Capítulo 39
El Crann na Beatha
Alaister y Ayleen MacNiall partieron aquella mañana hacia su hogar en el castillo de Kisimul, en la isla de Barra. Ninguno de los dos se despidió de mí. Ayleen tan solo me dirigió una mirada preocupada y, con semblante frío, salieron de Duart sin mirar atrás. Yo sí permanecí en la entrada observando su marcha, apesadumbrado y con un sabor agrio en la garganta.
No consideré justa su actitud, pero yo no era quién para juzgarlos. Decidí quedarme con lo bueno vivido, esperando que el tiempo suavizara aquella nota amarga que ahora paladeaba.
Cora y Dante salían en ese instante del castillo. El bribonzuelo se me abalanzó corriendo con los brazos extendidos. Solo ver su arrobada expresión me regocijaba el corazón. Cuando me abrazó, le revolví el cabello en ademán cariñoso.
—Estoy muy contento —adujo entusiasmado.
—Y ¿puedo saber por qué?
—Porque Cora me ha dicho que vais a casaros.
—Es cierto, y entonces tendrás que bañarte.
El muchacho arrugó el ceño, frunciendo los labios con desagrado.
—Eso no me complace tanto —afirmó.
—Pero seguro que complace a los que estén cerca de ti: hueles a porqueriza.
—Pues que se tapen la nariz, para eso son los pañuelos.
Sonreí divertido y le revolví de nuevo el cabello.
—Y los jabones son para lavar la mugre, y de eso vas bien servido —añadí—. Así que, pequeño tunante, si vas a quedarte a mi cuidado, te bañarás más a menudo o dormirás con los cerdos.
Dante alzó la mirada desbordado de ilusión.
—Aunque sea con los cerdos no me importa, siempre que me dejéis estar a vuestro lado, mi señor.
—No quiero que me llames así. Tengo nombre.
—También yo, y me llamáis tunante, bribón y otras tantas cosas.
Solté una jovial carcajada y lo miré con admiración.
—Brillante apreciación, Dante.
—Gracias, Asad.
Reí de nuevo, hasta que Cora nos alcanzó tras conversar con Anna afablemente.
—Veo que mis hombrecitos están de buen humor. ¿Damos un paseo?
Enlacé su cintura y besé sus labios. Ella se ciñó a mí.
—Si vais a estar dándoos besos, prefiero jugar con el hijo del herrero, ha prometido enseñarme las cuevas de los acantilados.
—¿Y si prometemos no darte besos a ti? —musitó socarrona Cora.
Dante sonrió y pareció meditar la propuesta un instante antes de negar con viveza.
—Aun así, prefiero las cuevas.
—Muy bien, rufián…, perdón, Dante —le guiñé un ojo y él sonrió divertido, sus grandes ojos castaños refulgiendo felices—, cuando regrese, espero que prefieras mi entrenamiento a espada que esas dichosas cuevas.
—¡Síiii…! —exclamó alborozado—. Voy a ser el mejor espadachín de estos lares, que tiemblen estos escoceses.
—Dante, ¿te gusta Escocia? —preguntó Cora.
—Me gusta mucho, pero añoro Sevilla. Y extraño el sol y la algarabía de sus calles. Aquí son más aburridos y más fríos. Pero donde esté Asad, allí estaré yo, sé que él me cuidará y me enseñará todo lo que sabe. Conoce muchas artes, las letras, los números, la espada, la lucha cuerpo a cuerpo, y las mujeres.
Contuve una carcajada ante la reprobadora mirada que me dirigió Cora.
—¿Las mujeres somos un arte?
—Claro, obras de arte, hasta las plasman los grandes pintores —respondió el muchacho—. Aunque unas mejor terminadas que otras, es la verdad. En la mancebía, había una mujer tan gorda que se saldría de cualquier cuadro.
No pude reprimir una carcajada. Dante me miró con extrañeza y Cora con cómplice diversión.
—Pero yo seré como Asad: solo elegiré a las más hermosas y las pintaré con mi brocha particular. Todas querían que él las eligiera, ¿sabéis?, pero solo las sarracenas conseguían que las pintara bien pintadas.
—Ya vale, granujilla —aduje entre risas.
Cora compuso un mohín ceñudo y me miró celosa.
—Ojalá yo tenga de mayor una brocha como la suya —masculló Dante esperanzado.
Me doblé con los ojos lagrimeándome, preso de las carcajadas.
—Ahora esa brocha es solo mía —afirmó rotunda Cora, incapaz de mantener su indignación contagiada por mis risas—. Y pobre de ella si pinta otro lienzo.
