Capítulo 32

árbol
La ordalía del agua

Subí al estrado con aplomo y seguridad, aparentando una calma y una confianza que no sentía.

Lo primero que hice fue dirigir, con intensa intencionalidad, la mirada a la mujer a la que yo mismo había marcado. Ella me contemplaba con profunda curiosidad, naturalmente sin reconocerme todavía. Para refrescarle la memoria, y ante la extrañeza de los presentes, deshice la lazada que sujetaba mi larga cabellera en una coleta baja y me alboroté el cabello. De nuevo, la observé con fijeza, enfocando la vista en la cinta que llevaba al cuello y relamiéndome los labios a un tiempo. De pronto, ella se mostró inquieta, agitándose en su silla. Sonreí taimado, ella tragó saliva incómoda y nerviosa.

El inquisidor se dirigió a mí con mirada escrutadora, denotando cierto asombro en su rostro.

—Os recuerdo, antes de comenzar vuestro testimonio, que Ayleen MacNiall está acusada, además, de provocar la muerte del pequeño Kael. Y que, por ende, aparte de los testimonios que la señalan como culpable, existe una prueba física de su condición de bruja: un colgante que llevaba encima, un nudo de magia. Ahora, y teniendo en cuenta todos los indicios y las acusaciones ligadas a vuestra defendida, y recordándoos que las compartiréis si vuestros argumentos son desestimados, podéis empezar vuestro juramento y vuestra exposición.

Me acercaron una Biblia y pronuncié mi juramento sobre ella, pensando para mí en el revuelo que se armaría si descubrieran que un hereje musulmán perjuraba sobre su libro sagrado.

Ante el gesto de asentimiento del magistrado, y con los ojos fijos en mí de toda la concurrencia, comencé mi declaración.

—Tengo en mi poder la prueba que demostrará la inocencia de Ayleen MacNiall. Ella no actuó de forma voluntaria, pues su voluntad estaba sometida justamente por ese colgante al que hacéis referencia. Hace unas semanas, ella se perdió en el bosque. Su hermano y yo la encontramos en la cabaña de esa druidhe —señalé a la anciana, que me contemplaba con gravedad— y, cuando la rescatamos, ninguno se apercibió del colgante oculto que llevaba. A raíz de ese momento, ella comenzó a cambiar como si estuviera presa de un hechizo. En ningún instante fue consciente de sus actos, pues estos claramente eran manejados por esa bruja. Pero ahí no acaba su desgracia, puesto que además fue secuestrada y entregada como ofrenda a Satán. Ayleen MacNiall es solo una víctima de un encantamiento, sin el colgante, irá recuperando su voluntad.

El inquisidor frunció el cejo y se frotó la mandíbula pensativo.

—Aun así, su testimonio es evidentemente condenatorio, pues ha confesado su herejía adorando a dioses paganos.

—Todavía está bajo el influjo de la bruja, ella controla su mente —respondí quedo.

—Lo que no le queda claro a este tribunal —intervino el magistrado, un hombre añoso de mirada sagaz y semblante contrariado— es cómo logró escapar de las garras del demonio. Hay testimonios que dicen haberla visto en sus brazos desapareciendo con ella. Si es la víctima que aseguráis, ¿por qué el demonio no se la llevó consigo a los abismos?

—Porque no hubo ningún demonio en ese sabbat.

Una sorpresiva exclamación se elevó entre la plebe.

Comencé, dando cierto aire distraído a mi gesto, a desanudar mi camisa.

—¿Contradecís en tal caso los testimonios aquí aportados bajo juramento sagrado?

—No, ellos manifiestan su verdad. Y su verdad es que vieron con sus propios ojos al diablo. Aun así, yo puedo demostrar que no lo era.

Murmullos sorpresivos se alzaron en una nube rezumante de estupefacción y confusión que comenzó a airar a los presentes en mi contra.

