Capítulo 20

árbol
El corazón elige

Tras aquella noche, y a pesar de no hablar del tema, adoptar la actitud de siempre y fingir que nada había cambiado, resultó evidente que mi relación con Ayleen no era la misma. Nuestras miradas lucían una complicidad que antes no estaba. Nuestros cuerpos hacían gala de su familiaridad, a menudo buscándose en gestos que, aunque camuflados de amistad, resultarían reveladores a un buen observador. Y de eso andábamos bien servidos.

Alaister ya había captado alguna muestra de nuestra cercanía, pues solía fruncir el ceño suspicaz cuando veía a su hermana mirándome embelesada o dedicándome algún guiño travieso. O cuando se apoyaba en mí, indolente, para conversar junto al fuego, o simplemente sonriendo cautivada cuando le hablaba. Curiosamente resultaban más evidentes nuestros esfuerzos por disimular o para contener algún otro gesto más revelador que los que nos dedicábamos considerándolos inocentes.

Otra observadora era Cora, que se mantenía ceñuda y malhumorada la mayor parte del tiempo, tratando de paliar su irritación dejándose agasajar por la gentileza de Alaister. Esa dualidad en su actitud hacia mí seguía desconcertándome. Parecía celosa por mi proximidad a Ayleen y, al mismo tiempo, aliviada. Unas veces me atisbaba con un deje anhelante y soñador y, otras, me fulminaba con miradas rencorosas y frías como el hielo. Ya había decidido mantenerme indiferente y ajeno a sus cambiantes ánimos, ignorándola, cuando esa noche se acercó demasiado a Alaister, mostrándose insinuante, y descubrí horrorizado la furia y la impotencia que aquel gesto provocó en mí. A pesar de ello, logré darles la espalda y conversar jovial con Ayleen, con más cercanía de la debida.

—¿Puedo dormir esta noche a tu lado? —preguntó ella con una sonrisa suplicante.

—Claro, siempre y cuando me respetes —respondí burlón.

Ella rio y me empujó divertida en el hombro.

—Sabes de sobra que no lo haría si cambiaras de opinión.

Su semblante adquirió gravedad, y sus ojos, un velo de tristeza.

—Ayleen, vine por un solo motivo, un motivo que puede llevarme a la tumba o al infierno, pues tras mi venganza temo perderme en ese agujero que crece día a día dentro de mí. Y no estoy dispuesto a arrastrar a nadie conmigo.

—Pero yo decido esperarte por propia voluntad, no habrás de sentirte responsable por eso.

—Además de condenarte por mí a un matrimonio de conveniencia, ¿también piensas esperarme?

—Conseguí lo impensable, Lean, y eso para mí vale toda mi vida. Y, aunque nunca vuelva a repetirse, grabado está en mi corazón y lo rememoraré a cada instante cuando ya no estés a mi lado. En cuanto a esperarte…, no he hecho otra cosa desde que te fuiste.

Acaricié emocionado su rostro, me embebí en la humedad de su mirada y dejé que me abrazara con fuerza, cobijándola en mi pecho.

Sus sentimientos por mí eran tan profundos que nada de lo que yo hiciera por protegerla tendría éxito. Pero eso era una cosa, y otra muy distinta era evitar hacerme imprescindible en su vida. Yo jamás podría corresponderle como merecía, aunque admitía que ese cariño que siempre había sentido por ella crecía paulatinamente con el paso de los días. Hasta dónde podrían llegar mis sentimientos hacia ella no lo sabía, ni pensaba averiguarlo. Solo sabía que todo se estaba complicando y que, cuanto más empeño ponía en alejarme, más me acercaba, que cuanto más deseaba protegerla, más la exponía. De igual modo, ella era lo suficientemente adulta para tomar sus propias decisiones conocedora de mi postura. Así pues, ¿qué me impedía, llegados a ese punto, mantener una relación con ella mientras durase nuestro viaje en común? No lo sabía pero, aunque nuestra unión física había sido maravillosa, aunque me encantaba su compañía, su ingenio, su belleza y su inteligencia, el no estar a la altura en cuanto a lo que ella merecía recibir me impedía tomar aquello que no consideraba mío, por mucho que ella me lo ofreciera gustosa. No creía justo suponerme dueño de una mujer así sin amarla como debería ser amada, con plenitud y sin reservas, como merecía. Por no acordarme de que mi destino era otro y era un destino del que quizá no escapase con vida. No, me repetí, era completamente absurdo plantearme siquiera un futuro, y mucho menos alimentar unas ilusiones condenadas de antemano. Y, si la tomaba como mi amante y compañera durante lo que durase mi misión, indefectiblemente me ataría a ella y la ataría a mí. Y eso no sería justo para ninguno, pues cuanto más se engrosara el lazo que nos unía, más doloroso sería cortarlo.

