Capítulo 21

árbol
Dejando pistas

Calasraid era apenas una villa con varias cabañas de piedra y tejados de paja apiñadas en torno al río Teith, una cuadra, una porqueriza, un corral de ocas, una taberna y una pequeña capilla. Era un lugar hermoso y apacible, rodeado de verdes colinas en las que se dibujaban las sombras de las nubes al pasar y el adormecido halo de un sol ya bajo, asomando huidizo entre ellas.

Sus gentes nos miraron curiosas y recelosas. Muchas madres obligaron a sus retoños a adentrarse en los hogares y un muchacho espigado corrió tras una cabaña, probablemente a avisar a alguien.

Desmontamos y decidí no avanzar más antes de presentar mis respetos y evaluar el grado de hostilidad, si la hubiera. Pues, aunque aquellas tierras seguían perteneciendo a Glencoe, estaban muy cerca de las de Argyll, y debía asegurarme de que no fueran leales a los Campbell. Descubrir sus lealtades sería fácil, mis hombres vestían los colores MacLean, y era bien conocida la enemistad entre los Campbell y los MacLean. Permanecí en guardia y atento. Mis hombres imitaron mi postura, aunque sin resultar amenazadores.

Un hombre asomó de la taberna. Supe que esta lo era únicamente por el cartel que colgaba sobre la puerta, en el que había tallada una gran jarra. Al cabo, y tras aguardar que otros tantos se animaran a salir, acudió a nuestro encuentro acompañado de cinco convecinos. Todos lucían semblantes huraños, menos el primero que había aparecido. Fue este quien se acercó a mí por encontrarme algo más adelantado, sonriéndome cortés.

—¿Qué os trae por estas tierras? Estáis muy lejos de casa.

—Solo buscamos pasar una noche en un lecho blando y caldear nuestras barrigas con un buen aguardiente. Con el alba, seguiremos el viaje. Pagaremos lo que consumamos y, por supuesto, el hospedaje. No queremos problemas. Si nuestra presencia no es bien recibida, nos marcharemos sin más.

El hombre me miró calibrando mi respuesta, se frotó la barbilla e inclinó la cabeza hacia un lado como si desde esa posición consiguiera descubrir la verdad de mis palabras. Luego emitió un gruñido que no supe interpretar.

—Los enemigos de mis enemigos son bienvenidos a Calasraid. Sin embargo, ¿qué hace un sarraceno entre MacLean?

—Dar una nota original a mi clan.

El hombre soltó una risotada y me palmeó conforme la espalda.

—¡Por santa Brígida! ¿Sois un MacLean?

Asentí sonriente.

—Que el diablo me lleve, sois el escocés más raro que han visto estos viejos ojos.

—Soy Lean MacLean, mi madre era árabe. Tengo sangre mezclada.

—Y seguro que muy guapa, lo que me hace admirar a vuestro padre. No como mi Agnes: es fea como el demonio, pero cocina como los ángeles.

Mostró de nuevo su ennegrecida y escasa dentadura, rascándose el mentón al tiempo que escrutaba reprobador mi indumentaria. Me pregunté cómo un hombre carente de toda apostura tenía el valor de resaltar la fealdad de nadie.

—¿Por qué diantres no lleváis el feileadh mor?

—Voy más cómodo en pantalones —respondí cortante.

El hombre arrugó con incomprensión el ceño, masculló algo por lo bajo y escupió con evidente desdén. Las marcadas bolsas bajo los ojos le conferían un aspecto cansado, y la piel tan curtida y arrugada por el sol confirmaba las duras labores agrícolas que de seguro realizaba.

—Vayamos a la taberna, estaréis sediento, mi Agnes hace el mejor licor de toda la región. Además, ya empieza a anochecer, y una buena cena facilitará el sueño —ofreció trocando su confusa expresión por una más cordial. Acto seguido, miró al cielo, frunció el cejo y asintió con vehemencia para sí, chasqueando la lengua—. Por otra parte, está a punto de llover.

