Capítulo 25

árbol
Entre bruma azul

Tras aquel suceso, y a pesar de fingir que nada había cambiado, en realidad había cambiado todo.

No supe discernir si fue mi vulnerabilidad de aquel día lo que mutó la actitud de Cora hacia mí, o si el hecho de que Ayleen se mostrara abiertamente cariñosa conmigo, revelándose en ocasiones incluso posesiva, fue lo que acicateó una rivalidad que crecía entre ellas día a día. Aunque no podía tacharse de rivalidad realmente, pues Cora, como contrapunto, permanecía alejada de mí, distante en su trato. Sin embargo, sus reveladoras miradas, su pesadumbre y su tribulación aumentaban, como crecía mi impotencia.

También recibía miradas reprobadoras y acusadoras de mis hombres, como impeliéndome a detener aquello. Pero ¿cómo explicar que la única solución estribaba en alejarme de ambas? ¿Cómo decirles lo difícil que era para mí aquella situación? Sentirme atraído por una mujer, queriendo a otra, era sin duda un tema peliagudo y delicado en extremo. Algo inexplicable para muchos, también para mí. Y no es que Ayleen no suscitara en mí deseo, pero comparado con las brasas que despertaba Cora, sin duda palidecía. Probablemente se trataba de la intensidad acumulada de un deseo insatisfecho que quizá colmado debidamente desapareciera, pero era muy peligroso intentarlo siquiera. Pues, a pesar de haber decidido no hacerme responsable de nadie excepto de Dante, en mi fuero interno algo me retenía a no desfogar mis necesidades, a controlar mis impulsos, poniendo de manifiesto por encima de todo mi instinto de protección hacia Ayleen. Ella me amaba y, aunque conocía mi reticencia y mi decisión, hacerla testigo de mis devaneos con otra mujer era, como poco, un acto de tremenda crueldad. Y si había algo que yo deseara incluso más que la paz era demostrar que aquella visión jamás se cumpliría, que aquel demonio que había visto en ella no era yo.

Aquella noche me sentí inapetente y apático, solo deseaba beber y olvidar la amargura que comenzaba a crecer dentro de mí, como la madreselva conquistando un muro, entrelazando sus raíces en mi pecho con inquietante celeridad.

Apuré el aguardiente de mi odre y maldije sacudiéndolo frustrado. Gowan me pasó el suyo, forcé una mueca agradecida y bebí ansioso un largo y ardiente trago que parecía ser lo único que lograba caldear mi espíritu. Empecé a sentirme mareado y ebrio. Las voces y las carcajadas resonaron con un tintineante y estirado eco en mis oídos, y la vista se me emborronó un instante. Sacudí la cabeza en un intento de alejar la pesadez que flotaba en ella.

—No deberías beber más —me regañó Ayleen, frunciendo el ceño y sentándose en mi regazo. Enlazó sus brazos a mi cuello y me sonrió dulcemente.

—Tengo sed.

—Pues bebe agua.

—El agua no calienta.

—Si buscas calor, hay mejores formas de encontrarlo.

Sonreí de medio lado enarcando una ceja, formando una mueca traviesa.

—No lo dudo —concordé risueño—, pero seguro que conllevan peor resaca que este aguardiente.

Ayleen suspiró acercando su rostro al mío. Sus ojos se posaron intencionados en mis labios.

—Bendita resaca entonces, desearía que me acompañara siempre, que me recordara cada instante sentido a tu lado.

—Las resacas suelen dejar un regusto amargo y un espantoso dolor de cabeza, lamentando el exceso cometido.

Ella sonrió negando con la cabeza. Oscuros mechones escapados de su gruesa trenza cosquillearon mi rostro.

—Yo no lamentaría jamás semejante exceso, de hecho, jamás lo consideraría tal. Es más, creo que nunca tendría suficiente de ti, de tus caricias, de tus besos, de tus miradas…

—Ayleen… —pronuncié en un gemido ronco, en el que quise imprimir una nota admonitoria, sin conseguirlo.

—¿Qué…, grandullón? —susurró ella con voz grave y sensual, rozando sus labios contra los míos.

Suspiré y cerré los ojos. El alcohol abotargaba mis sentidos, pero aquel dulce aliento los nublaba peligrosamente.

—Deberías alejarte de mí —aconsejé.

—Pides demasiado —respondió, depositando un beso suave en mis labios.

