Capítulo 12

árbol
Un duro pulso

Amanecía.

Un sol tímido y perezoso luchaba contra la neblina de la noche, logrando tan solo agrisar su huidizo, aunque remolón, reino.

Cora dormía arrebujada entre mis brazos, ni siquiera se había enterado cuando la había bajado del caballo. Y, envuelto en mi capa me había tendido con ella, manejándola con delicadeza para no desvelarla. No quise preguntarme si era piedad lo que me inspiraba, o quizá temía despertarla por no aguantar su genio. Tampoco reconocí que me agradó tenerla sobre mí, escuchando su respiración regular y oliendo el perfume de jazmín que manaba de su piel.

Comenzó a removerse contra mí, empezó a abrir los ojos aturdida, parpadeando confusa. Cuando logró enfocar la mirada y la fijó en mis ojos, la agrandó al apercibirse de nuestra incómoda cercanía. Apoyó las manos en mi pecho y me empujó ligeramente para apartarme, pero no se lo permití.

—¡Me duelen las muñecas! —se quejó.

—No voy a soltaros.

—¿Tampoco vais a dejar que me levante?

Su boca estaba demasiado próxima a la mía, su dulce aliento avivó un apéndice de mi cuerpo que clamaba su hambre con más llamativa insistencia que mi estómago.

—No sin antes advertiros que no gozaréis de ninguna intimidad hasta que os entregue a MacDonald. No voy a arriesgarme a perderos de vista de nuevo.

La mujer fijó su atención en mi boca, no sé si fue consciente de relamerse sutilmente. Yo sí lo fui, por desgracia. Esa húmeda punta rosada acució mi hambre con un inusitado aguijonazo de deseo.

—Pues… necesito aliviarme.

—También yo —coincidí, «aunque en más de un aspecto», pensé para mí.

Solté mi abrazo y la ayudé a levantarse. Cogí el extremo de la soga que ataba sus muñecas y la acompañé hasta un gran árbol, donde se ocultó tras el tronco para aliviarse. No la veía, pero oí el sonido de su orina y me fue fácil imaginarla con las faldas arremolinadas en torno a sus caderas, agachada y expuesta. Aquello fue suficiente para que mi verga palpitara dolorida. Aproveché el momento para descargarme yo también. Desabroché la bragueta de mis pantalones y la manipulé con dificultad, dada mi firme dureza, para poder sacarla al exterior y apuntar con tino al suelo. Mientras me aliviaba, cerré los ojos e incliné la cabeza hacia atrás, intentando centrarme en pensamientos que enfriaran mi ánimo. No obstante, abrir los ojos y toparme con la arrobada e impresionada mirada de Cora fija en mi sexo altivo fue suficiente para endurecerlo más si cabía.

La muchacha exhaló un gemido sorpresivo y se giró de inmediato.

—Seguro que no es la primera que veis.

—Cubríos, ahorradme semejante bochorno.

Guardé mi abultado pundonor no sin esfuerzo y tiré de la cuerda para acercarla a mí.

—Nada debéis temer de mí, muchacha, no estoy acostumbrado a forzar mujeres, más bien me cuesta quitármelas de encima.

—No sois más que un patán vanidoso y egocéntrico.

—Y un demonio, no lo olvidéis.

Me adelantó airada imaginando que la seguiría, pero yo no me moví y la cuerda, al tensarse, la hizo trastabillar.

Entonces avancé y pasé por su lado con una sonrisa porfiada, guiñándole el ojo.

—No olvidéis tampoco quién tiene el mando.

Su mirada felina me apuñaló con fiereza, las verdosas chispas que despedían sus hermosos ojos comenzaban a resultarme tan atractivas que me tentaban demasiado a enfurecerla.

—Creo que, por fortuna, guardé algo de pan y alguna manzana de la comida de ayer —murmuré dirigiéndome a las alforjas de Zill.

—Yo también llevo comida.

—Eso me ahorrará cazar.

Saqué un buen trozo de pan y corté con mi sgian dubh una gruesa rebanada, que le ofrecí. Cuando nuestros dedos se rozaron, Cora enrojeció y bajó la vista.

Su timidez me hizo dudar si en verdad había consumado el matrimonio con Hector.

Nos sentamos uno frente al otro, apoyados en sendos robles, y comimos en silencio, unidos a aquella soga que había decidido atarme a la muñeca, yo observándola curioso y ella incapaz de sostenerme la mirada.