Alcé la mirada y me topé con un ocaso parcialmente despejado, y esta vez fui yo quien lo miró con asombro.

Nos detuvimos en la fachada de la modesta taberna para atar los caballos al poste de entrada y, tras dirigirnos unas miradas cómplices advirtiéndonos de no bajar todavía la guardia, nos adentramos en la cabaña.

El lugar era amplio, aunque oscuro. Una acogedora chimenea crepitaba al fondo, varias mesas con bancos plagaban un solado de losas de piedra caliza, y una larga barra de lustrosa madera atravesaba de punta a punta el alargado interior. Varios barriles adornaban las esquinas, junto con unas redes de pescar colgadas de las paredes. Diversos candiles iluminaban pobremente la estancia. Tan solo cuatro ventanas pequeñas se abrían en los gruesos muros, y apenas dejaban entrar el desvaído resplandor cobrizo de un atardecer moribundo.

Una mujer menuda y nervuda nos clavó una mirada desconfiada, sin dejar de apilar jarras metálicas en un estante.

—Agnes, traigo clientes y llevan la bolsa llena.

La mujer se detuvo y se acercó a la barra para inspeccionarnos curiosa.

—Eso espero, porque si no tendrán que beber en el río.

En efecto, la tal Agnes podía hacer de suplente si el demonio decidía tomarse unas vacaciones. Jamás había visto tal desatino en un rostro. Sus ojos eran puntas de alfiler, su nariz aguileña y afilada, su boca grande, aunque de labios finos y dentadura prominente, barbilla pequeña y hundida. Tenía la cara de una comadreja y miraba como tal, de manera sibilina y recelosa.

—Saca la mejor cerveza que tenemos, abejita, y ve calentando el estofado.

Sofoqué una sonrisa adivinando el origen de ese apelativo. De hecho, la mujer no paraba un momento. De ánimo inquieto, iba de un lado a otro ejecutando tareas, que solapaba. Sin duda, el hombre que tenía al lado era el zángano. Se sentó en un alto taburete y se repantigó sobre la barra a la espera de una jarra llena.

Varios aldeanos ocuparon de nuevo sus asientos, mientras mis hombres y yo permanecíamos en la barra.

—Hay mesas libres —resaltó el zángano—. Vuestros hombres pueden sentarse. Y, por supuesto, las damas. Mientras vos y yo conversamos, quizá podáis ponerme al corriente de la guerra, hace mucho que no recibimos noticias de cómo está la situación en el país.

Miré a Alaister y asentí quedamente. Al cabo, todos tomaron asiento relajando sus portes y suavizando sus semblantes.

La hacendosa Agnes no tardó en ponernos delante abundantes jarras de cerveza, aunque dedicándonos una mirada suspicaz.

Abrí la bolsa que portaba atada al cinto y extraje algunas monedas pensando que la tabernera, al verlas, al menos mostraría más agrado. Pero, tras abalanzarse sobre ellas como una hurraca, su faz siguió igual de avinagrada y descortés. Supuse que, ante tan evidente falta de dones, verdaderamente tendría que cocinar como los ángeles.

—Debe de resultar arriesgado vivir tan cerca de Argyll siendo enemigo suyo, ¿no? —aduje dando el primer trago a mi jarra.

—No creáis. En verdad, Argyll nos ignora, somos insignificantes para él, aunque desde lo que sucedió aquí hace un par de años, sigo pensando en la suerte que tuvimos aquel día.

—¿Qué sucedió?

—Los malditos Campbell habían mandado un destacamento para hostigar a los MacGregor y a los MacNab en busca de lealtad contra los MacDonald y se toparon con los hombres de Atholl, que cruzaban un vado del río. Hubo un crudo enfrentamiento entre ellos, algunos Campbell se batieron en retirada, nosotros les cortamos el paso en una celada y nos cobramos ochenta muertos. Desde entonces, vivimos con el temor a represalias. Afortunadamente, Argyll está muy ocupado combatiendo las fuerzas realistas para prestarnos atención. Solo espero que ese malnacido muera junto a su causa.