Entreabrí la boca para replicar y ella introdujo audaz la punta de su lengua. Gemí sorprendido, encontrándome sin las suficientes fuerzas para detenerla. Dejé que explorara mi interior, que derramara en mí su deseo. Recibí indolente su beso mientras le repetía a mi enturbiada mente que parara aquello. La cogí por los hombros con intención de separarla y abrí los ojos para romper la burbuja de ensoñación que amenazaba con apresarme, pero me topé con un fuego verde apesadumbrado y furioso que me fulminó como dardos ardientes. La sombría expresión de Cora quizá fuera un fiel reflejo de la mía. Nunca antes me había sentido tan preso de mis emociones. Por fin logró apartar airada la vista, girándose para darme la espalda.

Fijé mis ojos en aquella melena de fuego que, al resplandor de las llamas, pareció cobrar vida propia. Deseé hundir mis dedos en ella, atrapar su nuca y obligarla a mirarme de nuevo. Cerré los ojos con fuerza atrapando en ellos la amalgama de sentimientos confusos que sentía, recibiendo el desesperado beso de una mujer que me había entregado su corazón sin yo merecerlo.

Hundí mis dedos con determinación en los hombros de Ayleen y la separé de mí aturdido y abatido.

—No puedo…

Ella bajó la vista, tan desolada que se me partió el alma. Después de un instante, la alzó de nuevo, esta vez con un halo de furiosa incomprensión en ella.

—Bien pudiste aquella noche —reprochó dolida.

—Eres una mujer hermosa y deseable, Ayleen. Compartimos placeres en una noche mágica que nunca olvidaré. Pero repetir aquello sería un error, y ambos lo sabemos.

—Yo lo único que sé es que ella se interpone entre nosotros —siseó airada.

Cerré los dedos en torno a sus brazos y la contemplé severo.

—No hay un «nosotros», Ayleen —le recordé con gravedad, mirándola con fijeza—. Creo que fui brutalmente honesto en ese punto. Y ella no puede mantenerse más alejada de mí de lo que ya lo hace. Creo que es absurdo cimentar una base de algo que no estoy dispuesto a construir.

—De algo que no te nace construir… —apostilló con rencor.

—No voy a negar que me importas, pero no como tú deseas que lo haga. No puedo corresponder a tus sentimientos hacia mí del mismo modo. Siempre te consideré como una hermana, una amiga, y quizá una amante ocasional, tú mereces mucho más que las migajas de un miserable.

—No busco que me ames, Lean —confesó contrita—. He asumido que te perderé cuando te vayas, pero te deseo, mi cuerpo te ansía en su interior constantemente, recuerda tus manos sobre él y el placer con que lo agasajaste. Yo… no puedo mantenerme apartada de ti, no puedo. Tómame como amante, no esperaré nada más de ti ni albergaré vanas esperanzas. Solo quiero ser tuya mientras dure esta aventura. Te necesito.

Se enlazó a mi cuello de nuevo, escondiendo su rostro en mi hombro. La abracé en silencio, con el corazón pesado y la culpa cerrando su argolla en torno a mi garganta, que se obstruyó atrapando en ella unas palabras que la herirían. Sin embargo, debía liberarlas, aunque me odiara por ello.

—Ayleen, sería egoísta por mi parte disfrutar de ti atándote a los recuerdos de por vida, sabiendo lo que sientes. Cuantos más momentos compartiéramos juntos, más difícil sería la despedida, no puedes hacerte esto. Yo no podría soportar hacerte sufrir de ese modo. Dejemos las cosas como están, es lo mejor para todos.

Ella asintió con la mirada húmeda y el rostro atribulado.

—Puede que lleves razón —aceptó en un hilo de voz—. No volveré a humillarme ofreciéndome a ti. Soy una estúpida.

—Ayleen…, no…

Se apartó ofuscada y avergonzada y se puso en pie con gesto brusco.

Su hermano acudió a su encuentro. Había estado presenciando con preocupación la escena y, a pesar de que Ayleen quiso evitarlo, él la atrapó en un consolador abrazo fraternal.

Inhalé una gran bocanada de aire que no alivió la opresión que me atenazaba y bebí de nuevo un trago largo. Sabía que no podría dormir y que intentarlo sería perder el tiempo, así que me puse en pie y me dirigí a la jaula de Sahin. Cogí una soga, abrí la portezuela y, entre gañidos de ave y aleteos asustados, conseguí atarla a una de sus patas. Luego lo saqué posándolo en mi antebrazo. Sentí sus afiladas garras en mi piel, apreté los dientes y caminé hacia la oscuridad de la pradera.

