Capítulo 17
Preguntas sin respuesta
Nos detuvimos a descansar ya bien entrada la mañana en un bosquecillo de pinos, guarecidos bajo sus copas y envueltos en nuestras capas. No era un día luminoso, más bien al contrario, y bajo aquella sombría arboleda, nos fue fácil dormir sin que la luz matinal molestara nuestros ojos.
No sé cuánto tiempo transcurrió, pero al cabo comencé a estremecerme de frío. La humedad de la hojarasca traspasaba mi ropa y una fresca brisa se arremolinó en torno a mí, haciendo que me arrebujara en mi capa.
—Deberías utilizar el feileadh mor con vuestros colores, estarías más abrigado en este momento. —Abrí los ojos para contemplar a Ayleen, que, apoyada en el tronco de un árbol, me observaba pensativa—. Esa capa corta no te protege convenientemente del frío.
—Para eso tengo mi manta —alegué desdeñoso—. Y esos colores nada significan para mí.
—¿Tan feas tienes las piernas?
Sonreí de medio lado alzando una ceja, componiendo una mueca pícara.
—¿Quieres verlas?
Ayleen esbozó una sonrisa traviesa y negó con la cabeza.
—Arruinaría mi reputación —arguyó con sorna.
—Pero te alegrarías la vista.
Rio divertida, lanzándome una mirada incrédula.
—O me espantaría.
—Definitivamente quieres verme las piernas.
Amplió su sonrisa y agitó la mano contradiciendo mi afirmación.
—Esos pantalones no dejan mucho a la imaginación —murmuró encogiéndose bajo su propia capa—. Tienes unas piernas vigorosas y esbeltas, no hace falta que te los bajes para lucirlas.
—No suelo bajarme los pantalones para lucir mis piernas, precisamente.
—Eres un desvergonzado, Lean —acusó burlona.
—Ahora que lo sabes, no juegues conmigo.
—Sí, mejor que no —interrumpió una voz con un marcado deje molesto—. No conoce la decencia ni el pudor, os lo aseguro.
Fijé mi atención en Cora, que desde un tronco cercano nos observaba ceñuda.
Sonreí malicioso y le guiñé un ojo. Ella me fulminó con una mirada reprobadora y disgustada.
—La decencia y el pudor son muy aburridos, como la hipocresía —respondí mordaz.
Ayleen nos contempló alternativamente con semblante intrigado.
—¿Has escandalizado a la dama, Lean?
—Solo te diré que sí ha visto mis piernas.
—He visto más de lo que me habría gustado ver —afirmó Cora con acritud.
—No fue la impresión que me dio.
Ayleen agrandó asombrada los ojos y me miró acusadora con la boca entreabierta.
—Solo me di un baño —me defendí—. Bien podríais haber cerrado los ojos si tan desagradable os parecía el espectáculo.
—¡Me atasteis a un árbol, maldito!
—Lo que no impedía que los cerraseis o miraseis para otro lado, gatita curiosa.
Cora bufó ofuscada y apartó la vista de mí, buscando otro lugar para descansar.
—Te gusta molestarla —apreció Ayleen en un susurro—, ¿por qué?
—No lo sé —contesté—, pero seguramente por ser quien es.
—Ella no tiene la culpa, Lean.
—No creas que no lo sé, pero cuando la oigo defender a Hector…
—A todas luces, no llegó a conocerlo.
—Por fortuna para ella, nunca sabrá la suerte que tuvo.
Ayleen asintió con expresión tirante, imaginé que algún recuerdo la asaltaba en esos momentos.
—Si hubiera estado en tu lugar, habría procurado matarlo una noche mientras durmiera.
—Difícilmente —aclaré—, me encadenaban en el establo por las noches.
De nuevo, su rostro se endureció, esta vez con una mueca furibunda alterando sus armoniosas facciones.
—Habría disfrutado viendo cómo lo matabas —confesó sin atisbo de conmiseración en su gesto.