Me quité el coleto de piel curtida y saqué los faldones de mi camisa valona en un ademán brusco.

—¿Qué se supone que estáis haciendo? —increpó el inquisidor aturdido.

—Mostrar mi prueba.

Varios guardias se acercaron alertas y recelosos con las manos en sus empuñaduras.

—Voy desarmado —recordé—, y estoy bajo juramento.

Me quité la camisa, ante el exabrupto conmocionado de la turba. A continuación, alcé el rostro capturando un tímido pero efectivo rayo de sol para conseguir que mis ojos ámbar refulgieran más claros, y dirigí la vista hacia Moira MacNab, que se llevó la mano a su boca entreabierta en un fútil intento por controlar su estupor.

También miré a Rob, el tabernero, que me observaba consternado, negando con la cabeza y retrocediendo al tiempo que boqueaba como un pez.

—Ese hombre, Rob —lo señalé para atraer sobre él la confusa mirada de los presentes y que se percataran así del terror que desencajaba sus facciones—, puede corroborar que fui yo quien, disfrazado con la piel de un animal, con una cornamenta que até a mi cabeza y el cuerpo pintado con sangre, fingí ser la bestia que invocaban con el único objeto de rescatar a Ayleen de las garras de la hechicera.

Un clamor popular estalló entre la multitud. El inquisidor ordenó silencio y el clérigo se santiguó observando con espanto mis tatuajes y el colgante del árbol sagrado, que casi coincidía con el que llevaba impreso en mi piel.

El tabernero asintió con los ojos desorbitados, al parecer sin poder creer que yo fuera en realidad humano. A decir verdad, y por cómo me examinaban, temí que todos creyeran lo mismo.

Aproveché para escrutar a la multitud. A esas alturas, Cora ya debía de haber podido liberar a mis hombres. Debían buscar un birlinn y, si Ayleen y yo no lográbamos escapar con vida, embarcar en él.

—En tal caso, matasteis a Kendall Forbes —comenzó el magistrado—, por lo que habréis de ser juzgado en un tribunal civil.

—Hasta entonces, sigo de compurgador —aduje determinante—. No hubo ningún demonio en ese púlpito. Ayleen actuó manipulada y hechizada por las artimañas de una bruja, no participó del aquelarre, sino que fue la víctima que pensaban sacrificar, lo que demuestra que no era una igual. Hay testimonios que vieron al presunto demonio, en este caso yo, huyendo con ella en brazos, lo que confirma mi declaración. Y, en el supuesto de que se precisen más pruebas… —dirigí de nuevo la mirada a Moira MacNab, que se mostraba conmocionada y temblorosa ante mi revelación, temerosa de que la acusara—, las aportaré, pidiendo a otro testigo aquí presente que confirme mis palabras, de ser necesaria para mí su intervención.

Con la respiración agitada y el semblante descompuesto, Moira se levantó de su silla y, tras acercarse a su esposo Alain, el alguacil mayor, le susurró algo al oído.

Acto seguido, los hombres de la mesa se reunieron entre murmuraciones, hasta que el inquisidor, después de rascarse con desagrado su alopécica cabeza, se acercó a mí.

—Ya podéis cubriros —ordenó atisbando censurador mis tatuajes—. A pesar de vuestra declaración, me surgen muchas incógnitas, que me temo que solo me serán aclaradas de una única manera: sometiendo a la acusada en cuestión a la ordalía del agua. Tan puro elemento decidirá su destino. Será lanzada al río con la mano derecha atada al pie izquierdo y viceversa. Si el agua la rechaza y flota, es una bruja; si se hunde y esta la acepta en sus profundidades, es inocente.

Maldije para mis adentros mirando con encono a toda la mesa.

—Creo recordar que ya no se permite que un inocente tenga que morir para demostrar su condición —repliqué furibundo.

