Capítulo 44
El contrato
Alaister paseaba de un lado a otro sin entender mi requerimiento, sin poder aceptar mi decisión. Y en aquella cabaña abandonada y decrépita tenía que jugar mi última carta.
—Jamás os he pedido nada —musité mirándolos de forma alternativa. La abatida expresión de Ayleen contrastaba con el furibundo rostro de su hermano—. Pero en esta ocasión os ruego encarecidamente este tremendo favor, que sé que supone un duro acatamiento por vuestra parte. Ya he expuesto mis razones y he meditado mi decisión con frialdad y sensatez, y de una manera u otra cumpliré mi deseo.
—¡Maldita sea, tu deseo es sacrificarte! ¿Cómo demonios pretendes que acepte eso?
—Tengo derecho a elegir sobre mi vida. Tengo derecho a no implicar a nadie más en mi infortunio —me defendí contundente—. Tengo derecho a proteger de mí a los que amo y me aman, y hago uso de ese derecho como mejor considere. He decidido morir, pero también usaré mi muerte para procurar seguridad y justicia a mi conveniencia.
—¡Santo Dios, esto es una completa locura! —condenó Alaister, pasándose los dedos por el cabello con gesto crispado.
—Nunca he estado tan cuerdo, te lo aseguro. Y estarlo es doloroso, pero necesario.
Resopló frustrado y se plantó delante de mí mirándome ceñudo.
—¿Qué demonios pretendes de nosotros?
—Necesito que tú busques en Dunvegan o en Portree a un letrado que redacte un contrato.
Ambos me observaron con harto asombro.
—Argyll no solo quiere mi cabeza, sino que también quiere Duart —recordé—. Le daré ambas cosas.
—Lean… —espetó Ayleen apesadumbrada.
—Déjame explicarme —la interrumpí paciente—. En él se especificará que entrego mi vida y mis derechos legítimos sobre Duart a Argyll, dándole la posibilidad de reclamarlos en un enfrentamiento abierto con Lachlan. Dudo que sir Archibald Campbell se someta a la decisión del clan en busca de apoyos que lo proclamen laird y señor de Mull. Para él será mucho más fácil y rápido deshacerse de Lachlan, y es lo que hará para conseguir Duart. A cambio, tendrá que firmar el contrato accediendo a mis peticiones. Quiero que se entregue a Cora Campbell y a sus descendientes una buena parcela de tierra en la isla de San Kilda, con su correspondiente castillo y villa para su señorío. Quiero que se les garantice la completa protección por parte del clan Campbell, estando amparados en todo momento tanto sus derechos como sus necesidades. Y quiero que se les dé la libertad para vivir sin imposiciones por gozar de esos derechos. Quiero elegir el lugar y el momento de mi muerte, así como el modo de hacerlo.
Fijé la vista en Ayleen y añadí determinante:
—También añadiré una cláusula aparte en la que Argyll deberá obligar a Ian MacNiall a renunciar a sus derechos matrimoniales sobre su hija Ayleen, dejando en su mano la libertad de decidir marido o preferir su soltería.
Un ahogado sollozo escapó de los labios de Ayleen, que bajó la cabeza presa de la emoción que la desgarraba.
Alaister parecía también conmocionado y afectado. Su rostro se tensó en gesto frustrado y dolido.
—No quiero que Cora sepa nada al respecto —añadí conteniendo la amargura que brotaba de mí incontenible—. Alaister, te encargarás de que se redacte el contrato tal y como acabo de expresarlo, tendrás que traerlo para mi firma y para que añada las disposiciones respecto a mi muerte. Luego se lo entregarás a Argyll y regresarás con los hombres que el marqués haya elegido. En cuanto a ti, Ayleen, solo necesito que te lleves a Cora a San Kilda y le digas que me reuniré con ella allí cuando logre sortear a los ingleses.
—Cora está muy preocupada por ti y arde en deseos de verte —bufó Alaister ofuscado—. Puedo asegurarte que esta será la misión más dura a la que jamás deberé hacer frente, y que te odio por hacernos esto a los tres.
—El odio es el mejor heraldo del olvido —manifesté apenado.
—No —intervino Ayleen con gesto desolado—. No cuando nace del amor.
Me acerqué a Alaister y posé la mano en su hombro.
—Yo siempre os he querido, a los dos. Y siempre será así, esté donde esté.
Alaister arrugó el gesto en un intento por contener las lágrimas. No lo consiguió, se las limpió rudamente y me miró airado. Sin embargo, me estrechó entre sus brazos.
—Eres el mejor hombre que he conocido y conoceré. Solo espero que, ya que esta vida ha sido tan injusta para ti, encuentres en la otra la paz que mereces.
