Capítulo 35
Todo un MacLean
Por el bullicio, supe que la fiesta había comenzado.
Bajé la escalera con naturalidad, deseando poder escabullirme ocultándome en algún rincón tranquilo. Pero, a mitad de camino, sentí muchas miradas fijas en mí. Me detuve en un escalón y descubrí entonces que los murmullos se habían apagado. Toda la atención estaba puesta en mí. Maldije para mis adentros y continué bajando, esta vez con más solemnidad. Seguramente serían imaginaciones mías, pero creí percibir la cautivada mirada de algunas mujeres que me recorrían de pies a cabeza con expresiones gratamente asombradas. Los hombres también me escrutaban con interés.
A mi paso, oí expresiones que lograron algo que jamás creí posible, y fue azorarme. Palabras como soberbio, imponente o magnífico pronunciadas además con un deje deslumbrado y casi reverencial me abrumaron. Y, aunque estaba más que acostumbrado al descaro de algunas mujeres, aquellas miradas fascinadas no eran lujuriosas, sino tan solo admirativas.
Lachlan me asaltó, pasando su brazo sobre mis hombros y enfilándome hacia un grupo de encopetadas amistades.
—Eres todo un MacLean, no imaginas lo orgulloso que me haces sentir. Te ves poderoso, gallardo y regio.
—Yo solo me veo ridículo.
—Pues no veo mofa a tu alrededor precisamente. Has impactado de forma grata a la concurrencia. Dudo que esta noche te acuestes solo.
Me dedicó un pícaro guiño y me presentó con pompa al grupo de hombres y mujeres, que me contemplaron con suma atención.
—Sois un curioso representante MacLean —opinó un hombre alto y desgarbado—. Vuestra ascendencia árabe resulta más que evidente. Dicen que las mezclas de razas, al contrario de lo que se piensa, suelen dar ejemplares excelsos.
—Sin duda en vuestro caso —intervino una dama de mediana edad—, pero por lo general resta pureza y virtudes. Se debe cuidar la conservación tanto de la raza como de las tradiciones. Es similar a la cría de caballos: cuanto más pura la sangre, mayores sus dones.
—Si me permitís una observación —comencé—, me gustaría aclararos que los caballos se cruzan con yeguas de su misma familia para obtener su pureza. Si entiendo que ni vos ni nadie de vuestra familia ha practicado el incesto, puedo aseguraros que vuestra sangre, al igual que la mía, no tiene nada de pura.
Tras algunas exhalaciones sorpresivas y reprobatorias, la mujer me miró ofendida y, frunciendo disgustada los labios, musitó:
—Por lo que veo, además de la apariencia, carecéis de la educación de un escocés respetable.
—Lamento haberos ofendido, no sabía que contradeciros se consideraba una falta de educación.
Sofoqué una sonrisa divertida al ver cómo el rostro de la dama se contraía furioso.
—¿Cursasteis algún tipo de estudios en Sevilla? Parecéis un hombre instruido —preguntó un hombre de aspecto distinguido y porte altivo.
—Me instruyeron las calles, el hambre, las injusticias y la necesidad. Los conocimientos los aprendí de la vida y de los libros.
El hombre sonrió complacido, asintiendo mientras alzaba su copa.
—Yo también adoro leer. En concreto, aparte de los madrigales de Petrarca, descubrí hace poco su prosa. Resulta fascinante el modo de abordar temas de conciencia sobre su propia persona.
Le dediqué una mirada taimada. Odiaba que me retaran, pero no pude evitar recoger el guante.
—Secretum es una obra bastante polémica en sí, un análisis concienzudo de sus pensamientos y sus sentimientos más profundos. Hasta se atrevió a revelar la envidia que le profesaba a Dante Alighieri.
El hombre compuso un semblante de admirado asombro.
—No solo impresiona vuestro porte, os lo aseguro. Nunca imaginé que pudiera encontrar a alguien que conociera la obra de Petrarca.
—Suele ser más conocido su Canzoniere, aunque la lírica italiana no recale en estas tierras. Y ahora, si me disculpáis, me gustaría presentar mis respetos al resto de los invitados.
Lachlan me contempló boquiabierto, tan impresionado como los demás integrantes del grupo. Tras un gesto respetuoso, atravesé la sala buscando un cabello rojo y unos brillantes ojos verdes.
