Capítulo 33
Entre aquellos lóbregos muros
… Fue un juicio rápido.
Numerosos testigos me habían visto subir y bajar de la habitación con la meretriz, Fabila, que había acompañado al difunto por el que se me juzgaba. Para mi desgracia, se trataba de un noble de alcurnia, esposo de una gran doña sevillana, pariente del noveno duque de Medina Sidonia, don Gaspar Pérez de Guzmán y Sandoval, hombre poderoso en demasía, condición de protección y respaldo que aprovechaba el sádico al que había matado, creyéndose con la suficiente libertad para desatar su vena macabra con cuanta coína apresara para tales atrocidades.
En la confluencia de la calle Sierpes con la plaza de San Francisco, se alzaba un gran edificio de tres plantas junto a la Audiencia. Era una mole de piedra, donde unos mil presos de toda índole y condición subsistían a base de ingenio o de buenos reales, pues se podía alquilar una celda única por quince reales al mes, evitándote así compartir una celda común, en la que se hacinaban alrededor de trescientos presos en infrahumanas condiciones de salubridad.
Muchos maleantes de baja estofa con buenos dineros conseguían incluso continuar paradójicamente sus actividades delictivas en su reclusión, hecho que se lograba con extorsiones a los guardias. Sin dinero no se recibía sustento siquiera, ni tampoco se podían usar las letrinas. Eso sucedía en la celda común, los pobres desgraciados que no tenían nada que ofrecer malvivían en aquel agujero hediondo haciendo sus necesidades donde habitaban, formando tal charco de inmundicia que se revolcaban en él. Para evitar los castigos de los carceleros, hasta se atrevían a lanzarles bolas de mugre para espantarlos. Yo, por suerte, comencé gozando de una celda privada, recibiendo comida en condiciones y alguna que otra visita de alguna de mis dos hermosas sarracenas para aliviar mi soledad. Afortunadamente, Fabila sanó rápido y volvió a ser la que era.
Además, y gracias a mis conocimientos de letras, pude mantenerme a mí mismo sin la aportación económica de mi maese. Monté en mi celda un scriptorium y empecé a cobrar por redactar cartas y cédulas oficiales a los pobres desdichados que las requerían. En las zonas comunes no solía tener problemas; no supe si fue mi corpulencia o mi fama lo que me evitó alguna que otra pelea, pero nadie se atrevió a importunarme. Tampoco me integré en ningún círculo, sino que permanecí solitario y hermético, indiferente a mi alrededor, excepto aquel día.
Había entrado en la cárcel un jovenzuelo, el típico birlador aprendiz, que, de ser tan buen mozo, parecía una moza. Todavía imberbe, de cabellos dorados y dulces ojos celestes, sus suaves rasgos, todavía inmaduros, le otorgaban un aspecto cándido y femenino que llamó poderosamente la atención de los presos más depravados. Aquel día, y falto de tinta, acudí a la cámara de uno de los carceleros para comprarla. Encontré a Cosme, el guardia, en el corredor, justo frente a su puerta cerrada, un detalle que me extrañó, ya que por lo general solía encontrarse dentro, al frente de los suministros que iba dispensando a cambio de buenos reales. Cuando me vio, se envaró nervioso, dirigió una inquieta mirada a la puerta y, forzando una sonrisa, acudió a mi encuentro para evitar que siguiera acercándome.
—Asad, ¿qué se te ofrece?
—Necesito tinta, tengo mucho trabajo por entregar.
Cosme estiró el rostro en una mueca tensa y compuso una sonrisa incómoda.
—Lo lamento, pero ahora mismo no dispongo de ella. En cuanto la reciba, yo mismo te la llevaré.
—¿Por qué está cerrada la cámara? Me gustaría adquirir otras cosas —mentí. Era obvio que algo estaba ocurriendo dentro, y que Cosme se limitaba a vigilar que nadie entrara. Aquello llamó poderosamente mi atención.
—Pues…, eh…, resulta que la están adecentando.
—Y ¿para eso tienen que cerrarla?
El hombre se rascó la frente confuso y sonrió encogiéndose de hombros.
En ese instante, un gemido doloroso brotó de la puerta. Tras él, una risa sofocada y un sollozo estrangulado llegaron con claridad hasta donde nos encontrábamos.