—Es un hombre astuto y prudente, y dudo que entre en batalla. Como no se lo lleve una enfermedad, no creo que se cumplan vuestros deseos.

El hombre gruñó airado de nuevo y sacudió disgustado la cabeza.

—Y, decidme, ¿qué es del rey? Solo llegó a mis oídos que los realistas no dejan de sufrir una derrota tras otra.

—Lo último que yo sé es que fue encarcelado en Holdenby House mientras negocian qué hacer con él —respondí con acusada desidia.

—Mala cosa esa, siempre supe que a Carlos I le faltaba arrojo y sesera.

—Lo que le falta ahora es libertad, y puede que, dentro de poco, aire que respirar.

El hombre me lanzó una mirada espantada y se santiguó sobresaltado.

—Sin el rey, la causa está perdida, no puede morir, quizá Montrose logre liberarlo.

—Y quizá yo no salga vivo de aquí si no le pago a vuestra mujer todo lo que beban y coman mis hombres.

—Eso es cierto —reconoció divertido—. Mi Agnes es una mujer de carácter. Traéis malas noticias, condenado MacLean. Si los parlamentarios ganan, estaremos bajo la ambición de Campbell, que será más poderoso que nunca. ¿Qué haremos entonces?

Vi la ocasión perfecta de desvelar mi paradero.

—Yo, regresar a Mull, que es lo que hago ahora, y quien quiera buscarme allá me encontrará.

—Tendremos que defender nuestras tierras, no tenemos otro remedio —concordó tras un largo trago con el que apuró toda su jarra. Luego eructó soez, se rascó la entrepierna y se limpió los restos de espuma con el antebrazo.

Un sobrecogedor trueno restalló en el exterior y, seguidamente, el rítmico sonido de la lluvia se alzó sobre nosotros. Miré admirado a mi interlocutor.

—La huelo —aclaró con una sonrisa—, y mis viejas rodillas la detectan antes incluso que mi olfato.

Dirigí la mirada hacia la mesa donde estaban sentados Alaister, Cora, Ayleen, Dante y Rosston. Cora permanecía como ausente, algo más apartada del resto, contemplando el fuego y arrebujada en su capa. Era de vital importancia que nadie descubriera que era una Campbell. En la otra mesa estaban Irvin, Gowan, Duncan y Malcom, bebiendo taciturnos y todavía alertas, mirando subrepticiamente a los aldeanos, que no les quitaban el ojo de encima.

Se respiraba un ambiente tenso y receloso, un silencioso pulso que quise achacar al miedo de unos hombres que llevaban dos años aguardando alguna treta de Argyll. No obstante, no debía confiarme. Decidí al instante organizar turnos de guardia y solicitar que durmiéramos todos juntos en la misma cabaña.

—Voy a sentarme a cenar con mis hombres, ¿sería mucho pedir si pudiéramos disponer de una cabaña para dormir? Tendré a bien ser generoso con tal exigencia.

El hombre pareció meditar largamente, emitiendo una serie de sonidos ininteligibles con la boca.

—Creo que no habrá problema —masculló al cabo—. Podéis ocupar la de la viuda de Kallen, es una cabaña grande, y creo que no le importará gozar de tan buena compañía.

Simplemente asentí con una sonrisa displicente y me dirigí hacia el lugar donde estaba sentada Cora. Cogí un taburete y lo puse a su lado. Ayleen frunció el ceño con desagrado, Alaister borró de inmediato un incipiente mohín desazonador y Dante me guiñó un ojo, pícaro. Este último gesto fue el que me hizo estrangular una sonrisa burlona.