—Que así sea.
Agachó la cabeza antes de volver a mostrar sus lágrimas y se alejó con los hombros hundidos.
Había traído hasta aquel recóndito lugar una carreta con provisiones tirada por dos caballos y otros dos más atados atrás. Desató un alazán castaño, montó en él y partió a todo galope.
Ayleen observó cómo su hermano se alejaba con una extraña determinación pintando su rostro.
—No puedo, Lean —confesó atribulada—, no puedo hacerlo. Jamás me perdonaría haberte ayudado a morir.
Me acerqué a ella y la abracé, sintiéndome tan culpable como miserable.
—Ódiame entonces, pero no me pidas que viva para sufrir y hacer sufrir. Mi muerte es lo mejor para todos.
—No —insistió ofuscada—. No para mí, digas lo que digas. Yo… te amo y me pides que me arranque el corazón. No es justo, maldita sea.
Tembló de rabia entre mis brazos. Luego alzó el rostro hacia mí con los ojos nublados por el dolor.
—Si pudiera hacerte entender que los que te amamos preferimos mil desgracias a perderte… ¡Oh, Dios…, no puedo con esto…, no puedo! Ten piedad de mí, te lo ruego.
Comenzó a llover y la arrastré hacia el interior de la cabaña, al rincón más resguardado. Me senté en el suelo apoyando la espalda en el muro con ella cobijada en mi abrazo.
—Si me amas, no me condenarás a una vida maldita. Lorna desató el veneno que tanto me costó recluir en un rincón de mi ser. Ahora invade mi cuerpo, presto a saltar en cualquier momento. No deseo que nadie vea nunca el monstruo que puedo llegar a ser, como tampoco deseo ya vivir sabiendo que condeno con ello a los que me quieren. En realidad, ya estoy muerto, Ayleen. Han puesto precio a mi cabeza y Argyll es poderoso, jamás podría vivir en libertad ni hacer feliz a nadie. Siempre sería un fugitivo. Vivir solo supondría atar a los que me quieren a mi destino. Y no lo haré. No hay nada más que decir al respecto. Sabes tan bien como yo que no hay solución posible. Sé que no es fácil aceptar mi deseo, por eso no pediré que me perdonéis por ello.
Ella me abrazó con fuerza, envuelta en un acerbo llanto. Y así nos dormimos, cautivos de la misma amargura.
Un agrisado haz de luz acarició mi rostro, haciéndome parpadear. Lo primero que sentí fue un agudo dolor en la espalda al notar las piedras del muro como puños en mi piel. Lo segundo que descubrí fue que Ayleen ya no estaba entre mis brazos. Y lo tercero es que fuera la tormenta arreciaba con vehemente intensidad.
Abrí completamente los ojos y, atónito, comprobé que ella no estaba en la cabaña. Me puse en pie alarmado y salí al exterior. Ya no estaba la carreta. Un solo caballo soportaba la torrencial lluvia atado bajo un árbol.
Maldije para mis adentros y corrí hacia el animal, que al verme relinchó asustado.
—Shhh…, todo está bien —susurré calmo.
Lo desaté y monté. Sacudí las riendas con vigor y salimos impelidos en un galope veloz.
El cielo descargaba toda su furia sobre nosotros. Apenas amanecía, pero la oscuridad reinante confundía el día con un engañoso anochecer. Ruidosos truenos resonaban huecos sobre mí, como si las oscuras nubes chocaran unas con otras pugnando por su lugar.
Seguí las huellas de las ruedas de la carreta en el barro, espoleando con urgencia a mi montura. Recorrí la extensa pradera como si me persiguieran los jinetes del apocalipsis, hasta que, entre la cortina de lluvia que caía inmisericorde, logré atisbar en la lejanía la carreta en su lento traqueteo.
Alenté al caballo jaleándolo hasta que conseguí ponerme a su altura. Ayleen me miró con malhumorado asombro y azuzó apremiante a los caballos que tiraban del carromato. Al incrementar la velocidad, las ruedas saltaban peligrosamente en el abrupto terreno. Temí que volcara en cualquier momento.
Me incliné con gran riesgo para intentar arrebatarle las riendas, pero ella me lo impidió golpeándome con la fusta.
—¡Detente o volcarás! —le advertí en un grito que la lluvia y los truenos sofocaron.
Y, en ese preciso instante, un espeluznante relámpago azul cruzó el cielo y descargó su fiereza justo frente a nosotros, crispando a los caballos que Ayleen intentaba controlar. Uno de ellos se encabritó desestabilizando la carreta, y vi con horror cómo una de las grandes ruedas se alzaba.