—Muchas veces intenté disculparlo —musité con la mirada perdida—, al fin y al cabo, era un niño como yo, un año menor. Me decía que la influencia de su pérfida madre lo empujaba a hacer lo que hacía, que quizá la temiese y quisiese complacerla. Me repetía que debía de haber una razón externa a él para tratar a su hermano como lo hacía. Hasta que un día comprendí que no, que simplemente era un monstruo, digno hijo de la víbora que lo había traído al mundo. Y fue en ese momento cuando lo odié con toda mi alma.
Ese día, mi último día en Mull, era la pesadilla más grotesca y abominable de todas, la que me producía un pavor especial, la que me catapultaba a un abismo de dolor del que me costaba salir. Por fortuna, no se repetía a menudo, pero cuando revivía ese momento, todo mi cuerpo se contraía en violentas náuseas, incluso llegaba a vomitar. Luego, poseído por una rabia desmedida y voraz, salía a horas intempestivas por los barrios más peligrosos de Sevilla a buscar pelea en los más lúgubres antros y a emborracharme hasta casi perder el sentido. Solía despertar en lugares variopintos, desde la misma y sucia calzada empedrada, hasta la mesa de alguna taberna o una cama con más de una mujerzuela sobre mi pecho.
Cuando regresaba a casa, hecho un desastre, sucio y golpeado, Elena me conducía a mi cuarto, me preparaba un milagroso ponche que me obligaba a beber y, en ocasiones, me abría simplemente los brazos para que yo sollozara en ellos. Luego dormía profundamente y a la mañana siguiente actuábamos como si nada hubiera pasado. Elena jamás me preguntaba, ni me reñía, solo me brindaba su calor y su cariño, sin que las palabras enturbiaran el consuelo que me ofrecía.
Suspiré apesadumbrado y me recosté de nuevo. El frío pareció calarme los huesos y el pesar asomó con recuerdos que me turbaron.
Sentí un movimiento a mi espalda. Alguien se tumbó tras de mí y me cubrió con una suave capa de lana azul, amoldando su cálido cuerpo contra mi espalda.
—Cómo me habría gustado consolarte —masculló apenada Ayleen.
—No necesito consuelo —repliqué temblando.
—Pero sí calor, déjame al menos que te otorgue eso.
Sus brazos me rodearon con mimo, sentí su aliento contra la nuca. Cerré los ojos intentando encontrar las fuerzas necesarias para pedirle que se apartara, pero no lo logré. Y entonces recordé una reciente noche en la que otra mujer que también resultó compasiva, a pesar de su encono hacia mí, me había abrazado y secado las lágrimas.
Abrí los ojos buscando no sé muy bien qué. No obstante, me topé con una mirada verde teñida de una amalgama de emociones confusas que me negué en el acto a interpretar. Cerré los párpados de nuevo y me dejé llevar por el sueño.
Cuando desperté, un nuevo cuerpo, esta vez más menudo, se encontraba abrazado a mi pecho.
Dante dormía encogido frente a mí. El muy bellaco había logrado estirar la capa de Ayleen lo suficiente para cubrirse también con ella y, así, entre ellos dos, no pude evitar pensar en lo que se sentiría al tener una familia. Mujer e hijos. Incluso me pregunté si serían capaces de alejar la oscuridad que envenenaba mi corazón con los recuerdos. O una cuestión todavía más peliaguda: si yo sería capaz de hacerlos felices. Naturalmente, nunca lo sabría, pero la imagen familiar que se me antojó en la cabeza me resultó harto agradable.
—¡Vaya, Lean, voy a empezar a desear que me peguen un tiro! —barbotó el apuesto Irvin dirigiendo una mirada reveladora sobre Ayleen, que en ese momento se desperezaba estirándose sinuosa tras de mí.
—Solo tenéis que pedirlo —apuntó Ayleen sardónica.
Irvin soltó una vibrante carcajada y le lanzó un beso.
—Os pediría antes otras cosas, preciosa.
Su mirada se enturbió lujuriosa.
—En cambio, yo solo me conformaría con una —repuso ella cortante.
El guerrero se encogió de hombros y aguardó sonriente.
—Que cerraseis la boca.
—Cerrádmela vos.