Una mano se alzó entre las cabezas llamando mi atención. En una esquina localicé a Rosston, que me saludaba risueño. Decidí dirigirme hacia allí.
La melodiosa música de laúdes y flautines invitó a los presentes a arremolinarse bailando en el centro del gran salón. Las grandes arañas de cristal bañaban de luz la estancia, refulgiendo en la transparencia de la fina cristalería, en las curvas de las jarras de plata y en las suntuosas joyas y ornamentos de las damas que danzaban con tan exquisita elegancia. Mi presencia sin duda era el centro de miradas y murmuraciones. Cuadré los hombros, suspiré y atravesé la sala con paso fluido y barbilla altiva.
Unos rasgados ojos verdes se clavaron orgullosos en mí, con un marcado deje impresionado, brotando de ellos tal anhelo que tuve que recordarme que no estábamos solos.
Otra mirada del color del océano me calibró con la boca entreabierta y fascinada. Adelantándose, me interceptó y se plantó frente a mí.
—¡Estás increíble, Lean! —exclamó Ayleen con admiración.
Sonreí y ella se lanzó a mis brazos. El semblante de Cora se oscureció mostrando su incomodidad.
—Te debo la vida, yo… siento tanto haberte puesto en peligro.
—Prefiero pensar que esa druidhe te embrujó, porque no logro entender qué motivo te llevó al Púlpito del Diablo.
Ayleen bajó la vista arrepentida, tomó una gran bocanada de aire y musitó:
—Ella me dijo que en ese púlpito, mediante un rito y… el colgante del nudo de bruja, se cumplía cualquier deseo; que me esperaba para celebrar Litha y ayudarme con mi… deseo.
La miré con gravedad, de manera tan intensa que Ayleen apartó nuevamente la vista.
—Imagino que pensarías que el diablo ayudaría a tu hermano y a los demás a escapar de prisión, por muy descabellado que eso sea. Ese era tu deseo, ¿no?
Asintió sin atreverse a mirarme. Alcé su barbilla y le sonreí con dulzura.
—No te disculpes, se llama desesperación. Por fortuna, todo salió bien.
Volvió a abrazarme. Cuando se separó, contempló con envidia a las parejas de bailarines y luego a mí. Titubeó indecisa si pedirme que la sacara a bailar, aunque pareció desechar la idea componiendo un semblante abatido. Era tan fácil leer en su rostro.
—Pero podría haber salido horriblemente mal —se lamentó.
—Nada como un buen baile para olvidarlo, ¿no crees? —repuse.
Su expresión se iluminó de repente en una sonrisa jubilosa.
Reparé en que estaba muy guapa con su cabello trenzado en un moño alto y un vestido en tonos añiles que realzaba el color de sus ojos. Antes de dejarme arrastrar al centro de la sala, me apercibí del destello disgustado en los ojos de Cora.
Comenzamos a danzar al son de la animada melodía que tocaban los músicos en ese momento, y a mi mente acudieron las clases de baile recibidas en el páramo por Ayleen cuando éramos niños. Giramos y danzamos risueños, como en aquel entonces, como niños alegres que olvidaban en aquellos rítmicos pasos los miedos, las congojas, las inquietudes y la soledad, tan solo felices de sentir el viento en los cabellos y las risas vibrando en las gargantas. Aquellos momentos que me había regalado Ayleen en la época más dura de mi existencia también me habían salvado la vida.
En su exaltación, se ciñó a mi pecho, se alzó de puntillas y me besó.
Apenas fue un roce tentativo, pero yo me envaré reticente al contacto. Ella se detuvo ante mi rechazo y oprimió los labios sofocando su malestar. Luego se volvió ofuscada y desapareció entre el gentío.
En mitad de danzantes parejas, contrariado y apesadumbrado, con un deje amargo en la garganta, comprendí que no debía provocar situaciones como esa, sino que debía obligarme a ser más frío y distante con ella. Al parecer, cuando mediaban sentimientos no correspondidos, la amistad no era una baza, al menos hasta que estos se enfriaran.
Permanecí inmóvil en el centro del salón, viendo a las parejas rodearme inmersas en sus giros. Y, de entre todas ellas, un cabello rojo captó mi atención.
