Capítulo 10
No se puede huir del destino
Tras dejar a mis hombres en mitad de una pelea fingiéndose borrachos, me escabullí subrepticiamente por los largos corredores del castillo hasta el ala oeste, donde se encontraba el despacho del marqués.
Era avanzada la noche, los escasos invitados que deambulaban todavía despiertos o estaban ebrios o en brazos de alguna mujer. No había nadie apostado en la puerta que conducía al despacho, pero, como pude comprobar, estaba cerrada con llave. Siempre llevaba conmigo el torcido hierro con que solía abrir las puertas en mis inicios con el hampa sevillana, escondido en mi bota. A pesar de que los pasillos estaban pobremente iluminados, si alguien doblaba en ese momento el recodo me vería escarbar en la cerradura. Agilicé mis movimientos y, tras un par de giros, logré abrir la puerta.
Me adentré en el penumbroso recibidor y avancé hacia la puerta de la salita donde me había recibido Argyll. De nuevo tuve que usar la ganzúa para maniobrar en la cerradura de la doble puerta. Tras deslizar el pestillo, penetré en el despacho y aguardé un instante a que mis ojos se acomodaran a la oscuridad reinante, ya que apenas se filtraba por la ventana un resplandor lunar que, como mucho, perfilaba las siluetas del mobiliario más próximo a ella. Recordé la disposición de sillas y jarrones y me aventuré a trazar un camino hasta la mesa del despacho. Una vez tras ella, abrí varios cajones sin encontrar nada de relevancia, excepto un paquete de cartas atadas con un cordel. Entonces fijé la vista en un grueso volumen que había sobre la mesa, un libro que no recordaba haber visto allí antes. Lo cogí y me acerqué a la ventana para inspeccionarlo. Al abrirlo descubrí que un pliego doblado varias veces asomaba casi de su centro. Lo extraje y lo desdoblé con cuidado.
A la tenue luz de la luna vislumbré un mapa de los tres reinos, Escocia, Inglaterra e Irlanda, pero habían marcado con tinta una región de Irlanda, el condado de Cork, en Knocknanuss, y una fecha, noviembre. Al instante pensé en MacColla; había de ser avisado cuanto antes. Aún quedaba tiempo para la fecha estimada y eso me tranquilizó. En la parte de atrás del mapa, varios nombres que no conocía pero que englobaban la última frase: «ejército parlamentario inglés», el nombre de Argyll y, junto a él, otro que me llamó la atención, Murrough O’Brien, conde de Inchiquin. Apunté mentalmente todos los datos y devolví el mapa a su lugar. Cerré el volumen y lo dejé en su sitio. Con todo el sigilo y extremando las precauciones salí del despacho, cerré las puertas a mi paso y me dirigí hacia el lugar donde mis hombres me aguardaban, en los pasadizos de las cocinas.
Los encontré sentados en el suelo con la espalda apoyada en la pared, bebiendo de una botella. Los hombres de Argyll estaban tumbados en un lateral, inconscientes y apestando a ron.
—Los he perfumado para que crean que fue la borrachera quien los dejó así.
Asentí a Duncan, que parecía él mismo al borde de la inconsciencia.
—Me temo que os dolerá la cabeza tanto como a ellos mañana. Será mejor que durmamos aquí con ellos, para hacerles creer que caímos todos de igual forma. No deben sospechar que hemos estado sin vigilancia.
—¿Descubriste algo? —inquirió Alaister, que cobijaba en su pecho a su durmiente hermana.
—Sí, lo tengo todo en la cabeza, se lo transmitiré a Colin mañana.
—¿Quiere decir eso que regresamos a Mull? —preguntó Gowan esperanzado.
—Es lo que pretendo, pero hay un contratiempo. Argyll me encargó la misión de llevar a la viuda de Hector a Glencoe para que contraiga matrimonio con el jefe MacDonald y sellar así una alianza.
—MacDonald jamás se casaría con una Campbell y mucho menos pactaría nada con Argyll, son enemigos acérrimos —expuso Malcom.
—Pues, si no la acepta, Argyll irá por él.
—Quizá si esa muchacha es bonita y seduce a MacDonald se evite la tragedia —murmuró Irvin.