—Asad, vuelve a tu celda. Esto no te incumbe.
—¿Cuánto te han pagado?
—No quiero problemas, ya acepté el encargo y les cedí mi cámara. Da media vuelta y olvida que has venido hasta aquí.
—Te pago el doble si te largas y regresas dentro de un buen rato.
Cosme abrió los ojos con asombro e incomprensión y con expresión interrogante.
—¿Por qué? ¿Qué piensas hacer?
A pesar de que, el día que había ingresado en prisión, mi máxima había sido mantenerme al margen de todo y de todos, la fuerte intuición sobre lo que estaba ocurriendo en aquella estancia impedía que me mantuviera impasible.
—Es el chico nuevo, ¿no? —aventuré.
—Él u otros, Asad. Ese chico tenía su destino marcado el día que entró por esa puerta.
—Pero resulta que no creo en el destino. Apártate.
Rebusqué en el bolsillo de mi chaleco, saqué algunos maravedíes de plata, que debían de suponer una pequeña fortuna en reales, y se los entregué con gesto seco. Solía llevar una camisola amplia de escribano con un coleto que ceñía mi poderoso pecho, arremangué mis mangas y sorteé al carcelero.
A continuación, pude oír con claridad los repulsivos jadeos que emanaban del interior de la cámara y me aparté apenas para lanzar una feroz patada contra la puerta, que se abrió batiéndose en sus goznes. Ante mí, cuatro hombres, con sus erectas vergas en sus manos, esperaban su turno. El quinto mantenía al joven birlador contra una mesa. Una mano lo tenía agarrado del pelo y la otra aferraba las caderas del muchacho mientras lo embestía. Tan absorto se hallaba en su propio placer que fue el último en apercibirse de mi intromisión. Cerré la puerta tras de mí y me lancé a por el sodomita descargando sobre él toda mi ira. Aquella cruda escena desató todos mis demonios, que liberé sin atisbo de remordimientos. Golpeé con tanta dureza, que el violador cayó inconsciente como un vulgar fardo. No perdí el tiempo, abalanzándome con violencia inusitada sobre los otros, que, conmocionados por mi brutalidad, no tuvieron tiempo de reaccionar. Liberé mi cólera acompañada de mi técnica en el combate cuerpo a cuerpo, de mi época de soldado en la milicia y mercenario en todo tipo de escaramuzas. Y solo me detuve cuando el muchacho, agazapado en un rincón, me lo pidió con semblante despavorido.
Jadeante, me senté en el suelo con la espada apoyada en la pared, los puños manchados de sangre y mi hermosa camisa de fino hilo llena de salpicaduras. Miré a los cinco hombres inertes en el suelo. No supe si estaban vivos o muertos, tampoco me importaba. Una vez que se te acusaba de asesino, considerándote como tal, daba igual la cantidad de gente que mataras: la pena era la misma y nada cambiaba. Y menos si las víctimas eran presos. En cuanto a mi conciencia, hacía tanto tiempo que no me detenía a mirarla…
—Diles a todos que eres mi protegido, no volverán a molestarte.
—¿Ten… tengo que… acudir a vuestra celda?
Negué con la cabeza, respirando agitadamente todavía.
—¿Cómo te llamas?
—Martín Soler.
—Bien, Martín Soler, quiero que me lo agradezcas aprendiendo a leer y a escribir. Si quieres, puedo enseñarte yo; si no, busca quien lo haga. Pero si no te buscas un oficio, acabarás de mancebo en cualquier antro.
El muchacho asintió recolocándose los pantalones, que volvió a atar con un cordel. En su expresión todavía refulgía el miedo.
—¿Por… por qué me ayudáis, señor?
—Porque a mí nadie me ayudó…
El continuo goteo que caía del techo resultaba adormecedor.
