Capítulo 37

árbol
Brezo entre las rocas

Bajo un cielo diáfano, en un paisaje de belleza montaraz, el viento nos impelía con su vigoroso empuje sobre las agrestes rocas basálticas del páramo.

Llevaba a Cora de la mano para evitar que se cayera, la irregularidad y las continuas brechas del pedregoso terreno nos dificultaban el avance. Pero ella reía ante cada titubeo o resbalón cuando yo la aferraba de la cintura y la pasaba en volandas de roca en roca.

—Creo que tardaremos menos si te llevo en brazos.

—Entonces solo pasearías tú.

Sonreí jovial y, de nuevo, ante una considerable fisura entre las piedras, rodeé su estrecha cintura, la pegué a mi pecho y la transporté hacia la siguiente roca. Me demoré en soltarla, obnubilado en su penetrante mirada, tan verde como los bosques que nos envolvían.

—Ahora me explico que tengas esas piernas —señaló ella burlona.

—¿Qué les pasa a mis piernas?

—Son vigorosas, musculosas y ágiles.

—Las ejercité bien, solía correr a menudo, y por terrenos tan abruptos como este. Creo que es por eso por lo que me es tan fácil atravesar el páramo hasta el acantilado, creo que podría hacerlo hasta con los ojos vendados. Sé de memoria cada relieve, cada brecha y cada saliente.

Cora bajó la vista con incomodidad.

—Siento haberte recordado… aquellos días.

Alcé su barbilla, le sonreí despreocupado y besé la punta de su nariz.

—Preciosa, es inevitable recordar, y más estando en el mismo entorno. Además, creo que deberías conocer toda la verdad de lo que viví aquí.

—No es necesario. No debe de ser agradable hablar de aquello.

—Tampoco es agradable soñarlo o recordarlo, pero nada puedo hacer para borrarlo de mi memoria. Aprendí a vivir con ello, sin embargo, quiero que entiendas quién soy y por qué.

El viento enredó sus rizados mechones en torno a su rostro, ella se afanó por apartarlos, mientras me miraba en desacuerdo.

—Sé quién eres ahora. Por tus pesadillas puedo imaginar el infierno que viviste en tu niñez y tan solo pensarlo me angustia.

—Aun así, has de entender la negrura que se instaló en mí, porque forma parte de quien soy.

—Te he visto luchar, he visto tu sangre fría en el combate, tu falta de piedad con los enemigos, tu ferocidad. Y, sí, me impresionaron mucho, pero ahora sé que te curtieron a golpes y te convirtieron en alguien implacable y letal. Sin embargo, también he conocido tu luz, y brillas, mi león. Y ese brillo me encandiló lo suficiente para no importarme tu negrura. Me atrajiste como a una mariposa que revolotea en busca de un rayo de sol, atraída por su calor, un calor sin el que ya no podría vivir.

—El león y la mariposa. Ferocidad y delicadeza, tendré que tratarte con sumo cuidado —bromeé.

—Creo que ya he demostrado que sé contener la rudeza de un león.

—No me hagas rugir.

Cora rio dichosa. En sus ojos bailaba una felicidad tan plena que mi corazón saltaba regocijado y ligero ante cada uno de sus gestos.

—Te haré rugir tanto como tú haces aletear mi corazón con esa endiablada y seductora sonrisa.

Amplié mi sonrisa y enarqué retador una ceja. Me relamí intencionado, prendando su mirada en mi boca.

—Despiertas mi deseo con solo un gesto. Eres condenadamente sensual, y amo y odio eso a partes iguales. Detesto ver cómo te miran con deseo otras mujeres.

La ceñí a mi pecho y rocé apenas mis labios con los suyos.

—Pero yo solo tengo ojos para una: una gatita pelirroja a la que me apetece devorar a cada instante. Por cierto, tengo hambre, el porridge no me ha llenado lo suficiente. Además, aborrezco las gachas de avena.

—No veo dónde vas a conseguir algún fruto por aquí. Es un terreno árido y yermo —apuntó ella pragmática.

—En cambio, yo estoy viendo un hermoso brezo.

Cora dirigió la vista, en efecto, hacia un brezo de coloridas flores violáceas que surgía entre las rocas, solitario, pero tan hermoso en su contraste que no podría haber hallado marco mejor.