—No lo sabremos, no pienso llevarla a ningún sitio —argüí con firmeza—. Cuando abandonemos las tierras de los Campbell, pienso dejarla en la primera aldea que encuentre.
—¿No nos la podemos quedar ninguno de nosotros si nos gusta? —intervino Rosston.
—No, una cosa es dejarla sana y salva en algún sitio y, otra, agraviar a una Campbell. Argyll os buscaría hasta en el infierno.
El hombre resopló conforme y se acomodó envolviéndose en su feileadh mor, abrigándose para dormir en el suelo.
—No he visto a los Grant por el castillo —mascullé arrebujándome bajo mi capa y dirigiéndome a Alaister, que ya cabeceaba exhausto.
—Tampoco yo, quizá finalmente no hayan podido venir.
Asentí maldiciendo, aunque poco podría haber hecho en mitad de una fiesta y vigilado.
Me dormí con unos curiosos ojos de gato en mi cabeza.
Aquel gato solía observarme desde lo alto de una de las vigas del establo, cuando sollozaba por pena, nostalgia o simplemente por dolor. Aquel día en particular, solo temblaba de miedo. Lorna me había obligado a desnudarme ante ella, y todavía sentía sus repugnantes manos sobre mi joven cuerpo. Tenía ya doce años y no entendía cómo mi mente y mi cuerpo no eran uno, pues, si lo fueran, ella jamás… jamás podría haber endurecido aquella parte de mi organismo con su mano, porque yo la odiaba, la odiaba más que a nada en el mundo. Sin embargo, mi cuerpo no respondía a mis súplicas y, traidor, se entregaba a los placeres que aquella inmunda mujer le procuraba. Luego… luego me obligaba a que la tocara a ella, y aquello me producía tal repulsa que prefería recibir una tanda de varazos a complacerla como me pedía. Aquella noche logré escapar de su ira, y como el jefe Grant ya se ocupaba de tocarla como a ella le gustaba, no fue tras de mí. Recé porque a la mañana siguiente su enfado conmigo hubiera pasado y, aunque el alba despuntaba, pensé muy bien si bajar del altillo en el establo. Eran tantas las veces que había deseado huir, y ya no de allí, sino de la vida que me había sido cruelmente impuesta. Sería fácil, me decía, y apuntaba contra mi pecho toda una suerte de herramientas afiladas para terminar soltándolas tembloroso y furioso por mi cobardía. Quizá una enfermedad me llevase, eso sería lo mejor. Vivía harapiento, sucio, mal alimentado y muerto de frío. Sin embargo, todas las veces que había estado en cama había sido por palizas y torturas. Ni en eso tenía suerte.
Me decidí a bajar cuando oí un grito femenino que reconocí en el acto.
Salí del establo a la carrera para encontrarme con que los dos hijos de Stuart Grant habían apresado a Ayleen y la manoseaban lujuriosos.
—¡Soltadla!
No dudé en abalanzarme sobre ellos y golpearlos con puños y piernas. Recibí un fuerte puñetazo en el rostro que me desorientó y me impulsó hacia el suelo, pero me levanté con fiereza y cargué de nuevo sobre ellos.
—¡Eh, fierecilla…, tranquilo! —dijo uno de ellos—. ¿O es que quieres ocupar su lugar? No serías el primero…
A continuación, soltó una burda carcajada mientras se inclinaba hacia mí y me levantaba del pelo, tirando con saña. Grité y me debatí furioso, una de mis patadas le acertó en la entrepierna y él se dobló aullando de dolor, soltándome.
Me agaché, cogí una piedra, se la lancé al que sujetaba a Ayleen y le di en mitad de la frente. Emitió un quejido sorpresivo y se llevó las manos a la brecha, de la que comenzaba a manar sangre. Entonces, no titubeé, agarré a Ayleen de la muñeca y corrí como alma que lleva el diablo, rogando por toparme con su padre antes de que nos alcanzaran.
Jadeábamos por la carrera y por el pavor que daba vigor a nuestras piernas. Giré varios recodos y enfilé por corredores exteriores rumbo a la entrada, desde donde se accedía más directamente a las estancias principales. A buen seguro Ian MacNiall se hallaría en el gran salón junto a la chimenea, disfrutando de un buen clarete, soportando la conversación de Lorna, solo por permitir que sus hijos siguieran jugando conmigo y por remarcar, así, su apoyo y cuidado hacia mi persona, por mucho que supiera que nada podría hacer para arrancarme de allí.