—¡Salta! —grité admonitorio, alargando un brazo.
Con expresión asustada, Ayleen no dudó en saltar hacia mí. Su impulso en mi dirección en mitad de la galopada me empujó fuera de la silla, y ambos salimos impelidos hacia el suelo. Por fortuna, caímos lejos de las patas de mi caballo, que relinchó agitado y se detuvo.
El impacto fue aligerado por el manto de hierba y los charcos que la inundaban. Antes de conseguir ponerme en pie, Ayleen ya corría huyendo de mí.
Entre toda una letanía de exabruptos e imprecaciones, salí tras ella a la carrera, imprimiendo velocidad a mis largas piernas. La lluvia picoteaba mi cuerpo con la tenacidad de un cuervo curioso. Pronto le di alcance y de un salto logré derribarla sobre el encharcado suelo.
Ella se revolvió como una culebra encarándose a mí y comenzó a golpearme con saña.
—¡Quieta!
Traté de aferrarle las muñecas, pero movía tan rápido los puños que no logré apresarlas.
—¡Suéltame, no voy a hacerlo! ¡Te odio, Lean! —gimoteó debatiéndose contra mí.
Una ardiente bofetada me enfureció. Gruñí y conseguí capturar sus antebrazos, que inmovilicé contra el barro.
—¡Me privas de tenerte —me chilló desaforada, con el semblante desencajado y mirada acusadora—, y ahora me condenas a saber que no compartiré el mismo mundo que tú!
Arqueó el cuerpo contra el mío, liberó un brazo y logró arañarme en la mejilla. Maldije de nuevo y la miré furibundo.
—¡¿Eso quieres?! ¡¿Quieres tenerme?!
—¡Sí, maldita sea, eso quiero! Me siento vacía desde el maldito instante en que saliste de mí —me gritó resentida.
Se abrazó a mi nuca y me mordió el labio inferior, tirando de él con hambre.
Me aparté y ella logró ladearse flexionando una rodilla para hundirla en mi entrepierna. Aullé dolorido y me encogí, momento que aprovechó para escapar. Me estiré, conseguí aferrarle un tobillo y la derribé de nuevo.
—¡Aléjate de mí! —bramó luchando con denuedo.
—¡Me quieres dentro de ti, pues me tendrás dentro de ti!
Entrelacé mis dedos con los suyos y, hundiendo nuestras manos en el barro, busqué su boca. Al principio me combatió, rechazando mi beso, pero mi furiosa insistencia terminó doblegándola. La besé con dureza, liberando la rabia por la vida que se me negaba, por el sufrimiento que infligía en los demás, por las muertes no evitadas y por el dolor de un amor truncado por el destino.
Ayleen abrió la boca para mí gimiendo contra mi lengua, dejándose devorar por mi rudeza. Y yo dejé que mi cuerpo gobernara aquel momento de locura desatada. Aparté con hosquedad sus empapadas faldas y me colé entre sus piernas. Me separé apenas para observar su desgarrado anhelo. Me necesitaba en su interior y me tendría allí. Quizá como recuerdo del hombre que no supo quererla como merecía, quizá para grabar en su memoria cada sensación. Mi cuerpo excitado y mi alma atribulada necesitaban de aquel alivio.
La penetré con rotundidad de un fuerte empellón. Ella exhaló un rasgado y placentero gemido y me besó con voracidad.
—Si pudiera retenerte en mi interior por toda la eternidad, lo haría. Aunque no me ames, no me importa —confesó apasionada—. Solo tú me completas.
Empecé a moverme hundiéndome en ella, embistiéndola profundamente mientras gemía perdida en mis ojos, alzando las caderas para acompañar cada uno de mis movimientos.
Su boca me devoraba con ardoroso frenesí, sus manos me acariciaban con hosca desesperación. Ambos liberamos toda emoción constreñida en nuestro interior en aquel acto de feroz entrega, bajo aquella rabiosa tormenta que retumbaba a nuestro alrededor con la misma pasión que nos dominaba.
Todas mis emociones se magnificaron, el dolor pareció brotar a raudales, la frustración me golpeó con inquina y una corrosiva sensación de traición me devastó. Traición a mi corazón, a mi lealtad, a mi rebeldía y, sobre todo, a mi esperanza. También emergió el rencor, no solo hacia mí y hacia mis verdugos, sino hacia el destino que me obligaba a sacrificarme en algo que nadie agradecería nunca. Tuve deseos de gritar, de llorar y de clamar mi agonía bajo aquel cielo lloroso e iracundo, que parecía acompañar mi ánimo.