Cora bailaba con Alaister. Y, a pesar de danzar entre sus brazos, sus ojos no se despegaban de mí. Sabía que estaba molesta y que pretendía ponerme celoso, y en aquel momento comencé a hartarme de todo aquello. De ese apego posesivo al que llamaban amor. De las rivalidades, las susceptibilidades, los enfados y los pulsos. No solo de las mujeres hacia mí, sino de mí hacia ellas, como si estuviéramos presos de una maldición.
Me alejé de allí y me dirigí a la mesa donde servían las bebidas. Cogí una copa de clarete que apuré de un solo trago y volví a ofrecerla para que me la llenaran. Malcom se me acercó acompañándome con otra copa.
—No pongáis ese ceño, muchacho —masculló el viejo capitán—. Para mí querría yo vuestros problemas de faldas.
Estiré tirante la comisura del labio y enarqué una ceja en un rictus burlón.
—Apuesto a que sí.
El hombre rio y me palmeó la espalda.
—Vuestras piernas están creando furor.
Reímos entre brindis. Yo observaba con la mirada entornada cómo Cora fingía pasarlo bien en brazos de Alaister, riendo entre susurros imaginaba que alguna galantería. Llevaba un hermoso vestido verde manzana de satén, con finos brocados de hojas y fruncidos bordones plateados en torno a un pronunciado escote cuadrado que oprimía las suaves curvas de sus tersos senos, realzándolos. Las mangas eran abullonadas, con encajes y gasas formando hojas más pequeñas también en plata, y la falda era amplia, drapeada, del mismo tejido que el corpiño. Su llamativo cabello lucía recogido en un favorecedor moño alto, sujeto por un prendedor de plata labrada. A ambos lados de su ovalado rostro, varios mechones finos caían en largos bucles hasta su escote. Tenía las mejillas arreboladas, los mullidos labios rojos y húmedos y una preciosa mirada, tan verde como su vestido, acechándome con interés.
Saber que era en mis brazos donde anhelaba estar resultaba un duro esfuerzo de contención, pues mis más salvajes impulsos me tentaban a arrebatársela a Alaister, tomarla en brazos y llevarla a mi alcoba.
Aun así, no lo haría, porque era precisamente eso lo que ella buscaba. Si obtenía la respuesta que deseaba, utilizaría siempre la misma argucia de los celos para dominarme. Y, si algo era yo, era indomable.
Más allá, y tras otro largo trago, descubrí a una mujer taladrándome con la mirada. Era morena, de ojos negros, piel nívea y rasgos felinos, bastante atractiva. Al sentirse descubierta, sonrió invitadora. Yo no pensaba moverme de donde estaba, pero no la rechazaría si se me acercaba. Por mi experiencia con las mujeres, intuí que aquella solo buscaba una cosa de mí. Y una, además, en la que no hacía falta mezclar ningún sentimiento, ni ninguna otra complicación.
Comencé una artera seducción a base de miradas incitadoras y sonrisas lascivas, atrayendo la presa hacia mí.
—Esa viene derechita a devoraros —observó Malcom con socarrona envidia.
Y, en efecto, la mujer caminó hacia el lugar donde nos encontrábamos.
Cuando llegó a mi altura, inclinó respetuosa la cabeza y me ofreció su copa vacía.
—¿Seríais tan amable de pedirme otra?
—Me gustan las mujeres que repiten.
Malcom ahogó una risita y se giró para toser, atragantado con la bebida.
—Y a mí los hombres que saben complacer las peticiones de una mujer.
Sonreí taimado, me giré hacia el lacayo que portaba la jarra y le tendí la copa vacía. Una vez llena, se la entregué a la mujer.
—Espero haberos complacido debidamente.
—Siempre se puede mejorar.
De soslayo, capté las miradas furiosas de Cora. Iba a demostrarle que ese era un juego arriesgado al que era innecesario jugar. Debía que enseñarle a gestionar su frustración, sus celos y su orgullo, como pensaba demostrarle a Ayleen, cuando tuviera ocasión, que no se podían forzar las cosas, y mucho menos el amor.
—En ese punto, estoy completamente de acuerdo con vos —coincidí seductor.
—Me llamo Shannon MacKenzie.
