Capítulo 27

árbol
Una luz con nombre de mujer

Cabalgar juntos por aquellos hermosos prados flanqueados por la magnificencia de cordilleras de brumosas cumbres, verdosas laderas y desfiladeros rocosos era lo más cerca que había estado nunca del paraíso.

Sentir los brazos de Cora rodeando mi cintura y su cabeza apoyada en mi hombro hinchaba mi pecho de una emoción a la que no sabía poner nombre. Solo sabía que aquella luz que ahora guiaba mis pasos provenía de sus ojos.

Cuando me miraba con tanta atención y fijeza, todo se diluía a mi alrededor. No solo compartíamos nuestra pasión, desesperados por colmar esa necesidad primaria que despertábamos en el otro, sino que con nuestras charlas y debates íntimos, compartiendo toda clase de pensamientos, también desnudábamos el alma. Y el alma que descubría en ella me cautivaba más que su cuerpo, y eso ya era mucho decir, pues reconocía que nunca había deseado a ninguna mujer como la deseaba a ella.

Por las noches solíamos conversar ante un buen fuego. Ella siempre insistía en saber cosas de mi pasado, pero yo evitaba los recuerdos escabrosos, haciendo hincapié en anécdotas que la entretenían y la hacían sonreír.

—¿Por qué tu padre no te llevó nunca a la corte?

Cora, que mordía un muslo de liebre asada, se encogió de hombros.

—No lo sé con seguridad, me dejó desde bien pequeña al cuidado de Colin, el primo de Argyll. Solía pasar largas temporadas en el castillo de Kilchurn. No fui una niña fácil —se lamentó con una mueca arrepentida—. Ellos tuvieron mucha paciencia conmigo, sobre todo Colin. Creo que comencé a portarme mal en Inveraray solo para que me mandaran a Kilchurn.

—¿Tu padre no iba a visitarte?

—Rara vez —respondió fingiendo indiferencia, imprimiendo a sus palabras un tono ligero, aunque no me pasó desapercibido en sus ojos un paño sombrío—. Solo cuando lo reclamaba Argyll por temas políticos. Era su… infiltrado.

El deje de desprecio fue tan evidente que tensó sus hombros un instante antes de volver a morder el muslo. Masticó y tragó en gesto tirante antes de continuar.

—Yo al principio corría a su encuentro cuando lo sabía en el castillo, volaba entusiasmada por los grandes corredores de Inveraray hasta el despacho del marqués, para encontrar desidia y malhumor en un hombre que no mostraba ningún tipo de afecto por su hija. Después, si él no me buscaba, yo me mantenía alejada. Saberme rechazada era una cosa; sentirlo en carne propia, otra. Su trato me dolía demasiado.

—¿Siempre fue así?

—Que yo recuerde, sí. Aunque me contaron que en tiempos fue diferente. Algunas parientes de mi madre sostienen que, tras una fuerte discusión con mi ella, poco después de mi nacimiento, cambió radicalmente. Aseguran que mi madre lloró durante días, que enfermó de pena y que, por ello, murió meses después. Otras aseguran que nunca amó a mi padre, y que tras el cambio no pudo soportar estar además con una persona a la que le venció la amargura. A raíz de aquella fuerte pelea, mi padre abandonó el castillo y se marchó a la corte. No volvió a verla con vida.

Inmerso en sus gestos y expresiones, otro rostro me vino a la mente, destellando en ella una sospecha que me sobrecogió.

Admiré el rojo intenso de su cabello, su nariz menuda y altiva y la forma de su boca, amplia y mullida, con su peculiar fruncir de labios cuando algo la contrariaba. ¿Era posible que…?

—¿Tu madre era pelirroja?

—No, era morena con los ojos verdes y rasgados como los míos.

—¿Y tu padre?

—Tampoco, tiene el cabello oscuro y los ojos grises. Creo que tuve una abuela con mi color de pelo.

Presté atención a sus rasgos buscando en ellos coincidencias y similitudes con el rostro masculino que flotaba nebuloso en mi cabeza. Un fogonazo de conocimiento me golpeó con fuerza, encontrando semejanzas más de las imaginadas. Me sorprendió que ninguna persona cercana a ellos hubiera advertido tan evidente parecido. Era imposible probarlo, naturalmente, y desvelar mi conjetura a la ligera, quizá sacando a la luz un secreto tan oculto, traería nefastas consecuencias. Si aquello permanecía en sombras, debía de ser por algo. Pues en aquel momento, y rememorando conversaciones con él, tuve la certeza de que Colin lo sabía.