Su rostro era ovalado, de pómulos altos y nariz pequeña y altiva. Sus labios eran gruesos, hermosamente perfilados, absolutamente embriagadores, perderse en aquella boca debía de ofrecer una experiencia inigualable. Su barbilla pequeña y arrogante, su piel cremosa y pálida, casi nacarada. Y sus ojos…, sus ojos eran dos explosiones de luz en su rostro, dos sesgadas aberturas que lucían dos bellísimas esmeraldas. Un poco oblicuos y almendrados, de mirada felina, enmarcados por espesas pestañas algo más oscuras que su cabello, cortaban el aliento. Su cuerpo, menudo y esbelto pero voluptuoso, invitaba a placeres que posiblemente ni ella sabía que podía ofrecer. En definitiva, era una mujer preciosa y sensual, nada desdeñable a pesar de su intrépido carácter y lo dura que sería la doma. Pues, si se la podía definir con una sola palabra, creo que la más acertada sería indomable. MacDonald tenía por delante un duro reto, eso sí, lo disfrutaría, el condenado.

Tras el desayuno, nos pusimos en camino de nuevo.


El paisaje se transformaba a medida que nos acercábamos al Ben Nevis, tornándose en más agreste y pedregoso. Sinuosos riachuelos descendían de las altas montañas en pequeñas pero briosas cascadas que sorteaban las rocas, buscando un remanso donde descansar.

A nuestra izquierda apareció el lago Linnhe, en cuya superficie espejada y que riela se reflejaba un cielo nuboso rodeado de las cimas de las montañas colindantes, convirtiendo aquel paraje en un goce para los sentidos.

La claridad prístina de las aguas de la orilla invitaba a sumergirse en ellas. Detuve el paso junto al único árbol que había en toda la ribera de ese lado y desmonté polvoriento y cansado.

Me giré hacia Cora. La agarré de la cintura, la posé en el suelo y caminé hacia el lago.

—Necesito un baño, estoy manchado de sangre seca y huelo a sudor.

—Pues atadme a ese árbol y haced lo que os plazca.

—¿No os bañáis conmigo? —inquirí malicioso—. Prometo no mirar, no como otras.

Un intenso rubor encendió sus mejillas y sus ojos centellearon coléricos.

—Idos al infierno, perro sarraceno.

—Suelo ir a donde me place, mi señora, y ahora me apetece nadar.

La até al tronco del árbol y atisbé en derredor para asegurarme de que estábamos solos.

Me desnudé con premura y, armándome de valor, decidí introducirme en el agua a la carrera. Imaginaba que la temperatura sería como cuchillos en mi piel, y así fue. Dejé escapar una sonora exhalación cuando las aguas llegaron a mis partes nobles y me lancé de cabeza al fondo, donde braceé para alejar el helor de mis miembros. Tras un instante, emergí de nuevo y nadé con soltura. Adoraba el agua, nadar, sumergirme en aquel líquido elemento. Daba igual si era el mar, un lago, un río o una cálida terma, estar en contacto con el agua me relajaba como ninguna otra cosa.

Regresé a la orilla y, con el agua por las caderas, comencé a refregar mi cuerpo, lavándolo con profusión. Recordé que llevaba una buena porción de mi jabón de mirto en las alforjas y salí a por él. Busqué la mirada de Cora para beber de su pudor, aunque sabía que estaría mirando para otro lado, al menos mientras yo pudiera sorprenderla. Así pues, pasé por su lado ignorándola y rebusqué en los talegos de la silla. Extraje el jabón y de nuevo me dirigí al lago.

Allí, lo humedecí y lo froté contra mi mano haciendo espuma. Me lavé el cabello, los brazos, el pecho, el vientre, la entrepierna y la espalda que podía abarcar. Solo pensar que Cora estaría contemplándome me excitaba lo suficiente para endurecerme de nuevo. Atisbé con disimulo entre mis brazos alzados mientras frotaba mi cuero cabelludo. Cora tenía los ojos fijos en mí. Sonreí travieso.

Tras un último chapuzón con el que me aclaré y disfruté de unas cuantas brazadas más, salí del lago con paso tranquilo, sacudiendo la cabeza con vehemencia, como un animal mojado.

—El agua está estupenda, todavía estáis a tiempo —la animé pasando otra vez por su lado.

—¿Os produce algún tipo de placer banal exhibiros con tanta desvergüenza?