Apoyado contra aquel frío y rugoso muro de piedra, abrazado a mis rodillas, escuchaba ensimismado el eco de los pasos que resonaban por el corredor principal. Desde mi pequeño ventanuco enrejado en la parte superior de la celda se filtraba una tenue luz grisácea, pálido reflejo de la plata derramada por la luna. Al menos, el frescor y la brisa de la noche habían logrado disipar el nauseabundo olor de la carne quemada. Las últimas palabras de la bruja seguían resonando en mi cabeza, junto con las imágenes que ella misma había puesto ahí aquel día en su cabaña, atormentándome en una tortura que, de poder aplicarla la Inquisición, sin duda lo habría hecho. Me veía de nuevo perdiendo los estribos, empapado en sangre, convertido en una bestia inhumana, rota y desgarrada, desatando mi ferocidad como nunca. Sin embargo, en aquella espantosa escena, donde en efecto el demonio era yo, no lograba ver lo que había provocado mi locura, pues sabía que aquella visión era futura, y eso era lo más aterrador de todo. ¿Qué situación tan dramática podía llevarme a ese estado, a esa catarsis tan violenta y brutal? Con la certeza además de que aquel acto condenaría mi alma por toda la eternidad.
El sonido hueco de pasos se acercó hasta mi puerta y se detuvo ante ella. El sonido metálico de la llave girando en la cerradura me impulsó a ponerme en pie. Al menos me habían dejado vestirme y, aunque la ligereza del lino de mi camisa no frenaba el helor que brotaba de aquellos muros, como mínimo separaba mi piel del tacto de la piedra.
La puerta se abrió, el orondo carcelero me dirigió una mirada inexpresiva y se apartó para dejar entrar a Stuart Grant. Me pregunté dónde estaría su —gracias a mí— único hijo.
—He pensado que quizá te encuentres muy solo aquí —dijo.
—Siempre tan atento —murmuré sarcástico, poniéndome en guardia.
—Créeme, si tuvieras unos años menos, quizá me ofreciera a hacerte compañía. Sin embargo, prefiero a los infantes, son más… tiernos.
—Y más fáciles de manejar para un cobarde depravado.
Stuart rio mostrando una infecta y ennegrecida dentadura, que contrastó con la blancura de su barba. Sus ojos crueles y pequeños, del color del hielo, despidieron la misma frialdad.
—Es tan solo cuestión de gustos. Sin embargo, he tenido la consideración de buscarte compañeros acordes a los tuyos. Y esto es tan solo una muestra de todo lo que te aguarda cuando estés en mi poder.
Avancé hacia él amenazador. Stuart retrocedió apuntándome con una pistola de avancarga amartillada.
—Podría matarte ahora mismo y nadie me lo reprocharía siquiera, pero no mereces una muerte rápida, bastardo. Además, quiero ofrecerte toda mi atención y mi dedicación. Y Argyll ya me prometió entregarte a mí cuando ajuste unas cuentas pendientes contigo. Lamentablemente, no me queda más remedio que postergar mi diversión. Mientras tanto, me complace saber que esta noche sufrirás un poquito más gracias a mí.
—¡Solo eres un maldito cobarde! Maté a tu hijo frente a tus ojos y no moviste un dedo. Adelante, montón de mierda, venga a tu hijo, disfruté tanto arrancándole su mísera vida —provoqué, deseando que se lanzara contra mí.
Stuart descompuso su semblante en una máscara furiosa y contenida que le hizo apretar los dientes estirando sus facciones. Pero el maldito no reaccionó.
—Voy a decirte lo que haré yo —comencé—. Voy a castrarte como a un cerdo, antes de despellejarte vivo. Voy a arrancarte el corazón y te lo mostraré antes de que mueras, y voy a disfrutarlo.
Grant sostuvo la ferocidad de mi mirada con rictus rígido y trémulo de rabia.
Hizo un gesto al carcelero, que se adentró portando un gran cajón sin tapa del que manaban unos chillidos escalofriantes. A continuación, volcó la caja de madera y ambos se retiraron raudos y cerraron tras de sí la puerta. De ella comenzaron a asomar grandes ratas tan asustadas como hambrientas. Retrocedí pegándome a la pared, respirando agitadamente. Tenían buen tamaño y eran cerca de una docena. Empezaron a corretear nerviosas por la reducida celda mientras emitían agudos chillidos.
Solo contaba con mi astucia, mis manos y mis pies. Si me mordían, podía enfermar y morir, como había visto que a veces sucedía en mi estancia en la cárcel de Sevilla. Esos animales inmundos contagiaban toda clase de dolencias. Antes de que las ratas comprobaran que no podían escapar y reaccionaran con violencia, me abalancé sobre el cajón y lo estrellé contra el muro, con lo que logré convertirlo en tablones astillados. Ahora ya estaba armado.