—Claro que no —admitió ceñudo el inquisidor—. Le ataremos una cuerda a la cintura para izarla, si se hundiera. Una vez efectuada la ordalía, se procederá a la sentencia de muerte en la hoguera de todas las condenadas. Y no olvidéis que vos compartiréis su mismo destino, sea el que sea.

Y, así, y ante la exaltación de la gente, jaleada ante el inminente espectáculo, Ayleen fue conducida al puerto para ser lanzada al río Leven, donde, al ser un afluente del gran río Clyde, situado además en la unión del estuario, las corrientes eran más rápidas. Tras ella fui escoltado ya como prisionero, en vista de los dos hombres armados que me flanqueaban.

Tras llegar a un extremo más solitario del muelle y congregarse todo el vulgo en aquel lugar, aproveché para acercarme a Ayleen fingiendo darle un beso en la mejilla.

—Vacía tus pulmones de todo el aire que puedas antes de caer al agua —le aconsejé en un susurro.

—Creí que se trataba de todo lo contrario, de llenarlos para aguantar más tiempo —me respondió confusa y asustada, en apenas un murmullo.

—No, si flotas te valdrá de poco respirar. Cuanto más aire tengas dentro, más posibilidades de flotar. Intenta no debatirte o los movimientos te llevarán a la superficie. Combate el miedo y permanece inmóvil, dejándote arrastrar a las profundidades.

Me separé de ella para ver el terror y la ansiedad desdibujando sus facciones.

—Me aterra el agua, ya lo sabes —gimoteó angustiada.

—No permitiré que te suceda nada —prometí abrazándola.

Nos separaron bruscamente. Y, tras otro sermón de fe, durante el cual, por fortuna, al menos se hizo el silencio, Ayleen fue atada como había dispuesto el inquisidor. Alcé la barbilla y miré en derredor buscando a Cora, pero no la vi por ningún sitio. Tampoco vi a ninguno de mis hombres.

Ayleen me dirigió una mirada desesperada, gruesas lágrimas surcaban su rostro. Ya una vez, de pequeña, tuve que sacarla del mar, cuando cayó de un bote. Y en aquella mirada vi el mismo recuerdo, junto a una súplica desgarrada. La firmeza de mi expresión y un leve asentimiento de cabeza parecieron reconfortarla. En ese instante, dos hombres la cogieron en volandas y la lanzaron al río.

Mi estómago dio un vuelco y, a pesar de estar escoltado, pude acercarme con cierta libertad al borde del embarcadero y colocarme junto a los dos hombres que sostenían la cuerda que amarraba la cintura de Ayleen. Nadie mejor que yo comprendía el tormento por el que estaría pasando, la sensación de ahogo, el temor y la angustia. Apreté los puños y tensé la mandíbula observando cómo un remolino de burbujas ascendía a la superficie en un baile errático, indicativo del tormentoso boqueo de Ayleen en su lucha contra el miedo. Pude distinguir su cuerpo encogido a medio camino del fondo, negándose a seguir descendiendo. Todos los músculos de mi cuerpo se tensaron como la cuerda de un arpa. Ser testigo pasivo de su agonía estaba devastando mi impasividad. Tuve que estrangular el deseo de lanzarme a por ella. Tras la aparición de grandes burbujas que ascendieron raudas y estallaron en la superficie, tuve la certeza de que Ayleen se ahogaba y de que podía haber perdido ya el conocimiento. Me giré impaciente hacia el inquisidor.

—¡No flota, sacadla ya!

El hombre se asomó con expresión concienzuda, oprimiendo ligeramente sus delgados labios.

—Todavía es pronto para saberlo.

—¡Se está ahogando, por el amor de Dios! —reproché furioso.

Los hombres que me flanqueaban me cogieron de ambos brazos temiendo un enfrentamiento. Me revolví iracundo.

La espejada superficie del río pareció quedar en calma. Los presentes más próximos se inclinaban sobre la orilla curiosos y confusos.