—La desnudez me parece algo natural de lo que no deberíamos avergonzarnos —respondí quedo, secándome con mi capa—. He visto muchas mujeres en cueros, puedo aseguraros que no me vais a impresionar. Además, las gatas salvajes no son de mi agrado, como ya os dije.

—Ninguna gata en sus cabales soportaría que la tocara un perro descreído y tan jactancioso como vos.

—No me subestiméis, mi señora, no gozaréis de las mieles de mi cortejo, pero no dudo ni por un instante de que caeríais presa de él como las demás.

—Antes muerta —barbotó con firmeza.

Me cubrí con los pantalones y, con el pecho desnudo, me acerqué a ella, con la larga melena goteando por mi torso. Compuse un gesto grave y seductor, alzando mi ceja izquierda y sonriendo de medio lado. Apoyé la palma de la mano en el rugoso tronco justo por encima de su cabeza y me incliné hacia su boca sin llegar a rozarla.

—Ni imagináis los oscuros placeres que puedo procuraros.

Aparté su espesa melena roja tras su oreja y aproximé mi boca a ella para susurrar su nombre.

—Cora, sería vuestro amo si me lo propusiera.

A continuación, me aparté ligeramente para mirarla a los ojos y encontré en ellos la subyugación que buscaba. Su mirada se había oscurecido, sus labios se habían entreabierto anhelantes, y su expresión abrumada me regaló el triunfo que buscaba.

Me separé de ella, me vestí con la camisa, me dispuse el coleto de cuero con faldones, escurrí mi larga cabellera y la até con un cordel.

—Vos seríais mi perro si yo me lo propusiera —adujo altanera mientras la liberaba del árbol—. Vos seríais quien caería rendido a mis encantos.

—¡Ah! Pero ¿tenéis alguno?

Aprovechó la limitada libertad de la soga para abofetearme. Sujeté sus muñecas a la espalda y la pegué a mi pecho.

—De momento, no os encuentro más que defectos.

Se agitó furibunda intentando zafarse, revolviéndose como una gorgona.

—Señora, no os refreguéis tanto contra mí, a cierta parte de mi anatomía parece gustarle.

Se detuvo en el acto, todavía congestionada por la furia, jadeando ofuscada y consternada por el efecto que provocaban en mi cuerpo sus arrebatos.

—Sois el ser más despreciable que he conocido nunca.

—Os equivocáis, os casasteis con el más abyecto.

La tomé en brazos mientras golpeaba mi pecho con los puños y pataleaba sin parar. Luego la subí a lomos de Zill, lanzándole una feroz mirada admonitoria mientras montaba tras ella.

—Hector era un hombre bueno —refutó girándose hacia mí con lágrimas en los ojos.

—Rezad porque no os cuente cómo era el verdadero Hector —insistí cortante.

Arreé mi montura y la puse al galope. Notar el temblor del cuerpo de Cora sumido en un llanto silencioso fue una dura prueba, pues por alguna misteriosa razón, sentí el impulso de consolarla. Ella no era culpable de nada, tan solo víctima de un destino injusto. Sin embargo, pronto la dejaría atrás y seguiría mi venganza, ¿tenía derecho a ser tan duro con ella? ¿A jugar tan impunemente? Reflexioné sobre aquello durante toda la cabalgada, decidiendo mostrarme cortés, distante y respetuoso, evitando así importunarla causándole más pesar del que ya sentía.

Volví a localizar un grupo de huellas junto a un peñasco al pie de la inmensa cordillera que estaba rodeando con la esperanza de que me llevara a alguna villa o cabaña donde pudiera obtener información y reponer víveres.

Pero parecía que aquellos agrestes parajes no estaban habitados. ¿Dónde demonios se habían metido? Y ¿en qué condenado lugar se encontraban las tierras del clan MacDonald?

A un lado, las altas cimas del Ben Nevis recortadas contra el firmamento, y al otro, el lago Linnhe, donde las nubes parecían flotar esponjosas en su superficie. Enfilé hacia el interior, donde las lomas comenzaban a cerrarse en desfiladeros, sin atreverme a atravesar ninguno, pues prefería rodear la cordillera en campo abierto.