—Necesito que me prometas algo, Ayleen.

Ella alzó su mirada hacia mí y asintió con gravedad.

—Cuando nos separemos, promete que no me esperarás, que reharás tu vida, casándote o no, eligiendo libremente tu felicidad, pero sin contar conmigo.

Su mirada se nubló y su rictus se tensó en una mueca dolida.

—¿Das por hecho que no saldrás con vida?

—Es una posibilidad, pero, aunque viva, me marcharé de nuevo.

—Pero ¿por qué has de irte? —inquirió contrariada.

—Porque mis pesadillas aquí son más dolorosas, porque mis recuerdos se despiertan con desgarradora intensidad, porque lo que me ata a esta condenada tierra me rompe por dentro.

Ayleen bajó la mirada y asintió compungida.

—Quizá… —comenzó titubeante—, quizá puedas llenarla de recuerdos nuevos y más dichosos si te das la oportunidad.

Negué rotundo con la cabeza.

—No albergues esa esperanza, Ayleen, es remota. Quiero que me prometas que vivirás tu vida y que entregarás tu corazón a quien lo merezca de veras.

Su empañada mirada turquesa refulgió de pena y frustración.

—No lo entiendes, ¿verdad?

La contemplé confuso y negué con la cabeza, con el ceño fruncido, grave y expectante, pero tan abatido como ella.

—El corazón elige, mentecato, no yo.

Me cogió de las solapas y me besó con dureza. No la aparté, dejé que descargara su rabia sobre mí, que derramara su decepción y su desdicha.

Cuando se separó, respiró hondamente, se limpió las lágrimas de los ojos y se tumbó en mi sitio, acomodándose en el suelo sobre mi manto.

—Y, ahora, ven a dormir, tengo frío. Y, descuida, te respetaré.

Me tumbé a su lado y la cubrí con mi capa.

—Eres una gran mujer —musité tras ella.

—Parece que demasiado para ti, ve pensando si ella también lo es.

—¿Ella?

—Por cómo te mira, quizá acabe preguntándote si no lo has hecho ya —respondió incisiva.

Dirigí mi confusa mirada hacia Cora. En efecto, me observaba, pero no había preguntas en sus ojos, tan solo dagas envenenadas.

Y, como solía ocurrir, a pesar de la dureza, los reproches o la animadversión, nuestras miradas se engarzaron como presas de un hechizo, y nuevamente descubrí lo difícil que resultaba romper ese vínculo, tan arduo como apartar aquellos ojos de mi mente, aunque cerrara los míos.


—Estamos demasiado cerca de Inveraray —informó Malcom con preocupación—. Creo que lo más juicioso sería tomar el desvío hacia Calasraid, junto al río Teith, y continuar al sur hacia Drymen.

Cuanto más al sur nos desplazáramos, más posibilidades teníamos de toparnos con patrullas inglesas o algún destacamento de lowlanders del bando Covenant. Aquel tramo era arriesgado y, como aconsejaba el capitán de Duart, era mejor que nos dirigiésemos hacia el este, apartándonos de los dominios de Argyll.

—Ya que somos fugitivos, quizá podríamos robar unas cabezas de ganado o caballos —sugirió Gowan.

—Somos fugitivos, no forajidos —apunté.

—En realidad, el fugitivo solo lo sois vos, nosotros podemos ser lo que queramos —murmuró Irvin retador.

Lo fulminé con la mirada, encarándome a lomos de Zill.

—Estáis a mi servicio y, si desobedecéis mis órdenes, os desterrarán del clan —aclaré amenazador, mirándolos alternativamente a ambos.