Dirigí una amenazadora mirada a Moira, que se encogió temerosa ante mi decidido semblante.

—¡Tengo algo más que declarar! —vociferé.

La mujer se adelantó a empellones y le susurró nuevamente a su esposo.

—¡Izadla ya! —ordenó el alguacil mayor.

El inquisidor asintió con desgana y los hombres que aferraban la cuerda comenzaron a levarla con premura. Contuve el aliento cuando vi cómo la curvada espalda de Ayleen empezaba a emerger. Su cuerpo estaba inmóvil y lánguido. Justo antes de que la izaran sobre las aguas, el inquisidor se adelantó y observó escrutador el cuerpo.

—¡Soltad la cuerda, ya está muerta!

—¡¡¡Nooooooo…!!! —grité colérico.

Los hombres la soltaron y el cuerpo comenzó a descender de nuevo. No había tiempo que perder. Me revolví como una serpiente contra mis captores y logré zafarme de uno de ellos. No lo pensé y le lancé un feroz puñetazo al otro. Mientras se recomponía, hundí un codazo en el vientre del que intentaba apresarme de nuevo, conseguí escapar y, sin dilación, me lancé al río.

A pesar de la estación, el agua estaba fría. Braceé con vigor hacia el fondo, vislumbrando el cuerpo inmóvil de Ayleen.

En aquel mundo acuático, donde las filamentosas algas ondeaban como si desearan apresarme, donde los peces huían veloces por mi intromisión, donde un fondo verde azulado atravesado por haces dorados me envolvía en un abrazo irreal, regresé a aquel recuerdo de buscar la muerte en el fondo del mar para escapar del horror. Y, mientras braceaba, sentí el inmenso anhelo de volver a ver aquellos ojos que vi entonces y de oír aquel susurro en mi mente. Sentí de nuevo la acuciante necesidad de sentirla cerca una vez más, pero, para mi desgracia, a mi cabeza acudió justamente lo que menos deseaba invocar, la imagen de los Grant sacándome de la orilla a rastras entre risas burdas y comentarios soeces. Por un momento me detuve, como si me hubieran golpeado. Agrandé los ojos conmocionado por aquel recuerdo, que comenzó a bloquear mi cuerpo. Gruñí furioso y una gran bocanada de aire contenido escapó. No podía dejar que me afectara ahora, no ahora.

Fijé la vista en Ayleen y recuperé las fuerzas al instante. No me quedaba mucho aire en los pulmones, y lo precisaría para el ascenso. Tras otro par de brazadas, logré atraparla. Sus largos cabellos danzaban en torno a su rostro, extendiéndose a su alrededor como si un oscuro pulpo negro cubriera su cabeza. La aferré por la cintura y empecé a nadar hacia la superficie con todo el vigor que pude imprimir a mis movimientos.

Una sensación de ardor empezó a quemar mi pecho, la necesidad de respirar era tan dolorosa que sentí punzadas lacerantes. Abrí la boca en un último gruñido esforzado, liberando una miríada de burbujas más impacientes que yo, y las seguí casi al límite de mis fuerzas.

Emergí por fin y tomé una desesperada bocanada de aire, luego nadé jadeante hacia la orilla. Unos brazos compasivos se estiraron hacia mí para ayudarme. Les aproximé el cuerpo de Ayleen y la sacaron del agua. Yo salí no sin esfuerzo: me dolía el pecho y estaba exhausto. Pero no me tumbé sobre el embarcadero a recuperar el aliento. Me acerqué a Ayleen a gatas, tembloroso y asustado.

Estaba hecha un ovillo, por culpa de esa atadura que la curvaba sobre sí misma. Cuando llegué a ella, pedí un cuchillo, que alguien, de entre todos los rostros que nos rodeaban, me ofreció y segué las cuerdas. Aparté el cabello de su rostro y el miedo me asaltó. Estaba pálida y por completo inerte.

