Capítulo 41

árbol
Una korrigan comeniños

Ante nosotros, la isla de Skye parecía surgir del mar como un monstruo legendario de fauces dentadas, recubierto de ondulantes escamas verdes, como un fiero dragón poderoso y de indómita belleza alzándose orgulloso sobre la inmensidad azul que lo rodeaba.

Los imponentes y vertiginosos acantilados, los salvajes valles, las rocosas y puntiagudas colinas y las afiladas montañas se recortaban contra el horizonte en una imagen tan subyugante que cortaba el aliento.

Aquel accidentado relieve poseía una belleza tan arcaica y sobrecogedora que era fácil imaginar habitando en él criaturas tan mágicas como las descritas en las leyendas celtas.

—Me habían dicho que impresionaban sus parajes, y no exageraban —espetó Malcom con acentuada admiración.

Al adentrarnos con el birlinn en el lago Dunvegan, navegando sobre sus serenas aguas, descubrimos el imponente bastión de los MacLeod dominando el lago sobre un promontorio rocoso. Era un castillo de dimensiones considerables, de altos y gruesos muros y resistentes torreones almenados.

—¿Conoces la leyenda de la bandera de las hadas? —me preguntó Cora, sentada frente a mí.

Negué con la cabeza mientras dirigía el timón.

—Cuenta la leyenda —comenzó— que el jefe del clan de los MacLeod conoció a un hada y ambos cayeron locamente enamorados. No obstante, cuando el hada pidió permiso al rey de las hadas para casarse con él, este se lo negó, alegando que el matrimonio con un humano solo le rompería el corazón porque este envejecería y moriría rápido. Sin embargo, ante las lágrimas amargas de ella, el rey finalmente accedió a su petición, pero con una condición: que solo podría estar en la tierra de los humanos durante un año y un día. Durante ese tiempo, el hada y el jefe del clan tuvieron un niño y fueron muy felices, pero el día de la separación llegó y ella se vio obligada a marchar, no sin antes dejarles un amuleto mágico que nadie que no fuera del clan de los MacLeod podría tocar o, de lo contrario, se desvanecería. Se trataba de una bandera mágica que solo podría utilizarse tres veces. Si alguna vez el clan estaba en peligro mortal, un ejército de hadas y duendes acudiría en su ayuda con simplemente ondear la bandera.

—Preciosa leyenda —murmuré dedicándole una amplia sonrisa.

—Esa bandera existe y ha sido utilizada ya —apuntó Malcom—. Y, en efecto, dio la victoria a los MacLeod.

—El convencimiento es una fuerza poderosa —opiné—, esa leyenda es realmente el amuleto en sí. Inspira tanta confianza en las batallas que no puede más que darles la victoria. Nada hay como creer fervientemente en algo para hacerlo realidad. Cuanta más gente comparta una creencia, más poder atraerá.

—¿No crees en las hadas, león?

—Claro que creo: un hada roja me robó el corazón.

—Siempre consigues hacerme suspirar.

Le guiñé un ojo a Cora, estirando una sonrisa pícara en mis labios.

—Consigo más cosas, gatita.

El rubor acentuó el tono rosado de sus mejillas, dándole una apariencia ingenua que desató mi lado más perverso.

—No me mires así, o ese mástil no será el único que alce trapo.

Dirigió su vista hacia mi entrepierna, y tan solo esa curiosa atención despertó a mi «cabezón», endureciéndolo en el acto. Tenía las piernas abiertas y el tartán arremolinado sobre las desnudas rodillas. En la expresión lasciva de Cora adiviné el deseo de meter su mano bajo mi plaid. Esa sola certeza me endureció más aún.

Los hombres conversaban distraídos contemplando la fortificación y comentando batallas entre los MacLeod y los MacDonald.

—Ven, siéntate en mi regazo.

Ella asintió mordiéndose el labio inferior. Se puso en pie y se sentó sobre mis piernas. Sin soltar el timón, hundí mi rostro en su cuello y ronroneé contra su piel.

—Adoro tu olor, es como un soplo de aire fresco en mi alma.

—Lean…

Comencé a besar su cuello. Ella se enlazó a mi nuca y empezó a enredar sus dedos entre mi cabello suelto.

—Gatita —susurré ronco, atrapando entre mis dientes el lóbulo de su oreja—, no puedo estar cerca de ti sin desearte.

—Tampoco yo —confesó en un hilo de voz.

Y, subrepticiamente, tras una mirada libidinosa, metió la mano bajo mi plaid y acarició el interior de mis muslos hasta llegar a mi férrea dureza. Cuando la abarcó con su mano, todo mi cuerpo se estremeció. Exhalé un gemido estrangulado y la miré ardiente.

