Capítulo 24
La profecía de una bruja
Una vez frente a aquella escondida cabaña en el bosque, donde el penacho de humo de la chimenea esparcía un aroma extrañamente acre que se mezclaba con la fragancia de brezales y mirto, tuve la intuición de que bullía la magia en su interior.
Alaister y yo nos miramos inquietos, pero con gesto decidido avanzamos hacia la entrada.
El imponente pino rojo, además de aquellos singulares colgantes y festones, lucía pequeñas campanillas que el viento acariciaba arrancándoles un metálico tintineo, como si anunciara nuestra llegada. Me apercibí de un pequeño huerto, y de más matorrales de bayas. Sin embargo, lo que más llamó mi atención fueron unos ovalados y pulidos cantos de río dispuestos en emblemáticas figuras sobre la tierra que franqueaban la puerta, formando sendos círculos con un triángulo en su interior.
Supe que eran alegorías paganas, representaciones de ocultismo que simbolizaban el poder profético de un visionario. Había tenido en mis manos algunos legajos copiados por un falsificador en Sevilla del famoso grimorio del papa Honorio. Recordé a la perfección cómo el habilidoso imitador ilustraba la cubierta con pan de oro. Y el dibujo que perfilaba con tanta maestría era ese: un círculo encerrando un triángulo. El libro estaba compuesto de hechizos y conjuros destinados a convocar a diversos demonios.
Me detuve con una sensación ominosa cosquilleándome la nuca. Respiré hondo y llamé a la puerta con vehemencia.
No tardó en abrirse, pero nadie salió a recibirnos. Instintivamente, empuñé mi shamshir y me decidí a entrar seguido por Alaister.
Una aguda aprensión me erizó la piel. En el interior flotaba un desagradable olor a estramonio y ruda que manaba de los alambiques que pendían sobre la chimenea. Hatillos de hierbas desecadas colgaban del techo, anaqueles polvorientos llenos de potes cubrían las paredes. En el centro había una mesa repleta de pergaminos esparcidos, morteros con restos verduscos en su interior, hongos en un cesto de mimbre y lo que reconocí como raíz de mandrágora. En efecto, era la guarida de una bruja.
—¿Qué podrían requerir de mí dos hombres tan apuestos?
Nos giramos sobresaltados hacia aquella rasgada y pausada voz, que nos envaró en el acto y nos aceleró el pulso.
La anciana nos escrutó con mirada taimada. Sus cabellos eran largos, canos y crespos. Su rostro huesudo y anguloso, su tez ajada, cuarteada por profundas arrugas, aunque sus ojos eran bellos y de un refulgente tono azul hielo. Era alta y espigada, de porte orgulloso y barbilla altiva.
—Buscamos a mi hermana —respondió Alaister con timbre medroso.
La mujer se acercó a nosotros con parsimonia, como disfrutando de la tensión en nuestros rostros.
Fijó sus ojos en Alaister y asintió como confirmando un pensamiento. Después me prestó toda su atención con la mirada entornada y el ceño fruncido.
—Hay mucha oscuridad en ti, león.
Abrí la boca demudado e, inconscientemente, retrocedí.
—¿Cómo… cómo sabes…?
—Sé muchas cosas, la mayoría me las cuentan vuestros silencios.
—¡Es una druidhe! —tartamudeó Alaister impresionado y horrorizado, mirando inquieto a su alrededor.
La bruja alargó el brazo y me tocó el hombro, aprensivamente me aparté.
—Si no apartas esa oscuridad —continuó penetrándome con una mirada grave—, te acabará devorando. Tu destino es aciago, león, no sigas adelante o te condenarás. Aunque mi amo hallaría un poderoso siervo.
—¿Dónde está mi hermana?
La anciana giró con vehemencia el rostro hacia Alaister, ladeando levemente la cabeza mientras se acercaba a él y esgrimía una sonrisa siniestra.
—Tienes los mismos ojos que ella, pero no puedes ser más distinto.
Alaister desenfundó su espada y la enfiló hacia la mujer, que sonrió como si, en lugar del afilado acero, enarbolara una inocente rama.
—No lo repetiré —amenazó.
—Ayleen, han venido a buscarte —pronunció la anciana en un tono en el que vibró una especie de escalofriante musicalidad.
Ambos dirigimos la atención hacia el lugar donde ella miraba. En un rincón, unas raídas cortinas parecieron agitarse. Contuve el aliento.
Unos dedos blanquecinos asomaron entre la tela y la abrieron lentamente. La tensión cuadró mis hombros mientras aguardaba intrigado.