Me incliné sobre ella y pegué mi boca a la suya para insuflar aire a sus pulmones. La tomé entre mis brazos y la sacudí ligeramente, intentándolo de nuevo. No obtuve ningún tipo de respuesta alentadora. Tenía que conseguir que expulsara el agua acumulada en su interior. Le di la vuelta, colocándola boca abajo, y me puse a horcadas sobre la zona baja de su espalda. De rodillas tras ella, deslicé mis brazos por su pecho, enlacé los dedos y la oprimí con fuerza elevando su torso en cada sacudida. Una y otra vez, realicé aquel movimiento brusco, oprimiendo sus pulmones en espasmos continuos, hasta que por fin comenzó a expulsar bocanadas de agua.

—¡Vamos, pequeña, vamos! ¡Lucha, maldita sea!

Continué a intervalos regulares hasta que empecé a ver cómo se obraba el milagro y el cuerpo de Ayleen comenzaba a reaccionar. Tras varias arcadas en las que se convulsionó vomitando toda el agua que había tragado, y tras emitir un rasgado gemido en busca de aire en una respiración larga y agónica, supe que lo había conseguido. Me aparté y le di la vuelta, abrazándola con fuerza sobre mi regazo, mientras aguardaba a que terminara de recomponerse.

Entonces, un rostro apareció reconocible entre la diversidad de caras que me contemplaban boquiabiertas.

Cora me observaba con una expresión tan extraña y conmovida que no supe interpretarla. Era una mezcla de dolor, orgullo y celos que convertía su rostro en todo un lienzo de emociones cambiantes.

Se sumergió en mis ojos un momento antes de dirigirlos alertadores hacia un punto en particular.

Miré hacia la bahía. Un birlinn se balanceaba junto al muelle. Distinguí siluetas familiares y una más pequeña, que claramente correspondía a Dante. Tenía que meter a Ayleen en ese bote como fuera.

Me puse en pie, algo tambaleante, con ella en brazos y me dirigí al inquisidor con mirada penetrante y decidida.

—Como vos bien dijisteis, si se hunde es inocente. —Luego me giré hacia la turba de rostros que nos miraban y espeté a viva voz—: ¡El agua, como elemento puro, ya ha dado su veredicto: Ayleen MacNiall es inocente de los cargos que se le imputan!

—No olvidéis que tiene causas pendientes con la justicia —recordó el inquisidor resentido.

No repliqué, tan solo lo fulminé con la mirada y avancé entre la muchedumbre empapado, sin camisa y con expresión feroz. Me abrieron un camino entre gestos enojados y admirados.

Frente a mí surgió de nuevo la figura de Cora, y también Alaister, que se abalanzó sobre mí para coger en sus brazos a Ayleen. Temí que lo reconocieran y se la entregué aprovechando todavía la confusión del momento. No me hizo falta mirar atrás para saber que no me permitirían escapar. La mirada contrariada de Alaister me confirmó que me seguían los hombres del alguacil.

—Lánzate al agua y nada alejándote de la orilla, te recogeremos en el birlinn —sugirió en un susurro.

En ese instante, unas férreas manos atraparon mis brazos y sentí el redondo orificio de un mosquete presionando la piel de mi espalda.

Contemplé a Cora con honda pesadumbre y negué levemente con la cabeza, dándome por vencido.

Ella se abalanzó sobre mí, rodeando mi cuello con los brazos, con tal desesperación que todo mi ser fue zarandeado por la abrumadora necesidad de liberar esas palabras que habían estado quemando mi garganta todo ese tiempo.

Las retuve, aunque el dolor punzante en mi garganta fuera casi insoportable.

Sentí en mi hombro la tibieza de las lágrimas de Cora, su cuerpo agitándose en un llanto silencioso. Hundí mi rostro en su leonada cabellera roja y aspiré quizá por última vez su fragancia.

—No te dejaremos aquí —prometió con voz rota.

