Capítulo 13

árbol
Una rival a mi altura

Tras una mañana con temperaturas más altas de lo normal, bajo un sol implacable y acumulando el cansancio de dos largas jornadas de viaje en las abruptas Highlands de Glencoe, cabalgábamos en silencio, cada uno sumido en sus propios pensamientos.

En los míos estaba la preocupación por Dante, por Ayleen y Alaister, la incertidumbre sobre su paradero y su destino. Me repetía que estarían bien, que seguramente habían sido hechos prisioneros para pedir un rescate por ellos. Pero el urgente deseo de volver a verlos, sanos y salvos, agrió mi humor. Hacía tiempo que había perdido su rastro, y era más que posible que vagáramos perdidos por parajes que, aunque hermosos, resultaban hostiles para la supervivencia.

—Tengo sed —anunció Cora.

Cogí el odre que colgaba de mi silla y se lo ofrecí, apenas quedaba agua.

Observé el perfil de la mujer entreabriendo los labios y bebiendo de la boquilla del odre con ansiedad, lamiendo hasta la última gota que caía de él. La imaginé haciendo lo mismo en mi boca y me agité incómodo apartando tan inoportunos pensamientos.

Cora me miró de soslayo y sonrió de una manera extraña. Creí detectar un deje calculador en su gesto, como si su sed no fuera más que una estratagema para tantear mi reacción.

—Tenemos que detenernos para llenar los odres —informé fijando mi atención en una laguna formada al pie de una rocosa cima de la que manaba agua del deshielo de sus cumbres, prístina y refrescante.

Detuve a mi caballo y desmonté observando la grata sombra que componía una arboleda justo en el borde de la poza.

—Descansemos un poco, conforme avancemos el trayecto será más duro.

Cora se limitó a asentir, y ya se disponía a desmontar ella sola cuando me abalancé temiendo que le fallaran las rodillas de nuevo. La intercepté antes de llegar al suelo, aferrándola por las caderas y girándola hacia mí. Su cuerpo se deslizó pegado al mío hasta abajo. Cuando nuestras bocas estuvieron a la altura, ella exhaló un tenue gemido que tensó todo mi cuerpo. Nuestras miradas se engarzaron un instante, graves y curiosas. Me percaté de que la joven buscaba una respuesta determinada de mí. Algo confuso rompió el vínculo visual, la solté y me alejé de ella hacia la arboleda.

La cuerda era lo suficientemente larga como para que ella pudiera incluso remojarse los pies en la ribera si le apetecía. Elegí un grueso tronco medio inclinado y me recosté en el suelo sobre él. Puse los brazos cruzados tras mi cabeza y cerré los ojos. Pronto caí en una ligera duermevela que me sumió en un agradable sopor.

Unos ligeros tirones en la cuerda de mi muñeca y unos chapoteos en el agua me hicieron entreabrir los párpados curioso.

Ante mí, Cora se aseaba en el río utilizando mi jabón. Se había quitado el vestido y, tan solo con la camisola interior arremangada en sus caderas, ahuecaba agua en sus palmas y la vertía sobre sus desnudos senos, arrastrando la espuma que había en ellos. Todo mi cuerpo reaccionó de un modo visceral ante el espectáculo.

Admiré sus lozanos pechos, llenos, altivos, de pezones orgullosos, rosados, y resaltando abultados en la fina y sedosa piel de alabastro de su cuerpo. Salivé inconscientemente. Seguí la línea de su vientre plano y cremoso hasta el vértice de sus piernas, donde ella se recogía la larga camisola mostrando unos muslos turgentes, bien delineados, prietos y esbeltos, tan blancos como el resto de su cuerpo. Ahuecando la mano libre de nuevo, cogió agua y la frotó contra su entrepierna delicadamente, no tan concentrada en su labor higiénica, me temía, por cómo se mordía el labio inferior. Aquello fue demasiado para mí. Mi latente y férreo falo palpitó ansioso sobre mi estómago, clamando alivio. Mi garganta se secó y mis pelotas se tensaron enviando un tórrido cosquilleo a mi vientre. Ardía.