Tras los parduscos cortinajes apareció Ayleen, lívida, con la mirada perdida y semblante impávido, como ajena a todo.
Alaister corrió hacia ella y la abrazó.
—¡Santo Dios, está fría como una muerta! —exclamó alarmado.
—Debe de haberle sentado mal la infusión que le he preparado para desayunar —profirió la mujer dedicándome una mueca sardónica.
—¡Maldita seas! ¿Qué le has hecho?
—Aparte de darle consejos útiles y alguna que otra indicación, nada, ¿verdad, querida?
Ayleen asintió, todavía como en trance. Me dirigí a ella y la cogí por los hombros.
—¿Te encuentras bien? ¿Nos reconoces?
Conseguí que lograra enfocar la vista en mí. Asintió, pero su mutismo era claro indicio de haber sido envenenada por alguna de las pócimas de la bruja.
—Te pondrás bien.
La tomé de la mano para sacarla de aquel lugar, pero la anciana se colocó frente a la puerta mirando a Ayleen con semblante grave.
—Es hermoso y fiero, pero está condenado —musitó—. Nunca te amará, Ayleen, solo será fuente de dolor y sufrimiento para ti. Solo tú puedes cambiar eso, solo lo aprendido esta noche te ayudará, solo en ese púlpito serás escuchada. Te he dado la llave para que todos tus deseos se cumplan.
Fulminé a la bruja con una mirada amenazadora y avancé encarándome a ella.
—Apártate, anciana, o lo haré yo.
—¡No me amedrentas, león! Tu negrura no es mayor que la mía. Deberías seguir mis consejos y abandonar estas tierras, que solo te han traído amargura y lo continuarán haciendo. ¿Crees que no puedes sufrir más de lo que ya lo has hecho? Te equivocas, lo que veo en tu futuro supera cualquier sufrimiento pasado. Así que, dime, ¿eres tan necio para exponerte de nuevo y exponer a los que más quieres?
—No es asunto tuyo, apártate de la puerta.
La mujer se frotó los huesudos dedos entre sí y frunció los labios con desagrado.
—No, no lo es. Pero no quiero que luego las almas condenadas me reprochen no haberlas advertido.
Sostuve su incisiva y oscura mirada, percibiendo un serpenteante escalofrío enroscándose insidioso en mi nuca. Casi pude sentir un gélido rastro resbaladizo en mi piel. Me estremecí quedo, pero no muté mi dura expresión amenazadora.
—Quedo advertido. Déjanos salir.
—¡Apártame tú! —me retó con mirada perniciosa.
A pesar de mis aprensivos reparos por tocarla, no me quedó otra alternativa. La agarré de los hombros para hacerla a un lado, sin apercibirme de la sonrisa triunfal que curvó sus delgados y pálidos labios.
Entonces, y como si un rayo me hubiera fulminado, mi espalda se arqueó violentamente y mi cabeza se inclinó hacia atrás con inusitada brusquedad. Mis ojos se abrieron horrorizados y quedaron fijos en el techo de la cabaña, mi corazón se aceleró desacompasado y mi garganta se cerró. Sobre mi cabeza, una luz se abrió en un círculo refulgente y parpadeante y, dentro, una imagen me sacudió con la fuerza de un huracán.
El terror me paralizó, la angustia me sepultó y todo comenzó a dar vueltas en mi mente. La imagen se distorsionó en una vorágine de emociones y sonidos estirados y confusos, casi chirriantes, aturdiéndome hasta el punto de sentir que las rodillas no me sostenían. Me zarandeé trastabillando y caí de rodillas hundiendo la cabeza sobre el pecho. Cerré los ojos jadeante, temiendo que el corazón escapara de mi pecho.
—¡Lean!
Alaister intentó ponerme en pie, pero rechacé su ayuda. Temblaba violentamente, un helor opresivo me había atrapado en sus garras. Cuando logré abrir los ojos y asimilé lo que había visto, contemplé mis manos acercándolas a mi rostro. Negué con la cabeza. Aquello no podía ser, no era una visión clarividente, debía de ser el ponzoñoso y maligno ardid de la bruja en su empeño de atemorizarme. ¡No, yo jamás… jamás… podría…!
Gemí conmocionado, apoyé las palmas en el suelo de la cabaña y sacudí la cabeza con vigor, en un fútil intento de diluir aquella imagen atroz, aquella versión demoníaca de mí mismo.
Cuando alcé el rostro, me topé con la inquietante mirada de la druidhe, conocedora de mi visión.