Me sorprendió lo rápido que comenzaron a atacarme, pues, como si mi olor las atrajera, se precipitaron sobre mí casi al unísono.
Empecé a descargar porrazos con el tablón que esgrimía a diestro y siniestro, golpeándolas en un barrido que les arrancaba chillidos todavía más espeluznantes cuando las reventaba contra los muros. Algunas empezaron a saltar sobre mí, pero logré arrancarlas de mi ropa y apalearlas con saña en el suelo. Tras una breve lucha, aniquilé a todas las ratas. Algunas se sacudían todavía en espasmos, ahogándose en su propia sangre. Asqueado, furioso y exhausto, empujé con el madero los cadáveres de los roedores hasta un rincón, y golpeé con fuerza la puerta hasta que oí de nuevo pasos en mi dirección.
—¡Deja de golpear, maldito! —gruñó el carcelero.
—Necesito hablar con Moira MacNab, ella misma os recompensará generosamente por el encargo. Solo habrás de entregarle una nota. Ella la está esperando —mentí.
—Te juro que si me metes en un lío…
—¿Has visto alguna vez de cerca un ducado de oro?
Un gruñido me respondió, y los pasos comenzaron a alejarse. Apoyé la frente en la puerta rogando que regresara tras reconsiderarlo.
Al cabo, volvieron a sonar los pesados y reconocibles pasos del carcelero, arrastraba un poco el pie derecho.
Por las rejas de la abertura superior de la puerta, me pasó un pliego, una pluma y un recipiente con tinta.
Me puse de rodillas en el pavimento de losas y empecé a escribir la nota.
Supongo que vuestro moretón debe de estar incluso más oscuro que esta mañana, apuesto a que dormís con esa bonita cinta al cuello. También recuerdo el llamativo lunar que luce en vuestro seno derecho cercano al pezón, y quizá se pregunten cómo conozco su posición. Estoy más que seguro que acudiréis a verme para evitar que comience a dar respuestas a preguntas que solo vos podéis evitar que me planteen. Ardo en deseos de volver a veros…
El demonio
Complacido con la misiva, soplé para secar la tinta, la doblé cuidadosamente y se la entregué al carcelero por entre las rejas.
Sin añadir nada más, volvió a marcharse, dejándome solo con mis pensamientos. Elegí el rincón opuesto a donde se amontonaban las ratas muertas, y me acurruqué encogido dispuesto a dormitar algo hasta que la dama en cuestión acudiera a la cita.
El quejido del roce metálico en la cerradura me arrastró fuera de la extraña duermevela en la que me había sumido. Me incorporé ligeramente aturdido y me puse en pie. El estómago me rugía feroz y todos mis músculos retemblaban extenuados. Refregué mi rostro con las palmas de las manos y sacudí con brusquedad la cabeza para alejar el cansancio y el sopor. Debía utilizar de forma debida la única baza de la que disponía para salir de allí aquella misma noche.
Moira MacNab, cubierta con una oscura capa, descubrió su cabeza apartando la capucha y me observó ceñuda y furiosa. Tras una leve inclinación de la barbilla, el carcelero nos dejó solos.
—¿Qué deseáis de mí? —pronunció con arisca impaciencia.
Esbocé una sonrisa sardónica y me acerqué a ella como un gato acorralando a un ratón, taimado y con mirada sesgada.
—Creo que compartimos un mismo deseo —comencé apabullándola con mi corpulencia. Ella retrocedió temerosa—. Que yo desaparezca de este lugar.
La mujer tragó saliva y asintió. Noté cómo fijaba absorta la mirada en mis labios. Parecía que aún deseaba ser la siguiente, por mucho que yo fuera un impostor.
—Y para eso me necesitáis, naturalmente —dijo.
Incliné la cabeza, sonreí de medio lado y chasqueé la lengua.
—Naturalmente —respondí clavando mis ojos en ella—, a menos que deseéis que vuestro esposo y vuestros convecinos descubran vuestras… peculiares aficiones ocultas.
