Capítulo 28
La marca de la bruja
Dumbarton era una villa portuaria bastante importante.
Estaba situada en la orilla norte del gran río Clyde, enclavada justo en la desembocadura de uno de sus afluentes, el Leven. Desde sus muelles partían naves comerciales que navegaban hacia las rutas de las Indias Occidentales. Aquel dinámico tráfico marítimo dotaba al burgo de una bulliciosa vitalidad, que se ponía de manifiesto en sus atestadas callejuelas, en la proliferación de almacenes de carga que saturaban el muelle, de establecimientos de compra y venta de todo tipo de artículos, de oficinas de prestamistas, de concurridas tabernas y numerosos carromatos traqueteando por sus calles.
Me recordó al barrio del Arenal, junto a mi añorado Guadalquivir, aunque, a pesar de la actividad que burbujeaba a nuestro alrededor, faltaba esa gracia innata de los sevillanos, ese alborozo natural y las sempiternas sonrisas que parecían siempre esgrimir, quizá animadas por un sol rotundo y los canturreos jubilosos con que ejecutaban sus labores.
Manejé a Zill con mano firme, pues tras tanto tiempo de viajar en campo abierto, estar rodeado de semejante ajetreo lo inquietaba. Giraba agitado el cuello, agrandando los ollares ante la confusa e intensa mezcolanza de olores. Continuamente le susurraba en árabe acariciando sus crines para tranquilizarlo, mientras fijaba mi atención en la gente que deambulaba por los muelles, buscando algún rastro de mis hombres.
Habían transcurrido cinco jornadas desde nuestra separación y mi mayor temor era que no estuvieran allí. Entre la gran variedad de feileadh mor que lucían los hombres, no distinguí los colores MacLean.
—Habrá que buscar en las tabernas y preguntar —musité conduciendo a mi montura hacia una de ellas, la que parecía más atestada, por lo que pude apreciar desde sus abiertos ventanales.
»Ese apodo te habría representado a la perfección en aquella poza —añadí a continuación.
Cora miró hacia el cartel que señalaba y se volvió para sonreírme ruborizada.
La Sirena Roja, se llamaba aquel local, ilustrado además con un dibujo bastante sugerente de una. Detuve el caballo, desmonté y até las riendas a la valla de la entrada destinada a tal fin.
—Quizá sea mejor que no entres —sugerí—, que una panda de marinos borrachos vean entrar una verdadera sirena quizá sea demasiado temerario.
—Lo peligroso será poder salir de ahí cuando las prostitutas que pueda haber dentro de ese antro se lancen sobre ti.
—No me queda más remedio que arriesgarme —aduje risueño.
Cora se puso las manos en las caderas, inclinó levemente el rostro y simuló gruñir malhumorada. Sonreí divertido.
—Si me veo en apuros, te avisaré, gatita —bromeé guiñándole un ojo.
En un incontenible impulso, la agarré de la cintura y la besé. Ella rodeó mi cuello y profundizó el beso dejándome sin resuello.
—Para que desees salir cuanto antes —murmuró arrebolada, mordiéndose anhelante el labio inferior.
—Ya ni siquiera quiero entrar.
Sonrió complacida, me soltó y me empujó hacia la puerta.
—Procura que no tenga que entrar a rescatarte —repuso con sorna.
Alargué la comisura de mis labios en una burlona sonrisa oblicua y me adentré en el abarrotado lugar.
Paseé mis ojos por las animadas mesas, donde hombres de apariencia pendenciera me miraron con hosca suspicacia.
Me acerqué a la barra y, antes de abrir la boca, el tabernero me puso delante una generosa y desbordante jarra de cerveza.
—¿Por casualidad recordáis haber visto por aquí a un grupo de MacLean con una mujer y un niño?
Rebusqué en mi bolsa mirándolo intencionadamente mientras extraía algunas monedas.
El hombre, de aspecto zafio y gesto torvo, frunció el ceño un instante, mientras parecía meditar bien su respuesta, sin dejar de observar mi bolsa.
—Puede.
Sonreí taimado y me apoyé en la barra con gesto desenfadado. El muy rufián pretendía embaucarme.
—Suelo ser generoso con mis confidentes, pero también despiadado con quien busca timarme. Por eso, procuro ser cauto requiriendo información precisa antes de aflojar mi bolsa.
El hombre tragó saliva con evidente incomodidad. Su pendenciera mirada se endureció sopesando su próximo movimiento.
—Anoche pasaron por aquí.