Cora permaneció pensativa un buen rato, con la mirada perdida en el fuego. Era fácil ver por sus manifiestas expresiones que revivía crudos momentos de decepción con aquel que creía su padre. Decidí ser prudente con un asunto tan delicado y cambié de tema para arrancarla de su abatido ensimismamiento.

—Si me cuentas tu peor travesura de niña, te digo la mía.

Ella alzó el rostro y me sonrió. Arrugó la nariz evocando recuerdos con una sonrisa pícara que me hechizó. Se apartó del rostro rebeldes mechones rizados que acomodó tras su oreja y amplió su sonrisa al toparse con un momento divertido.

—¡Oh, Dios, casi desalojé todo el castillo!

—Vamos —la animé risueño y curioso—, ya veremos si supera a la mía.

—La hija mayor de Colin era una niña estirada y seria, a pesar de tener mi misma edad, por aquel entonces unos once años. Solía pasarse el día leyendo y riñéndonos por corretear por el castillo inmersos en nuestros juegos. Yo siempre estaba con los dos menores, maquinando diabluras entre retos y chanzas. Un día me retaron a hacer salir a Katrina del salón. Solía pasarse el día empotrada en un sillón junto a la chimenea, y aquella mañana llovía a mares. Cogí una rama mojada del patio, la eché al fuego sin que me viera y salí del salón, aguardando en el pasillo tras la puerta hasta oírla toser. Cuando comenzó a hacerlo, entré de nuevo y empecé a vociferar alarmada que el castillo se estaba incendiando, que corriéramos al patio. La sala estaba empezando a ser invadida por un humo espeso y blanco, y Katrina partió a la carrera tras de mí. Evité reírme mientras ella chillaba asustada gritando «¡fuego!» sin parar. Cuando irrumpimos en el patio, solo me acordé de jactarme de mi victoria ante los hermanos, sin reparar en el tropel de gente que entraba al castillo con cubos de agua. Encharcaron todo el salón, empapando el mobiliario y echando a perder muchas cosas, entre ellas, el libro que leía Katrina.

—Armaste un buen revuelo.

Cora asintió con la cabeza, sus rebeldes mechones volvieron a soltarse, balanceándose en torno a su rostro.

—Ese libro le había costado un buen dinero a Colin en Edimburgo. Katrina dejó de hablarme y su madre me castigó a bordar a su lado en los días siguientes, prohibiéndome salir a jugar. Ni tan siquiera podía hablar sin que me preguntaran.

—¿Qué libro era?

Sueño de una noche de verano, de Shakespeare.

—Hermoso libro, aunque prefiero Hamlet.

—Una obra demasiado dramática para mi gusto —opinó ella.

—Depende de con qué se compare.

Cora me observó comprendiendo lo que encerraban mis palabras. Bajó la vista y se alisó la falda.

—Te toca.

—Tendría unos ocho años —comencé—. Por aquel entonces, mi padre acostumbraba a encerrarse en la biblioteca, huyendo de… de su segunda esposa. Yo solía seguirlo y estar donde él estuviera, porque en su presencia, ella se cuidaba de maltratarme. En la biblioteca fingía leer, pero lo que hacía realmente era contemplar el retrato de mi madre con tal expresión desolada y nostálgica que me contagiaba su tristeza y su añoranza. Además de mostrarse apático, su salud menguaba día a día, se quejaba de entumecimiento en el rostro, picor de lengua y malestares estomacales. Un día logré convencerlo de que me llevara a pescar, pero Lorna insistió en que Hector nos acompañara. Yo no quería, deseaba tener a mi padre solo para mí, conversar con él, sacarle alguna sonrisa, disfrutar de su compañía, así que ideé un plan.

Cora se inclinó hacia adelante con el rostro entre las manos, intrigada por mi relato, dedicándome toda su atención. Adoraba embeberme de aquella mirada chispeante y llena de vida, de esa luz que ella despedía caldeándome el interior.

—Pues bien —continué—, esa mañana eché en las gachas de avena una generosa cantidad de infusión de ortiga y semillas de lino, ya sabrás que se utilizan como purgante, con la sola intención de indisponer el vientre de Hector. Pero tan impaciente estaba con mi travesura que no caí en la cuenta de que de esa olla comería toda la guarnición del castillo, incluido mi padre. Puedes imaginar la cantidad de hombres en cuclillas, con los pantalones bajados y gimiendo entre retortijones, que rodearon el castillo, pues no había escusados suficientes. Aun así, logré irme de pesca con mi padre. Yo sujetaba la caña, mientras él me hablaba detrás de unos arbustos al tiempo que defecaba sin parar.