—No se le ocurriría, está dedicada por entero al cuadro de su vida —musité risueño tomándola en mis brazos—. Y es el definitivo.
—Ya empezamos con los besos —rezongó Dante desdeñoso.
—Creí que estabas contento porque nos íbamos a casar —repliqué escondiendo mi rostro en la curva del cuello de Cora, frotando mi nariz en él.
—Claro, porque, si tenéis mujer, os hará falta un hijo, ¿no? Y sé que vuestra brocha no pinta tanto.
—¡Lárgate antes de que te bese, anda! —musité con semblante torvo, para desbaratarlo a continuación con una sonrisa socarrona.
El muchacho rio jovial y se alejó a la carrera.
—Tendrás que pasear solo conmigo —ronroneé contra el cuello de Cora—… y con mi brocha.
Ella rio y se abrazó a mí. El sonido de su risa cascabeleó en mis oídos.
—Iría contigo… y con tu brocha a los confines del mundo.
La cogí de la mano y salimos del recinto amurallado de Duart rumbo al robledal, el denso bosque que flanqueaba la parte norte del castillo. Deseaba mostrarle mi árbol, anhelaba abrazarla bajo su copa, besarla bajo sus ramas y apoyarme en la sólida rugosidad de su grueso tronco para pedir mi último deseo.
Caminamos enlazados, andando con la ligereza que da la dicha, descubriendo con asombro que bajo ese nuevo y desconocido prisma el entorno cambiaba. La verde hierba parecía más fragante, más resplandeciente; el cielo, más luminoso, aunque estuviera cubierto de nubes; el brezo, más púrpura, y las rocas, más imponentes.
—Saber que has estado con tantas y tan experimentadas mujeres, además de ponerme muy celosa, me crea cierta inseguridad —confesó con timidez.
—Y, aun así, cuando estoy contigo, siento que eres la primera.
Me miró sin mucha convicción y asintió queda.
Me detuve frente a ella y la cogí de los hombros.
—Cuando estoy contigo —comencé—, el tiempo se para, el mundo se desdibuja, mi corazón revienta de amor, mi cuerpo arde apasionado y mi alma gime sedienta de ti. Era virgen en eso.
—No imaginas cuánto me haces vibrar con tan solo estar cerca de mí —musitó ella afectada—. Cuando tu rasgada mirada ámbar me atraviesa, se me acelera el pulso, pero cuando me tocas, es como si mis pies se alzaran del suelo y mi piel se deshiciera en tu caricia, fundiéndose con la tuya. Siento en mi interior una unión tan profunda y mágica que no podría explicarse con palabras.
La besé con dulzura, acaricié con delicadeza su mejilla y estiré las comisuras de mis labios en una sonrisa emocionada.
—Creo que debemos sellar esto en un lugar sagrado.
La cogí de la mano y nos adentramos en el bosque. Serpenteantes riachuelos descendían entre musgosas rocas, como brechas sangrantes de plata líquida entre el brillante verdor de helechos y aligustres. Las grandes copas resguardaban el interior del bosque del viento del páramo, sumiéndolo en una umbrosa magia que lo teñía de misticismo y misterio. El gorgoteo de los arroyos, el murmullo de nuestros pasos, el canto de los piquituertos y los herrerillos y el latido del bosque en sí crearon una atmósfera mágica que nos envolvió en un manto de paz y serenidad.
—Es tan hermoso que parece irreal —admiró Cora observando a su alrededor.
—Casi como tú —respondí, y recibí por su parte una prendada sonrisa.
Tras bordear un peñasco del que rezumaba agua de un manantial que se escurría perezosa por sus aristas hasta sumar su caudal al arroyo, llegamos a una planicie herbosa, en la que un gran nogal centenario se erguía majestuoso sobre un promontorio.
—Tu árbol —pronunció ella en tono reverencial.
—Mi árbol —confirmé.
Nos aproximamos a él con paso solemne.
Su enorme y frondosa copa empequeñecía su tronco, a pesar de medir casi una vara de diámetro. El intenso verde de sus lanceadas hojas contrastaba con el profundo y oscuro marrón de sus nudosas ramas.
—Es soberbio.
Un familiar aroma penetrante y algo amargo inundó mis fosas nasales. Sentí como si mis sentidos se aguzaran de pronto en una conexión espiritual con aquel árbol, del que rezumaba un innegable halo de fuerza. Posé la mano en el tronco y cerré los ojos.