—Vas a conseguir que los lance a todos al agua para demostrarte lo loco que me vuelves.

—No es mal plan.

Rugí en su oído y mordí suavemente su cuello en venganza. Ella dio un respingo y se rio.

—No me tientes, gatita, o te demostraré de lo que es capaz un león hambriento.

—Sé de lo que es capaz, por eso lo tiento.

Enarqué una ceja provocador y sonreí taimado.

—Me necesitas dentro de ti para sentirme tuyo, como yo necesito hundirme en tu interior para recordarte que eres mía.

—Te deseo a cada instante —musitó contra mis labios. Su aliento prendió mi pasión, su tono enturbió mis sentidos y su anhelante expresión nubló mi juicio—. Me cuesta tanto separarme de ti, no tocarte, no poder mirarte, no oírte… Siento tu ausencia, por breve que esta sea, como si el tiempo se alargara y yo languideciera, marchitándome sedienta. Tu magia es poderosa, león.

Retiré un mechón cobrizo de su rostro y lo acomodé tras su oreja, mirándola arrobado, prendado de aquel gesto enamorado que iluminaba sus hermosas facciones. El verdor de sus ojos resplandeció con intensidad, buscando en los míos ese hilo que nos unía, consiguiendo que compartiéramos idénticas emociones.

—Te amo, mo ruadh.

El hecho de que la llamara mi roja la hizo sonreír abiertamente, aunque sus ojos se humedecieron.

—Te amo, mo dubh.

Acarició mi cabello, repasando con la yema de sus dedos el contorno de mi rostro, embebiéndose de él. Sí, yo era suyo, su moreno.

«Rojo y negro», pensé. Y en ese instante decidí hacer una bandera con esos dos colores, un estandarte que clavaría en nuestro hogar como los baluartes de las grandes casas que se unían.

Sonreí para mí y la besé suavemente. Ella entreabrió los labios y asomó la lengua. No lo dudé, la atrapé y la acaricié con denuedo. Cora comenzó a masajear mi verga, arrancándome gemidos sofocados que ella tragaba. Detecté un cambio de tono en la conversación de los hombres y me aparté de ella.

—Suelta el timón, gatita, no tengo puerto donde encallar mi bote hasta que se despejen las mareas.

Ella me soltó con expresión hambrienta y se frotó contra mi pecho tan insatisfecha como yo.

—Odio las mareas —masculló dirigiendo la mirada a los hombres, que señalaban uno de los torreones.

—También yo.

—Creo que han salido a darnos la bienvenida —avisó Rosston volviéndose hacia nosotros. Por su mirada cómplice, descubrí que se habían hecho los distraídos para concedernos un instante de intimidad.


Tras desembarcar y presentarnos formalmente al capitán de la guardia de Dunvegan, fuimos conducidos en presencia de sir Ian MacLeod Mor, decimosexto laird del clan MacLeod, hijo del gran sir Rory Mor y hermano de Margaret Lorna MacLeod y de Mary MacLeod, la esposa de Lachlan.

Hallarme entre los mismos muros entre los que Lorna había crecido provocó en mí una ominosa sensación de aprensión y malestar que agrió mi garganta y tensó cada músculo de mi cuerpo, impregnándome de una alerta constante y un odio feroz.

Comprobar el parecido de Ian con su hermana no facilitó que me tranquilizara. Me mostré hosco y descortés en mi saludo.

—Vengo a solicitar vuestra ayuda ante un caso de extrema urgencia que os atañe.

El hombre alzó apenas las cejas inquisitivo, pero se mantuvo impasible.

—De ser así, ¿por qué no ha acudido a pedírmela mi cuñado?

—Se encuentra sumido en planes de ataque y no ha podido abandonar Mull, os pide disculpas.

—Imagino que traéis una misiva de su parte, ¿no?

—No hubo tiempo —me limité a responder.

El laird frunció con desagrado los labios, pero asintió.

—Bien, y ¿de qué se trata?

—De vuestra hermana Lorna.

Su rictus se petrificó denotando lo mucho que lo incomodaba aquella mención.

—No tengo tratos con mi hermana, dudo que pueda seros de alguna ayuda.

—Solo necesito dos cosas —aduje con gravedad—: saber dónde está y que la desvinculéis del clan.

No era lo mismo acabar con una MacLeod que con una korrigan sin apellido y sin la protección de un poderoso clan, o mi venganza desataría una serie de represalias injustas.

—Que mi hermana sea la deshonra de mi familia no significa que la deje de lado. Es una MacLeod y, como tal, goza de mi protección.

