coínas —renegué ofuscado—. Soy tan buen espadachín como el bravo don Mendo, y puedo hacer mejores encargos que encamarme con una doña lasciva.

Don Nuño se levantó de su sillón de orejas y, como hombre añoso, se apoyó en su bastón de marfil labrado entre quejumbres y renqueos. Caminó encorvado hacia donde me encontraba y puso una mano en mi hombro regalándome una sonrisa comprensiva. Tuve que alzar la cabeza para sostener su mirada.

—Sois todo un mozo apuesto y vigoroso —comenzó zalamero— y, como tal, las mujeres se fijan en vos. La doña en cuestión debió de veros y se le antojasteis. Pero no fue ella quien vino a hacerme la petición, sino su esposo.

Me envaré en el acto y di un paso atrás dispuesto a marcharme, pero don Nuño me retuvo a riesgo de trastabillar.

—No temáis, muchacho, se trata de que complazcáis a la dama, no a él. El esposo solo desea presenciarlo. Me aseguró que no intervendría, que la simple observación de su esposa con otro hombre le procuraba un placer inigualable. Y tuve incluso a bien preocuparme por conocer la apariencia de tan afortunada dama, para evitarte un mal rato en caso de no resultaros… apetecible. Debo deciros que es una hembra lozana de carnes prietas, nada desdeñable. No creo que vuestra hombría no responda ante una mujer así. Hasta mi moribunda verga pareció querer reaccionar ante su visión y eso sí es un logro, pues la creía muerta del todo.

Ante mi todavía recelosa expresión, don Nuño regresó a su mesa, se sentó y de un cajón sacó una bolsa de terciopelo negro que abrió ante mí y cuyo contenido volcó sobre el tablero. Los maravedíes de plata rodaron tentadores por la superficie.

—Os ofrezco ya la mitad de lo acordado. Sé que Elena está enferma y requiere de los costosos servicios de un buen médico, y que Beltrán anda desesperado buscando los buenos dineros que salven a su esposa. Quizá esta bolsa suponga la diferencia entre la vida y la muerte.

No había nada que pensar, bien lo sabía el ajado y sagaz jayán.

—¿Dónde tengo que ir y cuándo?

Cogí las monedas y las guardé en mi propia bolsa.

—Rafael os acompañará. La dama ya os espera en la puerta de atrás de su casona.

Asentí y miré al jovenzuelo Rafael, el asistente de don Nuño, un muchacho taciturno pero tan avispado y dispuesto como el hombre al que servía.

Me calcé mi sombrero de ala ancha, me cubrí con mi pardusco herreruelo y salimos a la noche. Dejamos atrás las callejuelas empedradas de Triana atravesando el puente sobre el Guadalquivir hacia el centro de la urbe, donde el penetrante aroma a azahar y jazmín perfumaba el aire, camuflando así olores más desagradables. Las encaladas fachadas de las casas de notables y familias de abolengo lucían en sus enrejadas ventanas macetas con claveles reventones, que de día resultaban una vistosa explosión de color y vida. Cuán hermosa era Sevilla, pensé aspirando el aroma de sus calles.

Caminamos en silencio, seguidos del eco de nuestros pasos. Ya no había carruajes que trotaran a aquellas horas, ni miradas curiosas que pudieran preguntarse qué hacíamos allí. Tan solo el sereno a lo lejos, pobremente iluminado por un candil parpadeante.

—Es aquí —anunció Rafael.

Y, sin más, dio media vuelta y desapareció envuelto en su mutismo.

Observé la casa señorial, era grande y tan vestida de flores como el resto. La puerta principal, de buen roble y con relieves elegantes, lucía un grueso aldabón en el centro de una de las hojas. Rodeé sus gruesos muros adentrándome en un angosto callejón, donde descubrí una puerta discreta y más ajada. Golpeé suavemente con el puño y aguardé respuesta.

Al cabo, la puerta se entreabrió dejando salir un tenue resplandor dorado.

Atravesé el quicio y cerré tras de mí. Una adormilada doncella me hizo el gesto de que la siguiera, y así lo hice. Recorrimos un largo pasillo hasta una empinada escalera y caminamos por un corredor suntuoso hasta una gran puerta doble. La doncella llamó a la puerta y, tal como había hecho Rafael, no aguardó a que se abriera, sino que se alejó con su candelabro dejándome en una tensa semioscuridad.

Un gruñido acompañó el recorrido de la puerta al abrirse hacia dentro, un rostro ansioso me recibió. Ella.

—Pasad.

Entré en una alcoba amplia y ostentosa. La enorme cama de dosel, vestida de satén y con mullidas almohadas, llamó mi atención. Hasta que reparé en el hombre que estaba sentado en una butaca justo enfrente.

—No lo miréis —advirtió la doña—. Miradme a mí, fingid que no está aquí.

Asentí y me dejé arrastrar por ella al centro de la estancia.