De una brazada, alcé a Cora, que exhaló un gemido sorpresivo, y con decisión la llevé hacia un peñasco de superficie llana. La deposité en él y le sonreí pícaro.

—Y ahora estoy ansioso por buscar su fruto.

Ella me contempló intrigada y con extrañada expectación.

Abrí sus piernas y aparté sus amplias faldas hasta despejar mi camino. Después, y tras dedicarle una mirada entornada y cargada de deseo, me acuclillé frente a ella. La aferré por las caderas y la deslicé lo suficiente para que su sexo quedara a la altura de mi boca. Ella gimió sobresaltada cuando hundí mi rostro entre sus suaves muslos.

Aparté con delicadeza los tersos pliegues de su femineidad con dos dedos y comencé a lamer voraz el tierno fruto que sobresalía, aguardando el estímulo adecuado. Ella se estremeció abruptamente, emitiendo un gemido largo y rasgado que el viento estiró llevándose consigo. Mi lengua trazó círculos, mi boca succionó hambrienta, lamí concienzudamente, unas veces de manera lánguida y pausada, y otras con urgencia. Desplegué toda mi habilidad y dedicación, arrancándole frenéticos clímax que la sacudían en impetuosos espasmos de un placer que la consumía bajo el ardor de mi boca. Introduje dos dedos, mientras con el pulgar acariciaba su inflamado y palpitante botón en una sincronía perfecta, incrementando de forma paulatina el ritmo, hasta que ella gritó presa de un placer agónico y se derramó profusamente en un torrente líquido que impregnó mi boca y se extendió por mi barbilla.

Sonreí pretencioso ante los debilitados temblores que aún la sacudían.

Me puse en pie, entre sus piernas, la cogí de la nuca y la miré ardoroso.

—Quiero que conozcas tu propio y delicioso sabor —dije.

Y la besé con pasión, con tanta hambre que ella se rindió ante mi vehemencia, gimiendo enardecida y tragándose mis propios gruñidos.

—Dios, Cora, me vuelves loco.

Continué besándola hasta que me empujó un poco para apartarme.

—Yo también tengo hambre.

Sonreí lujurioso y la dejé hacer. Sus rasgados ojos verdes refulgieron traviesos. Se puso en pie y me empujó contra la roca, me apoyé ligeramente en ella y Cora se arrodilló entre mis piernas. Me subió el plaid, que remetió contra el cinturón, y tomó en su mano mi altiva y pulsante verga. Casi pude oír a mi «cabezón» suplicar piedad.

Su lengua asomó tímida, lamiendo todo el contorno de la abultada cabeza y haciendo que apretara los dientes. Su inexperiencia provocaba más placer en mí que su habilidad. Su mano subió y bajó por el tronco de mi falo al tiempo que ella lamía. Todos mis músculos se tensaron al unísono. Tras una primera toma de contacto, se atrevió a abrir la boca y a introducirme en su cálido interior. Me flaquearon las rodillas y una aguda punzada atravesó mis testículos, que se tensaron de placer. Instintivamente, comenzó a acariciarlos mientras su boca succionaba mi verga con ávida fruición. Un hirviente goce recorrió mis venas, extendiendo un fuego abrasador por todo mi cuerpo, alternado con implacables escalofríos en una composición tan placentera que temí hasta perder la conciencia. No quise derramarme en su boca, intenté apartarme, pero ella me lo impidió. Y, ante mi estupor, redobló su pasión. Succionando con tal maestría que sentí que se me escapaba la vida ante aquel desgarrador placer. Me sujetó ambas nalgas para afianzarme contra su boca y, perdido ya todo el control, me liberé en un feroz gruñido rasgado que sacudió todo mi cuerpo.

Tardé un instante en recuperarme, en recobrar la lucidez y en acompasar mi agitada respiración. Fue como bajar del cielo lentamente para recuperar la corporeidad. Ella se limpiaba los labios con su pañuelo de encaje mientras la contemplaba con reverente admiración.

—No te imaginas cómo me complaces en todos los aspectos.

—Y yo no imaginaba lo que me estaba perdiendo.

Reí ronco y la estreché contra mi pecho.

—¡Dios, te amo tanto!

La oí suspirar, aspiré el fragante perfume de jazmín que emanaba de su cabello y sonreí para mí, tan pleno y dichoso, que no deseaba soltarla nunca.