Extendió la mano, la tomé en la mía y besé su dorso, sin dejar de mirarla con descaro.
—Tengo la sospecha de que no es necesario que me presente —repuse.
Ella sonrió negando con la cabeza.
—No, no es necesario. Encuentro más necesarias otras cosas.
Alcé una ceja y me encogí de hombros fingiendo ingenuidad.
—Si puedo seros de alguna ayuda…
La mujer se atrevió a acercarse y a repasar con la yema de su dedo índice la línea de mi hombro, mientras me regalaba una mirada insinuante.
—Podéis serme de inestimable ayuda, sin lugar a dudas.
—¿Alguna sugerencia? —murmuré pícaro.
—Muchas, pero no aquí, en algún lugar más… privado.
Sonreí abiertamente ante tan atrevido ofrecimiento. Y, aunque debería haber aceptado la invitación y haberme perdido en los brazos de aquella mujer, supe que mi cuerpo no habría respondido como debería, porque permanecía preso de un hechizo cuya conjuradora continuaba lanzándome feroces miradas.
Sin embargo, y para incentivar la reacción que yo buscaba, incliné la cabeza hacia la boca de Shannon sin llegar a rozarla, solo para acariciarla con mi aliento murmurando una disculpa. De soslayo, atisbé a Cora avanzar hacia mí y estrangulé una sonrisa complacida.
—A pesar de que el ofrecimiento resulta muy tentador, no puedo aceptarlo —dije.
La mujer me regaló una expresión confundida y agraviada.
—¿Acaso jugabais conmigo?
—Sí, aunque no como vos habríais deseado.
Shannon MacKenzie me taladró con una mirada furiosa, ya alzaba la mano hacia mi rostro cuando la frené aferrando su muñeca, se la giré y besé su dorso con cortesía.
Ella se desasió con brusquedad y casi bufó frustrada ante mi sonrisa suficiente.
En ese instante, Cora, fingiendo ignorarnos, se acercó a la mesa de las bebidas con ademán vehemente y altivo, empujándome ligeramente. Fulminando a Shannon con una mirada desdeñosa, pidió una copa.
Me incliné algo hacia ella y susurré contra su cabello:
—¿Sedienta, gatita? ¿Alaister no colma tu sed?
Se giró hacia mí como una gorgona, clavándome una mirada ceñuda y airada.
—La tuya, en cambio, parece que la colma cualquiera —recriminó furiosa, contemplando con desprecio a Shannon.
—¿De veras preferís a una muchacha torpe y deslenguada que a una mujer experimentada y cabal?
Cora bufó iracunda, cogió su copa y se plantó frente a Shannon con gesto combativo.
—Soy yo la que no lo prefiere a él. Si gusta de mujeres licenciosas y descaradas, no es mi tipo de hombre.
Con los brazos en jarras, Shannon enarcó una ceja y sonrió ladina.
—De ser así, y sin competidora, ¿he de suponer que el trofeo es todo mío? —acicateó provocadora.
Cora me miró, agitada y colérica. Su tirante expresión me conmovió. Deseé tomarla en brazos y llevarla a mi lecho.
—Todo vuestro.
En un arrebato, derramó en mi pecho el contenido de su copa con un gesto seco.
—Acabo de daros una excusa perfecta para que lo ayudéis a cambiarse.
Shannon sonrió abiertamente, aleteó coqueta sus oscuras pestañas y se humedeció los labios examinándome con deseo.
—Nada me complacería más que ayudarlo a desvestirse.
Cora enrojeció indignada, en sus ojos brillaba la impotencia y la amargura. Ya se iba cuando la sujeté por el codo. Ella se debatió sin mirarme, se zafó con rudeza y cruzó el salón en dirección a la amplia escalinata principal.
—Por vuestra mirada, veo que ya habéis elegido —me dijo Shannon.
Asentí endureciendo el mentón. Quizá aquello era lo mejor para ambos, pensé con pesadumbre. Quizá debería coger a Shannon y perderme en su experiencia, olvidando en su cuerpo lo que sentía por otra mujer. Quizá dejar que Cora me despreciara la ayudaría a arrancarme de su corazón cuando me fuera. Pero todos esos «quizá» fueron cayendo laxos a mis pies ante la rotundidad de un impulso tan punzante como primario que me impelía a seguirla.