—Si queréis, os la cierro yo —intervine incorporándome cuidadosamente, procurando no mostrar el dolor que me punzaba al moverme.
—O yo.
Alaister se acercó a su hermana a modo protector y miró retador a Irvin, que, aunque en ese momento fruncía el ceño contrariado, al cabo se relajó sonriendo en un mohín conciliador.
—Eh, amigos, tan solo bromeaba.
—Solo queríamos aclararos hasta dónde podéis bromear —puntualicé—, y con quién.
Irvin asintió molesto y permaneció rígido hasta que Gowan se aproximó a él, le echó el brazo por encima y lo condujo hacia su caballo, susurrándole soterradamente, imaginaba que para apaciguarlo.
Conocía de sobrada la naturaleza del hombre para saber que, si en situaciones así no se cortaban de raíz comportamientos que a priori podían tomarse como simples tanteos seductores, el hombre en cuestión podía comenzar a sentirse despechado al recibir un rechazo tras otro, hasta el punto de llegar a forzar a la mujer que deseaba. Quizá Irvin hubiera aceptado sin más el desplante de Ayleen, no obstante, no pensaba esperar a descubrirlo. Había intentado evitar suficientes violaciones en mi época de soldado como para permanecer impasible ante una situación parecida.
Ayleen me miró agradecida, acercándose junto con Alaister para ayudarme a ponerme en pie.
—Tendréis que ayudarnos, Rosston —llamó Alaister.
El grandullón pelirrojo se acercó a nosotros y, entre los tres, me subieron a lomos de Zill.
Malcom, el capitán de Duart, que ya había montado, se aproximó a mí, mientras Ayleen conversaba con su hermano y con Cora.
—Como aconsejó Angus MacDonald, hemos de seguir el descenso del río Etive hacia el sur, pero sugiero que evitemos en la medida de lo posible pasar cerca de ninguna aldea. Si las patrullas inglesas nos siguen, interrogarán a cuantos encuentren al paso.
Asentí conforme y miré al horizonte. Nada parecía surcar las colinas que habíamos dejado atrás durante la noche.
—Es lo más prudente, Malcom.
Pero, a pesar de tener que procurar no dejar rastro alguno, yo tenía que hacerles saber a los Grant dónde estaban mis pasos, pues sabía que me buscarían, que Stuart no cejaría hasta vengarse. Lo había visto tan claro en su depredadora mirada como ahora veía el atardecer cubriendo el páramo con su cobrizo manto. Y yo necesitaba que lo hiciera, que viniera por mí, porque la próxima vez que lo tuviera enfrente uno de los dos no saldría con vida.
Otro manto más rojizo refulgió con el cobre de un incipiente ocaso, captando mi atención. Cora se recogía su esplendorosa melena roja hacia un lado, sobre su pecho, trenzándola mientras conversaba con los mellizos. Observé, no sin cierto asombro, cómo le sonreía dulcemente a Alaister y cómo su semblante distendido armonizaba sus facciones y le otorgaba una belleza más angelical, una expresión que no había visto hasta el momento. ¿Estaría interesada en Alaister? Ya no necesitaba un padre para escapar de un matrimonio forzado. Entonces ¿se sentía verdaderamente atraída por él? Lo cierto es que era un hombre bien parecido, de buen porte y gentil talante, además de poseer un linaje noble y una exquisita educación. Un buen partido sin lugar a dudas, ¿era eso lo que Cora Campbell ambicionaba, o al hombre como tal? Cualquiera que fuera la respuesta, descubrí, no sin cierto desasosiego, que me disgustaba.
Alaister dijo algo que ocasionó la risa de las mujeres. De pronto, ver a Cora riendo provocó en mí una incómoda punzada de celos por no ser yo el causante de ello. Me reprendí duramente por necio. ¡Santo Dios, esa mujer me odiaba! Y, desde su postura, con toda la razón del mundo. Además, mi trato no hacía sino fomentar su encono hacia mí. Sin embargo, ¿por qué creía descubrir en algunas de sus miradas un franco y admirado interés por mi persona? Sin duda, debía de ser mi vanidad la que veía lo que no existía, aunque no solía equivocarme en lo que a mujeres se refería.