Asentí circunspecto, cogí la jarra y bebí sediento.
—Ciertamente me complacería saber que mis amigos pasaron por aquí, pero es tal mi ilusión que no querría llevarme una amarga decepción si errarais en vuestro dictamen. Así pues, ¿sabríais describir a la mujer y al niño?
El tabernero estrujó nervioso el mugriento paño que tenía entre las manos calibrando inquieto su respuesta.
—La… la mujer era… castaña…, eehhh…, sí, castaña oscura. —Asentí sonriente y distendido animándolo a continuar—. Y el niño… tenía el pelo claro como los ojos, lo recuerdo bien —sentenció con determinación.
—¡Vaya, qué memoria! ¿Vienen muchos niños por aquí?
—No, la verdad, por eso me llamó la atención.
—Y ¿llevaban los colores MacLean?
—No suelen pasar muchos por estos lares, pero son fáciles de reconocer.
—Ya veo.
Apuré de un último trago la jarra y, cuando la deposité en la barra, me incliné sobre ella y cogí al hombre por la pechera de su camisa, atrayéndolo hacia mí en un gesto amenazador.
—Gracias por la información —musité mordiente—, pero no son ellos. Y, como la desilusión suele calmárseme con cerveza, os agradezco que me hayáis invitado a una.
Lo solté bruscamente y salí del local ante la atenta y huraña mirada de los clientes, que me siguieron con la vista hasta la puerta.
Cora estaba adorablemente apoyada en la baranda de la entrada, con la cabeza inclinada hacia atrás, buscando con su rostro los tibios rayos de un sol que había logrado liberarse del yugo de las nubes. Tenía los ojos cerrados y una expresión tan melancólica que permanecí un instante inmóvil, observándola absorto.
Su larga cabellera roja era una cascada de llamas que lamía su cintura espesa y sedosa, despidiendo destellos de cobre pulido. Sus marcados rizos, cual ondulantes ondas en un revuelto mar de fuego, eran agitados por una suave brisa que los balanceaba superponiéndolos. Su perfil, como cincelado por un virtuoso escultor del Renacimiento, se dibujaba nítido contra un cielo añil, subyugando por su exquisita belleza, por la armoniosa proporción de tan delicadas facciones.
Suspiré arrobado, reprimiendo el impulso de hundir mis manos en su melena y perderme en su boca.
Ella abrió los ojos de golpe y me contempló con extrañeza. El verdor de sus ojos y aquella expresión embebida y soñadora arrancó el lazo de mi contención. Me abalancé sobre ella y la besé ardoroso, impaciente y hambriento.
Al principio pareció aturdida ante mi vehemencia, pero luego se enlazó a mi cuello con la misma desesperada urgencia que me acuciaba a mí. Gruñí en su boca con tal anhelo, con tal voracidad, que ella se estremeció, languideciendo entre mis brazos, rindiéndose a mi ardor, entregadamente apasionada.
Nublado no solo por el deseo carnal, sino también por la desgarradora necesidad que ella despertaba en mí, sentí el implacable impulso de arrastrarla a cualquier rincón oculto y tomarla hasta desfallecer. Me obligué a disipar aquella espesa nube que abotargaba mis sentidos hasta lograr apartarme de ella.
—No sé qué clase de hechizo ejerces sobre mí —susurré encandilado—, pero aunque estés lejos, siempre llevaré tu magia en el corazón.
Cora me miró con lágrimas en los ojos y expresión compungida.
—Encontrarte para perderte… es tan injusto —se lamentó.
—Sobre todo porque sería la segunda vez que te sucede —murmuré con pesadumbre.
Cora negó dolida con la cabeza. Ardientes lágrimas se derramaron gruesas por sus mejillas, rodando lánguidas y zigzagueantes. Sentí una punzada en el pecho.