Cora estalló en carcajadas imaginando la escena, la musicalidad de su vibrante risa acarició mis sentidos. Reí con ella, sorprendiéndome de mi propio sonido, tan desconocido por mí. No logré recordar cuándo había sido la última vez que había reído así.

—¡Santo cielo, la tuya es mucho peor! —exclamó entre risas.

—¿Mejoró tu relación con Katrina?

—La verdad es que no. Y eso que intenté enmendarlo, le pedí a mi padre que, por favor, me consiguiera un ejemplar de esa obra en Londres para regalársela a Katrina, en una de sus escasas visitas. Pero nunca se acordó.

Su semblante se apagó de repente, miró el fuego de nuevo y se abrazó a sí misma.

—Quizá debas regresar a Kilchurn cuando yo embarque hacia Mull y regalarle ese libro a Katrina —dije.

Me puse en pie y me dirigí a mi caballo. Extraje de las alforjas un par de libros algo desencuadernados hasta que encontré el que buscaba. Cora me contemplaba intrigada.

Me acerqué a ella y le tendí el volumen. Por fortuna, se conservaba bien.

Ella abrió la boca demudada y cogió el libro entre las manos, admirándolo perpleja.

—«El amor no mira con los ojos, sino con el alma» —recité.

—Aun así, resulta muy placentero mirarte con los ojos —replicó ella cautivada.

A continuación, clavó su subyugada mirada en mí y un ligero rubor asomó a sus mejillas.

—Es una frase de esa obra —aclaré—. El Sueño de una noche de verano de Shakespeare.

—Es una frase preciosa.

—Hay muchas. En realidad, todas sus obras son dignas de alabanza.

—He tenido la oportunidad de leer alguna. ¿Recuerdas más citas?

—«El amor es un humo que sale del vaho de los suspiros; al disiparse, un fuego que chispea en los ojos de los amantes; al ser sofocado, un mar nutrido por las lágrimas de los amantes; ¿qué más es? Una locura muy sensata, una hiel que ahoga, una dulzura que conserva».

Romeo y Julieta —acertó ella sonriente.

Asentí y acaricié su rostro perdiéndome en sus ojos.

—Otra —pidió.

—«No existe nada bueno ni malo; es el pensamiento humano el que lo hace parecer así».

—Hum… ¿Hamlet? —respondió sonriendo entusiasmada.

—Voy a tener que ponértelo más difícil.

Fruncí el ceño pensativo hasta elegir la siguiente cita.

—«Estamos hechos de la misma materia que los sueños. Nuestro pequeño mundo está rodeado de sueños».

Cora oprimió los labios y entornó los ojos recordando los títulos del dramaturgo inglés para aventurarse con alguno.

—¿Macbeth?

Negué con la cabeza sonriente.

La tempestad —respondí hechizado por su embelesada expresión—. Justo lo que provocas en mí cuando me miras así.

—Lean…

Me incliné sobre ella para probar de nuevo su dulce boca, embriagándome de su sabor, deleitándome en cada gemido, en el conmovedor modo en que se rendía a mí, en cómo se estremecía entre mis brazos, vibrando como la cuerda de un arpa. Exploré con denuedo su boca, bebí su almíbar, enredé su lengua, derramando en aquel beso toda la pasión que despertaba en mí.

Nuestras manos comenzaron a buscarse con la misma ansia que nuestras bocas, en ademán impaciente y rudo, desesperadas por despojar de ropa el terreno que debían conquistar, como un mapa virgen sobre el que exhibir un gallardete victorioso por cada palmo agasajado. Cada suspiro era una meta alcanzada, una frontera que se abría a regiones inexploradas, alimentando nuestros anhelos colonizadores.

Desnudos sobre mi manto, nos fundimos en uno solo, y nuevamente hundido en ella, sentí como si mi pecho se abriera, como si mi alma perdida hasta entonces se anclara. Como si algo intangible y mágico nos uniera, envolviéndonos en un brillante hilo de seda, convirtiéndonos en una iridiscente crisálida que nos aislaba del mundo.

Y, mientras me movía en su interior y me sumergía en su arrobada mirada, preso de emociones jamás sentidas, me descubrí más vivo que nunca. Y esa luz que brotaba de sus ojos alejó mis sombras, abriéndome a un mundo nuevo.

Cora ahuecó las manos en torno a mi rostro, sus ojos titilaban llenos de lágrimas contenidas.

—Mi león…, mi negro y hermoso león con ojos de sol.

