Capítulo 19
Una máscara en el fuego brillante
Decidimos escondernos en un pinar para pasar la noche, aguardando el día y la finalización de la celebración al dios del fuego.
Beltane era la celebración celta que conmemoraba un cambio de época, de ritmo. Era la bienvenida al verano, un rito pagano todavía muy arraigado sobre todo en aldeas perdidas como aquella, en el que se aprovechaba para pedir la bendición para sus tierras y sus ganados. También se celebraba, sin embargo, el despertar de la sexualidad del joven dios y la diosa madre. Era un día en el que se agasajaba con toda clase de ritos la fertilidad que propiciaban las jóvenes parejas copulando esa noche, tras saltar las brasas y danzar desinhibidos alrededor del fuego. Era una de las noches más mágicas del año, donde los hechizos tenían más poder y los deseos más alcance. Una noche donde campaban libremente toda clase de criaturas sobrenaturales, brujas, elfos, hadas y duendes. La gente más supersticiosa que condenaba el paganismo se protegía cubriendo de sal la entrada de sus casas y establos, seguramente sin ser del todo conscientes de que tan singular procedimiento era tan pagano como aquello que condenaban.
Tras dar buena cuenta de una cena frugal y fría, me arrebujé en mi capa y me cubrí con mi manto al pie de un frondoso pino, sobre un lecho de agujas que sofocaban la gelidez del lecho boscoso, obligándome a no prestar atención a ninguna de las dos mujeres que últimamente tanto ocupaban mi mente. Sin embargo, Ayleen sí me dedicó parte de su atención, ofreciéndome su odre de aguardiente para caldear mi estómago, aunque sin mediar palabra y sin mirarme apenas.
De lo que sí me apercibí fue de las conversaciones susurradas que solían mantener Gowan e Irvin, una amistad que me causaba cierto desasosiego a tenor de las subrepticias miradas que recibía de ellos de tanto en tanto.
Cerré los ojos y me dejé llevar por el sopor. No obstante, no fue oscuridad lo que me trajo el sueño, sino unos titilantes resplandores…
… El ulular de las lechuzas y el suave crujido del bosque bajo mis pies era cuanto oía. El azulado resplandor que pendía sobre la neblina nocturna, opacando unos resplandores dorados, era cuanto veía. Y, aunque en mi fuero interno una voz ominosa me gritaba que diera media vuelta y regresara, la temeraria curiosidad impulsaba mis pasos reforzando mi valor.
Aquella noche, y tras esconderme de otro castigo, nadie me había encontrado. Por fortuna, el acantilado estaba repleto de oquedades y escondrijos donde me había refugiado incluso noches enteras. A la mañana siguiente, famélico y aterido, regresaba en busca del calor de Anna, que me alimentaba y me consolaba. Ya no lloraba en sus brazos, hacía tiempo que no lo hacía ni siquiera a solas. Quizá mis lágrimas se habían agotado, o quizá había terminado entendiendo que, al no aportar solaz, eran inútiles y debilitaban. Mis necesidades básicas era de cuanto me ocupaba, bueno…, de eso y de sobrevivir.
Muchas veces había intentado huir, no eran pocas las ocasiones en que había llegado corriendo a la bahía de Craignure, en plena noche, buscando un birlinn para escapar de aquella maldita isla a golpe de remo. Pero, no bien me alejaba de la orilla, me detenía, miraba la costa y pensaba que, si me alejaba de mis orígenes y moría en cualquier tierra extraña, mi madre no vendría por mí, pensaba que aquel era mi lugar, convertido en un infierno, pero un infierno al que pertenecía y que no abandonaría por mucho que mordieran aquellos demonios. Sin embargo, aquella noche necesitaba escapar, probarme a mí mismo hasta dónde era capaz de llegar y, mientras corría entre la espesura del bosque, mientras atravesaba los rocosos páramos, aquellas hipnóticas luces llamaron mi atención.
Conforme me acercaba, comprobé que esos resplandores salían del interior de la amplia abertura de una cueva entre dos peñascos. También me trajo el viento unos cánticos extraños estirados en espectrales lamentos que erizaron mi piel. Luché contra el impulso de volver, pero una fuerza imperante me arrastró hacia aquel lugar.