Pude sentirlo latir, y cómo mi pulso se acompasaba a ese pálpito sordo que resonaba en mi interior. Un ligero cosquilleo me recorrió, como si el árbol me reconociera también a mí. Alcé el rostro y contemplé el apretado entramado de ramas, hojas y frutos por el que se filtraban dorados haces que refulgían con parpadeantes destellos, como si las brillantes alas de las sidhes aletearan entre ellos. Imaginé bajo mis pies las arraigadas raíces del árbol como la fiel cornucopia de su esplendorosa copa, extendiéndose ramificadas hacia el inframundo, en el sagrado simbolismo celta de unión entre el cielo y el infierno; representando también el círculo de las estaciones y donde convergían la unión de los cuatro elementos: el agua que fluía en su interior, la tierra de la que tomaba fuerza, el aire que alimentaba las hojas y el fuego que provocaba su fricción. Simbolizaba la vida y el crecimiento espiritual.
—Este es un bosque nemet, ¿verdad? —preguntó Cora.
Nemet era como llamaban los antiguos druidas celtas a los bosques sagrados o lugares de culto. Y, en efecto, se podía palpar en cada piedra, en el subyacente pulso de aquella arboleda, en la serenidad que se sentía, como el reverencial silencio, pesado y vivo que se respiraba en las grandes catedrales, o en cualquier rincón dedicado a la veneración, donde los fieles depositaban su fe, sus rezos y sus más profundos ruegos.
—Sí, lo fue. Y, como toda catedral, estamos bajo el altar mayor. Y aquí es donde sellaremos nuestro amor.
Enlacé su estrecha cintura y la ceñí a mi pecho.
—Juro amarte, protegerte, venerarte y buscarte hasta el fin de los tiempos. Aquí y ahora, ato mi alma a la tuya, dondequiera que la eternidad nos lleve.
Cora me contempló rebosante de amor.
—Juro amarte, protegerte, venerarte y esperarte hasta el fin de los tiempos. Aquí y ahora, ato mi alma a la tuya, dondequiera que la eternidad nos lleve —repitió con la mirada engarzada en la mía.
Me incliné despacio hacia sus labios, ladeando levemente el rostro y sintiendo cómo todo mi cuerpo crepitaba con una intensa emoción que me cerraba la garganta. Tomé su boca con vehemente pasión y me dejé llevar por la vorágine de sentimientos que sacudió todo mi ser. Una fuerza invisible pareció circundarnos entonces, estremeciéndonos con su poder. Una repentina ráfaga de viento se arremolinó a nuestro alrededor, como si quisiera aunar más nuestro abrazo, como si fuéramos bendecidos en aquel voto sagrado que sellaba nuestro amor. Nos estremecimos al unísono.
Cuando nuestros labios se separaron nos rodeó una pesada quietud, un silencio proverbial y una paz tan intrínseca que supe al punto que, bajo aquel añoso Crann na Beatha, nuestras almas ya eran una sola.
—Lean…, mi amor…
Sonreí con lágrimas quemando mis ojos.
—Ya eres mía y lo serás siempre, estemos juntos o no, como yo soy tuyo.
Cora me abrazó con fuerza, trémula y conmovida.
Cuando se separó de mí, clavó su profunda mirada verde en la mía.
—Cuando era niña, mi nodriza tuvo que regresar a su hogar en San Kilda para acompañar a su padre en sus últimos días. Decidió llevarme consigo, tendría unos doce años. Una noche, ya tras la muerte de su padre, me llevó a ver una aurora boreal. Jamás en toda mi vida había visto nada más hermoso. Ráfagas de intensos colores difuminaban el cielo en una masa difusa e incandescente de luces que ondeaban en la noche, como si el mundo liberara en aquel fenómeno toda su magia. Alice me dijo que pidiera un deseo, y que, si se cumplía, debía regresar con mi deseo cumplido para perpetuarlo bajo aquella misma aurora. Así lo hice, y prometí regresar en ese caso.
Hizo una pausa, cogió mi mano entre las suyas y besó mis palmas.
—Pedí encontrar al amor de mi vida, y me fue concedido. Prometo llevarte a San Kilda y contemplar juntos esa aurora boreal. No quiero perderte.
Asentí en una emotiva sonrisa dulce, alcé la mirada hacia la copa de mi árbol y le guiñé un ojo.
—Acabas de hacer una promesa sagrada en un lugar sagrado. Iremos juntos a San Kilda. Soy buen marino, y será nuestro primer viaje de recién casados.
La besé de nuevo, luego me giré hacia el añoso tronco e incliné respetuoso la cabeza mientras posaba mi mano en él.