Cora se envaró ante mi cercanía, cuidándose bien de mostrar indiferencia, aunque sin conseguirlo.

Me inclinaba sobre ella para susurrarle mi advertencia cuando esta se apartó con brusquedad y me miró alarmada.

—No os atreváis a acercaros a mí —escupió malhumorada.

—Ya veo que no obtendré jamás ni una pizca de gratitud por haberos salvado de una boda indeseada. Lo que no quita que no sigáis en deuda conmigo.

Me fulminó con una mirada entornada llena de inquina.

—Y, no temáis, no pensaba acercarme más que para daros un consejo que nos evitará problemas. No me gustan las gatitas juguetonas e indecisas.

Las mejillas de Cora se encendieron en el acto ante la mención a lo acontecido en la poza. Disfruté de su pudoroso rubor y de la incomodidad que traslucía tensando su hermoso rostro.

—Sois odioso —siseó.

—No decís nada nuevo. Yo, en cambio, sí tengo algo importante que deciros.

—Nada de lo que digáis me importará lo más mínimo —replicó orgullosa.

Enarqué una ceja divertido y sonreí de medio lado, comprobando vanidoso cómo sus ojos viajaban hacia mis labios de manera inconsciente.

—Esto sí, pero necesito acercarme para susurrarlo —advertí sosteniendo su incrédula mirada.

—Os juro que, si es una treta para burlaros, os arrancaré la oreja de un mordisco —amenazó rotunda.

Sonreí taimado y asentí. Acto seguido, me aproximé a ella lentamente, alargando su tensión y disfrutando de su agitada respiración. Mi presencia le afectaba de un modo que ni ella misma era capaz de comprender. Me tomé la libertad de retirar un mechón de su oreja, acariciando levemente su piel. Aquello le arrancó un apagado gemido que me tocó a mí de manera mucho más alarmante. Respiré hondamente y, tras acercar mis labios a su oído, susurré grave:

—Nadie aquí ha de saber que sois una Campbell o pensarán que nos envía Argyll y seremos hombres muertos. —No tenía más que decirle, sin embargo, alargué la pausa sin terminar de retirarme, disfrutando de aquella inusitada intimidad, del jazmín que emanaba de su piel y de su tensa agitación. No pude contener una travesura—. Me encanta vuestro perfume, gatita.

Ella giró con brusquedad el rostro en principio para reprenderme, pero la cercanía la enmudeció. Nuestras bocas casi se rozaban y su dulce aliento me obnubiló un instante, haciéndome olvidar peligrosamente dónde estábamos y con quién. Al final, ella logró apartarse con un resoplido airado y se volvió de nuevo hacia el fuego, sin apercibirse de la expresión anhelante que tuve que arrancar de mi rostro antes de desplazar la banqueta hacia la mesa y sostener todo un abanico de miradas variopintas.

—Odian a los Campbell —musité en tono normal, avisando de esa manera de lo importante de proteger a Cora—. Como nosotros —agregué con una sonrisa para oídos cercanos interesados en nuestra conversación.

Todos mostraron su entendimiento mutando sus intrigados rostros en expresiones más aliviadas. Excepto Ayleen, que permanecía disgustada, clavando en mí una acusadora mirada. Luego se volvió hacia Dante y le revolvió el pelo en ademán cariñoso. Se había ofrecido a enseñarle al niño el gaélico, y entre ambos conseguíamos, no sin denodado esfuerzo, que el pequeño comenzara a asimilar algunas palabras.

—Me muero de hambre —anunció Rosston. Miró al chico y se señaló el vientre deletreando «hambre».

El muchacho lo repitió con soltura. Todos sonreímos.

—Es un crío despierto —señaló Ayleen—, pero también pendenciero y descarado. Sería un digno hijo tuyo —agregó.

—Y yo sería un padre nefasto. A Dios gracias, es algo de lo que no debo preocuparme.