El halcón extendía las alas nervioso, inquieto ante la libertad de la noche que se abría a él. Afiancé bien la cuerda en la otra mano y alcé el brazo trazando un amplio arco hacia el cielo. El ave tomó vuelo hasta tensar toda la soga y yo comencé a correr veloz, escapando de los remordimientos, de la culpa, de la frustración y el miedo a lo que el destino me depararía.

Corrí hasta que mi pecho ardió y mis piernas flaquearon. Y, cuando me detuve jadeante, una brusca sacudida de la cuerda y un estirado chillido me hicieron levantar la vista al estrellado manto azulado que un hermoso plenilunio iluminaba. Vi la silueta de Sahin descender en picado como si fuera un rayo surcando el cielo. Alcé el brazo, comprobando complacido cómo el halcón soltaba su presa a mis pies antes de sujetarse nuevamente en mi antebrazo.

Me puse de rodillas y cogí el emplumado cuerpo inerte de lo que parecía un mochuelo. Sahin emitió un agudo gañido hambriento y yo le acerqué el ave que había cazado y se la ofrecí. El halcón saltó de mi brazo al suelo y comenzó a devorar su presa. Observé su voracidad inmerso en mis propios pensamientos. Había regresado a Escocia para ser halcón y, sin embargo, empezaba a sentirme presa. Y a cada instante que pasaba notaba los picotazos del destino, cada vez más implacables, más amenazadores. Aquella visión provocada por la magia de la druidhe seguía aterradoramente nítida en mi mente, y quizá fuera aquello lo que me abatía, haciéndome dudar incluso si regresar a Sevilla y olvidarme de mi venganza. Todo se estaba enredando más de lo debido, implicándome en sentimientos que no eran más que escollos en mi misión. No podía quedar mucho para llegar a Dumbarton, pensé. Tal vez un par de jornadas de viaje como máximo. Pronto volvería a ser halcón, me dije. Solo debía reforzar mi coraza y aguantar un poco más. Quizá el maleficio tras un tiempo desapareciera de mi mente. Debía confiar en que así fuera.

No sé cuánto tiempo pasé allí solo en mitad del páramo, rodeado de una espesa bruma azul de la que parecían pender todas mis inquietudes, donde nada parecía real, donde el misticismo de aquellas hermosas tierras latía en cada piedra y en cada rincón, dando vida a leyendas y fuerza a la magia; donde todo era posible si se creía en ello; donde duendes, gnomos y ninfas aprovechaban la noche para recorrer los bosques, confundiendo sus voces con el susurro del viento y el roce de las hojas mecidas por él; donde el murmullo del agua se acompasaba con las melodías de sus canciones o el campanilleo de sus risas. Y entonces supe por qué Ayleen vagaba de noche: para adentrarse en aquel mundo oculto y gozar de sus misterios, para caminar por un mundo distinto, un mundo que la noche vestía de enigmas y secretos que solo esperaban pacientes a ser descubiertos, pero, sobre todo, para gozar de la paz de un mundo dormido y, a la vez, tan henchido de vida.

Me puse en pie y caminé de regreso con Sahin en mi antebrazo, mientras recordaba las palabras de Anna sobre mi nacimiento bajo aquel gran nogal, mi árbol. Nací maldito, había dicho otra druidhe hacía ya tantos años, y en verdad lo estaba. Mi vida así lo dejaba claro; no obstante, mi maldición no solo me alcanzaba a mí, sino también a los que me amaban, a todo aquel que se me acercaba, como si fuera la peste, aniquilando a mi alrededor y dejándome a mí con vida para mayor tortura. Veía cómo Ayleen desmejoraba visiblemente día a día consumida por un amor no correspondido, cómo Alaister se sumía en la apatía por una mujer que solo tenía ojos para mí pero que, paradójicamente, me detestaba, logrando así sofocar esa atracción maldita que me profesaba. Maldita, esa era la palabra; maldito…, ese parecía ser mi sino. Veía el rencor de Irvin, el recelo de Gowan, la condena de Malcom y la envidia de Duncan. Al menos Rosston y Dante parecían inmunes a mi ponzoñoso halo de momento, pensé apesadumbrado. Debía alejarme de todos cuanto antes.