Cuando emergimos de la sombra del nogal, el bosque pareció despertar nuevamente a la vida. El trinar de los pájaros, el murmullo del arroyo, los quiebros de las ramas, el roce de los arbustos al ser movidos por algún pequeño depredador y el susurro sibilante del viento inundaron el robledal. Y, si mi corazón hubiera podido emitir algún sonido, habría sido un interminable rugido de felicidad.
—Una boda.
Lachlan sonrió simulando un agrado que no terminaba de sentir. Una soterrada inquietud ensombrecía su rostro.
—No tienes nada que temer —repuse—: no puedo tener descendencia y no pienso establecerme aquí.
Me escrutó pensativo. Acto seguido, alzó su copa y me dedicó un brindis.
—Te deseo toda la dicha que te fue arrebatada y que tanto mereces. Y ¿dónde piensas establecerte?
—No lo sé, en algún lugar apartado, quizá en San Kilda o en cualquier isla remota.
—Ya sabes que siempre tendrás abiertas las puertas de Duart. Considéralo tu hogar, si os apetece pasar alguna temporada en Mull.
Detecté un resaltado matiz en la palabra alguna, recalcando sutilmente la condición de eventual a mis futuras visitas.
Cogí mi copa y la alcé devolviéndole el brindis, acompañándolo de una mirada perspicaz.
—Soy hombre de pocas inclinaciones sociales, y sin ningún arraigo familiar, lamentablemente nos veremos en contadas ocasiones.
Mi afirmación suavizó de forma notable su mal encubierta preocupación. No obstante, permaneció una tensión subyacente en su rictus que me inquietó.
Lachlan tomó una profunda bocanada de aire y, tras acumular los arrestos que parecían fluctuar en su ánimo, se puso en pie, se pasó la mano por el cabello, acomodando algunos mechones sueltos, y por último me miró con firmeza.
—Seré sobradamente generoso con tu dote. No te marcharás con las manos vacías. —Ese comienzo fue esclarecedor, y tuve la certeza de que iba a exigirme algo—. También contarás con el apoyo del clan en caso de necesitarlo.
—¿Qué demonios quieres de mí?
Lachlan me atisbó con gravedad, tensó la mandíbula y asintió para sí.
—Quiero que renuncies a tu apellido.
Sostuve su mirada en un tenso pulso de voluntades, doblegando la suya con un rotundo gesto de negación.
—Acabas de ofrecerme el apoyo del clan —repliqué contrariado.
—Y lo tendrás, pero no siendo uno de nosotros.
—No pienso volver a Duart, pero no renunciaré a mi apellido.
—Creí que renegabas de él, de tu familia, de tu origen y de estas tierras, que tanto te vieron sufrir.
—Pero no de mi apellido. Es cuanto soy, es mi identidad, soy primogénito de Eachann Mor MacLean, el Grande, decimosexto laird del clan. Y, aunque ahí muera su estirpe, morirá cuando yo lo haga, no antes.
Me puse en pie tras apurar mi copa, dispuesto a retirarme.
—Sé razonable, Lean, vivirás en otro lugar, desvinculado de todo, ¿qué te supone renunciar a tu apellido y a todos tus derechos delante de todo el clan? No tendrás que ofrecerme tu juramento de fidelidad anual, ni cargarás con obligaciones propias de tu apellido, como partir a la guerra cuando se te reclame, o supeditarte a mi mandato, sea el que sea. Serás libre, Lean, completamente libre.
—Ya lo soy —respondí circunspecto.
—¡Maldita sea, no puedo poner en riesgo la sucesión de mi hijo sabiéndote tan cerca! No tengo ninguna garantía de que no reclamarás el título cuando yo muera. Lo lamento, pero tu palabra no me vale.
—No voy a renunciar a mi apellido —concluí zanjando el tema—, como tampoco voy a reclamar mis derechos como laird. Puedes o no creerme, eso no es problema mío. No tengo que rendir juramento de lealtad alguno ante ti, porque no estaré bajo la protección del clan. Y nada pediré de él. Puedes guardarte la dote, no quiero nada de este lugar, excepto los dos únicos buenos recuerdos que me llevaré: los de mis padres. Moriré como un MacLean porque nací como un maldito MacLean, y no tengo nada más que decir.
Me disponía a marcharme cuando me llamó con apremio y furia. Me giré fulminándolo con una mirada determinante.
—Lean, no voy a cejar en esto —advirtió obstinado.
—Tampoco yo —sentencié con frialdad.
Resopló exasperado y me contempló ceñudo.
—No seas necio —insistió—, me necesitas, nos necesitas, aunque no lo creas. No sé si sabes que Argyll ha puesto precio a tu cabeza.