—No, no es la segunda vez. Jamás había sentido nada igual, solo soñé poder sentirlo, aunque sabedora de que aquel sentimiento que describían las protagonistas de las novelas románticas que solía leer de niña era tan poco usual que mis posibilidades eran casi nulas. Y, aunque disfrutaba leyéndolas, siempre fui consciente de que jamás sentiría nada parecido. Cuando acepté casarme con Hector, no fue porque inspirara en mí ninguna emoción, sino por escapar de la prisión de Inveraray, de encontrar mi propio lugar. Y entonces… llegaste tú y sacudiste todo mi mundo. Desde la primera vez que te vi, algo en mí se removió inquieto, lo vestí de odio cuando en realidad era una atracción tan devastadora que luché contra ella, porque sentí que era lo que debía hacer. Luché contra mí misma por sentirme una traidora a la memoria de mi esposo, aunque fuera para mí un completo desconocido. —Se detuvo un instante para tomar aliento, temblorosa y abrumada por su propia confesión—. Día a día descubría una nueva faceta de ti, y ese muro de odio que me había obligado a construir se fue desmoronando poco a poco, como la lluvia horadando un cúmulo de arena. Y entonces no me quedó más remedio que aceptar que, sin apenas darme yo cuenta, me habías robado el corazón y la razón. Pues entregarme abiertamente a aquel sentimiento que creí imposible sentir de niña era abrir la puerta también al dolor de perderte, de asimilar la vida sin ti. Siempre supe que nada te retendría, que solo había una misión en tu vida y, aun así, no pude resistir la tentación de rendirme a lo que sentía, de probar aquello que me consumía, aunque me descubriera el inmenso vacío en el que quedaría mi vida cuando te fueras.
Bajó la cabeza y de sus labios escapó un débil sollozo roto. Sus hombros se sacudieron y mi corazón se encogió.
La abracé contra mi pecho, con tantas palabras retenidas en mi garganta, con tantos sentimientos despuntados y tantas emociones desgarradoras, que temí ahogarme en ellas. Y, aunque mis sentimientos fueran recíprocos, darles voz justo cuando debía reforzarme para poder alejarme de ella habría sido una locura.
En aquel instante lamenté más que nunca mi destino. Y, aunque esos días había barajado la posibilidad de tener un futuro con ella alejándome de todo, olvidando mi venganza, en mi fuero interno sabía que solo sería engañarme y engañarla. Era un hombre estigmatizado por un dolor tan profundo, por un odio tan acerbo que jamás podría ser capaz de hacer feliz a nadie, porque el veneno que me habían inoculado en mi infancia continuaba extendiéndose por mi interior, oscureciéndome paulatinamente, porque, si no lo liberaba, acabaría conmigo y con todo mi alrededor. Y no podía permitir que nadie estuviera a mi lado cuando eso ocurriera.
Al menos, pensé, ella tendría el recuerdo de un hombre que la había amado como mejor había sabido y había podido. Al menos ella no vería nunca la negrura que pronto vomitaría, ni conocería a aquel demonio que se gestaba en mi interior. No era un gran consuelo, pero no tenía otro al que agarrarme.
Nada dije, desaté las riendas de Zill, rodeé los hombros de Cora ciñéndola a mi costado y caminé por el puerto con ella a mi lado.
Los mástiles de varios buques de carga proyectaban sus sombras sobre el muelle, listando de claroscuros el pedregoso pavimento de la calzada. Las embarcaciones amarradas a los bolardos se balanceaban perezosas produciendo rítmicos chasquidos contra el agua, que, insaciable, lamía sus costados deseosa de arrastrarlas a la deriva. Y a la deriva iba en aquel momento mi alma, perdida en otro mar, un mar tormentoso que estrellaba contra mí feroces olas llenas de honda pesadumbre que espumeaban rabia y salpicaban dolor. Sin embargo, logré cubrir mi rostro con una máscara imperturbable y velar mi mirada con un fraudulento paño de serenidad. Mientras, ella luchaba por recomponerse contemplando la espejada y rielada superficie del río.
Caminando escrutaba atento a mi alrededor. Aunque a aquella hora de la tarde la actividad debería haber sido más sosegada, jinetes y gente diversa, de toda índole y condición, deambulaban por el puerto disfrutando de la estival brisa y del hermoso paisaje que formaba aquel estuario.
En un corrillo, un hombre subido a un cajón de madera parecía proclamar a viva voz su vehemente reclamo a un público que, exacerbado, rubricaba con ofuscados gestos lo que aquel predicador bramaba furibundo.
—¡Debemos perseguirlas, cazarlas y aniquilarlas! —exclamó el hombre exaltado—. Todos sabemos dónde se reúnen, todos sabemos que la herejía está penada por la ley seglar y la eclesiástica, pero las autoridades parecen haberse olvidado de nosotros. Tomemos, pues, la justicia que nos confiere el deber de proteger a nuestros hijos. No permanezcamos impasibles ante la reunión de las siervas de Satán conjurando contra nosotros. ¡Acabemos con ellas!
La multitud jaleó enardecida, alzando sus puños y sus voces, expandiendo su indignación y su furor.
Cora se estremeció, la ceñí más a mí y besé su cabeza.