—Ese es tu destino —profirió en tono tétrico—. Ninguna sidhe ni ningún árbol sagrado te protegerán mientras tus pies reposen en estas tierras. No hay hechizo ni conjuro que pueda evitarlo, todavía estás a tiempo…
—¡Aléjate de mí! —murmuré confuso y tembloroso—. Solo deseas atraparme en tus malévolos juegos. Todo es un engaño, lo sé.
—No lo es, león, es tu futuro. Tu corazón lo sabe y por eso te lo muestra, yo solo he liberado su conocimiento.
—¡¡¡No!!! —grité negando con la cabeza con vehemencia—. No es cierto, no puede serlo…
—¡Salgamos de aquí! —exclamó Alaister consternado.
Logré ponerme en pie, todavía impresionado y tembloroso. Aquella imagen seguía nítida en mi cabeza, martilleándome implacable, cortándome el aliento y encogiéndome el pecho.
La bruja se apartó para dejarnos pasar, evité mirarla mientras Alaister sacaba a su hermana, que continuaba ausente y perdida. Ya los seguía cuando la anciana aferró mi brazo. Un violento estremecimiento me recorrió de nuevo. Me zafé bruscamente clavando en ella una mirada feroz.
—Disfruta cuanto puedas de la vida. La muerte te desdeñó dos veces, no lo hará una tercera, y pronto vendrá a tu encuentro. Puso los ojos en ti a tu regreso.
—Esta vez le plantaré cara.
La druidhe se ciñó el ajado chal que cubría sus hombros y negó pausadamente con la cabeza. Varios mechones canos, desprendidos de su moño, se balancearon lánguidos, como los plateados hilos de una telaraña. Las profundas arrugas que rodeaban sus labios se suavizaron en el nacimiento de una amplia sonrisa sibilina.
—Negociarás tu muerte en un contrato que tú mismo firmarás —sentenció funesta.
—¡Lean, vamos! —urgió Alaister ansioso.
Miré a la bruja a los ojos, indagando en ellos, y hallé tal oscuridad en ese claro hielo que sentí como si el gélido aliento de una espesa nevada congelara mi alma, como si un invernal viento soplara la llama de mi corazón haciéndola titilar. Aparté raudo la vista y salí de aquella penumbrosa cabaña como si me hubieran arrebatado gran parte de mi vitalidad.
Nos alejamos a grandes zancadas, deseosos de tomar distancia, de olvidar lo acontecido. Sin embargo, sentí como si una araña hubiera hundido sus dientes en mí, inoculándome un letal veneno que ahora recorría mis venas quemándolas con un terror que creía olvidado. Un veneno que debía detener borrando aquella visión de mi mente de cualquier forma.
Sentí las rodillas flaquear y tuve que apoyarme en el tronco de un árbol para no caer.
Alaister, que cargaba con Ayleen, se paró mirándome con honda preocupación.
—Tienes el rostro desencajado y tan pálido como el de un espectro. No sé qué has visto, pero no lo creas, Lean. Es tan solo un hechizo que se diluirá en cuanto nos alejemos.
Asentí convenciéndome de aquello y los seguí ascendiendo la colina, pensando en lo imposible de descender sin una cuerda y con Ayleen en aquel estado. Alaister pareció llegar a la misma conclusión y masculló una imprecación.
—Tendremos que encontrar otra forma de llegar a los caballos —murmuré mirando en derredor.
—Hay… una cueva justo bajo la colina.
Ambos nos giramos sobresaltados ante la apagada voz de Ayleen, que parecía recuperar la lucidez.
—Guíanos, Ayleen.
La mirada de la muchacha pareció más centrada y, enfocándola sobre nosotros, logró asentir con la cabeza.
Alaister la soltó con sumo cuidado y la contempló expectante. Al principio caminaba insegura mientras descendíamos la loma, conforme avanzaba pareció ir despertando a la realidad, aunque su rostro continuaba nublado por una nube oscura y confusa, todavía inexpresivo e impávido.
La seguimos hasta el pie de la ladera, rodeándola hasta una pared de roca cubierta de hiedra que colgaba en tupidas lianas enmarañadas. La muchacha apartó con firmeza la cortina de hojas acorazonadas de un verde brillante y nos descubrió la entrada a una cueva. En efecto, Ayleen no había escalado el peñasco, sino que lo había atravesado.