Ayleen agrandó los ojos con asombro, permaneciendo un largo instante impávida, como conmocionada. Algo en su rostro se oscureció, y me pareció atisbar un velo desconcertado y contrariado. Su rictus se contrajo preocupado y bajó la vista intentando asimilar su frustración.

Fue fácil comprender lo que buscaba de mí en Beltane. Bajé la vista abrumado, reflexionando sobre lo paradójico de aquella situación. Dos mujeres distintas habían buscado mi semilla por motivos diferentes. Una, para retener una parte de mí consigo; la otra, para escapar de unas ataduras. Una, movida por el amor que sentía hacia mí, y la otra, por la intensa atracción que ni siquiera su odio lograba sofocar.

Me puse en pie y, sin decir palabra, me dirigí hacia la mesa contigua y me senté en el banco junto a Malcom y el resto de los hombres. Taciturno, comencé a pellizcar unas rebanadas de pan mientras servían el estofado en escudillas de madera, escuchando la conversación de los guerreros sin participar de ella.

Me había sentado intencionadamente de espaldas a las dos mujeres, dispuesto a reforzar mi frialdad y mi distancia y, aun así, percibía de alguna incomprensible manera el vínculo creado con ambas. Un vínculo que tuve la certeza de que se estrecharía irremisiblemente mientras permaneciéramos juntos. En aquel preciso momento sentí el agudo impulso de salir corriendo, de dejar la patrulla atrás, y a ellas, y embarcar solo en Dumbarton rumbo a Mull. Y, en solitario, continuar mi viaje a Skye para terminar lo que había empezado a mi regreso: hallar la paz, aunque eso tiñera de sangre mi destino.

Sumido en mis pensamientos, no reparé en la música que comenzaba a inundar la estancia. El alargado y melódico chillido de una gaita me arrancó de mis cavilaciones y atrajo mi atención sobre el hombre que la portaba. Con las mejillas hinchadas, soplaba con fuerza por el puntero hinchando el fuelle, la bolsa de piel de oveja que repartía aire a los distintos tubos del instrumento, esparciendo una sinfonía armónica que hacía vibrar el corazón de los presentes, iluminando sus rostros con el particular disfrute que otorgaba aquello considerado prohibido. Desde que había corrido la voz de que el sonido de los piob-mhor, las grandes gaitas de las Highlands, era la voz del demonio, estos solían tocarse en reducidos grupos con gran recelo, temerosos de ser acusados de brujería ante sus congregaciones religiosas, uno más de los disparates que utilizaba la Iglesia para amedrentar y someter a sus fieles. Yo siempre había tenido claro que, independientemente del dios que se adorara, no se necesitaba de intermediarios para hacerlo, ni imanes, ni curas, ni liturgias ni rituales. Cada cual profesaba su fe como mejor le parecía, sin imposiciones ni normas, tan solo mostrando su devoción, su amor y su disposición al Altísimo, pero en un trato directo, sin que nadie pudiera manipular su palabra ni emponzoñar algo tan puro como la fe.

Yo a menudo conversaba con Alá, confesándome a él, rezando mis salat, pero sin orden estipulado, sin orientarme a la Meca, tan solo cerraba los ojos y me entregaba a la oración. Había elegido a Alá no porque la mitad de mi sangre fuera árabe, sino porque el dios cristiano me había abandonado a mi suerte el día que murió mi padre, un dios al que supliqué piedad en innumerables ocasiones, sin conseguir que me escuchara ni una sola. Renuncié a él, a todo, pero en Sevilla, frente a una cerrada mezquita, una noche sin luna en que corría por las calles desesperado, intentando dejar atrás el dolor y los recuerdos, caí de rodillas frente a esa puerta en particular, sollozante y desesperanzado.