—¿De qué está hablando? —preguntó rodeándome la cintura.
—Creo que pretende impulsar una caza de brujas.
Agrandó los ojos, mirando condenatoriamente al hombre que continuaba enalteciendo los ánimos de los allí congregados.
—Hay muchos hombres así por las Highlands —explicó con desagrado—, suelen ser monjes expulsados, normalmente desquiciados, que vagabundean ganando limosnas con sermones apocalípticos o advenimientos demoníacos, cargando contra las mujeres, sembrando en los hombres la semilla del recelo y el rechazo. Eso provoca que miren a las mujeres con resentimiento y desconfianza, hasta que desaparecen y todo vuelve a la normalidad. No quiero ni imaginar la brutalidad que quizá hayan podido desatar en terrenos abonados. Solo me producen repugnancia.
—También a mí, todo es producto de la ignorancia y la superchería, pero al mismo tiempo usan el miedo como herramienta para dominar y someter.
Observamos a los allí congregados, que murmuraban maledicentes entre sí, quizá planeando alguna fechoría contra cualquier fiesta pagana que estuviera pronta a celebrarse.
—Hace ya bastantes semanas fue Beltane —barrunté pensativo—. No recuerdo ninguna otra celebración antes de Samhain.
Mañana se festeja Litha —adujo Cora—, la celebración del solsticio de verano. Es un sabbat celta para conmemorar el día más largo y que el sol esté en su punto más álgido antes de partir hacia la oscuridad. Mi aya solía contarme leyendas paganas irlandesas.
—Pues me temo que les van a arruinar la fiesta.
No me gustó el gesto feroz en los rostros de los confabuladores, ni la mirada perniciosa que brillaba alborozada e impaciente en sus ojos. Algo grave maquinaban, y solo recé porque no hubiera que lamentar más que una celebración arruinada.
Continuamos el paseo hasta el final del muelle sin toparnos con el grupo. Tras preguntar en varias tabernas más, solo un hombre atinó a describirme a Rosston, llevando a un crío de la mano de las características de Dante que, además, parecía barbotar en un idioma extraño. Tenían que ser ellos, me dije más animado. Según el hombre, habían cenado allí la noche pasada, pero ni idea de adónde habían ido.
La tarde cayó en un ocaso que doró el horizonte como si lo prendiera una llama, desdibujando el cielo con pinceladas púrpuras y rosadas, conformando una vistosa alfombra de bienvenida a la media luna que ya se alzaba tímida en el cielo.
—Tendremos que encontrar alojamiento y seguir buscando mañana —decidí.
—Eso me temo, y eso desearé temer mañana —musitó ella.
Sonreí travieso y la acerqué a mí, frotando mi nariz en el lateral de su cuello. Aspiré el jazmín que emanaba de su piel y suspiré prendado.
—No pensemos en mañana, sino en lo larga que es la noche.
—Creo que voy a desear que sea eterna —repuso anhelante.
—Ese sería un deseo compartido, gatita.
No fue eterna, ni siquiera larga, sino mágicamente efímera.
Odié cada haz de luz, la sensación de frío y soledad en que quedaron mis brazos cuando ella salió de la cama, el desconsuelo de mis labios añorando los suyos, el casi perceptible dolor físico de mi piel lejos de la suya. Y, sobre todo, odié sentir esa dependencia desconocida y punzante que todo mi ser sentía por ella.
No solo habíamos hecho el amor hasta desgastar nuestros cuerpos, también habíamos conversado de todo, desnudando parte de nuestra alma. Nos habíamos contemplado en silencio, entre caricias y arrumacos, sintiendo una familiaridad tan acusada que me pregunté cómo había podido vivir hasta entonces sin ese calor que solo ella me otorgaba. Mi vida sería mucho más fría a partir de ahora, fui consciente de ello. No obstante, quizá haber conocido ese purificador fuego que ella imprimía en mi pecho fuera motivo suficiente para luchar por una vida que siempre había creído perdida.
Salimos de la hospedería para vagar sin rumbo por el burgo, preguntando a los vecinos por un grupo de MacLean. Había decidido ir a pie, dejando a Zill en el establo regentado por los propietarios del establecimiento.
En las polvorientas calles, grupos de gansos graznaban ante la indicadora vara del granjero que los guiaba. Vivarachos niños correteaban sumidos en juegos y travesuras. Mujeres de diversas edades tendían ropa o barrían a través de la puerta de sus hogares en enérgicos ademanes. Ancianos se sentaban en banquetas junto a la pared de sus cabañas, con la única ocupación de ver la vida pasar, quizá por última vez. Y, entre todo aquel bullicio, ni un rostro conocido.