Cuando nos adentramos en el castillo, nos dimos casi de bruces con Alaister, que nos contempló con extrañeza.
—Coge a tu hermana y llévala junto a tu padre, Alaister, yo tengo que esconderme —le dije.
—Pero ¿qué sucede?
—No volváis a visitarme, el infierno no es lugar para dos niños.
Ayleen me miró con la barbilla temblorosa y los ojos anegados en lágrimas.
—Pero tú lo eres, Lean —apuntó llorosa.
—No, yo solo soy una sombra.
Y, rompiendo en un desgarrado sollozo, se abrazó a mi cuello desconsolada, liberando su miedo.
—Le pediré a mi padre que te lleve con nosotros —prometió Alaister con semblante afectado y compungido.
—No soy bueno para nadie ya, y seguro que los demonios me perseguirían allá donde fuera. Ponla a salvo, he de desaparecer unos días.
Ayleen se separó apenas para mirarme inquisitiva.
—¿Por qué, Lean? ¿Por qué no te fugas?
—Porque este es el único lugar donde siento la presencia de mis padres.
—Pero tarde o temprano te matarán —musitó con voz rota.
—Esa es la única manera de regresar con ellos.
Ayleen me abrazó de nuevo embargada por el llanto.
—Eres bueno, Lean, me has salvado y te has expuesto por mí. Te mereces una oportunidad, yo… yo te quiero.
La separé de mí y, mirándola a los ojos, negué con la cabeza.
—No sé si merezco nada, ni siquiera ser querido. Jamás olvidaré tanto tormento, nada busco de la vida ya, quizá la muerte me ofrezca mejores cosas.
Y, así, me separé de ellos y eché a correr rumbo al acantilado.
Fue la última vez que los vi.
En las caballerizas, mientras aparejaba nuestras monturas bajo la atenta mirada de los guardias de Argyll, puse al día a Colin sobre mi hallazgo y sobre la misión que me había encomendado Argyll.
—Los MacDonald de Glencoe son un bastión estratégico importante. Si Argyll se hace con él, dominará sin problemas todas las Highlands. Tenemos que impedir esa alianza como sea.
—Tengo entendido que los MacDonald odian profundamente a los Campbell, no transigirán en acuerdo alguno —murmuré ajustando las cinchas de Zill.
—Como bien me habéis contado, no es un acuerdo: es un ultimátum. O acepta o masacrará a su clan. Ahora está solo, no podemos prestarle ayuda alguna, todos nuestros efectivos combaten contra las tropas parlamentarias. Esos malditos Covenant son tenaces y no nos dan tregua.
—En tal caso, no hay forma de evitar esa boda sin condenarlos —sentencié flemático—. Por no señalar que me traen sin cuidado vuestras disputas políticas.
Colin me fulminó con la mirada, apretó los labios con evidente disgusto y resopló mientras acomodaba la brida a su caballo.
—Vuestra desidia me enfurece, maldita sea. Os guste o no, sois un jodido MacLean, ya no se trata de apoyar al rey o a Cromwell, sino de evitar que nos machaquen los poderosos aprovechando partidismos estúpidos.
Alcé una ceja ante su vehemencia. La pasión que mostraba brotaba directamente de un corazón noble harto de tanta injusticia.
—Solo me mueve la venganza, Colin, únicamente hallaré paz si la encuentro.
—Podéis encontrarla mientras ayudáis a la causa y defendéis vuestras tierras de la ambición de los Campbell. Podríais llevar a Cora a Glencoe para que se casara con el laird MacDonald, pero ofreciéndole otro trato: fingir servir a Argyll hasta que le mandemos refuerzos para que se rebele.
—Parece que nadie piensa en la opinión de Cora —señalé colocando y atando las alforjas a mi montura.
Cuando me encontré con la mirada de Colin, descubrí asombrado un leve atisbo culpable en su rostro.
—MacDonald es un buen hombre, sabrá cuidarla bien. Confío en que encuentre la felicidad lejos de Argyll.