El anaranjado y trémulo resplandor de antorchas iluminaba la entrada y, como si ejercieran algún hechizo hipnótico, me adentré en aquella caverna, pegado a una de sus paredes de roca. Los cánticos fueron más manifiestos, reverberando en el eco se convirtieron en aterradores, y me aceleraron el pulso. Me apercibí de una arista en la pared que sobresalía ascendiendo y pensé que podría valerme de la plataforma si trepaba por ella girando el recodo de aquella gruta, de modo que pudiera acechar sin ser visto. Así pues, me encaramé ágilmente y escalé aferrándome a aquel saliente hasta lograr ponerme en pie, ceñido a la pared. Avancé despacio, arrastrando un pie y luego el otro, buscando apoyos con los dedos de las manos en garras y atisbando por encima del hombro. Poco a poco me acerqué al recodo, comprobando que el saliente se ensanchaba lo suficiente para poder colocarme a gatas, y así lo doblé.
No sé qué esperaba encontrar, pero sin duda no lo que mis ojos vieron.
La cueva se abrió a una sala amplia, donde un círculo de antorchas sobre postes rodeaban una especie de altar de piedra y, sobre él, una niña pequeña atada y amordazada. Una figura encapuchada alzaba los brazos, en una de sus manos portaba una daga, una daga que reconocí de sobra, como reconocí ya a la perfección la femenina y rasgada voz que continuaba cantando algo parecido a salmos enfebrecidos. Era una letanía diabólica en una lengua que no conocía. El terror me sobrecogió, pero no por mí, sino por aquella criatura que se agitaba presa del pavor. Otras dos figuras cubiertas con capas y capuchas oscuras contemplaban aquel rito macabro, que pronto se convertiría en sacrificio.
De inmediato, retrocedí, todo lo apresuradamente que pude y, aunque trastabillé de forma peligrosa, logré salir de la cueva. Con el corazón galopando con violencia mi pecho, recorrí los alrededores de aquel peñasco y al fin localicé lo que buscaba: sus monturas.
Desaté las riendas del corcel de Lorna y lo conduje a la cueva.
En el trayecto, recogí piedras y palos que metí en las alforjas de la silla y, cuando llegué a la abertura, me adentré apenas lo suficiente para gritar con tanta fuerza que el caballo se encabritó asustado y relinchó, sumando su alboroto al mío. El eco resonó tétrico por toda la oquedad, como si fuera el anunciamiento de uno de los jinetes del apocalipsis. De inmediato agité las riendas, adhiriendo mis escuálidas rodillas a los flancos del caballo para estabilizarme, ya que mis pies no llegaban bien a los estribos, y dirigí con torpeza al animal hasta la espesura del robledal que había enfrente para ocultarme. No tardó en asomar uno de los hombres encapuchados. A pesar de la negrura que ocultaba su rostro, distinguí una barba cana reconocible. Apreté los dientes y me incliné, enrollando bien mi otra mano a las riendas. A continuación, extraje de la alforja un puñado de piedras que comencé a lanzar con todas mis fuerzas sobre él. Tras oír algunas maldiciones y quejidos, azucé al caballo y me adentré en el bosquecillo, sorteando árboles y cambiando de dirección hasta detenerme tras una colina y aguardar con el estómago encogido.
Oí piafar de caballos y un acelerado galope alejándose raudo. Afiné el oído atento a cualquier sonido alarmante, pero el silencio reinó pesado y opresivo en el bosque. Trémulo e inquieto, me decidí a salir, enfilando al caballo hacia la entrada de la cueva. Antes de llegar al claro, permanecí atento y temeroso hasta que mis nervios despuntados me impacientaron lo suficiente para entrar en la caverna. Tenía la altura suficiente para hacerlo a lomos del corcel y, así, me adentré en aquella gruta todavía iluminada por las antorchas. El eco de los cascos del caballo resonó en mis oídos con la misma intensidad que mis propios latidos y, cuando doblé el recodo, ambos sonidos se detuvieron paralizados.
La niña yacía inerte sobre aquella piedra plana, de la que rezumaban hileras de sangre que goteaban hacia el suelo de la caverna formando pequeños charcos. Su joven pecho mostraba la barbarie sufrida, repetidas hendiduras negruzcas y sanguinolentas se sobreponían unas a otras, con saña y premura. Cerré los ojos mortificado y furioso y ahogué un sollozo seco antes de hacer retroceder a mi caballo y salir de aquel lugar maldito a galope tendido.
Cabalgué toda la noche hasta llegar a la costa norte y allí desmonté, palmeé los cuartos traseros del animal alentándolo a alejarse y me senté en una roca frente al mar.