Paseé en ademán distraído un dedo por la curva de su cuello, acariciando la cinta justo en el lugar exacto donde se ocultaba el moretón que le había hecho mi boca. Ella se estremeció en un suspiro profundo y anhelante. No, no era temor lo que sentía… Su mirada se nubló, entornó un poco los párpados, alzó la barbilla y entreabrió la boca liberando un ronroneo revelador.
Acerqué mis labios a su oreja y le susurré:
—Tenéis que sacarme en este preciso instante de aquí u os descubriré antes de que me lleven los ingleses.
—Lo haré, me tenéis en vuestras manos.
Sonreí jactancioso. «Eso quisiera ella», pensé. Me aparté y me acomodé contra la pared flexionando una rodilla, apoyando el pie en el muro y cruzándome de brazos.
Me miró contrariada y confusa. Con gesto distraído, acarició su escote con la única intención de que yo me fijara en su prominente curvatura.
—Estoy esperando —recordé, regodeándome en su incomodidad.
—La noche es larga —musitó ella acercándose—. Y, en mi situación, no veo que pueda rechazar nada de lo que vos me pidáis.
Amplié mi sonrisa y negué con la cabeza.
—No veo qué más puedo exigir de vos, que yo necesite.
La mujer frunció el ceño con frustración, comprobando cómo sus artimañas seductoras caían en saco roto.
—¡Miradme bien! —susurró provocadora, abriendo su escote—. ¿Seguro que no necesitáis nada más de mí?
Se pegó a mi cuerpo y paseó las palmas de sus manos por mi fornido pecho.
—A buen seguro sois la bestia que fingisteis ser —murmuró lasciva.
Comenzó a frotarse insinuante contra mí. Por un momento agradecí su calor, pero cuando ella alzó el rostro buscando mi boca, la aferré por las muñecas y la aparté de mí.
—Las únicas bestias que encontraréis aquí son las que hay en ese rincón.
Dirigió la vista hacia donde yo señalaba con la cabeza y descubrió entre la penumbra de aquel rincón los peludos cuerpos amontonados de las ratas. Dio un respingo y compuso una mueca aprensiva arrugando el ceño. Me fulminó con una mirada resentida, ofendida por mi rechazo, y se dirigió nuevamente a la puerta cerrándose el escote.
—En verdad sois un demonio —sentenció ofuscada.
—Últimamente me lo dicen mucho —repliqué mordaz.
Llamó a la puerta con sus blancos nudillos, donde refulgió el anillo que llevaba en el ritual y que la identificó como persona de alto rango.
—Os advierto que no soy un hombre muy paciente —dije—. Además, tengo hambre, y aunque no de la carne que se me ofrece.
La mujer frunció los labios airada, y sus claros ojos se entornaron en una mirada letal.
—Esta puerta no se cerrará cuando yo salga de aquí —aseguró—. En cuanto a vuestra hambre, como si morís por ella.
Sonreí burlón y asentí en un gesto agradecido. Ya se marchaba cuando espeté:
—Por cierto, creo que el carcelero sí estaría dispuesto a comer… de vuestra mano, lo que no sé es si perdonará el escudo de oro que espera de vos. Y, un consejo: deberíais prescindir de ese anillo o de cualquier otra cosa que os delate, o la próxima vez puede que no tengáis tanta suerte.
Moira miró su anillo, comprendiendo el motivo de que la hubiese marcado. Gruñó furiosa, se lo arrancó del dedo y me lo lanzó a los pies.
—La vanidad y la discreción suelen ser incompatibles.
—¡Idos al infierno! —barbotó iracunda.
—No puedo ir a un lugar del que ni siquiera he salido.
Tras una última daga visual, salió de la celda haciendo ondear su capa.
En efecto, la puerta quedó abierta. Aguardé a que los pasos se alejaran para asomarme con cautela. Tenía que recuperar mi shamshir, mi coleto, mi sombrero de ala ancha y mi capa. Todos mis efectos personales los tenía el carcelero en un baúl. Caminé sigiloso por el oscuro y lóbrego corredor para descubrir que la antesala de entrada estaba desierta.