No llevábamos antorcha, pero comprobé que no era necesaria. Era un túnel corto que horadaba la roca de parte a parte. Se podía vislumbrar al final el luminoso refulgir del día, cuarteado por la maraña de hojas de hiedra que ocultaban la salida componiendo una vegetal vidriera verde, donde en lugar de juntas de plomo, era el iridiscente resplandor del sol el que fusionaba aquel tapiz natural.
Los hermanos se adentraron en la cueva mientras yo sujetaba aquel telón de hiedra. Ya me disponía a seguirlos cuando sentí una aguda picazón en la nuca. Me giré sobresaltado y dirigí la vista hacia la cabaña. Distinguí con claridad la esbelta figura de la druidhe mirando en mi dirección. El eco de sus proféticas palabras resonó en mis oídos acicateando mi mente como cuchillos ardientes.
Si aquel era mi destino, lucharía contra él, pero sin huir, enfrentándolo con todas mis armas. Combatiría no solo por salvar mi vida, sino también mi alma, demostrándole a la fatídica Providencia, que tanto se empeñaba en atormentarme, que ahora esgrimía el escudo de la resistencia y la espada del conocimiento.
Atravesamos el túnel a buen paso y salimos al claro frente al lago Lomond, donde nos aguardaban los caballos. De repente Ayleen se volvió hacia mí con la mirada empañada, todavía macilenta y trémula; estaba tan fría como el pasaje de piedra que acabábamos de dejar atrás.
La acogí en mis brazos, tan necesitado como ella de consuelo. Empecé a frotar su espalda con vigor susurrándole que todo estaba bien, que aquel maleficio que todavía la apresaba pronto se evaporaría. Sus brazos permanecieron inertes a ambos lados de su cuerpo, pero de sus labios escapó un gemido reconfortado.
Alaister acercó los caballos, con la estupefacción todavía pintada en sus facciones.
—Vamos, Ayleen, sube a mi corcel.
Ella entonces alzó los brazos y los enlazó a mi cuello, ciñéndose con inusitada fuerza a mí.
—Montará conmigo —musité interpretando su arrobado gesto.
Alaister asintió quedo, la inquietud profundizó en su rostro y veló su mirada.
Separé a Ayleen de mí y me encaramé a Zill con presteza. Luego me incliné hacia ella alargando el brazo para ayudarla a subir. La joven se impulsó en el estribo y se alzó sobre mi regazo. Sentada de lado en la silla, se abrazó a mi cintura, apoyando su mejilla en mi pecho. El escote de su vestido se ahuecó ligeramente, dejándome ver un extraño colgante entre sus senos.
—¿Qué es eso?
Ayleen se cerró el escote con alarmada presteza y desvió la mirada.
—Nada —se apresuró a responder cubriendo con la mano el escote de su vestido en actitud posesiva—, solo es uno de mis colgantes.
Partimos a todo galope hacia el campamento. Agradecí el calor de la muchacha, su peso contra mi cuerpo, como si necesitara anclarme a la realidad. Bebí de aquel apego convenciéndome de ser digno de él, pues, si me amaba, quizá fuera porque mi corazón no era tan negro como pensaba, y quizá ese afecto lograra redimirme y evitar creer en aquella horripilante visión que la druidhe había puesto en mi mente. Aquel ser enloquecido y ensangrentado, devorado por el odio y espantosamente abyecto no podía ser yo.
El malestar continuaba agriando mi garganta y sacudiendo mi estómago. La acerba inquietud se deslizaba resbaladiza por mi espina dorsal como una culebra serpenteante, y no solo por la imagen que había visto, sino que, además, las emociones de la horripilante escena me habían impregnado con saña, como si me cubriera una pesada y empapada capa pegajosa y fría.
De pronto noté una cálida humedad en la camisa. Ayleen lloraba contra mi pecho.
—Sea lo que sea lo que hayas vivido en esa maldita cabaña, has de olvidarlo —le aconsejé—. Arráncalo cuanto antes de tu mente.
—Me… hizo ver cosas… También a ti.
—Solo son maleficios con los que engaña a nuestra mente para sembrar el pánico en nosotros, nada más. Debemos intentar borrarlos de nuestra cabeza.
Ella alzó el rostro. Sus grandes ojos, de un fascinante color aguamarina, se fijaron en mi rostro y lo inspeccionaron intrigados.
—¿Qué fue lo que te hizo ver a ti?
Apreté los labios y negué apenas sin atreverme a mirarla siquiera.
—No daré voz a lo que vi, porque sería darle forma de alguna extraña manera, hacerlo real. Será una más de mis pesadillas, estoy ya curtido en ellas, no te preocupes.