Yo todavía no hablaba, habían transcurrido dos años desde mi llegada sin que pronunciara una sola palabra, aislándome de todo y de todos, y aquella noche en que las pesadillas me asediaban perversas y corrí hasta agotarme, de rodillas y jadeante, una mano se posó en mi hombro. Cuando alcé la vista, un hombre vestido con una túnica blanca me miró compasivo y se arrodilló junto a mí pronunciando una frase que adopté como dogma y como escudo: «Si Alá os socorre, nadie podrá venceros. Pero si os abandona, ¿quién sino Él podrá auxiliaros? Que los creyentes se encomienden a Alá y así serán protegidos de todo mal».

Y aquellas palabras me hicieron encontrar una brizna de esperanza, un débil halo de luz en la negrura que me atenazaba. Necesitaba vencer al miedo que me apresaba, recibir auxilio ante el odio que me carcomía por dentro y sentirme protegido del mal que me acechaba en forma de pesadillas. Y, así, Alá entró en mi vida, y así comencé a creer, a hablar y a vivir, como sombra, pues aunque gané seguridad y coraje, aunque el miedo se debilitó y el odio se sofocó, los malos sueños continuaban. Sin embargo, ya no necesitaba correr ni golpear nada, tampoco llorar hasta caer rendido, simplemente rezaba hasta que la negrura se marchaba.

Suspiré ante la remembranza de aquellos días, fueron años difíciles que no habría logrado superar si no hubiera gozado de la paciencia y el cariño de Beltrán y Elena. Pensar en ella me abatía sobremanera, su final fue tan trágico que supuso la última de mis cicatrices internas, una que llevaba impresa la culpa de no haber podido salvarla.

Tras su muerte, volví a sumirme en una etapa oscura. Maté a un alguacil en una reyerta y me condenaron como galeote en un buque de guerra. Tampoco olvidaría el infierno que se desató en aquella cubierta en la batalla del Cabo de Gata, como sería imposible borrar de mi memoria el sangriento asedio a Breda. Aquello sin duda me endureció como se forja el buen acero, al calor de las brasas y golpeado contra el yunque. Y, así, regresé a Sevilla convertido en un hombre nuevo, duro y aguerrido, cínico y mordaz, desposeído de miedos al fin, pero conservando algo que había sido lo que había guiado mis pasos hasta aquí: un odio latente que, alimentado por los recuerdos, había crecido día a día, haciéndome comprender que solo la venganza me conferiría la paz que tanto ansiaba. Y en ella debía centrarme, olvidándome de todo lo demás, incluidas esas dos mujeres que tanto me turbaban.

Los congregados en aquella taberna comenzaron a dar palmas y a seguir el ritmo con los pies, y yo me apercibí de la llegada de más mujeres. Otros dos hombres acompañados de tambores se sumaron a la gaita, animando la velada más si cabía. Los ánimos se alborozaron lo suficiente para que algunos se lanzaran a bailar. Las risas caldearon el lugar y la cerveza corrió por doquier, empujando a los hombres a jalear al ritmo de la música.

Tras dar buena cuenta del estofado y beber mi cuarta jarra de cerveza, me encontré palmeándome la pierna uniéndome a los tambores, sonriendo regocijado y permitiendo que los acordes sibilantes de la gaita me calaran el pecho. Por alguna razón, mi sangre gaélica resucitó de forma inaudita ante aquellas notas, haciéndome sentir parte de aquellas verdes tierras por primera vez desde que había regresado.

Ayleen salió a bailar con su hermano. Por el chispeante brillo de sus ojos, supe que había bebido demasiado. Su excesivo entusiasmo la llevó a acercarse a mí y a sentarse en mis rodillas, pidiéndome que la acompañara en su danza.

Me negué, aunque le sonreí más abiertamente de lo debido.

Ella retiró un mechón negro de mi frente y compuso una mueca suplicante, con mirada traviesa.

—Anda, Lean, baila conmigo —susurró melosa.

Iba a negarme de nuevo cuando atisbé por el rabillo del ojo cómo Cora cedía ante la insistencia de Alaister.

—De acuerdo —respondí.