—Mi gatita, mi fiera y dulce gata roja.

Las lágrimas de Cora resbalaron hacia sus sienes, embargada por el mismo sentimiento que oprimía mi pecho. Besé sus ojos, la punta de su nariz y sus labios con infinita ternura. Tras un instante, comencé a moverme de nuevo tomando su boca con desespero, hasta que el placer convulsionó nuestros cuerpos en un esplendoroso clímax compartido.

Me costó salir de ella. Aquel solo esfuerzo me hizo preguntarme cómo demonios conseguiría separarme de su lado cuando llegáramos a Dumbarton. Y, a pesar de comprender el fracaso de mi plan, en cuanto a mantenerme alejado de todos y de todo, de no crear vínculos, de proteger a los demás, pensando ingenuo que yo no caería en esa trampa, no lamenté haberme dejado llevar, haberme entregado de semejante forma, aunque el destino nos separara en breve. Yo era un prófugo, un hombre condenado por su propio odio, apresado ya en una venganza que debía culminar. Pero, al menos, fuera lo que fuese de mí, ya podría decir que había visto la luz, que había gozado de las mieles de eso que llamaban amor, que por primera vez en mi vida comprendía lo que era estar en el edén. Solo esperaba que Cora tampoco lo lamentara.


Después de tres días de viaje, en los que tuvimos que dar un amplio rodeo por los verdes páramos de Perth, cerca del castillo de Stirling, pero cuidándonos bien de seguir caminos poco transitados, llegamos a los alrededores de Dumbarton.

Aquella quizá fuera nuestra última noche juntos. Saber que nuestro idilio llegaba a su fin nos impedía separarnos. Cora me abrazaba tan fuerte, suspiraba tan apesadumbrada y me miraba con tal intensidad que se me cerraba la garganta. Yo, por mi parte, sentía una aguda opresión en el pecho y una desazón insidiosa por el destino de ella. No podía partir sin convencerla de que fuera a Kilchurn y se acogiera a la protección de Colin, ni permitir que hiciera el viaje sola. Dispondría una escolta para ella. Quizá Rosston y Duncan, barajé pensativo. Y entonces caí en la cuenta de que Colin me debía más de un favor. Quizá no fuera descabellado pedirle en una misiva que se hiciera cargo de Dante. Esa decisión poco aligeró mi malestar, a pesar de saber que estaba haciendo lo correcto. Que ella no me mirara con rencor también ayudaba, algo que realmente agradecí.

—¡Quiero dibujarte! —exclamó de repente.

Y, animada por la idea, salió de mis brazos y se abalanzó sobre las alforjas de mi silla, donde sabía que yo guardaba un cálamo y un recipiente con tinta. Extrajo también un fajo de pergaminos enrollados y, equipada además con una ilusionada sonrisa, se plantó frente a mí con un mohín decidido.

—Solo tienes que mirarme y estarte quieto.

—Difícil empresa, teniéndote tan cerca.

Cora sonrió y negó con la cabeza en gesto admonitorio.

—Necesito poder mirarte cada día para repetirme que no has sido un sueño —confesó en tono estrangulado.

Sus palabras cerraron mi garganta con una emoción que me sobrecogió. Simplemente atiné a asentir, aunque deseé envolverla con mis brazos y no soltarla nunca.

Ella me miró con fijeza, recorriendo con sus ojos de forma pausada y concentrada cada uno de mis rasgos.

Al cabo, abrió el tarro con la tinta, empapó la punta del cálamo en ella y luego la agitó suavemente para deshacerse del sobrante. Tras otra penetrante mirada, comenzó a esbozar trazos con mano firme.

La observé fascinado, admirando su expresión, su concienzuda dedicación, la gracilidad de sus movimientos, la inmutabilidad de su artística evasión, la manera de inclinar la cabeza para empaparse de cada línea de mi rostro plasmándola en el pergamino.

Yo también la dibujaba a ella, absorbiendo con mis ojos sus facciones, memorizándolas a fuego en mi mente, embebiéndome de cada uno de sus gestos, de esa llama ondulada que adornaba su cabeza, de esos ojos del color de una hoja atravesada por el sol. Y, en ese preciso instante, supe que no la olvidaría mientras viviera.

Cuando pareció quedar conforme con el resultado y me lo mostró, no sé si quedé más prendado de su admirable habilidad con el dibujo o del brillo emocionado con que lo contempló.

—Impresionante —murmuré maravillado.

—Ni la mitad de lo que tú lo eres.