Ella era como ese brezo entre las rocas, una explosión de vida, un aliento cálido, un roce suave, una hermosa nota en la pétrea envoltura gris y yerma, llena de fisuras, brechas y oquedades del escudo que protegía mi maltrecho corazón. Un escudo que se cuarteaba y se quebraba con cada sonrisa, con cada instante a su lado, con la ternura de sus besos y el amor que brotaba de sus ojos, como rezuma el agua de un manantial, incontenible e inagotable.

Continuamos avanzando, siendo azotados por un arisco viento en nuestro ascenso. Sobre nosotros, albatros, frailecillos y cormoranes volaban trazando invisibles elipsis, emitiendo agudos graznidos y planeando majestuosos mientras oteaban la superficie del mar, que ya divisábamos desde ese punto.

Llevándola de la mano, logramos alcanzar la cumbre, donde una mullida alfombra herbosa suavizó nuestros pasos.

—¡Santo Dios! Corta el aliento —alabó Cora con acusada admiración.

Y, en efecto, el paisaje golpeaba con su sobrecogedora belleza. El tono celeste del cielo se fundía en el horizonte con el azul profundo de un océano en calma. Las aves descendían en armoniosos bucles atrapando pequeños peces o kril adherido a las rocas, así como pequeños cangrejos que las olas hacían salir de sus escondrijos. La vida bullía al pie del acantilado.

Más allá se abría una dorada playa, donde la frondosidad del bosque que la resguardaba parecía querer introducirse en ella con el ímpetu apasionado de un joven amante ante una virginal doncella.

—¿Cómo se llama esa isla?

Cora señaló un pequeño promontorio frondoso frente a nosotros.

—Es la isla de Ulva, la isla de los lobos, fue poblada durante mucho tiempo por lo pictos y las tribus celtas de los Dalriada de los que procedo. Puedo llevarte en un birlinn a recorrerla cuando lo desees. También me gustaría llevarte a Tobermory y contarte con detalle la leyenda sobre el galeón español repleto de oro que encalló en su bahía por culpa del hechizo de una bruja llamada Dòideag. Dicen que fue la causante de los feroces vientos y de la gran tormenta que aniquiló a la flota de la Armada Invencible.

—Y ¿qué crees tú? —preguntó ella enlazándose a mi cuello.

—Creo que Felipe II tuvo muy mala fortuna y mucha ambición.

—¿No crees en los hechizos de las brujas?

No pude evitar tensarme ante su pregunta. Forcé una sonrisa y la besé para que no percibiera mi incomodidad.

—Yo solo creo en lo que veo, y lo que veo ahora me parece tan increíble que no puedo dejar de mirarlo.

Clavé una penetrante mirada en ella. Se estremeció.

—A mí sí que me parece increíble tenerte —musitó arrobada.

—Cora, voy a… pedirte una cosa, pero no quiero que respondas ahora, sino esta noche.

Me contempló con extrañeza y asintió. Cogí sus manos entre las mías, acariciando sus dedos con mis pulgares durante un instante. Luego alcé la mirada y la sumergí en sus ojos, preguntándome por enésima vez si hacía lo correcto, si unirla a mí la haría feliz. Por fin me decidí a hablar:

—Nada desearía más que hacerte mi esposa, Cora. Me… gustaría casarme contigo si me aceptas, aquí, en Mull, en la abadía de Iona. Y luego marchar lejos de aquí, a Sevilla, a Tierra Firme o a donde tú desearas. Mi única ambición es amarte y darte cuanto soy.

Sus ojos se agrandaron, titilando presos de la emoción.

—Lean… —murmuró afectada.

—No me respondas ahora, no sería justo que lo hicieras sin conocer mi peor pesadilla, la que finalmente me convirtió en el hombre que soy, la que originó y reventó ese nudo de odio que sembraron en mí de niño. Quiero…, no…, necesito contarte lo que sucedió aquel último día. Y cuando termine podrás darme tu respuesta. Quiero… —tragué saliva inquieto— quiero que sepas que nada espero, que nada te reprocharé, y que tienes un hogar a donde ir, uno que te pertenece por derecho.