Resultaba fácil comprobar cómo reaccionaban a mis encantos o a mi sola presencia. No me consideraba de verdad un seductor, pues apenas tenía que esforzarme para atraerlas a mi cama. Según mis apasionadas sarracenas, mi apariencia oscura y peligrosa, mi apostura y ese aire misterioso que decían que poseía las atraía como moscas a la melaza. Fuera como fuese, el arte de la conquista retórica, los gestos románticos y la galantería no formaban parte de mis herramientas para seducir. Únicamente me acercaba, sonreía pendenciero y, con tan solo una locuaz mirada ardiente, se colgaban a mi cuello. Un hombre afortunado, decían algunos, los que no conocían mi verdadera historia, como es natural.
Observar cómo Alaister subía a su corcel y le ofrecía galante la mano a Cora con una sonrisa luminosa que ella correspondió me acicateó de nuevo. Ella se acomodó tras él, y un músculo de mi mandíbula se tensó cuando rodeó con sus brazos la cintura del guerrero, pegándose a su espalda.
De repente, nuestros ojos se encontraron y, de nuevo, mi majadería me llevó a ver en los suyos un afectado interés en mi persona. Cuando Ayleen se acercó a Zill y montó a su vez tras de mí, giré la cabeza para sonreírle. No supe muy bien por qué lo hice, o más bien me negué a reconocerlo. Entonces, inesperadamente, ella se inclinó hacia adelante y besó mi mejilla.
—Ayleen…
—Por permitirme dormir a tu lado, y ahora reclínate, grandullón, no me dejas divisar el camino.
—Me encuentro mejor —anuncié—, quizá pueda manejar mi caballo.
—Ni hablar —zanjó ella determinante—. Debes moverte lo menos posible para facilitar que la herida sane.
Asentí y me recliné sobre el cuello de Zill, descubriendo todavía en mí la atención de Cora, que mostraba un semblante serio y casi diríase que afligido, no supe si conmigo o consigo misma.
Partimos y comencé a encontrarme mal.
La tarde dio paso a una noche clara y despejada, punteada de refulgentes perlas, donde una media luna plateaba los campos iluminando convenientemente el sendero. No hacía frío, no obstante, yo temblaba. Intenté dormir o, al menos, sumirme en una duermevela que alejara el ardoroso dolor que palpitaba en mi costado, pero era precisamente esa latente pulsión la que imposibilitaba el sueño.
Nada dije, aunque, conforme pasaba la noche, mi malestar se agudizó, hasta el punto de emborronar mi visión y aumentar el castañeteo de mis dientes. Gemí mareado y abotargado. Ayleen posó la mano en mi hombro.
—Lean, ¿te encuentras bien?
No sé si logré asentir, lo que sí sabía era que no podía pronunciar palabra.
Ella detuvo el caballo y se inclinó sobre mí, poniendo el dorso de su mano sobre mi mejilla.
—¡Por todos los santos, estás ardiendo!
Dio un grito avisando a la patrulla que iba delante y llamó a su hermano, que cabalgaba tras nosotros.
Sentí que unas manos me bajaban del caballo. Me tumbaron sobre un manto y varios rostros se cernieron sobre mí, no supe distinguirlos.
—¿Madre?
—Está delirando. Hay que bajar la fiebre como sea, desnudadlo.
Me zarandearon, tirando de mí. Quise resistirme, pero descubrí que ni siquiera era capaz de mover un dedo. Solo me oí a mí mismo gimiendo dolorido hasta que las siluetas que tenía encima empezaron a desdibujarse por completo.
Parpadeé confuso.
Amanecía. Miré en derredor. Todos dormían.
Habían encendido un fuego que todavía crepitaba, aunque ya moribundo. Yo estaba cubierto por una manta, tan solo con los pantalones como única indumentaria, con un paño húmedo sobre la frente y una picazón molesta en la herida de mi costado.
Una mano se posó en el paño y lo presionó ligeramente. Miré hacia arriba y descubrí a Cora velando mis sueños.
—Ten… go… sed —logré articular.