—Cora, yo…

—Shhh…, no digas nada. Quiero que te desnudes lentamente y te muestres completo ante mí. Yo también lo haré.

Nos pusimos de pie con las miradas engarzadas, respirando agitadamente.

Ella empezó a desanudar el corpiño de su vestido y yo a soltar el cordón que cerraba mi camisa. Me la quité por la cabeza y la lancé al suelo. Aguardé a que ella se deshiciera del corpiño, contuve el aliento cuando bajó la camisola de sus hombros hasta su cintura, mostrando su torso como yo mostraba el mío. El frescor de la noche irguió sus pezones, tentándome a calentarlos con mi boca.

Entonces yo me desprendí del cinto abriendo la hebilla de mi cinturón para dejarlo caer al suelo, y me dediqué a desatar el cordel de mis pantalones ante su lujuriosa mirada. Ella, por su parte, se llevó las manos a la espalda y comenzó a soltar los lazos de su falda. Cuando cayó a sus pies, salió del rodal de la prenda, solo con la larga camisola arremolinada a sus caderas. Filtró sus manos entre el fino lino y lo hizo descender lentamente hasta desprenderse de toda vestidura, quedando desnuda y expuesta ante mí, tan solo con las medias de fino algodón hasta la mitad del muslo.

Estaba tan hermosa, tan seductora y arrebatadora que mi dureza palpitó dolorosamente hambrienta. La punta de mis dedos cosquillearon ante el anhelo de recorrer aquella aterciopelada piel, y mi boca se secó sedienta de la suya.

Me quité apresurado las botas y los pantalones y me erguí ante ella, estremeciéndome ante su penetrante escrutinio.

—Eres ferozmente hermoso, Lean, tan salvajemente exuberante que cortas el aliento. —Comenzó a acercarse a mí, despacio, acariciando con los ojos cada línea de mi cuerpo—. Ni las cicatrices ni los tatuajes logran opacar la belleza de tu cuerpo.

Empezó a dibujar con las yemas de sus índices los oscuros trazos de los símbolos que recorrían mi pecho en un cordón repleto de arabescos y triquetas celtas, con mi árbol tatuado justo en el centro de mi pecho. Con parsimonia, comenzó a reseguir el dibujo que descendía por ambos brazos, cubriéndolos por completo hasta el dorso de mis manos, donde se repetía el diseño. Un intenso hormigueo erizó mi piel, mi pulso se aceleró.

—Quizá incluso te impriman más magia —continuó cautivada—, la magia de alguien especial, de un superviviente nato, de un guerrero. —Suspiró hechizada—. Te otorgan fuerza y poder pero, sobre todo, resistencia. Tus músculos elásticos y vigorosos desprenden tan apabullante elegancia felina cuando te mueves que subyugan en su contemplación. Emanas tal halo de sensualidad que casi golpea, aturdiendo el juicio de cualquier mujer que te mire. Te envuelve tal aura de misterio que casi no pareces humano, sino una criatura mística y etérea, un sueño que camina y que es capaz de arrebatar la cordura con una sola mirada. Hay tanto dolor en tu alma que no puedo evitar desear paliarlo a fuerza de besos y abrazos.

Se ciñó a mi cuerpo, aferrando con sus manos mis hombros. Sus senos se aplastaron contra mi piel enturbiando mis ya abotargados sentidos.

—Mi león, desearía tanto borrar tu pasado como deseo ahora mismo que se detenga el tiempo.

—¿Qué me estás haciendo, Cora? Siento como si fuera a reventarme el pecho.

—Te ato a mí —respondió atravesándome con una mirada profunda y cargada de sentimientos—, para que ni la distancia ni el tiempo logren sumirme en el olvido.

—Antes me olvidaría de respirar —susurré cerniéndome sobre ella, tan convencido de mis palabras como de que la mujer que tenía entre mis brazos también se había colado en mi corazón.

Hicimos el amor con tan arrobada entrega que no fue un mero acto físico. Fue un pacto sellado entre dos almas, un compromiso eterno forjado a fuego lento en la fragua que encendíamos con cada beso, con cada caricia y con cada una de nuestras miradas, salpicando chispas incandescentes que se grababan en nuestros corazones. Fue una despedida y un encuentro, una peculiar amalgama de sensaciones y sentimientos que flotaron etéreos en la noche, quizá para fundirse en el halo de la luna y así poder contemplarlos cada uno por separado, evocando todas las emociones que nos arrastraban en aquel momento.

Nos atamos bajo las estrellas, bajo aquella gran luna, bajo aquel sentimiento que perduraría venciendo al olvido.