De vuelta, encontré las siluetas de cuerpos arrebujados en el suelo en torno a una moribunda hoguera. Dejé a Sahin en su jaula y, todavía insomne, decidí caminar sin rumbo alrededor del campamento. Me sentía desangelado, solo y apenado, inquieto y angustiado, como un animal enjaulado que gruñe a su suerte, rugiendo a sus barrotes.

De pronto, sentí un rumor de pasos tras de mí y me giré hacia la silueta que se acercaba.

—Estáis sangrando.

Fruncí el ceño con incomprensión hacia el lugar donde aquella clara mirada indicaba. Unos oscuros cercos empapaban mi manga a la altura del antebrazo.

—Solo es un rasguño.

—Necesitáis un guante de cetrería.

—Necesito más cosas.

Cora sostuvo mi mirada con una extraña expresión en el semblante.

—También yo —musitó afectada.

—¿Como por ejemplo?

—Que todo fuera distinto —respondió.

—También yo lo deseo, pero eso es imposible.

Cora bajó la vista, sus labios se oprimieron conteniendo una mueca frustrada. Intentó pintar su cara de aceptación, asintiendo con hondo pesar. Se encogió bajo su chal y ya se daba la vuelta cuando, en un impulso, nacido de algún indómito rincón de mi ser, apresé su brazo y la detuve.

Simplemente nos miramos ahondando en los ojos del otro. Busqué lo que ya sabía, encontré lo que no debía, y no pude resistirme.

La atraje contra mi pecho, la rodeé con los brazos y la besé con desespero, confiando en hallar resistencia, pero no fue así. Lo que hallé fue la misma desesperación que me dominaba a mí. Su apasionada disposición me enloqueció desbordando mi hambre. La besé con delirio, como si la paz que tanto anhelaba se escondiera dentro de su boca, como si necesitara respirar a través de ella, como si la vida se me escapara si su aliento no me colmaba. Nuestras lenguas se frotaron voraces, nuestros dientes chocaban, nuestros gemidos se interponían. Nuestra pasión nos abrumó de tal forma que caímos sobre el lecho del bosque fundidos en un apretado abrazo, incapaces de separarnos. Jamás en toda mi vida había sentido tal paroxismo emocional, tan acuciante necesidad y tan ardorosa pasión. Pero lo que cosquilleaba mi vientre, encogía mi pecho y humedecía mis ojos era tan desconocido para mí como lo que se escondía tras las estrellas o como lo que encerraba el fondo del mar.

Cora me abrió la camisa con inusitada vehemencia en su ansia por tocar mi piel. Su intensidad encendió cada uno de mis ya exacerbados sentidos y acentuó mi necesidad de ella. Tomé su rostro entre las manos enardeciendo el beso más si cabía, mientras Cora paseaba lujuriosa las suyas por mi torso y mi espalda, filtrándolas por la cinturilla de mis pantalones hasta acceder a mis nalgas. Gruñí cuando me clavó las uñas en ellas. Sentí latir la sangre que llenaba mi verga como si fuera lava ardiente, en un pulsante deseo que palpitó con fiereza en una punzada que encogió mis testículos. Pensé que moriría si no la tomaba. Aun así, logré separarme lo suficiente para mirarla a los ojos. «¡Dios mío, es tan hermosa!», pensé admirando sus mejillas arreboladas, su encendida mirada y sus inflamados labios. Verla allí, tan entregada, temblando de deseo, obnubiló mi juicio un instante y me aceleró el pulso.

—Ahora es el momento de tu venganza, Cora Campbell, porque si me dices que te suelte, yo lo haré, muriendo por ello.

Ella sonrió emocionada, mirándome con tal arrobamiento que supe su respuesta antes de que saliera de sus labios.

—Seré yo quien muera si me sueltas, Lean MacLean.

—Vivamos pues —dije.

Y caí sobre ella con redoblado furor. Abrí bruscamente su corpiño para liberar sus altivos senos, que danzaron tentadores ante mis ojos. Me cerní sobre ellos tomándolos alternativamente en mi boca. Succioné con fruición y entregado deleite sus enhiestas cumbres rosadas, arrancando de su garganta placenteros gemidos que se perdían en la noche. Ella hundió sus dedos en mi melena y atrapó en sus puños unos mechones, acercándome a ella.

—¡Dios, Lean…! —gimió arqueándose.