Los hombres intercambiaron una mirada grave entre ellos. Fue Gowan quien se adelantó, esbozando una sonrisa pacificadora.

—Naturalmente, solo ha sido una sugerencia. Son muchas jornadas de viaje que quedan y los hombres necesitan acción o entretenimiento.

—Podremos detenernos en Calasraid —comuniqué, esperando que aquella decisión apaciguara los ánimos—. Está más alejado y, a buen seguro, habrá licor y mujeres con las que desfogar las ganas de aventuras.

—¡Mujeres! —exclamó Rosston con una sonrisa bobalicona y semblante ansioso.

—Yo muero por dormir en una cama —adujo Duncan sonriente.

—Y yo, por aligerar algún bolsillo —confesó Dante pendenciero.

—No vas a aligerar nada, granuja, ya tenemos suficiente con una patrulla de ingleses y Campbell tras nuestras cabezas.

La decisión de detenernos en Calasraid alegró los ánimos y suavizó tensiones, y el resto del trayecto fue tranquilo.

Dante decidió montar conmigo y no con Rosston como acostumbraba y, aunque el rubicundo guerrero hacía reír al chico con sus fantochadas y aspavientos, ya que el pequeño no comprendía el gaélico, echaba de menos poder conversar con alguien que conociera su antigua vida. También a él lo aquejaba la nostalgia por la hermosa Sevilla que lo vio nacer, aunque no supiera de qué vientre había salido.

—¿Cómo irán las cosas en la mancebía? —preguntó pensativo.

—Pues imagino que como siempre. No estando tú, habrá más bolsillos llenos, más pollos en el corral y menos traseros pellizcados.

Dante soltó una risita divertida y se volvió para mirarme guiñándome pendenciero un ojo. Le sonreí devolviéndole el gesto.

—Eso es cierto, pero cuando regrese tendré que resarcirme.

—¿Cuando regreses? No, Dante, viniste conmigo para que te encontrara un buen hogar donde servir. Bien sabes que tu delicada situación no te permite vivir en Sevilla.

—Puede que dentro de unos años todo se olvide.

—Puede, pero de momento tendrás que aceptar tu nueva vida aquí, así que te prohíbo que te metas en líos —le advertí—. Aquí no está don Nuño para sacarte de apuros.

—Pero estáis vos.

—No tengo ni el alcance, ni el poder, ni los contactos de don Nuño, solo tengo mi espada.

—Sois mejor espadachín que don Mendo, doy fe, mi señor.

—Déjate de lisonjas, truhan, y no confíes tu suerte a mi habilidad. Mejor sé prudente, muchacho, ni estas tierras ni estas gentes son fáciles de engañar. Aquí no hay duelos, ni chanzas, aquí hay hostilidad, tradición y férreas lealtades. Se lo toman todo con más seriedad, no vacilan en ajusticiar sin que medie la autoridad. Ni tus bravatas ni tu elocuencia, ni siquiera tus ardides, te salvarán de la picota en el mejor de los casos o de una pena de muerte en el peor.

La espalda del chico se envaró y, aunque no le veía el rostro, apostaba a que había palidecido.

—Tendrás que acostumbrarte a esta nueva vida, Dante, y cuando llegues a adulto podrás elegir adónde ir. Ahora sé prudente, obediente, y todo te irá bien.

El muchacho inclinó apesadumbrado la cabeza, hundió los hombros y suspiró afectadamente.

—¿Tanto te costará?

Negó vehemente con la cabeza y, cuando se giró, compuso una mueca apenada.

—No, mi señor, lo que me costará será separarme de vos.

Y, de nuevo, miró al frente decaído y taciturno. Sentí el acusado impulso de soltar las riendas para abrazar al muchacho, pero me repetí de lo insensato de esa acción. Nada de vínculos, nada de afectos, nada de dependencias. Tenía que mostrarme ausente y frío de una maldita vez.

—La vida no es fácil, muchacho. Eres avispado, sé que te adaptarás perfectamente.

Tan solo recibí un débil asentimiento por respuesta.