La mujer debió de percibir que era observada, porque alzó la mirada y se topó con el fuego de la mía. Se giró sofocada, ofreciéndome una imagen que caldeó más si cabía mi lujuria. El lino empapado de la camisola se pegó a sus redondeadas y altivas nalgas, remarcándolas, transparentando a la perfección su deliciosa forma y su exquisita proporción. Cuando se inclinó para coger agua de nuevo, apreté con fuerza los dientes, tensando la mandíbula, luchando contra el impulso de abalanzarme sobre ella como un animal salvaje. Cora empezó a lavar su larga cabellera cobriza, imitando el ardid de mi baño. Atisbó entre sus brazos para comprobar si la miraba, y al encontrarse con mis ojos sonrió provocadora.

Con que eso pretendía, me dije, encenderme como una tea. Pues lo había conseguido. Y ahora, ¿qué esperaba? Cualquier hombre en sus cabales se cerniría sobre ella tomando su exhibición como una clara propuesta. ¿Eso deseaba? No era posible, me odiaba, me detestaba. «Antes muerta», había dicho, entonces ¿qué demonios buscaba de mí? Fuera lo que fuese, y por mucho que mi cuerpo se consumiera por poseerla, hice lo que menos problemas me supondría.

Liberé mi dureza, la abarqué con la mano derecha y comencé a acariciarme sin dejar de mirarla. Arriba y abajo, despacio, imaginando que era su cuerpo el que me recibía. Aquellas nalgas estaban acabando con mis sentidos, empecé a gemir sonoramente atrayendo su atención sobre mí. La curva de uno de sus pechos asomó a mi campo de visión, exhalé un gruñido mortificado y aceleré mis movimientos.

—¿Qué… qué estáis haciendo…?

—Terminar lo que habéis empezado —respondí entre gemidos—, a menos que decidáis venir a terminarlo vos.

Su expresión desencajada, su adorable rubor arrebolando sus mejillas y su verde mirada fija en mi verga fueron suficientes para liberar un ronco jadeo previo al éxtasis. La joven, espantada, se volvió de nuevo, y yo sonreí malicioso justo antes de estallar en un violento orgasmo.

Me puse en pie y me encaminé a la orilla, con la verga todavía dura basculando a cada paso. Cora, que oyó el movimiento, se volvió alerta para mirarme, exhaló un grito sobresaltado y se alejó asustada, cogiendo una rama del suelo para defenderse.

La ignoré por completo, lavé mi verga y mi vientre, las manos y el rostro, frotándolos con vigor.

—Nada como complacer placeres carnales para relajar el ánimo, ¿no os parece? Aunque temo que ni siquiera sepáis de lo que hablo.

Le dirigí una sonrisa inofensiva y plácida que pareció enfurecerla todavía más. Y, aunque verla tan cerca, semidesnuda y con una rama en alto presta para atacarme resultaba arrebatadoramente tentador, conseguí fingir desidia e indolencia bostezando y desperezándome.

—Terminad cuanto antes, comeremos algo y continuaremos camino.

Regresé a mi sitio, tras sacar la última rebanada de pan y haber rebuscado en la hojarasca del suelo algunas nueces caídas, y comí sin dejar de observarla. Sus gestos ya no eran sensuales, sino rápidos y furiosos. Se cubrió con su capa y se sentó todo lo apartada que pudo de mí, mientras escurría su melena y la desenredaba con los dedos.

Por mucho que la deseara, no pensaba complicarme, ni complicar a nadie. Mi intervención en su vida ya la había marcado bastante. Y algo me decía que con ella no sería solo un mero intercambio de placeres conjuntos. Era una mujer difícil, rumbo a un matrimonio concertado, una Campbell y, además, todavía enamorada de mi difunto hermano. Mi mano debería colmarme lo suficiente hasta encontrar alguna doncella dispuesta.

Seguimos el viaje hasta que el sol se puso. Durante todo el trayecto continué preguntándome qué era lo que Cora buscaba exactamente de mí, pues se arrebujaba contra mi pecho, acariciaba distraída mi muslo y se inventaba cualquier excusa para rozarme o para mirarme con intención. Y, aunque mi control era férreo, su cercanía y su torpe seducción me acicateaban peligrosamente.

Aquella noche, frente a la hoguera, tras haber tenido la fortuna de cazar un par de liebres, que asaba al fuego, Cora me miró con fijeza, como dudando si decidirse a compartir conmigo sus pensamientos.