Nadie me creería, y confesarlo me condenaría. Por qué me conservaba a mí con vida era todo un misterio, seguramente para no privarse del placer de atormentarme a diario. Pero ahora ya sabía que era una bruja, que tenía poder y que, allá donde fuera, me encontraría.
Me embebí del nácar que refulgía en la espuma de las olas chocando contra las rocas, del sendero de plata que la luna tejía sobre la superficie del océano hasta perderse en el oscuro horizonte, y me deseé recorrer esa senda para no regresar. Quizá más allá hubiera otro mundo, un mundo donde no existiera la maldad, un mundo nuevo, lleno de luz y bondades. Quizá.
Quise llorar por esa niña sin nombre, posiblemente robada a algún pescador de Craignure, pero no pude. La imaginé correteando entre risas por aquella nacarada vereda sobre las olas, hacia el otro lado del horizonte, ya lejos del horror y el sufrimiento, pero también de un futuro, del amor de sus padres y de una vida plena. Yo, en cambio, nada dejaba, nada perdía, nadie me aguardaba. Tantas veces la muerte moraba en mis pensamientos que me pregunté por qué no me rendía a ella. ¿Por qué seguir luchando? Y, entonces, la imagen del nogal que me vio nacer acudió a mi mente, el árbol de la vida, el Crann na Beatha, y supe que estaba enraizado a él, como si su savia recorriera mis venas y mi sangre sus nervaduras, como si un hechizo nos hubiera unido en un destino común. Quizá por eso ahora necesitaba tan desesperadamente abrazarme a su tronco, quizá él lloraría por mí liberando la opresión que oprimía mi pecho y estrujaba mi corazón. Solo quizá…
Un pequeño impacto en la frente me despertó sobresaltándome.
Todavía era de noche y la luna estaba alta, por eso, cuando abrí los ojos vislumbré una esbelta silueta entre los árboles. Me incorporé alarmado y eché mano de mi espada. De pronto, algo golpeó con suavidad mi cabeza. Cogí el objeto que cayó al suelo, era una pequeña piña seca. Me puse en pie, descubriéndome abotargado y confuso, dudando si despertar a los demás, cuando la grácil figura se adelantó haciéndome el gesto de guardar silencio y de que la siguiera, antes de desaparecer entre los pinos.
Corrí tras ella adentrándome en la espesura, en una especie de juego extraño, siguiéndola curioso hacia donde quisiera guiarme. Me llegó el suave murmullo del cascabeleo de una risa femenina y seguí el oscuro manto de una larga cabellera que danzaba entre los árboles, presuponiendo quién era la joven que perseguía.
Por alguna razón, me sentí liviano, alegre y despreocupado. Mis labios se curvaron en una sonrisa divertida, casi traviesa, y mi ánimo juguetón y excitado se preñó de un entusiasmo poco común. Sorteaba árboles como si aquello fuera una pillería infantil, siguiendo a esa joven que se escondía tras los troncos para despistarme llamando luego mi atención sobre ella, alentándome a atraparla.
Pero cuando salimos a un claro y vi el círculo de piedras sobre aquella colina con varias antorchas iluminándolo, me paré. La joven, que ya ascendía la loma, se detuvo al ver mi indecisión.
Mis ojos se perdieron en los recuerdos de aquel macabro rito, mis pies retrocedieron, mi sonrisa se desdibujó y mis ojos se agrandaron ausentes.
La mujer se acercó a mí, me cogió de la mano y me contempló extrañada.
Pude verla mejor. Aunque todavía en penumbra, se adivinaba la escasez de su ropa, con su larga melena salpicada de hojas y flores, la corona floral que la tocaba y una máscara extraña, como recortada de la corteza de un árbol, adornada con hojas secas y bayas. Tiró de mí, arrancándome de mi impavidez, y me impelió a ascender tras ella.
En el centro de aquella loma, varias mujeres danzaban semidesnudas, cubiertas con gasas y velos, ocultando su identidad con vistosas máscaras naturales. Algunas se abrazaban libidinosamente entre sí, prodigándose caricias atrevidas y sonrisas lujuriosas. Otra balanceaba un sahumerio esparciendo un espeso humo blanco que se diluía en volutas en su ascenso, como si fueran garras fantasmales que se estiraban para atrapar la luna. Más allá del rodal iluminado, justo entre las sombras, pude oír jadeos reveladores y vislumbrar alguna que otra sombra de cuerpos entregados a placeres carnales.
Dos mujeres se acercaron a mí y me rodearon. Acto seguido, comenzaron a pasear sus manos por mi cuerpo, frotándose insinuantes entre risitas alborozadas.