Llevaba un camisón vaporoso, los cordones del escote ya estaban deslazados, mostrando el nacimiento de lo que parecían unos senos turgentes.

No era hermosa como tal, pero eso yo ya lo suponía: don Nuño tenía que procurar animarme con lisonjas sobre la dama en cuestión para convencerme. Aun así, era agraciada, aunque nada destacara de verdad en su rostro, que tenía más de anodino que de otra cosa. Insulsa y desabrida, en mi opinión.

La mujer empezó a desatar los cordones de mi capa lanzándome miradas sugerentes y seductoras. De momento, mi cuerpo no parecía responder a sus gestos sensuales.

Me dejé desnudar sin poder saborear realmente aquel momento, pues la presencia impasible del esposo me inquietaba y me desconcertaba tanto que no podía centrarme en la labor que había de ejecutar.

—Os deseé en cuanto os vi. Asad os llamáis, ¿verdad?

Asentí al tiempo que descubría un incipiente rechazo naciendo en mí.

—Sois más hermoso desnudo de lo que imaginé.

Posó las palmas de sus manos en mi torso y lo recorrió con arrobada admiración.

—Desprendéis poder —halagó prendada—, y yo ardo en deseos de ser sometida por él.

Se despojó del camisón y se ciñó a mi cuerpo, frotando contra mí su cálida desnudez. Sentir sus enhiestos pezones rozando mi pecho debería haber despertado mi deseo. Sin embargo, no fue así.

La mujer, que parecía impaciente, tomó mi rostro en sus manos y me besó con fogosa vehemencia. Cierto regusto repulsivo se adueñó de mí y me aparté de forma instintiva. Tuve que recordarme lo que había ido a hacer para acercarme de nuevo y permitir que me besara, esta vez con más ahínco.

Retrocedí otra vez ante su evidente disgusto.

—Yo… lo siento…, es la primera vez que…

—¿No me digáis que nunca…?

—No, no, es… esta situación —dije, y miré al esposo, que nos contemplaba inmutable.

—Quizá un buen licor ahuyente vuestra timidez.

Se dirigió hacia una cómoda donde una licorera descansaba sobre una bandeja con dos copas de fino cristal tallado.

—Un buen coñac francés animará vuestro ánimo.

Llenó una copa y me la acercó. Admiré su cuerpo y comprobé que en eso el jayán no había exagerado. Sus curvas eran firmes y su piel cremosa. Me dije que cualquier hombre pagaría por yacer con ella y no al revés, a pesar de no ser bonita.

Cogí la copa y la bebí de un trago. Y, sin más, me abalancé sobre ella y la besé, venciendo mis reservas. Ya había cobrado por el encargo y, ya que tenía que cumplirlo, qué menos que dejar un buen recuerdo de él.

La mujer gimió en mi boca y exhaló un jadeo sorpresivo cuando me incliné sobre ella, abarqué sus nalgas y la elevé contra mis caderas. Me rodeó con las piernas y, sin despegar nuestras bocas, la llevé a la cama.

La lancé sobre el colchón y ella se relamió al contemplar mi ya endurecida hombría basculando hambrienta.

—¡Oh, buen Dios, sois un regalo del cielo!

Antes de cernirme sobre ella, que ya se abría ansiosa de piernas, giré el rostro para observar a su esposo, que se estaba tocando a sí mismo y nos miraba con expresión febril y libidinosa.

Pensé en lo ventajoso que era para la mujer tener un esposo con semejantes inclinaciones, donde la infidelidad conyugal era justamente el placer de la pareja. Me pregunté si él haría lo mismo a la inversa.

—¡Demostradle a mi esposo lo que es un verdadero hombre!

Me abalancé sobre ella, penetrándola de una profunda embestida que arrancó un placentero grito de su garganta. Y, mientras lamía sus pechos, mis caderas se movían al ritmo que ella exigía, duro y seco, que acompañaba con jadeos entrecortados y exclamaciones maravilladas. Pensé que se conformaría con fornicar hasta liberarse, pero no fue así. Me detuvo y me impelió a salir de ella, me tumbó a su lado e, inclinándose hacia mí, me dirigió una sonrisa oscura y obscena.

Cuando tomó mi verga en su boca y casi la tragó entera, jadeé de placer y me dejé hacer. Lamió y succionó hasta casi hacerme perder el control, y luego se puso a horcajadas sobre mí y me introdujo en su interior. Me montó con brío y desbordada pasión, gimiendo gozosa y enloqueciendo de placer. El golpeteo seco de la carne, los jadeos y los gruñidos del esposo procurándose su propio placer llenaron aquella noche, hasta que llegamos al clímax.

Ya salía del lecho cuando la mujer me lo impidió.

—Descansad y reponeos, la noche no ha terminado. He pagado buenos maravedíes de plata para gozaros hasta la saciedad, y hasta que el alba entre por esa ventana seréis mío, Asad.

Y, en efecto, hasta que el alba entró, yo no salí.