—No quiero casarme con MacDonald, es demasiado viejo para mí.

Alcé la mirada para observarla con curiosidad.

—No parece que tengáis más opciones —aduje impertérrito.

—Se me ha ocurrido una.

—Debe ser muy buena para que Argyll no decida mataros por ello.

—Quizá si fuese MacDonald quien me rechazara sería más fácil.

Pinché la liebre con el cuchillo para comprobar su punto. Unos deliciosos efluvios agitaron mi estómago.

—Dudo que os rechace, Argyll no le deja mucha elección.

—Pero MacDonald puede rechazarme si descubre alguna objeción en mí que mancille su casa.

Alcé las cejas expectante, mirándola inquisitivo.

—Adelante, mi señora, siento verdadera curiosidad por vuestro plan.

La muchacha bajó apenas la vista, perdiéndose entre las llamas de la hoguera un instante.

—Quizá si descubre que espero un hijo de mi anterior esposo, esa condición sea suficiente para mostrar su agravio y no aceptar el trato.

Agrandé los ojos con asombrada contrariedad, me pasé las manos por el cabello y respiré agitadamente.

—¿Estáis…, santo Dios…, estáis encinta?

Tras un breve y agónico momento, casi recé en silencio una respuesta negativa.

—No, Hector y yo… no llegamos a…

Solté el aire contenido. Por alguna razón, me inundó un completo alivio y un oscuro regocijo al saber que ese malnacido no había llegado a tocarla.

—Pensáis mentir y luego imagino que escapar muy lejos, donde las garras de Argyll no os alcancen…

—No pensaba mentir.

Logró reunir el valor suficiente para alzar la mirada y clavarla en mí con intención.

—Y ¿he de entender que vuestro plan me incluye?

De nuevo bajó la vista sofocada y tímida.

—No veo más hombre que vos por aquí. Además, después de todo, sería un MacLean lo que albergaría mi vientre.

Aquello hirió mi orgullo, emití un tosco gruñido y me puse en pie molesto y agraviado.

—Al parecer, debería haber dejado que os violaran esa panda de malhechores. Al menos, a ellos no los odiáis como a mí. Porque, dejad que os lo diga, vuestra desesperación debe de ser extrema para permitiros yacer con alguien a quien despreciáis tan intensamente. Alguien que os dejó viuda y que os parece despreciable, por muy MacLean que sea.

—Sois… muy apuesto, joven, fuerte y sano. Mis sentimientos quedan aparte en esto. Como es natural, no puedo obligaros a que me ayudéis en mi plan, aunque claramente me lo debéis como compensación.

Resoplé furioso. «Fuerte y sano»…, como si fuera un maldito caballo en una subasta.

—¿Que os lo debo? Esto me parece que raya el cinismo. No os debo nada, metéoslo en vuestra dura cabezota. Y en cuanto a vuestro… sacrificio, podéis ahorrároslo, mi señora. Todas las mujeres con las que he yacido han venido gustosas a mi lecho, sin más requerimiento que una noche gozosa.

Caminé airado de un lado a otro asimilando que me utilizaran como una burda herramienta para concebir, cuando yo posiblemente era el amante más generoso, diestro y gentil de aquellas malditas tierras.

—Y voy a mostraros una prueba de nobleza de la que seguramente acabe arrepintiéndome.

Me planté frente a ella y me acuclillé a su lado, percatándome de cuánto le afectaba mi proximidad. No era tal el sacrificio después de todo, pensé.

—Podría aceptar sin más —comencé mirándola con semblante grave—. Podría tomaros ahora mismo delante de la hoguera, sobre mi manto. —Hice una pausa para beber del ansiado anhelo que empezaba a relucir en su rostro, arrobándolo con una expresión esperanzada—. Podría regalaros todo un mundo de placeres ocultos, arrancaros toda una sinfonía de gemidos diferentes, devoraros hasta que amaneciera consiguiendo que odiaseis el sol solo por poner fin a la mejor noche de vuestra vida. Podría convertiros en mi esclava, ataros a mi pasión y, sin embargo, renuncio a todo eso en favor de mi caballerosidad y honestidad.

Casi saboreé la amarga decepción, todavía confusa y frustrada que comenzaba a teñir su semblante.