Lo observé con suspicacia, cada vez más intrigado por las reacciones del hombre.
—Parecéis guardarle cierto afecto.
Colin bajó la mirada, su mentón se tensó y sus dedos se crisparon tirando de los correajes con inusitada brusquedad.
—También es pariente mía, y estuvo en mi castillo de niña.
—Dicen de ella que es complicada y temperamental.
—Tiene carácter, es un espíritu libre atrapado en una jaula de oro. Algunos la tachan de consentida y caprichosa, pero creo que solo es frustración.
—Y ¿qué opinión os mereció su boda con mi hermano?
—Cora, al igual que todas las mujeres casaderas del clan, es una mera pieza al servicio de Argyll. En un principio ella no consintió en la boda, pero cuando conoció a Hector durante el cortejo pareció cambiar de opinión.
Esta vez, el que resopló fui yo, negué con la cabeza con incomprensión y musité despectivo:
—No es tan lista, después de todo.
—No sé qué os hizo vuestro hermano, debió de ser algo espantoso para recibir el pago que le disteis. Pero aquí, en Inveraray, se comportó con propiedad, parecía dulce y solícito. De hecho, en un par de encuentros con Cora, logró que ella lo aceptara de buen grado.
—Podía ser muy convincente cuando quería, sí. Con tal de conseguir sus propósitos, era capaz de fingir hasta ser una cabra.
—Siempre lo consideré sospechosamente condescendiente y odiosamente servil —opinó Colin—, y era eso precisamente lo que más me desagradaba de él. Tampoco yo entendí a Cora cuando lo aceptó, no es el tipo de hombre que ella necesita.
—Y ¿cuál es el tipo de hombre que necesita?
—Uno con más carácter que ella, alguien fuerte y noble que la doblegue y consiga meterse en su corazón. No es tarea fácil.
—Deseadle suerte a MacDonald —mascullé cáustico.
—Entonces ¿no aceptáis el encargo?
—Lo lamento, Colin, pero mi camino es otro.
Los azules ojos del señor de Kilchurn me mostraron una agria decepción.
—Bien, cumplisteis el trato, seguid vuestro camino. Dejad a Cora en mi castillo, yo mismo me encargaré de llevarla a Glencoe. Ahora parto a Edimburgo, estaré de regreso dentro de unos días. Mi esposa y mis hijos la harán sentir como en casa.
Asentí brevemente y monté a Zill, y esperé a que mis hombres me imitaran.
Ayleen me sonrió tímida. Cada vez que nuestros ojos se encontraban, un ligero rubor teñía sus mejillas. Lamenté haberme dejado besar, por muchas ganas que tuviera de volver a sentir sus labios sobre los míos. Hacía mucho tiempo que no recibía un beso tan entregado y dulce como ese, un beso que prometía tantas cosas… Cosas que yo no podía permitirme dar, y menos aún recibir. Tenía que levantar un muro respecto a eso, un muro lo suficientemente alto para impedir que ningún sentimiento pudiera saltarlo. Mi camino era otro, como bien le había dicho a Colin, uno que nada tenía que ver con un futuro.
Salimos de las caballerizas hasta la puerta principal y Alaister se me acercó con semblante impaciente.
—Tengo noticias de los Grant.
Me detuve en seco aguardando a que continuara.
—No vas a creer dónde están.
—¡Habla de una maldita vez!
—En Glencoe, por orden de Argyll. Fueron a amedrentar a los MacDonald para disponerlos a favor del pacto que te encargó realizar. Quiso ejercer un poco de presión antes de tu llegada.
Cerré los ojos convencido de que el destino guiaba mis pasos por senderos enrevesados e inciertos, utilizando como cebo mi venganza, y me sentí una burda marioneta de algo que aún estaba por descubrir. Solo tenía dos opciones, recorrer el camino trazado o regresar a Sevilla, olvidando mi venganza. Maldije entre dientes.
A lomos de su palafrén, Colin se detuvo un instante a despedirse, cuando se apercibió de mi semblante contraído y tenso rictus.
—¿Ocurre algo, MacLean?
Alaister y Colin me contemplaron expectantes.