—No elegí yo —murmuré más para mí que para ella—. Como una vez bien me dijeron, es el corazón el que elige.
Y salí en pos de Cora, sabedor de que cada paso era un error, cada sentimiento una equivocación, cada emoción una traba. Y, aun así, no me detuve.
Ya subía la escalera hasta la planta superior, recogiéndose las faldas, cuando se giró y me sorprendió al pie de la misma, observándola. Apresuró el paso, alejándose. Yo sonreí artero; no escaparía de mí, me dije.
Subí los escalones de dos en dos y casi llegué al tiempo que ella al primer piso, pero fue rápida y corrió pegada a la baranda para ascender el siguiente tramo. Justo en la curva de ascenso, logré apresarla. Se revolvió como una gata furiosa.
—¡Suéltame, maldito!
—¡Nunca!
Comenzó a golpearme el pecho con los puños cerrados, con tanta fuerza que su moño empezó a tambalearse liberando gruesos mechones. La agarré de la cintura adhiriéndola a mi pecho, acortando su capacidad de acción. Sin embargo, tan furibunda estaba que me arañó la mejilla para que la soltara.
—¡Te odio!
—¡Me quieres!
Me abofeteó fuera de sí. Yo le aferré ambas muñecas con una sola mano y se las sujeté a la espalda. Se debatió con desespero, tenía lágrimas en los ojos y la frustración la embargaba.
—¡Ya no quiero saber nada de ti! ¡Me repugna tu contacto, tu aliento y tu presencia! —barbotó frenética.
—Me quieres y me deseas, aunque odias quererme y desearme, pero no puedes hacer nada por evitarlo. Como yo no puedo evitar confesarme cautivo de tus miradas, esclavo de tus labios y siervo de tu cuerpo. Y tampoco puedo evitar odiarme por no dejarte escapar. Aun así, soy incapaz, Cora, no puedo, te siento tan mía que es imposible no tomarte.
Ella respiraba agitadamente, mirándome dolida y tan desgarrada por aquello que nos unía como yo.
No pude aguantar más y me abalancé sobre su boca, con tal desesperación que no me importó que me mordiera, que girara el rostro evitando la mía, que se retorciera rabiosa. No cejé.
—¡Eres mía, te guste o no! ¿Lo oyes? Y, mientras esté a tu lado, no habrá más hombre que yo.
—¡No! ¡Pienso meterme entre los brazos del primero que encuentre! ¡Alaister estaría encantado de aceptarme en su lecho! ¡Cualquier menos tú!
Liberé sus muñecas y le aferré el rostro con ambas manos. La miré furioso, solo imaginarla en brazos de otros hombres se me nublaba la razón.
—Voy a marcarte, y para siempre. Esté a tu lado o no, serás siempre mía, solo mía —proferí desquiciado.
La besé de nuevo, inmovilizándola contra mi cuerpo. Aunque continuaba golpeándome, mi lengua aprovechó un gruñido de rabia para filtrarse entre sus labios. Y, entonces, cerqué la suya, la froté con denuedo, recorrí cada rincón de su boca y paladeé con rudeza y urgencia su húmedo y cálido interior.
Mi hambre se desató feroz, necesitaba grabarme en su piel, en su mente, en su alma incluso. No pensé, no me cuestioné nada, solo ardía.
Cuando la solté, la agarre por la nuca y clavé una profunda mirada en ella.
—Nunca —gruñí grave—, jamás ningún hombre te hará sentir ni la mitad de lo que sientes por mí. Nunca dejarás de amarme, tu cuerpo será solo mío, tu corazón también. Y te juro que, si pudiera de algún modo enlazar tu alma a la mía, lo haría.
—¡Eso sería una maldición! —espetó llorosa.
Su semblante obstinado y su mirada hostil me hicieron perder el control.
—Pues que lo sea, no me importa, mientras me ate a ti.
Volví a besarla casi con saña, con tal desespero que mi corazón se desbocó preñado de necesidad, de un anhelo tan voraz y acuciante que sentí cada punzada como un dolor físico, como si un puño de hierro me oprimiera el corazón estrangulando cada latido.