—Mi señora, vuestro plan conmigo jamás funcionaría.

—¿No me deseáis?

Mis ojos se detuvieron en sus labios, carnosos y tentadores. Negué con la cabeza.

—Os deseo, ese no es el motivo —aclaré con voz suave—. El motivo es que no podría cumplir el fin de vuestro plan.

—No… no entiendo.

—Mi semilla no germina en ningún vientre. No puedo ser padre. Me arrebataron esa capacidad a los doce años.

—Pero… os… os he visto…, y parecéis entero, muy entero en realidad.

Sonreí fríamente y sacudí la cabeza alejando recuerdos dañinos.

—El problema no está en el exterior. Por fortuna, mis verdugos no llegaron a castrarme. Una… brutal patada hinchó mis pelotas hasta ennegrecerlas y…, bueno, imagino que debió de alterar algo ahí abajo, porque he tenido amantes habituales y jamás se quedaron preñadas. Con lo cual, a menos que me deseéis por puro placer, no soy vuestro hombre.

La mirada de Cora pasó del horror a la pena y, seguidamente, a una honda desilusión en apenas un fugaz instante, trocando su rostro en un amplio abanico de emociones cambiantes. No supe cuál se superpuso al final, o quizá se unieron las tres, porque sus ojos se humedecieron y su rostro se tensó angustiado.

—O mentís o elegís otro semental —planteé circunspecto.

—Si regreso a Inveraray, acabarán descubriendo mi ardid; si me escapo sola, no tendré ninguna oportunidad.

Alzó la mirada profundamente compungida, con la desesperación desdibujando sus facciones.

—Después de todo, quizá no sea tan malo estar casada con el viejo MacDonald, o quizá en Inveraray encontréis un padre discreto.

Cora negó con la cabeza y tragó saliva con dificultad, estrujando la tela de la falda entre sus dedos.

—Parece que el destino está en mi contra.

—Os sorprendería lo que puede cambiar un destino de un día para otro —recordé poniéndome en pie de nuevo—. Quién sabe lo que acontecerá mañana.

—¿Y si os pido que no me entreguéis a él? ¿Que me llevéis lejos de estos páramos a un lugar donde pueda establecerme sin riesgos, quizá con un nombre nuevo?

Alzó suplicante la mirada, con un deje tan desesperado y afligido en el rostro que sentí casi el impulso de cobijar bajo mi ala su cuidado, si me dejaba guiar por el corazón, pero no era el caso, por fortuna.

—Soy un mercenario, mi señora, y no veo que podáis ofrecerme nada que pueda interesarme.

Cora me fulminó con la mirada, su ceño se frunció con agudo rencor y sus labios se oprimieron en una mueca irritada.

—¿Tenéis alguna virtud? —escupió sardónica.

—Muchas, pero solo las muestro a quien las merece —respondí hierático.

La mujer se recostó contra el árbol más cercano, arrebujándose en su capa verde mientras mascullaba imprecaciones furiosas entre dientes.

—No sé cómo —rezongó con firmeza, acomodándose contra el tronco—, pero lograré escapar de mi destino, lo juro.

—¿Quiere eso decir que puedo comerme yo toda la cena?

—¡Idos al infierno!

—Quizá, pero después de dar buena cuenta de estas liebres.

Tras otra mirada letal y un gruñido rabioso, me dio la espalda intentando dormir.

Me senté de nuevo en mi lugar, cogí un muslo asado del animal y tiré hasta separarlo del cuerpo. Sus deliciosos jugos gotearon sobre la lumbre y liberaron suculentos efluvios que chisporrotearon animosos, ascendiendo en un ondulante humo que se mezcló con la fresca brisa nocturna y el aroma de la leña quemada. Comí pensativo, observando la espalda de la muchacha agitarse contra el tronco buscando una posición cómoda para entregarse al sueño, inquieta y apesadumbrada, imaginaba que barruntando sobre su particular drama, que yo desdeñaba. Seguramente, haber conocido el infierno me arrebataba la objetividad y la tolerancia por problemas ajenos que yo consideraba nimios en comparación.