—Acabo de descubrir que mi camino es paralelo al vuestro.
El pelirrojo laird alzó las cejas con asombro aguardando a que ampliara mi contestación.
—Llevaré a Cora a Glencoe.
Colin esbozó una amplia y aliviada sonrisa palmeando entusiasmado mi espalda.
—No se puede huir del destino —profirió satisfecho—, no luchéis contra eso y dejaros arrastrar por él. Creo que, gracias a vuestra venganza, los realistas han ganado un poderoso aliado.
Una soberbia yegua blanca hizo su aparición en el patio frente al castillo. Su jinete era una mujer con ojos de gato, flamígera melena y expresión furiosa.
Avanzó hacia nosotros y se encaró a mí. Su montura, de ánimo tan brioso como ella, inquietó a Zill, que comenzó a relinchar y a agitarse nervioso por la cercanía del otro animal.
—No me queda más remedio que acompañaros y aceptar mi destino —escupió iracunda—, pero haceos cargo de que será el peor viaje de vuestra vida.
Y, tras fulminarme con una colérica mirada entornada, espoleó a su caballo al tiempo que giraba bruscamente las riendas, lo que provocó que Zill piafara y coceara retrocediendo, zarandeándome con violencia en la silla.
Tensé las riendas y siseé para calmarlo hasta recuperar el control. Deseé bajar a la mujer de su montura y sacudirla por los hombros, pero logré contenerme a duras penas. Apreté los dientes furibundo y resoplé sonoramente.
—Creo que es a vos a quien he de desear suerte, después de todo.
Colin me observó con una maldita sonrisa divertida titilando en sus labios que me ofuscó todavía más.
—Y a ella —recalqué—. Si consigue llegar a Glencoe sin que provoque que la despeñe por algún desfiladero será toda una proeza.
Alaister sonrió soterradamente, lo fulminé con la mirada.
Azuzado por mi orgullo, arreé a mi montura hacia donde ella estaba. Vestía una capa de terciopelo verde oscuro, que resaltaba la espesa e indomable melena roja que cubría buena parte de su espalda.
Me posicioné a su lado, de un brusco e inesperado movimiento le arrebaté las riendas y me incliné un poco sobre ella sosteniendo su impávida mirada asombrada.
—No volváis a retarme así —siseé entre dientes—, y menos delante de mis hombres. Ya sé que me odiáis y que vuestro mayor deseo es ahorcarme con mis propias tripas. Pero no caigáis en la redundancia, mi señora, ni en el error de incordiarme con rabietas, amenazas o desplantes, o me obligaréis a tomar medidas más radicales, como cargaros en mi grupa maniatada como un fardo.
Abrió los ojos demudada y crispada.
—Sois la bestia que se os supone —afirmó con gesto tirante.
—Nada de suposiciones, mi señora, mis actos lo han constatado. Así pues, temedme.
No encontré aprensión en su gesto, tampoco respeto. Aparte de un odio visceral, solo hallé un deje retador que supe que me daría muchos quebraderos de cabeza.
—Alejaos de mí, me provocáis náuseas.
—En cambio, a mí, vos solo me provocáis el deseo de daros unos buenos azotes.
Solté hoscamente las riendas y me reuní con mis hombres. Duncan y Gowan fueron los últimos en incorporarse al grupo.
Nadie más dijo nada. Salimos del castillo de Inveraray en un rítmico y ágil trote acompasado, envolviéndonos en el regular retumbar de los cascos de los caballos y en el ulular de un viento que olía a lluvia.
Eran tiempos de guerra, Escocia estaba dividida por una contienda, y en aquel viaje a Glencoe yo libraría la mía propia, una guerra que acababa de declararme una pequeña arpía pelirroja a la que no debía subestimar.
Como si hubiera adivinado mis pensamientos, buscó mi mirada y, en efecto, en la suya encontré una firme declaración de intenciones; todas atentaban contra mi persona. Le sonreí mordaz guiñándole un ojo, ella bufó airada, irguió la espalda y fingió ignorarme.
Resultaba todo un reto condenadamente tentador domarla, si mi camino hubiera sido otro…, aunque en vista de lo acontecido, era posible que ambos caminos se cruzaran.
Me descubrí sonriendo taimado.