La misteriosa joven se antepuso y las apartó con decisión, resaltando en ese gesto que yo le pertenecía. Por un momento me sentí una presa en la guarida de un depredador que defendía su captura de la voracidad de sus congéneres.
De repente, la muchacha empezó a cantar y todo mi cuerpo se tensó.
Pero aquel cántico era meloso, con claras notas celtas, una de esas bendiciones paganas convertidas en canciones de cuna que arrullaban y cautivaban por su dulzura. Y eso hizo, atraparme en su melodía.
La mujer me llevó al centro de aquel círculo y, sin dejar de mirarme con intensidad, me soltó y comenzó a danzar ante mí. Sus gráciles brazos ondeaban, sus piernas giraban y saltaban moviendo su cuerpo en un ritmo acorde a su canción. Mis ojos empezaron a recorrer aquel esbelto cuerpo, reparando en su peculiar indumentaria. Tan solo llevaba unas hojas cubriendo sus pechos, atadas a la espalda con un cordel y algo parecido e igual de rudimentario ocultando su femineidad en una especie de fajín tejido de helechos, juncos y flores, con tan débil urdimbre que vislumbré a la perfección la curvatura de sus nalgas y la suave piel de sus caderas. Aquel baile tan entregado y sensual ayudó a que aquel entramado se deslizara para que viera más de lo que ya veía.
Se me secó la garganta comprobar cómo ella misma se acariciaba mientras se relamía los labios y giraba lasciva a mi alrededor. Todo mi cuerpo comenzó a palpitar de deseo, subyugado en su visión, deleitándose en aquella danza que encendía mis sentidos y crepitaba mi ánimo. Tras una de sus muchas vueltas a mi alrededor, se desplazó un poco para coger una de las antorchas y comenzó a trazar figuras luminosas con tan magistral habilidad que admiré de cada movimiento, de cada trazo dibujado en la noche, la pasión y la dedicación que ponía en aquel baile ritual. Tras alzar las manos al cielo en una clara ofrenda a los dioses, se detuvo para mirarme intensamente y, así, a la luz de aquel brillante fuego, tras la adornada máscara de tronco de árbol, reconocí unos hermosos ojos turquesas que rezumaban de deseo contenido.
Se acercó lentamente a mí, depositó la tea en el suelo mientras se desataba el cordel de la espalda y dejó que me embebiera en unos senos altivos, de pezones oscuros y pequeños, erguidos y suplicantes. Me cogió de las manos y las posó sobre sus senos. Los sentí cálidos y suaves en mi palma, y una punzada lujuriosa me recorrió.
Luego se acercó, enlazó mi cuello y me besó, primero tímidamente, después con más arrojo. Abrí mi boca para ella, que se cernió con afectada emoción en busca de mi lengua. La frotó apasionada gimiendo triunfal en mi interior. El beso ganó voracidad, la pasión se desató y mis manos no tuvieron que ser ya guiadas. Contoneé su silueta y la ceñí a mí, tomando el control del beso y bebiéndome cada uno de sus jadeos. Ella comenzó a desnudarme con impaciente necesidad, y su urgencia prendió esa hambre dormida, enmudeciendo cualquier brizna de conciencia, cualquier promesa hecha o cualquier cosa que no fuera volcar en ella todo mi deseo.
Caímos al suelo, yo medio desnudo con ella a horcajadas sobre mí, tan desnuda como el día en que vino al mundo, a excepción de aquella rústica máscara. Apenas reparé en el coro de voces que se alzaban en una extraña melodía que se perdía en la distancia de forma gradual hasta desaparecer por completo.
Tenía la mente embotada y la libido exaltada, pero me apercibí de la soledad que ahora nos rodeaba. Y, entonces, la miré de nuevo. Ella me sonrió seductora y se removió sobre mí. Y, así, apresado entre sus piernas, me recorrió el torso con las palmas de las manos al tiempo que me contemplaba con lascivia. Luego se tumbó sobre mi pecho, tomando de nuevo mi boca. Llevé las manos a sus nalgas y la alcé lo suficiente como para poder penetrarla. Acaricié su sexo comprobando que estaba más que preparada para recibirme y, aun así, quise que mis dedos se regodearan en aquellos suaves pétalos húmedos, arrancándole estirados gemidos de placer. Mientras me besaba, le procuré tan violento orgasmo solo con los dedos que se envaró de forma abrupta sobre mí, sacudida por su clímax. No dejé que se recuperara, la tomé de las caderas y la penetré profundamente, ciñéndola contra las mías. Ella exhaló un sonoro jadeo, arqueó la espalda y empezó a cabalgar sobre mí, atrayendo mis manos hacia sus bamboleantes senos.