Procuré reprenderme por mi falta de empatía ante una situación que no consideraba tan trágica, aunque en efecto para ella lo fuera, mas no lo conseguí. Pero claro, ella ni siquiera era capaz de imaginar los abismos que mi atormentada alma había conocido. No obstante, tampoco se planteaba reflexionar si mi comportamiento, por muy brutal que fuera, podía estar justificado. Me había juzgado y condenado sin plantearse nada más, sin ver más allá, sin apenas pararse a pensar de dónde provenía mi feroz odio hacia mi hermano. No, me dije, no merecía ni mi compasión ni mi comprensión y, por tanto, no las tendría. Así pues, no me entretuve en definir lo que me llevó a guardar la otra liebre para ella, pues yo todavía seguía hambriento. Gruñí para mí y me recosté en mi lado junto a la crepitante fogata, envolviéndome en mi capa.

Cerré los ojos y me dejé llevar por el sopor…, un arrullo extraño me envolvió… Olas.

… Todos me seguían, los Grant, Lorna, los MacNiall, pero ninguno debía encontrarme.

Había corrido la voz de mi enfrentamiento por salvar a Ayleen de esos miserables, dada la algarabía que resonaba desde el páramo. Aquello agilizó mi escalada hacia el rocoso promontorio del acantilado. No era muy empinado ni muy alto visto desde el valle, pero la cara que daba al mar era abrupta y cortante.

Ladridos estirados por la ventolera, gritos deshilachados y el silbido de un viento perfumado de salitre y brezo azotaron mis sentidos mientras mis latidos se aceleraban en la carrera.

Cuando llegué a la planicie, me detuve apenas a recuperar el resuello y a tomar con suerte mi última gran bocanada de aire. Miré hacia atrás despidiéndome de aquel hermoso paraje, que bien podría haber sido mi paraíso si no hubieran morado demonios en él. El castillo, de oscura piedra caliza, se alzaba imponente sobre una cresta de roca elevada, dominando su alrededor y rezumando su poderío sobre aquellas cumbres pedregosas, sobre los ondulantes valles herbosos, sobre una costa angulosa de playas doradas y escarpados rompientes. Más allá, el robledal, rodeado de oquedades de roca y riachuelos zigzagueantes y, sobre un suave promontorio, mi árbol, el nogal que me vio nacer, el místico Crann na Beatha, bajo cuya espesa copa había dormido tantas noches, embriagado en llanto, dolor y nostalgia. Solía abrazarme a su rugoso tronco, donde sentía la esencia de mi madre, su latido. Ya era hora de reunirme con ella; aquella madera, aunque cálida, ya no me ofrecía el solaz que tanto ansiaba.

Suspiré y cerré los ojos un instante. Tras de mí, el infierno, el dolor, el vacío, la maldad. Al frente, la libertad, la paz, la esperanza y el amor. Nada me ataba ya a la vida, me había prometido no cumplir los trece años y era el momento de regalarme esa promesa que me había hecho a los doce. Que la muerte me arropara en sus negras alas, quizá tuviera a bien dejarme en los brazos de mi madre, esos con los que tanto soñaba.

Solté el aire contenido y sonreí.

Extendí los brazos y me dejé acariciar por el viento y por el gañido de las gaviotas. Abrí los ojos y corrí hacia el borde.

Un rostro me acompañó, un rostro que había contemplado en un lienzo tantas veces. Ella, la mujer que me había dado la vida y que rezaba para que me recogiera en mi muerte.

Salté al vacío.

Mi estómago dio un vuelco en mitad de la caída. Abajo, una oscura y ondulante alfombra líquida alzó sus espumosos flecos y me atrapó en ellos, sumergiéndome en su interior. Corrientes submarinas me zarandearon violentamente en una nube de pequeñas perlas traslúcidas de aire, arremolinadas a mi alrededor. El frío acuchilló mi piel, con pequeños aguijones gélidos que me acicatearon implacables, mientras las briosas aguas azotaban mi joven cuerpo con su furia. Un desgarrado y sofocado eco se mezcló con el rugir del océano. Frente a mí, una gran burbuja de aire ascendía a la superficie encerrando ese sonido. Al cabo, me apercibí de que gritaba. Mi cuerpo traidor se sacudió frenético mientras el aire escapaba de mis pulmones. Sentí una opresiva quemazón en el pecho y un dolor lacerante presionándolo incesante. Todos mis sentidos se aguzaron, también mi conciencia. La vida escapaba rauda de mí y dolía. El ardor me envolvió, la insidiosa desesperación por respirar aceleró mis latidos convirtiéndolos en puñales que atravesaron mi corazón. Abrí desmesuradamente los ojos y la boca, retorciéndome como un gusano. Comencé a marearme, la vista se me nubló y mi cuerpo empezó a languidecer inerte. Rodeado de una vibrante cortina de burbujas, sentí cómo el mar me acogía en su seno. Era un mar pleno de vida, pero también gustoso de recibir almas entregadas, hermosa puerta a otro mundo, uno quizá más gentil y compasivo.