Se apartó de mí para tomar mi rostro entre las manos, se alzó de puntillas y me besó con denuedo. Sentir la calidez y la suavidad de su boca me encogió el corazón, preso de un sentimiento tan profundo que manó de cada poro de mi piel, de mi mirada y de mis gestos, iluminando mi rostro.

—¡Marchaos! —logré decir—. ¡Os encontraré!

—Lean…, yo…

—No, no digas nada…

Pero, aunque su voz no lo dijera, lo expresó a gritos su mirada, como imaginaba que lo gritaba la mía.

—Alaister, llévatelas.

Los guardias comenzaron a alejarme de ellos y me dejé arrastrar sin apartar la mirada de Cora, que lloraba con tal desconsuelo que tuve que luchar contra el impulso de escapar solo para poder abrazarla de nuevo. Bajé la cabeza en ademán derrotado, sintiendo en mi maltrecho corazón cómo a cada paso que me alejaba de ella se fragmentaba una vez más, arrancando la costra de heridas que creí cicatrizadas.

La turba se fue cerrando acompañándome nuevamente hacia la plaza.

Fui llevado a trompicones a la tribuna. Las cinco condenadas ya estaban maniatadas a los postes, prestas al cumplimiento de las sentencias impuestas. Ante mi consternación, divisé una patrulla inglesa y dos jinetes que no me eran desconocidos.

Se acercaron al patíbulo. El oficial inglés y Stuart Grant desmontaron para ascender a él. Sus pasos resonaron huecos y contundentes en la madera. La mirada artera y llena de rencor de Stuart no mutó mi expresión, aunque en mi interior el odio bullera a borbotones.

El oficial se presentó a los jueces, inclinándose respetuosamente y entregándoles un edicto.

—Este hombre está reclamado por la justicia, es un traidor y un asesino, y debemos entregarlo a la competencia del marqués de Argyll para ser juzgado por sus crímenes.

El magistrado encajó su monóculo en la cuenca de su ojo izquierdo y escudriñó el mandato de Argyll, poniendo especial atención al sello de lacre que identificaba su casa.

—También aquí se lo acusa del asesinato de Kendall Forbes —anunció—. No obstante, y puesto que la autoridad del marqués es indiscutible, se os lo entregará mañana para que podáis partir al alba.

—¿Por qué mañana? —inquirió Grant contrariado.

—Estamos en pleno auto de fe —respondió molesto el magistrado—, tengo mucho papeleo que rellenar. Expediré la transferencia del prisionero, detallando el crimen cometido en esta villa y las peculiares circunstancias que lo rodean. No puedo entregarlo así, sin más, es mi responsabilidad.

El oficial inglés asintió, se ajustó su casaca y se retiró conforme. En cambio, Stuart Grant permaneció un instante frente a mí, asestándome en una mirada oscura todo su odio. Tuve la osadía de sonreírle desafiante, un gesto que descompuso su semblante en una mueca furibunda.

—Pronto estarás en mis manos, perro sarraceno —susurró amenazante antes de retirarse.

El magistrado me observó ceñudo, carraspeó y se reajustó el monóculo.

—Llevadlo a los calabozos. Y que dé comienzo la ejecución.

Antes de ser bajado del patíbulo, algo me llevó a mirar a la druidhe, que, ceñida al poste con una gruesa soga, tenía la mirada clavada en mí.

—Nos veremos en el infierno —pronunció con aterrador convencimiento.

Una sensación sobrecogedora reptó por mi espina dorsal como si una lengua fría y rasposa la recorriera. Me estremecí.

El eco de aquella frase me acompañó hasta los calabozos. También aquella aprensiva sensación. Pero no fue lo único que me acompañó. Los recuerdos de mi estancia en la Cárcel Real de Sevilla por matar al gentilhombre que había torturado a Fabila, y al que habría matado mil veces más, despertaron vivos entre aquellos lóbregos muros…