A continuación, nos sumimos en un largo silencio, en el que mis ojos deambularon infames hacia el corcel de Alaister, en el que Cora iba montada. Comprobé cómo ambos conversaban joviales y distendidos, y que entre ellos nacía una amistad incipiente que quizá fuera la base sólida para algo más, una probabilidad que seguía mortificándome con ese regusto amargo que cada día se extendía más, llenándome de inexplicable frustración. Ya había captado en las miradas de Alaister que Cora no le era indiferente. Yo solo esperaba dos cosas: una, que ella no estuviera jugando con él, y dos, perderla de vista cuanto antes en Dumbarton.

—¿La echáis todavía de menos?

Volví mi atención hacia Dante, su tono melancólico me preocupó.

—¿A quién?

—A vuestra madre.

—Sí —me limité a confesar.

Bufó disgustado.

—Pensaba que solo se echa de menos a las madres cuando somos niños, que cuando se crece al menos se deja de necesitarla —masculló con un deje desilusionado.

—Dante, no la conociste, al igual que yo, por mucho que memoricé cada uno de sus rasgos. ¿Sabes?, en Duart había un retrato de ella y yo solía sentarme en el suelo frente a él a mirarlo durante mucho rato. Cuando murió mi padre, mi… madrastra quiso quemarlo y yo conseguí que Anna lo descolgara y lo escondiera en mi cuarto. Y, así, a escondidas, me abrazaba a él cada noche y le hablaba. Creo que eso me dio fuerza durante los peores años de mi niñez. Nunca se olvida a una madre, la conozcas o no. Sin embargo, lo que tú necesitas ahora es una figura maternal que ocupe ese lugar.

—¿Qué pasó con ese cuadro?

Tragué saliva y apreté los dientes. El recuerdo regresó con crudeza…

—¡¿Dónde lo escondes?!

—No sé a qué os referís —respondí trémulo.

Lorna paseó su entornada y suspicaz mirada por mi pequeño cuarto acercándose a mí, que, arrebujado en mi lecho, retrocedí asustado.

—Madre, os juro que yo lo vi con él la otra noche, cuando me mandasteis llamarlo.

Clavé mi mirada en Hector, que me señalaba acusador.

Lorna se dirigió hacia mí, me tomó de la pechera de la camisola de dormir y me acercó a ella amenazadora.

—Pequeña sabandija, ¿o me dices dónde escondes el cuadro de la perra de tu madre o te juro que lo lamentarás?

Me zarandeó furiosa, me abofeteó con saña y me lanzó con fuerza hacia atrás. Mi cabeza chocó contra la pared y caí al suelo por el otro lado de mi cama.

El golpe fue brusco, pero no me dolió; el terror ante la pérdida de lo más preciado para mí obnubilaba cualquier otra emoción.

Ante el alboroto, acudieron los sirvientes con Anna a la cabeza, que hizo ademán de venir en mi auxilio.

Lorna se interpuso en su camino, alzándose altiva ante la doncella.

—Sal de inmediato de este cuarto o lo harás mañana del castillo.

Anna sostuvo su mirada con semblante impotente y sufrido. Le temblaba la barbilla por la furia, y su mirada se empañó cuando la dirigió hacia el lugar donde yo estaba acurrucado.

—Es tan solo un niño, señora, os suplico que seáis piadosa con él.

—Si me dices dónde esconde el cuadro de su madre, lo seré.

Anna se mordió el labio inferior y bajó la mirada.

—Reconozco que se lo entregué hace algún tiempo, pero no sé dónde lo guarda. Si me dejáis a solas unos instantes con él, os prometo que os lo entregaremos.

Me puse en pie, bajé la cabeza como si fuera a embestir y fijé mi decidida mirada en Lorna.

—Nunca lo diré.

—¡Lean, no! —suplicó Anna a punto de llorar. Se estrujó el camisón con las manos y negó angustiada con la cabeza—. Señora, yo lo convenceré, confiad en mí.

—Conozco la terquedad de este condenado crío —espetó Lorna con desprecio—. Lo único que soltará su lengua será mi vara.

—No, señora, os lo ruego, por favor, piedad. Solo… —Comenzó a llorar, cayendo de rodillas ante la víbora—. Solo es un niño, yo recibiré el castigo en su lugar si no consigo que revele dónde está.

Lorna la contempló paladeando complacida aquel gesto. Sonrió perversa y negó con la cabeza.