La mujer me acercó el odre y lo inclinó sobre mis labios. El transparente líquido me supo a gloria y, aunque buena parte se derramó por las comisuras de mis labios, lo agradecí.
Más reconfortado y despejado, descubrí a Ayleen durmiendo cerca de donde yo estaba.
—Ha estado toda la noche a vuestro lado, me ofrecí a sustituirla para que descansara un poco —explicó Cora, justificando sus cuidados.
—Me duele mucho la herida del costado.
—Estaba supurando, de ahí vuestra fiebre alta. Ayleen tuvo que abriros para limpiarla bien, ella misma os cosió y os puso un emplasto de unas hierbas extrañas que lleva en sus alforjas. Dijo que tendría que salir a buscar más.
—Siempre se le ha dado bien sanar, posee un gran conocimiento sobre hierbas medicinales, además de una empatía que seguramente otorga más curación que las mismas plantas que usa.
—Es posible, pero en vuestro caso no es solo empatía.
—Siente cierta inclinación por mí, no encontrará paciente con más tendencia a las curas que yo. Ya de niña…
Me detuve cuando percibí en Cora un deje incómodo. En verdad, nada le importaba mi conversación, mucho menos mis historias. Simplemente no se encontraba a gusto en mi compañía. Se había prohibido entablar el más mínimo trato cordial y, aunque reconocí que me lo había ganado de sobra, no pude evitar sentirme contrariado y molesto.
—Podéis ir a dormir, me encuentro mejor. Dejadme a solas con mis pensamientos, no os necesito.
Esa última apostilla le hizo tensar la mandíbula y encendió su mirada con algo que se asemejaba a la ofensa.
—Como deseéis —masculló envarada—. Sin duda os encontráis mejor para desdeñar mi presencia, como siempre.
Se alejó de mi lado ofuscada y se tumbó frente al fuego, de espaldas a mí.
¿Por qué le molestaba mi frialdad? ¿Acaso no había mostrado ella desagrado ante mi distendida locuacidad anterior? Mi clarividencia en cuanto al comportamiento femenino con ella perdía todo su poder. ¡Que me asparan si la entendía!
No pude conciliar el sueño de nuevo, así que contemplé pensativo cómo las sombras nocturnas se escabullían raudas ante el avance de la luz, como si fueran presas acorraladas por un voraz depredador, ocultándose en los rincones y correteando tras cada matorral, sabiéndose apresadas sin remedio.
Los hombres comenzaron a desperezarse y a bostezar. Casi al instante, Ayleen acudió a mi lado mirándome con honda preocupación, comprobando mi temperatura con la palma de su mano en mi mejilla.
—Te ha bajado la fiebre, loado sea Dios. Pero tienes que beber mucha agua y comer algo, ¿entendido?
—¿Otra vez ese condenado pan vuestro? ¿Me curas para torturarme?
Ayleen sonrió, aunque logró componer una mueca ceñuda.
—Quizá consiga alguna liebre que agasaje tu exquisito paladar, mientras tanto, espero que «nuestro queso» sea de tu agrado.
—En cuanto al agua…
—Ni rechistes, o vas directo a un barranco —amenazó severa.
Sonreí y negué vehemente con la cabeza.
—No sé si sería peor que ese pan.
Se inclinó, me quitó el lienzo húmedo y depositó un beso en mi frente.
—Te daré con una hogaza en la cabeza si sigues quejándote.
—Has atinado con la amenaza perfecta.
Ayleen rio abiertamente y de nuevo se inclinó para besar mi mejilla. Ante tanta muestra de afecto por su parte, comprendí lo que ella me había dicho con anterioridad, que no se podía controlar lo que nacía en el pecho de otra persona. Quizá no, pero mi trato afable y bromista con ella obviamente alimentaba ese sentimiento. Tendría que tomar distancia para evitar que sufriera cuando partiera hacia Skye para no regresar jamás. Reconocí que, en tan poco tiempo desde nuestro reencuentro, todo el afecto que le profesaba de niño había regresado y, en honor a él y a la gran mujer en que se había convertido, debía protegerla de todo, pero fundamentalmente de mí.