Había decidido contarle mi descubrimiento sobre la verdadera identidad de su padre y que ella decidiera qué hacer al respecto. No podía permitir que entre nosotros hubiera secretos. Deseaba fervientemente hacer las cosas bien y, tal como me había aconsejado Ayleen, asentar en un terreno limpio de malas hierbas un futuro sólido y consistente. Porque tenerla y perderla sería el peor de mis infiernos.

Ella tan solo me sonrió entre lágrimas y se abrazó con vehemencia a mi torso. Abarqué su cuerpo con los brazos y apoyé mi mentón en su cabeza, embriagado por la belleza de aquellos verdes acantilados y la intensidad tan abrumadora que constreñía mi pecho.

Nada en mi vida era tibio ni sereno, ni gris, sino apabullantemente extremo. Cada sentimiento que lograba atravesar mi coraza gozaba de una agudeza tan impetuosa, de una profundidad tan desgarradora que en ese momento supe que mi corazón no aguantaría más lances. Era un corazón viejo en un cuerpo joven. Y ya era hora de cuidarlo.

Una súplica se alzó en mi mente… «Por favor, Dios, no me la arrebates…»


Durante la cena, la tensión subyació bajo conversaciones amenas, miradas huidizas y sonrisas a menudo forzadas. Permanecí taciturno, pensativo y ausente, intentando evitar que las miradas recriminatorias de Alaister y la afligida expresión de Ayleen, que se esforzaba en ignorarme, la excesiva atención de mi tío y los chismorreos del resto de los comensales me afectaran y me distrajeran del duro cometido que me aguardaba.

Cora también se mostraba inquieta, lanzándome miradas preocupadas, aunque en su franca sonrisa reluciera todo el amor que me profesaba.

Tras apurar mi copa, me puse en pie y me despedí con una inclinación respetuosa de la barbilla. Luego ofrecí mi brazo a Cora, que se puso en pie y lo enlazó. Capté la mirada dolida de Ayleen, que procuró apartar con premura. No me pasaron desapercibidos sus ojos hinchados y enrojecidos ni el rictus indignado y condenatorio que me regaló Alaister.

Ya salíamos del salón cuando me apercibí de que nos seguía hacia el corredor.

—¿Puedo hablar brevemente contigo? —preguntó con sequedad.

—Te espero en el cuarto —musitó Cora con incomodidad.

Asentí, y ambos aguardamos a que ella subiera la escalera.

—Será mejor que salgamos fuera —sugirió Alaister.

Por su contenida mirada supe al punto el tipo de conversación que deseaba mantener conmigo.

Atravesamos el porche de entrada y salimos al patio exterior. Las antorchas iluminaban los muros de piedra, pero sus reducidos cercos dorados no alcanzaban a disipar las sombras del interior del patio. Alaister se dirigió con paso firme hacia el centro, justo donde solo la luna alumbraba el terreno.

Apreté la mandíbula, tensando todos mis músculos cuando él se detuvo y se giró hacia mí.

No esquivé su puño. El golpe hizo que me tambaleara hacia atrás, sacudí la cabeza y me froté el mentón.

—Hablas muy claro —dije.

Alaister avanzó hacia mí con la cabeza gacha y mugiendo como un toro.

Lanzó otro puñetazo que sí esquivé. Aferré su brazo, se lo redoblé con fuerza a la espalda y me puse tras él.

—Pero yo también sé hablar muy claro —advertí en tono afilado—, aunque no me gustaría enredarte en mis peroratas. Así pues, o bajamos ambos la voz o me obligarás a gritarte hasta romperte la nariz.

Se revolvió contra mí con fuerza. Finalmente lo solté y me puse en guardia. No quería golpearlo, pero me defendería.

Cargó contra mí con la contundencia de un buey. Impactó con su cabeza en mi vientre y me derribó contra el suelo, dejándome sin resuello. Yo le lancé un feroz puñetazo al costado y lo empujé para quitármelo de encima. Rodé hacia un lado y me puse en pie al tiempo que él.

—Dime al menos por quién es esta amigable charla, ¿por tu hermana o por Cora? —inquirí jadeante y dolorido.

Alaister bufó iracundo y de nuevo se abalanzó sobre mí. Sorteé dos golpes inclinándome raudo, aprovechando el movimiento para hundir mi puño en su vientre. Él se redobló trastabillante en su retroceso, maldiciendo entre dientes.

—Has jugado con las dos —acusó furibundo.

—Siempre he sido muy claro con ellas —rebatí.