También era verdad que el único preso era yo. Corrí hasta el baúl, lo abrí y rebusqué mis ropajes y mi espada. Me equipé con todo sin dejar de mirar la puerta de entrada. Por fin envuelto en mi herreruelo de paño, con el que me cubrí los hombros, tocado con mi sombrero y con mi espada al cinto, salí de los calabozos en mitad de la noche, como una sombra agazapada de un rincón a otro. Mi indumentaria ya era claramente reveladora en un país en el que los pantalones no se estilaban.
De pronto, alguien me chitó. Me detuve en seco. Una sombra pequeña atravesó fugaz una bocacalle, fundiéndose en la penumbra de un callejón. Oí mi nombre, pero no el gaélico. Al instante adiviné a quién pertenecía esa rauda y pequeña sombra: Dante.
Me apresuré a cruzar la plaza subrepticiamente, las luces de una taberna cercana derramaban en los adoquines un cerco dorado que debía evitar. Me detuve en la esquina pegándome a la pared de enfrente, resguardándome en las sombras que proyectaban los aleros de las casas, evitando que aquella mancha de luz revelara mi presencia.
Por fin me zambullí en la segura oscuridad de aquel callejón y corrí tras aquella sombra, que me llevó hasta el puerto. Casi nos dimos de bruces con un grupo de gente.
—¡Por Dios, Lean! —exclamó asombrado Alaister—. ¿Cómo demonios has escapado tú solo? Mandamos a Dante a inspeccionar los calabozos para avisarnos de la posición de la guardia.
El pequeño bribonzuelo se abrazó a mi cintura con tal fuerza que me arrancó una soterrada sonrisa. Le revolví el cabello con afecto.
—No hay tiempo para explicaciones ahora, tenemos que huir —aduje apremiante.
—Tenemos el birlinn preparado, las mujeres nos aguardan a bordo.
—¿Dónde están Irvin y Gowan?
—Los despaché —se limitó a responder Alaister con semblante tirante.
—¡Vamos! —urgí.
Corrimos por el muelle hasta el lugar donde la embarcación mencionada capturaba en su única gran vela cuadrada el resplandor de la luna. Subimos a bordo y nos sentamos, cogiendo los remos entre nuestras manos. En la popa estaba Cora, sosteniendo en su regazo la cabeza de Ayleen, que dormía profundamente, imaginaba que todavía afectada por lo acontecido. La mirada de absoluto alivio de Cora le arrancó unas lágrimas que deseé limpiar con mis labios. Volví la vista al frente y cogí los remos de ambos costados, esperando que Malcom, Duncan, Rosston y Alaister tomaran posiciones. Dante se sentó a mi lado, sonriéndome tan emocionado como dichoso.
—Sabía que lo conseguiríais, mi señor.
—Deja de llamarme señor, para ti soy Asad.
Cora, que nos oía hablar en castellano, pareció captar mi última palabra y la repitió ante mi estupor:
—Asad.
Sentir mi otro nombre en sus labios obró el mismo efecto que una caricia. Me giré hacia ella de nuevo y le sonreí.
—¿Así te hacías llamar en Sevilla?
—También es mi nombre, mi nombre árabe, mi madre me puso dos.
—Asad —repitió con tan melosa cadencia que me estremeció—, me gusta. ¿Qué significa?
—Lo mismo que Lean.
Ella se inclinó hacia adelante ligeramente y susurró:
—Mi león.
Cuando me volví de nuevo hacia ella, nuestros rostros estaban tan cerca que el solo roce de su aliento caldeó mi alma.
—Mi gatita.
Nuestras miradas se engarzaron bajo el nácar de una luna menguante, mostrando a través de nuestros ojos todo lo que nos desbordaba por dentro.
Los hombres comenzaron a remar. Me uní a ellos con el corazón aleteando en mi pecho como si de una aturdida mariposa se tratara, una mariposa atrapada en una red que buscara una salida, pero tan subyugada por su sedosa trama que no atinara a escapar.
Enfilamos la proa hacia el estuario para recorrer el fiordo del río Clyde hasta bordear la isla de Arran y salir al mar del Norte, rumbo a Mull. Rumbo a aquel que nunca fue mi hogar, pero, sin embargo, sí mi origen. Con mi misión incompleta, pero con la esperanza de acabarla donde empezó.
Sentí de repente la necesidad de refugiarme bajo la gran copa del nogal que me vio nacer…
Mi árbol sagrado.
El árbol de la vida celta.
El Crann na Beatha.