Los suaves dedos de Ayleen recorrieron la línea de mi mentón. Bajé la vista hacia ella de nuevo.
—Quizá, si le das voz, logres liberar esa visión y que vuele lejos.
—Hazlo tú, si es lo que crees.
El rostro de la muchacha se crispó, sus ojos se enturbiaron y su rictus se tensó en una mueca angustiada.
—Yo… no puedo… Yo… yo te amo, Lean.
Se ciñó de nuevo a mi pecho temblorosa.
Su repentina confesión, sin venir al caso, pronunciada en un tono tan lastimero y arrepentido, me hizo comprender que yo era parte de aquella espantosa revelación. Tuve la certeza de que era vital no volver a tocar el tema, que, fuera lo que fuese lo que había ocurrido la noche pasada en aquella cabaña, debía quedar en el olvido. Solo imaginar lo que podría haber hecho la bruja con ella durante tantas horas me estremecía sobremanera. El tiempo ayudaría a sanar la herida, o al menos eso era lo que esperaba.
Durante el trayecto compartimos silenciosas inquietudes, incertidumbres y consuelo. Pero, sobre todo, dos oscuros secretos a los que debíamos quitar peso o nos sepultarían.
Llegamos al campamento, los hombres estaban sentados en torno a un buen fuego, donde asaban una liebre y bebían de sus odres. Duncan y Malcom se pusieron en pie alarmados al ver el desconsolado semblante de Ayleen abrazada a mi pecho.
—¿Qué demonios…? —comenzó Malcom ceñudo.
Alaister desmontó, miró a la patrulla con gesto confundido y agitado, sin saber muy bien qué decir.
Yo también bajé del caballo, tras separar a Ayleen de mí. Luego la tomé de la cintura y la deslicé hasta el suelo. De nuevo se colgó de mi cuello y escondió el rostro en mi hombro.
—Se perdió y se asustó, nada más —aclaré circunspecto.
—Pues parece que los tres hayáis visto un fantasma —señaló Duncan—. Estáis pálidos y agitados.
—Nos llevamos un susto, sí, pero no pasó de ahí. Ayleen está bien, solo necesita descansar y comer algo. Ha pasado la noche perdida en el páramo.
Cora se acercó a nosotros con una manta en las manos y cubrió con ella la espalda de Ayleen. Nos miramos un instante, vi preocupación en su rostro, y también creí percibir un deje intrigado e incrédulo.
Acomodé la manta al cuerpo de Ayleen y la despegué suavemente del mío.
—Has de comer algo e intentar dormir un rato. Tenemos que seguir el viaje —musité con mimo.
Cora asintió y la atrajo hacia sí, rodeando sus hombros con el brazo.
—Vayamos junto al fuego, estáis helada.
Ayleen me miró anhelante antes de dejarse arrastrar junto a la hoguera.
Cora comenzó a susurrarle palabras tranquilizadoras para reconfortarla mientras volvía la cabeza hacia mí, mostrando de nuevo un acentuado deje preocupado. El hecho de que no dirigiera ese mismo gesto a Alaister me resultó más que revelador.
También él captó ese detalle, dado el paño sombrío que opacó su rostro. Cuando me miró, no detecté atisbo de rencor hacia mí, sino tan solo una muda aceptación que empezaba a asimilar, como el que mastica un duro y desabrido bocado de pan, deseando tragarlo cuanto antes.
Me dirigí hacia la fogata con paso inseguro, casi tambaleante, aunque decidí permanecer algo más apartado y me senté bajo un gran abedul. Yo también tenía frío, pero no deseaba compañía ni conversación, solo dormitar un poco y asimilar lo ocurrido. Me avergonzaba comprobar que no podía dejar de temblar.
Dante acudió a mi lado, pero fue tan sagaz que no preguntó nada. Solo se arrebujó junto a mí, descubriéndome cuánto necesitaba del calor de otro cuerpo. Me sorprendí abrazándolo, era la primera vez que lo hacía.
Ya cerraba los ojos con la cabeza apoyada en el rugoso tronco cuando advertí la mirada de Cora fija en mí. Algo había cambiado en ella, y pude ver con claridad una titilante llama afectuosa aflorando en su rostro, delatando en ella un deje ansioso y pujante por acudir a mi lado y prestarme el consuelo que me otorgaba Dante. Reconocí que deseé que lo hiciera.
Hacía ya tanto tiempo que no precisaba de calor, de cariño, de consuelo y que no me sentía tan vulnerable y necesitado que comprendí en aquel instante que quizá, después de todo, no estaba tan muerto como creía.