—Gatita, quiero oírte maullar…

Metí las manos entre sus faldas y recorrí la suave seda de sus piernas, sin dejar de lamer sus pechos, mordisqueándolos juguetón, succionándolos, soplando y volviendo a apresarlos suavemente entre mis dientes. Deslicé mi mano por la cara interna de sus muslos hasta el vértice de sus piernas. Me detuve justo en su ingle, alargando su agonía y aumentando su deseo. Alcé la cabeza y la miré absorbiendo la ávida expresión de su rostro. Y, entonces, rocé los húmedos y cálidos pliegues de su femineidad con la punta de mis dedos. Ella se estremeció ante el contacto. Comprobar que estaba más que preparada para mí amenazó con derribar mi resistencia. Acaricié su hendidura con mimo, paseando mis dedos por ella, deteniéndome en su inflamado botón, frotándolo en círculos, aumentando el ritmo progresivamente. Cora se retorcía debajo de mí, presa del desquiciante placer que la consumía. La besé para tragar cada uno de sus jadeos, mientras mi mano le procuraba un éxtasis tras otro. Introduje dos dedos en ella, notando cómo su interior se contraía y derramaba sus jugos. Deseé dedicarle una atención más minuciosa con mi lengua, quería probar su sabor y beberme sus clímax, pero la pulsante y dolorida dureza que latía contra mi vientre no podía aguantar mucho más. Ver cómo ella alzaba gustosa sus caderas derribó el delgado hilo de mi control y me acomodé entre sus piernas para liberar mi deseo.

Mirarla mientras me introducía en ella, despacio y con extrema delicadeza, fue tan especial que jamás se borraría de mi mente su extasiado semblante. Observé detenidamente sus gestos, atento a cualquier signo de dolor o molestia, para actuar en consecuencia. Cuando me hundí por completo en ella, su rostro apenas se tensó un instante y sus ojos se agrandaron. Me detuve, aguardando paciente a que su carne se amoldara a la incursión temblando de deseo, aguantando estoico las ganas de moverme dentro de ella. Cora entreabrió los labios y me miró suplicando un beso. Me incliné sobre ella y tomé su boca con denodada dulzura. Pronto ella trocó el almíbar en fuego, y mi contención se derrumbó.

Comencé a moverme al principio lentamente, pero cuando Cora apresó mis nalgas impeliendo más vigor a mis embestidas, me dejé arrastrar a la locura. Ella se agitó vehemente en un espasmo brusco que cimbreó todo su cuerpo, acompañando su clímax de un largo y roto jadeo. Aquello fue el preludio del mío, que escapó al tiempo que un gruñido ronco. Me derramé arqueando la espalda, ella clavó sus uñas en mi piel y yo gemí en una liberación que me sacudió por entero.

Tembloroso y desgarrado por una miríada de emociones intensas que me confundieron, la observé jadeante. Cora me contemplaba emocionada y subyugada, con la mirada húmeda, presa de aquel fuerte vínculo que nos unía.

Todavía reticente a salir de ella, me prendé de su rostro, grabando cada exquisita pincelada. Ella alzó una mano y repasó la línea de mi mentón lentamente, dibujó mi barbilla y ascendió hasta mi boca, que delineó obnubilada. Besé la yema de su dedo índice y sonreí tan cautivado como ella.

—¿Qué nos está pasando, Lean?

—No importa qué, ni cómo, ni dónde, solo importa esto.

Besé la punta de su nariz, su boca y su barbilla.

Salí de ella y rodé para tumbarme boca arriba, arrastrándola sobre mi cuerpo. Se acomodó contra mi costado y me rodeó con los brazos. Extendió su capa prendida de hojarasca sobre nosotros y se acurrucó en mi pecho.

Y allí, abrazados y tendidos sobre el lecho del bosque, rodeados por aquella brumosa neblina azul que rezumaba del suelo, como si nos envolviera el aliento de la noche, ocultándonos del mundo real, me dejé llevar por un sueño.

Imaginé que tenerla era posible, que lo que sentía desbordando mi pecho no tendría que ser estrangulado cuando el sol evaporara con su luz aquel sueño compartido. Que mi destino no era aquel que una bruja había dibujado en mi mente, y que tal vez no fuera un hombre sin futuro, después de todo.

Allí, con Cora entre mis brazos, soñé que no estaba maldito, que la felicidad que no buscaba me había encontrado y que con ella viajaba la paz. Que mi venganza no tenía sentido ya porque, a su lado, las pesadillas morían y mi corazón resucitaba.

Allí, entre aquella espesa bruma azul, soñé que mi vida era otra.