Ante su oposición, no me quedó más remedio que echar mano de mi ingenio. Recordé la confesión de Lachlan y decidí utilizarla a mi conveniencia.

—En tal caso, y si no renegáis de ella, compartiréis sus cargos.

Sir Ian agrandó los ojos con asombrado temor. Su rostro se oscureció con un velo de inquietud.

—¿Cargos? ¿De qué diablos estáis hablando?

—Fue denunciada a la Santa Inquisición por sus prácticas satánicas y sus sacrificios de sangre en ritos macabros. Pronto será juzgada y condenada —mentí circunspecto.

Con semblante horrorizado, se llevó la mano al pecho. Tomó un colgante con una cruz y la besó fervoroso.

—Nada tengo que ver en eso, desconozco esas prácticas. Este asunto es por completo ajeno a mi persona y a mi clan.

Sonreí triunfal para mis adentros.

—¿Debo entender, pues, que os desentendéis del proceso y le retiráis vuestro apoyo?

Oprimió los labios y asintió con mirada ceñuda.

—No me enfrentaré a la Iglesia. Si habéis venido a llevárosla, vive aislada en una cabaña en Glen Brittle, al sur de la isla, pasada la aldea, en las faldas de la cadena montañosa de Cuillin, el punto más alto de Skye.

»Fue vuestra madrastra —apuntó a continuación el laird.

—Para mi desgracia —señalé cáustico.

—¿Por eso os ofrecisteis a entregarla al inquisidor?

—Solo he venido a hacer justicia, la que vos deberíais haber hecho hace mucho tiempo. Sabéis perfectamente a lo que se dedica, y dudo que, cuando rindáis cuentas de vuestros actos tras vuestra muerte, se os perdone vuestra permisividad e indulgencia con prácticas tan atroces.

El hombre compuso una mueca angustiada y de nuevo besó su crucifijo.

—¡Largaos de mi castillo!

—Necesitaremos caballos y provisiones.

—Tomad lo que gustéis, pero no volváis a poner un pie en mi casa, excepto para devolverme lo prestado.

Compuse una florida reverencia y salimos del gran salón, seguidos por el eco de nuestros pasos en la piedra.

En las caballerizas, nos hicimos con robustos alazanes castaños, y aunque ninguno podría igualar la velocidad de Zill, supe que en aquellas tierras serían más eficaces los caballos resistentes, muy similares a los caballos brabantes de Flandes.

Durante el trayecto hacia el sur, mi mente no dejaba de divagar sobre aquella cruenta encerrona a la que me llevaba el destino. Yo, que había decidido olvidar mi venganza, abrazando la vida y el amor, combatiendo el odio y el dolor, de nuevo me encontraba en aquel camino, no importaban las razones. Sin embargo, el destino sí parecía empeñado en empujarme en los brazos de la venganza. Porque mi principal cometido era poner a Dante a salvo, pero no saldría de Skye sin la cabeza de Lorna y de Stuart Grant bajo mi brazo. Resultaba dolorosamente evidente que jamás alcanzaría la tranquilidad y la felicidad suficientes mientras ellos vivieran, tan evidente como que mi destino estaba atado al de ellos, y ya era tiempo de cortar ese lazo, de liberarme y de rehacer mi vida, y más ahora que tenía el mejor de los motivos. Uno que cabalgaba a mi lado, siempre con una sonrisa de ánimo, una mirada amorosa o un gesto alentador.

Me negaba a pensar en Dante porque a mi mente acudían escenas aterradoras que me provocaban escalofríos, porque la furia hervía de manera tan efervescente que nublaba mi entendimiento, y si algo debía estar era alerta, sereno y confiado.

Tras toda una agotadora jornada de viaje, y tras rebasar un minúsculo reducto de casas que debían de pertenecer a la aldea, divisamos las puntiagudas y rocosas Cuillin, la abrupta cadena montañosa, árida y pedregosa, que predominaba en todo el extenso valle. Supuse que cualquier cabaña, por aislada que estuviera, debería estar cerca de un río, y decidí recorrer la ribera del Brittle hasta dar con el lago que se cobijaba en el posesivo abrazo de la sierra.

Si algo podía culminar la salvaje belleza de aquellos parajes era sin duda aquel cielo de apretadas y esponjosas nubes que filtraban oblicuos haces luminosos de un sol desvaído, proyectándose difusos en brillantes ráfagas verdes que recorrían las laderas alternando sombras y luz, como un foco que cambiara constantemente de perspectiva, consiguiendo dar vida y movimiento a un paisaje ya de por sí impresionante.