Entre aquellas aguas verdosas cada vez más oscuras, unos ojos de ónix, grandes y almendrados, surgieron ante mí. Un hermoso rostro acanelado de tierna y conmovida expresión caldeó mi alma, sumiéndola en un regocijo tan apacible que supe que había llegado al paraíso que tanto ansiaba. Ya no había dolor, ni quemazón, ni frío, ya no había confusión ni soledad. Ya no había vida en mí.

Sonreí, por fin era libre.

De repente, otro sonido. Este no escapaba de mí, sino que se introdujo en mi cabeza con la caricia de un arrullo. Era una frase, teñida de cariño, pero con una pincelada tan apesadumbrada y compungida que me alertó.

«Todavía no, mi león».

Y, al cabo, una enérgica corriente de agua me azotó con fuerza y arrastró mi cuerpo como si fuera de trapo, zarandeándolo en varias direcciones con tal ímpetu que todo regresó de nuevo: el dolor, el frío, el miedo, la desesperación, la soledad y la vida. Entre bocanadas de aire, espuma y agua salada, un nuevo grito regurgitó de mi interior más sonoro, más desgarrado y más contrito que ninguno de los proferidos nunca antes por mí:

—Noooooooo…

Y así, un mar ingrato me expulsó con crueldad de sus dominios, llevado impunemente por sus rabiosas olas hasta la orilla. Una orilla en la que sí me esperaban otros rostros, ni amigables, ni tiernos, sin atisbo de cariño en ellos, pero anhelantes de tomarme en sus brazos. Quizá mi destino fuera el mismo, pero el camino sin duda sería más largo y tenebroso. Y, por supuesto, más agónico…

Desperté sobresaltado, trémulo y confuso.

Sentí la sal quemándome en la garganta, el corazón aleteando inquieto en mi pecho y un miedo profundo arraigando en mi mente.

Me refregué burdamente el rostro, descubriéndolo húmedo por acerbas lágrimas. Maldije en silencio e intenté acompasar la respiración. Tenía frío, pero un frío interno e insidioso que brotaba de mi interior.

Respiré hondo, mis pulmones parecían arder y me escocían los ojos. Un escalofrío me recorrió. Me incorporé y miré a la luna, todavía alta en la noche, me sumergí aún jadeante en su resplandeciente halo luchando denodadamente por apartar los recuerdos que siguieron a aquel día. Agité la cabeza y apreté los dientes.

Sentí muchas ganas de golpear algo, de gritar, de correr, un odio intrínseco me sepultó como una losa pesada y fría, me ahogaba, pero esta vez en mi propia rabia.

—Veo que no es necesario que me vengue de vos: los remordimientos ya lo hacen por mí —susurró Cora a través de la oscuridad que nos rodeaba.

Si hubiera podido ver mi expresión, habría descubierto un dolor tan añejo y desgarrador, un alma tan desnuda y vulnerable que habría lamentado en el acto sus palabras. Por fortuna, no me veía y logré recomponerme, alzando de nuevo mi escudo y mi templanza.

Siempre ocurría igual: cuanto más me golpeaban, más me reforzaba, no importaba cuántas veces me tumbara el dolor, yo siempre me levantaba, más tenaz, más resistente, más letal y más duro. Una vez la muerte no me quiso; yo ahora tampoco la quería, la repudiaba como despreciaba a la vida. Solo me tenía a mí mismo y lo que pudiera disfrutar o sufrir de este mísero mundo. Y, por supuesto, lo único que en verdad me animaba a luchar: no partir solo esta vez.

Esta vez los arrastraría al infierno conmigo.

—No son remordimientos lo que perturba mi sueño, mi señora, sino ganas de poder tenerlos.