—¿Dónde demonios se habrán metido?
Cora se encogió de hombros, derramando su mirada por la plaza donde convergían varias callejuelas.
—Eso mismo se estarán preguntando ellos.
En el centro de la misma se alzaba un cadalso de madera sobre el que habían dispuesto varios postes. En la base de cada uno de ellos habían amontonado prolijamente un cúmulo de ramas secas, dejando clara la finalidad de aquella pronta ejecución. Entonces recordé al alborotador del puerto, y por algún motivo sentí cierta aprensión en la boca del estómago.
En otra esquina habían situado otra tarima, donde un pobre muchacho era vejado en una picota por otros chicos de su edad.
Sentí la urgente necesidad de encontrarlos y abandonar aquel lugar. Mi intuición me decía que huyera cuanto antes. Percibía misteriosamente un pálpito opresivo, como una luminosa alerta, como un latido quedo pero regular, una vibración malsana e insidiosa que me avisaba de un riesgo.
Observé con más atención a mi alrededor. En el ambiente pesaba una tensión palpable, una inquietud ansiosa y una crispación solapada de normalidad. Desde donde estaba no podía oír las conversaciones entre los diferentes corrillos de hombres, que maquinaban confabuladores en susurros soterrados. También advertí que iban armados y pertrechados para una escaramuza.
Detuve a una mujer que llevaba un cántaro de leche sujeto a la espalda.
—Disculpad, ¿se sabe quiénes son los reos?
La mujer frunció con disgusto los labios antes de responder.
—Fueron detenidos hace dos noches. Son forasteros, llegaron hace unos días, solo vagabundeaban por las calles haciendo preguntas. Llevaban a un extraño muchacho consigo. Las brujas suelen ayudarse de niños para usarlos de cebo y atraer presas.
Un nudo cerró mi garganta. De los labios de Cora brotó un gemido estrangulado y sus dedos se clavaron en mi brazo.
—¿De qué los acusan? ¿Qué fue lo que ocurrió?
Intenté conferir a mi voz un tono curioso y sosegado, pero la ansiedad se sobrepuso.
—Hace dos días vieron al pequeño Kael jugando con ese niño en el puerto, era el que acompañaba al grupo de forasteros. Los testigos que los vieron juntos en el muelle aseguran que el otro chico barboteaba una lengua extraña y le susurraba al oído. Nadie vio qué pasó después, pero encontraron el cuerpo de Kael flotando boca abajo en el río. Se armó un gran revuelo. Otro hombre de ese grupo, bien parecido, de porte distinguido, se lanzó al agua y lo sacó. La joven que iba con ellos se abalanzó sobre el inerte cuerpo del pequeño y comenzó a golpearle en el pecho con violencia. El niño tosió expulsando agua, pero luego la bruja acercó su boca a él y le absorbió la vida delante de todos los que presenciaron la tragedia. —La mujer se santiguó temerosa—. ¡Que Dios nos asista, estamos condenados!
—¡Esa mujer solo intentaba reanimarlo! —exclamé furioso y sobrecogido. Estaba claro que eran ellos—. Quiso salvar la vida de ese niño, no es ninguna bruja. Cualquiera habría hecho lo mismo.
La mujer negó rotunda con la cabeza, sus ojos centellearon asustados.
—Llevaba la marca de la bruja encima. Todos vieron el colgante que lucía. Quisieron retenerla hasta que llegara el alguacil mayor. Sus amigos intentaron protegerla. Hubo una gran pelea, finalmente fueron reducidos y llevados a los calabozos acusados de ser cómplices de brujería.
—¿La marca de la bruja? —inquirí apabullado y angustiado. Aquello no podía estar pasando. Y entonces recordé el colgante que Ayleen me había ocultado nerviosa cuando salimos de la cabaña de aquella maldita druidhe.
—Es un nudo de poder, un amuleto que llevan las brujas para anudarnos con hechizos. Será usado en su contra en el juicio, cuando la capturen. Todos los presentes lo vieron en su cuello.
—¿Dónde están los calabozos?
La mujer señaló una gran casona de piedra.
Cogí a Cora de la mano y me dirigí hacia la prisión a grandes zancadas con el pulso latiéndome acelerado en las sienes, sofocando a duras penas la rabia y el miedo. Debía mantener la mente fría y centrarme en la manera de sacarlos de allí.