Cora comenzó a rendirse entre cálidas lágrimas que también mojaban mi rostro, respondiendo a mi beso. Pero cuando sus puños perdieron encono y se abrieron para cobijarse en mi nuca, mi corazón se detuvo preso de una dicha tan liberadora que me cerró la garganta.
Ella logró apartarse un instante para mirarme suplicante.
—¡Déjame ir!
—¡No, moriría! ¡Dios, Cora…! ¿Qué me estás haciendo?
Cerré los ojos sofocando mi propia turbación, desgarrado y deshilachado en mil emociones tan extremas que por un instante creí que me estaba abriendo el pecho en canal.
Y entonces Cora tomó mi boca con la misma pasión posesiva que yo había derramado sobre ella. Y la tormenta se desató.
Abajo, la fiesta seguía en todo su apogeo, la música flotaba envolviendo cada rincón. La luz de las velas doraba la sala inferior. Los murmullos soterrados de joviales conversaciones ascendían como un rumor difuso. Las risas cascabeleaban vibrantes e irregulares, y nosotros, envueltos en la parcial privacidad de ese rincón sombrío del rellano de la primera planta, nos entregamos a una pasión tan desbordante que el mundo perdió consistencia y la realidad se desdibujó.
Nos besamos como alimañas hambrientas. Nuestras manos ansiosas recorrían cada porción de nuestros cuerpos con frenesí, desesperadas por buscar alivio en la piel del otro. Bajé el corpiño de su vestido, y sus senos asomaron ofreciéndome sus rosados y altivos frutos, que yo tomé en mi boca con delirio. Cora se arqueó hacia atrás, gimiendo de placer mientras yo devoraba sus erguidas cumbres y mordisqueaba la cremosa turgencia de sus redondos y firmes senos. No logré colmar mi hambre, aquella mujer me convertía en una bestia insaciable y lujuriosa. Me arrebataba la cordura y el control, reduciéndome a un pobre y fervoroso adorador de su cuerpo.
La giré entre mis brazos y la apreté contra la lustrosa baranda de roble macizo. Tras ella, comencé a lamer su cuello, mientras mis manos amasaban sus pechos. Cora se acomodó contra el mío, doblegándose a mi pasión. Subí con impaciencia sus faldas y me acuclillé tras ella. Con una mano en la parte baja de su espalda, la obligué a inclinarse sobre la barandilla, le abrí las piernas y hundí el rostro en sus níveas y suaves nalgas. Mordisqueé, lamí, azoté suavemente y besé cada una con voracidad. Luego paseé mis dedos por su húmeda y ardiente entrepierna, acariciando sus sedosos pétalos, poniendo especial dedicación en ese inflamado botón de carne prieta, que rodeé con la yema de mi dedo índice, trazando delicados círculos que la estremecieron arrancándole profusos gemidos que el bullicio de la fiesta sofocó. Continué estimulando su placer, aumentando el ritmo de mis caricias. Al tiempo, introduje dos dedos en su interior y empecé a moverlos al unísono. Ella acompañaba mis movimientos con sus caderas, aquel baile me estaba volviendo loco. Mordí con suavidad sus nalgas, acelerando mis caricias. En un espasmo vehemente, se sacudió frenética y se derramó en mi mano. Sus jugos rezumaron briosos, escurriéndose por el interior de sus muslos. Me agaché un poco más y los lamí de abajo arriba, hasta lamerlos directamente de su sexo. Cora se agitó presa de continuados clímax que la contorsionaron contra mi boca. Ciego de deseo, alcé la falda de mi feileadh mor, descubrí mi palpitante y dura verga y deslicé su gruesa cabeza por su húmeda y jugosa hendidura. Avancé con cuidado, a pesar de que el deseo contenido me quemaba, y me introduje en ella despacio, temblando de placer.
Cora emitió un gemido largo y roto, y yo, con los dientes apretados, rebuscando un ápice de control al que aferrarme, comencé a moverme dentro de ella, cada vez con más vigor y rudeza. No pude ser dulce, una fiera posesión me dominó.