Ayleen mordió mi cuello y yo arqueé la espalda gruñendo con un intenso placer que al mismo tiempo provocaba un amargo malestar en mí. Con las manos entrelazadas sobre su cabeza y el cabello goteando sobre su arrobado rostro, clavé mis ojos en los suyos derramando un perdón que no esperaba recibir, pero que necesitaba pedir.
Me vacié en ella con un gritó rasgado y ronco, sintiendo cómo su carne se sacudía en marcados espasmos liberándose al tiempo.
Luego hundí el rostro en su cuello y comencé a sollozar incontrolablemente. Ella me abrazó compartiendo mi pena y acompañándome en aquella desolación, oscura y fría, que me atenazaba con tan desmedida crueldad.
Pasamos así un largo instante, dejando que las lágrimas del cielo limpiaran las nuestras, que las afiladas gotas arrastraran nuestra aflicción y que los ensordecedores lamentos de la tormenta opacaran los que emergían a través de nuestro llanto.
Cuando me retiré de ella, completamente empapado, alcé el rostro buscando que el frescor de la lluvia apagara el ardor de mis ojos. Permanecí un buen rato en esa posición, hasta que unos brazos me rodearon por detrás. Ayleen se abrazó a mi espalda en silencio, todavía necesitada de mi contacto.
La tormenta amainó tras un último rugido y, de forma gradual, se extinguió dejando tras de sí un cielo sereno y silencioso.
—Márchate si es tu deseo. En verdad no tengo derecho a pedirte nada.
»Siempre has sido una víctima —añadió—, y yo…, aunque me duela el alma, te ayudaré a que eso cambie.
—Sí, ya es tiempo de ser verdugo de mi destino.
Alaister regresó dos días después con el contrato perfectamente redactado, ciñéndose punto por punto a mi propuesta.
Redacté la cláusula adjunta con las indicaciones precisas sobre el momento y el modo, tras haberlo meditado mucho:
De tal forma, una vez obre en mi poder el contrato firmado por el marqués de Argyll, se ejecutará al día siguiente de la entrega en el lugar denominado Neist Point, en Glendale, isla de Skye, también conocido como la «cola del dragón». La ejecución se llevará a cabo al alba. Mi muerte tendrá lugar al borde del acantilado, efectuada por un tiro en la espalda que me atravesará el corazón. Naturalmente, en presencia de los testigos que el marqués tenga a bien elegir. Por mi parte, estarán presentes Alaister y Ayleen MacNiall, y el abogado que redacta este contrato a efectos oficiales. Tras mi muerte, se les entregará a mis testigos el documento donde se concede la mencionada parcela de terreno solicitada en San Kilda a nombre de la beneficiaria, Cora Campbell, junto con todos los privilegios que requiero para ella.
Ayleen ahogó un resuello emocionado y volvió la cabeza hacia otro lado.
—¿Qué ocurre si Cora lo rechaza? —planteó Alaister.
—Será mi deseo póstumo, y yo… confío en vosotros para que la cuidéis y logréis que entre en razón.
—¿No piensas despedirte de ella?
Había meditado mucho al respecto. Nada desearía más que volver a tenerla entre mis brazos por última vez. Sin embargo, supe que aquel encuentro sería demasiado duro para ambos. También cabía la posibilidad de verla el día anterior, sin confesarle lo que sucedería al siguiente, convencerla de que me esperara en San Kilda mientras me escondía de los ingleses, y así despedirme de ella camuflando la verdad en aquel adiós temporal.
No obstante, era posible que me derrumbara, que ella descubriera la verdad en mis ojos o que pudiera ponerla de alguna manera en peligro. Por otra parte, me aterraba que pudiera contemplar mi ejecución si alguien se iba de la lengua. La conmoción que sufriría podía malograr su embarazo, si en verdad esa posibilidad se cumplía.
Pensar en mi hijo imprimía en mí dos emociones igual de intensas: un férreo orgullo y una creciente amargura. Sería cuanto quedaría de mí en este mundo, y solo pedía una cosa para él: felicidad.
—No —decidí—. Ya le he hecho y le haré suficiente daño.
Alaister me contempló reprobador, manifestando su discrepancia con mi decisión.
—Por mucho que te empeñes en que te odie, nunca lo hará —murmuró Ayleen atribulada.
—Quiero que… —Perdí la voz un instante. Tragué saliva y, tras respirar hondo, agregué—: Quiero que le entreguéis una carta y unos objetos cuando le digáis la verdad.
Alaister asintió cabizbajo. Cogió la cláusula que le ofrecía y la introdujo en el mismo sobre del contrato, que ya había revisado dando mi conformidad y firmándolo al pie. Luego salió de la cabaña sin mirarme y sin pronunciar palabra.