Recorrimos el curso del río Brittle sin divisar una sola construcción. Comenzaba a desesperarme cuando en la cima de una colina distinguí una especie de banderín ondeante clavado en su meseta. Me adelanté al galope hasta ese punto y, conforme me acercaba, reconocí la camisa desgarrada de Dante, manchada de sangre, agitada por el viento y atada a un astil.

Arranqué con ruda violencia aquella macabra señal, la lancé al suelo y descendí la loma inspeccionando el terreno. Estaba allí, cerca, en algún maldito lugar recóndito. Cabalgué en torno a aquella colina, seguido por los demás, y fue entonces cuando descubrí un pequeño desfiladero que la atravesaba. Justo en su entrada, una cabaña de piedra y de tejado de turba se erguía cobijada por las altas paredes de roca.

Detuve mi caballo, fijando la vista en aquel punto, al tiempo que sentía cómo la cólera que el amor había logrado adormecer resurgía en todo su esplendor. Una vena latió en mi sien y un acerbo odio pulsó mi corazón. De soslayo, atisbé la fugaz sombra de una silueta en la falda de la montaña, y descubrí con horror que nos habíamos metido de lleno en una emboscada. Flanqueados por aquellas lomas, nos encontrábamos expuestos, con una única salida a nuestra espalda, la entrada en forma de embudo de aquel desfiladero.

Ni siquiera tuve tiempo de reaccionar. Un silbido cortó el aire a mi derecha. Mi alazán se encabritó y, tras de mí, unos gritos de alerta resonaron huecos contra los muros de piedra que nos rodeaban.

Nos disparaban, apostados en las mesetas más cercanas, como si fuéramos pájaros atrapados en una red. Todos nos apresuramos a escapar de aquella trampa, arreando a nuestros caballos. Cora se inclinaba sobre el suyo intentando manejarlo sin conseguirlo. El animal, asustado, se había quedado anclado al suelo. Cabalgué hacia ella y azoté con fuerza a su montura en la grupa, con lo que logré que se lanzara a todo galope hacia la salida. Los disparos silbaban cortantes a nuestro alrededor, acompañados de las risotadas toscas de nuestros atacantes y del agitado relincho de los caballos.

—¡Solo te dejaremos entrar a ti, perro sarraceno!

La voz de Stuart Grant desde lo alto de la colina llegó estentórea y clara hasta nosotros.

—¡Si deseas recuperar al muchacho, ven por él! ¡Despídete de tus hombres o todos moriréis!

Nos detuvimos en la entrada del valle. Rosston gemía dolorido, una bala le había atravesado el costado izquierdo.

Atrapé la mirada angustiada de Cora, que negaba visiblemente. Malcom y Duncan tan solo me contemplaron con gravedad.

—¡Iré yo solo! —grité con fuerza.

Cora aproximó alterada su montura a la mía, fulminándome con una mirada furiosa.

—¡Te matarán! —musitó con voz estrangulada.

—Lucharé por mi vida, pero no dejaré a Dante en manos de esa maldita víbora.

Ella cerró los ojos, las lágrimas brotaron incontenibles. Me incliné sobre su silla, rodeé su cintura y la traspasé a mi caballo, depositándola sobre mi regazo. Se abrazó a mi nuca con desespero.

—Te amo, mo ruadh, y siempre será así. No importa los infiernos que tenga que atravesar para regresar a ti, te encontraré donde estés.

Ella me miró con el ceño fruncido y expresión contrariada.

—No te atrevas a despedirte de mí, no te lo permito, ¿me oyes? —increpó con gesto furioso y voz temblorosa.

Acaricié dulcemente su mejilla, embebiéndome de su turbada mirada, y esbocé una sonrisa tranquilizadora.

—No, nunca me despediré de ti, porque te llevo grabada en mi alma. Volveré, Cora, cuando cierre este largo y oscuro capítulo de mi vida. Solo entonces tendré algo que ofrecerte.

Me abrazó de nuevo envuelta en amargos sollozos, impregnados de miedo y frustración. La rodeé con vehemencia, necesitado de su calor, de ese amor tan inconmensurable que nos unía en aquel invisible hilo mágico e irrompible.

La aparté suavemente y la miré con intensidad antes de dejarla de nuevo en su caballo. Ella emitió un tenue gemido contrito, como si nuestra separación hubiera rasgado parte de su carne con una herida física. Yo me sentía de igual modo, temeroso, desolado y rasgado, pero era hora de regresar al infierno, o para quedarme en él o para cerrar definitivamente sus puertas.

—Aguardadme en la aldea de Glen Brittle, volveré con Dante y con la cabeza de la korrigan comeniños.

Tras una última mirada a Cora, partí al galope, rumbo a mi destino en mitad de un incendiario ocaso.