El seco golpeteo de la carne contra la carne, los jadeos ininterrumpidos y la sutil fragancia de la lujuria nos llevaron a un paroxismo sin igual. La incorporé, ciñéndola a mi pecho. Deslicé la palma de mi mano hacia su garganta y mordí el lateral de su cuello sin dejar de penetrarla. Ella se rompió en un jadeo largo que anunciaba un nuevo clímax. Pude sentir cómo su interior se contraía en espasmos apresando mi carne, de nuevo se derramó en torno a mí y aquello rasgó el fino hilo de mi contención. Gruñí salvajemente, preso de un placer tan desquiciante que todo mi cuerpo se tensó vibrando en aquella liberación.
Todavía estremecido y aturdido por la nube densa de un goce tan extremo como el que acababa de vivir, fui incapaz de salir de ella. Y, cuando por fin logré acumular las suficientes energías para hacerlo, lo hice con suma reticencia, como si mi cuerpo se sintiera desangelado sin el suyo, como si aquel refugio, no solo físico, que ella me ofrecía, fuera la morada de los dioses, el solaz en la batalla, la luz entre las sombras. Supe que aquel sentimiento que nos unía no era común ni siquiera en parejas enamoradas. No, lo nuestro iba mucho más allá.
Cuando la giré hacia mí, Cora tenía la mirada arrasada en lágrimas.
—Lean…
La abracé contra mi pecho. Ambos trémulos, ambos enmudecidos, ambos conmocionados por aquel invisible hilo que nos envolvía en tan vertiginosas vueltas, que aturdía nuestros sentidos.
No pude hablar, solo deseaba no soltarla nunca. Y eso hice. La tomé en brazos y ascendí hasta la segunda planta, donde estaba mi alcoba. Ella cobijó su rostro en mi hombro. Sentí su cálido aliento en mi cuello como el reconfortante soplo de una brisa estival, su peso entre mis brazos como una manta en invierno y el roce de su cabello como si una miríada de mariposas revoloteara mágicamente en torno a mí. Con ella a mi lado, las sombras se diluían y una luz radiante daba color a todo a mi alrededor. Lo opaco brillaba, lo negro se agrisaba, la amargura se diluía y los recuerdos se desdibujaban, consiguiendo lo impensable, que un atisbo incandescente de esperanza refulgiera entre las desgarradas fisuras de un corazón roto tantas veces. Una esperanza, quizá selladora, quizá lo suficientemente fuerte para lograr no solo unir los trozos, sino fundirlos en una pieza nueva.
Suspiré cuando llegué a mi puerta. La abrí, me adentré en mi cuarto y cerré de una patada. Llevé a Cora a mi cama y me tumbé sobre esta con ella arrebujada sobre mi pecho. Permanecimos abrazados sin necesidad de hablar, dejando brotar nuestros sentimientos, mirándonos a los ojos y acariciando nuestros rostros. Y, por fin, le puse nombre a aquello que sentía. La amaba con tal fuerza arrolladora que cada latido me dejaba sin resuello.
Y, a pesar de amarla con todo mi ser, no quise traducir ese sentimiento tan profundo a través de mi voz en palabras que no alcanzarían a expresar la magnitud de lo que palpitaba en mi pecho, en palabras que ella pudiera recordar en un futuro sin mí, convirtiéndose de ese modo en puñales. No, quizá fuera más fácil olvidar miradas y gestos, pasiones y sensaciones, aunque egoístamente deseaba con toda mi alma que nunca me olvidara.
Almacené en mi memoria cada emoción sentida, para beber de ellas en caso de agonizar de anhelos cuando la perdiese. Supe que aquellos escasos momentos de inmensa dicha era cuanto me llevaría a la tumba. Yo era un hombre condenado, posiblemente desde mi nacimiento, desde que aquella druidhe me maldijo en el vientre de mi madre. Y, ahora, lanzado sin conmiseración a un amor como aquel, sin visos de futuro, tan solo para hacerme degustar el paraíso como una mera ilusión, antes de hacerme regresar al infierno.
No obstante, entonces algo se rebeló dentro de mí. Si el destino me había otorgado aquella luz, que ahora dormía plácidamente entre mis brazos, ¿por qué no luchar por ella?
Estaba en Mull, protegido por mi clan. Los Grant no se atreverían a asaltar Duart. Podía quedarme allí con ella, y quizá… hacerla mi esposa.
Por primera vez en mi vida, me dormí con una sonrisa en los labios.