El placer me hostigó implacable mientras ella danzaba esta vez sobre mi cuerpo, cimbreando el suyo en cada embestida, acoplándose al mío a la perfección, recibiéndome gustosa y ansiosa en su interior, y gozando de cada empellón. Yo alzaba mis caderas para profundizar la penetración y ella gemía de placer, con la mirada arrobada y las mejillas encendidas. El choque de la carne, la cálida fricción de la cópula, las hambrientas caricias, los resuellos y los jadeos y los besos, tan ardientes como las antorchas que nos rodeaban, desataron mi autocontrol hasta liberarme en un orgasmo brusco y abundante que contrajo mis testículos hasta vaciarlos por completo. Ella se agitaba en otro clímax esplendoroso que acompañó al mío, estallando en un generoso torrente de fluidos que humedeció mis ingles y mi sexo. Sonreí jactancioso: hacer gozar a mis amantes era un don del que me vanagloriaba.
Ambos, jadeantes, nos miramos durante un largo momento.
—He conseguido uno de mis sueños: tenerte en mi interior —murmuró ella con emotiva afectación.
—Ayleen…
—No temas, Lean, ya te dije que solo aspiraba a lograr una de mis ilusiones, y era esta, y en Beltane además, tal y como soñé.
Acaricié su mejilla y ella sonrió. Se tumbó de nuevo sobre mi pecho y acaricié su larga melena castaña mientras acomodaba su rostro en la curva de mi cuello.
—Y, a pesar de haberlo soñado tanto… —comenzó arrobada—, la realidad supera cualquier expectativa. Jamás olvidaré esta noche.
—Creo que tampoco yo.
Entonces me cogió de la barbilla y me obligó a mirarla.
—Esta noche, y sé que solo por esta noche, has sido mío, y, aunque desearía no salir nunca de tus brazos, haber estado en ellos da sentido a mi vida.
La contemplé abrumado por su intensidad, por todo lo que derramaban sus ojos, y descubrí que sus sentimientos eran incluso más fuertes de lo que en un principio había adivinado.
—Desde siempre —contestó a mi muda pregunta—, a veces creo que ya nací amándote.
—Debiste de sufrir mucho entonces —repuse emocionado.
—Mucho, yo también tengo pesadillas —confesó.
Cerré los ojos, lamentando su destino, al igual que el mío.
—Es mala cosa amar a alguien tan roto como yo.
—Es duro, no malo, y no porque una no sea correspondida, sino por saber que aquel a quien amas sufre tanto que nada puedes hacer por ayudarlo. Eso es lo más duro de todo. Cuando te llevaron lejos de aquí, rogué que nunca regresaras, que hallaras la felicidad que tanto merecías, pero cuando supe de tu vuelta, solo pude dar gracias, solo pedí volver a verte y, cuando lo hice, me dejaste sin aliento —sonrió prendada, pasando la punta de sus dedos por mi mentón—. Eres tan hermoso, Lean, tan gallardo, tan condenadamente sensual, te deseé tanto cuando te vi luchar en el patio de Duart en una apuesta… Sin embargo, jamás creí que conseguiría tenerte, pero lo logré. La diosa me concedió mi deseo, y en la noche más mágica del año.
—Todavía es Beltane y lo será hasta que el sol asome, todavía puedes soñar, y yo imaginar que soy un hombre entero capaz de hacer feliz a alguien.
—Me haces feliz a mí con tan solo oírte respirar, no necesito nada más —afirmó ella repasando mis labios.
—¿Qué tal si me escuchas gemir de nuevo?
Sonrió ampliamente y me besó con voracidad. Se apartó apenas para mirarme ardorosa.
—Creo que no hay sonido más maravilloso en la Tierra.
Nos besamos con frenesí, nos entregamos a la pasión, cada cual volcando cuanto sentía, liberando nuestras emociones como un bálsamo curativo, sanando nuestras heridas, como si, en cada beso, en cada caricia, pudiéramos borrar los malos recuerdos compartidos de nuestra niñez, como si el pasado perdiera consistencia en cada roce, en cada muestra de cariño, en cada entrega. Y, así, la noche se agrisó y, culminando nuestro particular rito de bienvenida a la época estival, la tomé en brazos, la cubrí con mi herreruelo y la llevé al campamento antes de que el alba despertara miradas curiosas.