—Hoy hace frío, ¿verdad? —murmuró esquivando a Anna y dirigiéndose hacia la ventana—. Y llueve desde esta mañana, el patio está embarrado, parece una ciénaga. Y toda ciénaga necesita una lagartija que la adorne.

Hizo un gesto a uno de los mozos de cuadra que había traído consigo y, a continuación, me cogieron y me sacaron en volandas del cuarto, mientras yo me retorcía y chillaba.

—Ahora quiero que registréis exhaustivamente esta porqueriza hasta que ese maldito cuadro aparezca. Cuanto antes lo encontréis, antes liberaré al muchacho.

Grité, pataleé y me revolví sin resultado alguno. Me llevaron al patio bajo la lluvia, aguardando una nueva orden.

Lorna asomó apenas su cabeza fuera del dintel de la puerta de entrada y me miró sibilina.

—Atadlo a ese poste —ordenó a voz en grito, señalando el poste central del patio.

Me arrastraron hacia él en mitad de la noche, bajo una tormenta furibunda que nos azotaba con un gélido viento huracanado frenando el avance de los mozos.

Fui atado al poste no sin oponer resistencia, pero la compasiva mirada de uno de los hombres me alentó a cambiar de táctica.

—Por favor, soltadme —grité para hacerme oír por encima del ensordecedor repiqueteo de la lluvia y del lamento sibilante del viento—. Decid que me escapé en un descuido, ¡os lo ruego!

Los hombres se miraron titubeando un instante, pero finalmente el mayor negó con la cabeza.

—Es una bruja, sabría la verdad, lo pagaríamos caro.

Y, así, se alejaron a la carrera bajo la lluvia, enfangados y nerviosos.

El frío comenzó a aterirme y el agua de la lluvia pareció calarme hasta los mismos huesos. Tiritando hasta castañetearme los dientes, aguardé mi castigo, sabiendo que no encontrarían el cuadro.

Por fin atisbé movimiento en la puerta principal. Ante mi sorpresa, la misma Lorna se arriesgaba a aventurarse bajo aquella cruda tormenta. No iba sola, de nuevo los mozos la acompañaban, y portaba una vara, la que utilizaba conmigo.

Me encogí cerrando pesadamente los ojos, temblando y asustado, pero firme ante la idea de no confesar mi escondrijo. Antes soportaría la más vil de las palizas a entregarle lo único que me quedaba de valor en la vida.

—¡¡¿Dónde… está?!!

Tan solo alcé la mirada para mostrarle mi resistencia.

—¡¡¡Maldito bastardo, perro sarraceno del demonio!!!

Y, sin más, empezó a atizarme con la vara en el pecho, arrancándome quejidos de dolor. Sentí lágrimas de impotencia, de rabia, quemando mis ojos y fuego en la piel, pero nada dije.

Finalmente, agotada y furiosa, Lorna se detuvo jadeante y, mirándome con insidioso rencor, musitó:

—De acuerdo, prefieres que te mate a golpes, ¿no es así?

La taladré con una mirada férrea y dura que confirmó su suposición.

—Pues no voy a darte ese gusto.

Y, tras aquella aclaración, regresó a la casa seguida de sus hombres. Por el tono y la mirada que me dedicó, supe que no se rendía, sino que buscaría la manera de soltar mi lengua, seguramente con un escarmiento más atroz.

Mis temblores se agudizaron el tiempo que duró la espera, pero cuando ella emergió de nuevo al patio, mi corazón se detuvo.

Arrastraban a Anna hasta el lugar donde yo me encontraba. La pobre nodriza sollozaba y gritaba asustada, suplicando que la soltaran.

—Bien, ya que no te importa sufrir —comenzó Lorna—, quizá no te muestres tan duro viendo cómo alguien que aprecias recibe tu castigo. ¿Vas a hablar o no?

Ni siquiera tuve tiempo de abrir la boca cuando Lorna empezó a varear a la anciana con tal saña que sentí en mi piel cada golpe.

—¡¡¡Basta!!!

Lorna me ignoró y continuó golpeando a la pobre mujer, que gritaba entre sollozos.

—¡¡¡Basta, maldita seas!!!