—Era fácil de imaginar, y me basto y me sobro para intentar mantener mi cabeza en su sitio.
—Estás cometiendo un gran error, uno que puede costarte muy caro.
—Nada ha sido fácil en mi vida, he pagado precios muy altos. Pero no cambiaré de opinión.
Ya salía del salón cuando dos rostros familiares me contemplaron con denodada inquina.
—El defensor de la bruja —masculló despectivo Gowan, dirigiéndose a Irvin con una sonrisa maliciosa—. Parece que ha venido a refugiarse entre las piernas del clan del que tanto reniega.
Irvin me observó con desdén, dedicándome una sonrisa engreída.
—Es una lástima que Alaister y la zorra de su hermana se hayan marchado ya, me habría gustado despedirme de ellos como merecen.
Me cuadré ante ellos. Los sobrepasaba en altura y corpulencia, aunque no se amilanaron solo por eso. Su actitud arrogante y pendenciera me desconcertó, y más si cabía ante el jefe del clan. Pero Lachlan observaba pasivo la escena.
—Sin embargo, podéis despediros de mí, y yo de vosotros, cuando gustéis —propuse mordaz.
—Tentador ofrecimiento —manifestó Gowan con una expresión retadora—, que no desdeñaremos en cuanto tengamos ocasión.
Una fugaz pero reveladora mirada hacia Lachlan fue indicativa de la aprobación que requerían. Aquellos, descubrí con pesar, serían mis nuevos perros de presa.
Dirigí la vista hacia mi tío, que tuvo la deferencia al menos de desviarla con un deje —aunque sutil— de culpabilidad.
Me abrí camino entre ellos empujándolos con rudeza, regalándoles un gesto amenazador.
Subí la escalinata de dos en dos, con una única premisa: abandonar aquella misma noche Duart. Resultaba patente la única salida que yo mismo le había dejado a Lachlan: acabar conmigo.
Mientras me dirigía a la alcoba que compartía con Cora, me replanteé si merecía la pena arriesgar la vida y huir de Mull como un fugitivo solo por un apellido. La palabra honor nunca había significado mucho para mí, había estado demasiado ocupado sobreviviendo para tener tales consideraciones morales. Respecto a la sangre, como linaje, tampoco suponía motivo de orgullo ni me debía a ella: la habían vertido demasiado para que solo me importara conservarla dentro del cuerpo. En cuanto al origen, nunca me había importado. Uno solo es originario de su propia esencia, y esta se crea según lo que viva y no dónde lo haga. Así pues, me pregunté por última vez por qué defendía ahora con tanta pasión el apellido MacLean, un apellido que nunca me había hecho vibrar en modo alguno, que jamás había usado, que no me aportaba absolutamente ningún beneficio, pues no necesitaba estar arropado por un clan para sobrevivir, ni necesitaba de su sustento, que nunca había sido para mí motivo de orgullo, excepto cuando nombraba a mi padre. Y la respuesta fue clara: porque renunciar a él sería renunciar a lo que era. Sería renegar de la resistencia que me había hecho sobrevivir a la barbarie. Porque mi fortaleza, mis habilidades, mi ingenio y, en definitiva, todos mis dones, los que me habían mantenido con vida desde el día en que nací, eran rasgos heredados de mis padres, de mis ancestros, todos ellos MacLean. Ante la posibilidad de desembarazarme de mi estirpe, fue cuando esa chispa embotada ante tanto vapuleo resurgió con fuerzas renovadas. Era un MacLean, con todas sus consecuencias. Y, aunque no ejerciera mis derechos como tal, poder sentirme así era estar más cerca de mis progenitores y de mis antepasados, y a eso jamás renunciaría.
Cuando irrumpí en la alcoba, Cora se cepillaba su refulgente melena roja frente a la cómoda. Su imagen en el espejo me sonrió. Pero el gesto murió en sus labios al reparar en mi oscuro semblante.
—Mete cuanto precises en un hatillo, nos vamos esta misma noche de Duart. Voy a avisar a Dante.
Ella simplemente asintió. Ni siquiera preguntó ni replicó, solo me regaló una sonrisa tierna manifestándome su completo apoyo.
Ya me daba media vuelta para marcharme cuando un acuciante impulso me detuvo. Giré sobre mis talones, me dirigí hacia ella, me incliné con decisión y la besé apasionado. Tras un ronroneo que me incitó peligrosamente a tomarla hasta desfallecer, logré acumular fuerzas suficientes para retirarme después de un susurrado «te quiero» que me devolvió en una mirada profunda.