Comenzamos a tantearnos moviéndonos en círculos con los puños en alto y expresión alerta. Eludí otro lance de su brazo y, en mi contraataque, le asesté un buen golpe en la mandíbula que le giró bruscamente la cabeza.

Aturdido y colérico, retrocedió una vez más abriendo y cerrando la boca en curiosos círculos para comprobar los daños.

—Sí —bramó al cabo—, le dijiste a Ayleen que no querías una relación con nadie, que la respetabas lo suficiente para no tomarla como amante. Y mentiste en ambas cosas.

Y, como si aquel fuera su estandarte ondeado a gritos, se cernió sobre mí desaforado, zurrándome con tal rapidez que, a pesar de esquivar los dos primeros golpes, encajé el tercero en la nariz. Un ardor prendió en ella, los ojos me lagrimearon y temí que me la hubiera roto cuando percibí la tibia densidad de la sangre sobre mi labio superior. Me limpié con el dorso de la mano, hastiado de aquel enfrentamiento.

Avancé hacia él con firmeza y, tras esquivar otro golpe, lo sorteé ágil y le lancé un feroz puñetazo que lo derribó como un fardo. A continuación, me abalancé sobre él, lo agarré de la pechera de la camisa y lo sacudí con fuerza.

—He cometido muchos errores, como todos —expliqué encarándome con él—. ¿O acaso no te equivocaste tú al no ver lo que Cora sentía por mí, al ilusionarte con una mujer que se acercaba a ti solo para alejarse de mí? ¿Acaso Ayleen no se equivocó tentándome con su cuerpo solo para buscar mi semilla? ¿Crees que no intuí que en Beltane ella adulteró mi bebida con alguna pócima que enturbió mis sentidos? ¿Acaso ella no veía mi atracción hacia Cora y, aun así, continuaba insistiendo en su seducción? No, todos nos equivocamos en muchas cosas. ¿Alguno de vosotros ha mirado acaso por mí? No, así pues, no pienso tolerar un maldito reproche.

Lo solté con brusquedad y me puse en pie, tocándome con tiento el puente de la nariz.

—Y ¿qué pasó con tu decisión de no involucrarte con nadie? Y menos con la esposa de tu hermano… —replicó.

Logró ponerse en pie entre gemidos dolorosos, acercándose a mí tambaleante.

—¡Mi hermano está muerto —rugí colérico—, y tengo todo el derecho que me da mi libertad a cambiar de opinión, a volver el rostro hacia el futuro y creer en él, a buscar la felicidad y a luchar por ella! ¡Y quien no lo entienda que se vaya al infierno!

—Ayleen está rota —masculló hundiendo los hombros.

—Le salvé la vida a tu hermana, he hecho por ella cuanto he podido. Yo la quiero, maldita sea, pero eso no parece ser suficiente para ella, y no la culpo, pero tampoco pienso culparme yo. Y no voy a consentir que nadie lo haga, ¿me oyes?

—Ahora tiene que cumplir la promesa que le hizo a mi padre y casarse con quien él elija. Sacrificó su vida tan solo por pasar unos días en la tuya. ¡Y eso no es justo! —increpó mientras avanzaba renqueando.

—Fue una decisión enteramente suya —recordé—. Y no des un paso más, o te juro por Dios que mañana no podrás dar ninguno —amenacé.

—No es justo —insistió aproximándose a mí.

—¿A mí me hablas de justicia? —proferí exasperado—. ¡¿A mí?!

Alaister tuvo la sensatez de bajar la cabeza en ademán derrotado.

—No conozco esa palabra —agregué—, jamás la tuve en mi vida. ¡Jamás! Tampoco ahora, por parte de ninguno de vosotros. Nunca he deseado herir a Ayleen de forma intencionada, nunca he pretendido arrebatarte a ninguna mujer. Simplemente sucedió así, yo… nunca podría haber imaginado que fuera capaz de sentir lo que siento. Porque la amo, ¿sabes? Y si te doy una maldita explicación en este instante es porque tanto Ayleen como tú sois importantes para mí. No pienso pedir perdón por amar. Pero, si no lo entendéis, nada puedo hacer para cambiar eso.

Di media vuelta y caminé hacia el castillo. Todavía me quedaba enfrentarme al último asalto. Supe que iba a ser una noche muy larga.