Esta vez sí se detuvo. Caminó hacia mí, completamente empapada, con la cara contorsionada por la furia y los ojos refulgentes de maldad, tan crispada y al mismo tiempo tan excitada que tenerla tan cerca de mí me provocó un malestar físico y tal repugnancia que temí vomitarle encima.

—¿Dónde?

—Bajo una de las losas de piedra del suelo, justo en el centro, debajo de mi lecho.

Lorna sonrió triunfal, con una máscara tan demoníaca en el rostro que bajé la vista completamente aterrado.

—Si me mientes, ella morirá.

De nuevo regresaron al interior mientras me preguntaba por qué ninguno de esos rayos que caían del cielo me atravesaban piadosos.

—Levanta, Anna —le susurré a la mujer, que continuaba bajo la lluvia sollozando desconsolada—. Vuelve al castillo, yo… siento tanto…

—No, muchacho, soy yo la que siente no poder protegeros. Cuando os suelten, corred todo lo que podáis lejos de este infierno y no volváis nunca.

—No puedo ya huir del infierno, Anna. Lo metieron dentro de mí.

La mujer se puso en pie, su cabello chorreaba en guedejas grises, su vestido estaba empapado de barro y su rostro contraído por el dolor. Aun así, logró acercarse tambaleante y acariciar mi rostro.

—Empiezo a pensar que Dios no existe, pequeño. Si existiera, no permitiría que un inocente sufriera tanto a manos de la maldad.

—Vete, Anna, antes de que regresen. Pillarás una pulmonía.

La mujer negó con la cabeza, pero su gesto se congeló cuando reparó en la aparición de la maldad con vestido de mujer y mirada de víbora. En sus manos llevaba el cuadro de mi madre. Todo mi cuerpo se tensó para recibir el más duro golpe de todos.

Lorna me sonrió pérfida antes de alzar el cuadro ante mí.

—Despídete de ella, no volverás a verla jamás.

Extendió la mano y uno de los hombres le pasó un puñal. Tras otra sonrisa ponzoñosa, ella clavó la hoja en el centro del lienzo, justo a la altura del pecho de mi madre, para rasgar el lino ascendiendo hacia el rostro. Luego, como llevada por un violento éxtasis, comenzó a apuñalar todo el retrato con exacerbada inquina, como si en realidad la estuviera matando en vida. Pero lo peor fue comprobar el placer que aquel acto le producía.

Cada puñalada se hundió en mi pecho, y mis lágrimas fueron como gotas de sangre que mi corazón vertía roto, una vez más. Ya jamás podría abrazarla, ni hablarle mirándola, ni admirar su belleza, ni sentir que me miraba. Pero de todo el sufrimiento que aquella pérdida me aportaba, lo que más me acongojaba y me aterraba era el temor a olvidar sus rasgos, a que llegara el día en que no recordara cómo fue.

Lloré amargamente mientras los restos del cuadro eran pisoteados en el barro entre risas enloquecidas y el clamor de la tormenta de fondo. Tenía tanto frío, me dolía tanto el corazón, sentía tan hueca el alma que nada ya me importó.

Pasé la noche así, atado a aquel poste, ya más fuera de mi cuerpo que dentro, ausente y roto. Cuando antes del alba alguien me soltó, no corrí, solo me tiré al barro buscando con desespero algún resto recuperable, llorando de nuevo ante los desgarrados trozos que encontraba. No, la había perdido de nuevo, y esta vez para siempre.

Alcé el rostro a la lluvia dejando escapar de mi garganta un alarido casi infrahumano que el viento se llevó consigo… Quizá alguien lo confundiera con el de una banshee y, en efecto, anunciaba la muerte…, la de mi esperanza…

Regresé a la realidad cuando Dante repitió la pregunta.

—¿Qué pasó con ese cuadro?

—El cuadro se rompió —me limité a responder.

—Al menos sabéis cómo era su rostro —repuso el muchacho.

—Sí, Anna, mi nodriza, me dio un buen consejo ante mi temor de olvidarlo.

—Y ¿cuál era?

—Que me mirara en el espejo y la vería, pues ella era como yo. Quizá tú también seas como tu madre.

El muchacho se giró y me regaló una luminosa sonrisa.

—No lo había pensado. La buscaré en mi rostro.

Se volvió de nuevo, esta vez más animado.