Cayó la noche y elegí una abertura amplia en un promontorio rocoso, parcialmente cubierta por frondosos abedules. Un riachuelo zigzagueaba cerca descendiendo hasta una serie de pozas en la roca, envueltas de verde hierba. Un buen refugio, me dije desmontando. Cora se tambaleaba en la silla; había resistido todo el trayecto despierta, luchando por no apoyarse en mí. La cogí de la cintura y la bajé, ya la soltaba cuando sus rodillas flaquearon. Se disponía a desplomarse cuando la aferré de nuevo en brazos, la ceñí dulcemente contra mi pecho y caminé con ella hacia la abertura en la roca.

—Vuestras palabras son hirientes, vuestra actitud arrogante y brusca —musitó medio adormecida, apenas lograba mantener los párpados abiertos—. Pero algunos de vuestros gestos son delicados y tiernos. Sois un raro demonio.

—Todavía queda algo de piedad en mi corazón, después de todo.

La mujer me miró con extraña curiosidad, como si me viera por primera vez.

—Pero yo… os odio igual —confesó, aunque esta vez sin saña en su tono.

Enlazamos las miradas profundizando en nuestras emociones. Yo permanecí hierático, aunque su penetrante inspección empezaba a turbarme. Ella, en cambio, mostró una confusa amalgama de sensaciones tan desgarradoras que tuve que apartar la vista y fingir indiferencia.

—Sí, ya sé que nada os placería más que matarme con vuestras propias manos.

—No, no quiero mancharme con vuestra sucia sangre bastarda.

Me detuve en seco, fulminándola con la mirada. Apreté los dientes ante la ofensa, y el recuerdo de mi madre me desbordó. Tuve que dejarla en el suelo y controlar la ira.

—Yo no soy ningún bastardo, pequeña arpía. Mi madre fue la primera esposa legal de mi padre, Eachann Mor MacLean, laird de Duart y señor de Mull. Y yo soy su primogénito, Lean MacLean, Asad para los que me quieren.

La muchacha abrió los ojos casi con semblante arrepentido, consternada ante mi dolida reacción.

—Mi madre era la mejor mujer del mundo, lo sé, y no la conocí. En cambio, sí conocí a la peor mujer del mundo, la madre de vuestro Hector. No creo que la superéis por mucho que os esforcéis en ello.

—Yo…, él me dijo que…

—No sé cuántas mentiras vertió sobre mí y no me importa. No quiero que volváis a nombrarlo. Odiadme cuanto queráis, pero evitad dirigiros a mí para ofenderme, u os juro por cuanto soy que os amordazaré todo el camino y os ataré como un maldito bulto. Maté a vuestro repugnante esposo y volvería a hacerlo mil veces más y de mil formas diferentes. Así que aguantad un poco, pronto os libraréis de mí.

Las lágrimas se acumularon en sus ojos, su expresión compungida me conmovió, pero no estaba dispuesto a demostrárselo.

Tiré de ella hasta el fondo de la oquedad y me tumbé envuelto en mi manta, dejándola decidir dónde quería dormir. Imaginaba que todo lo lejos que la cuerda le permitiera, pero me equivoqué. Se tumbó a mi espalda, quizá buscando mi calor. No llegó a rozarse conmigo, pero podía sentir su aliento en la nuca y sus ojos clavados en la espalda. Y así logré dormirme…

Esta vez, los demonios consiguieron saltar mi muralla…

—Elige la que más te guste, Hector.

El malnacido me miró con una sonrisa pérfida en los labios y escogió una daga afilada, entre todos los utensilios cortantes que Lorna había dispuesto sobre la mesa para el castigo, y se la entregó a su madre.

—Quiero hacerlo yo, madre.

La bruja sonrió orgullosa y le entregó la daga a su vástago.

—No cortes demasiado, apenas un tajo con el filo, largo si lo deseas —le aconsejó como si le indicara cómo limpiar un conejo.

Me agité en la silla. Estaba fuertemente atado, con los brazos amarrados a los brazos del asiento, por completo aterrado ante el desproporcionado castigo por haber mirado mal a Hector, según él. No era la primera vez que me torturaban por alguna de sus mentiras, por lo que solía evitarlo y, si pasaba por mi lado, de inmediato bajaba la vista para no soliviantarlo. No obstante, ahora comprendía que daba igual, que su afición era procurarme dolor, que era tan monstruoso como su madre.

Lorna le indicó mis antebrazos expuestos y, sujetándome todavía más las muñecas, lo alentó a empezar.

—Puedes hacer el dibujo que se te ocurra, así llevará tu marca siempre.

Hector sonrió de nuevo, esta vez ilusionado.

Y, así, el pequeño sádico comenzó su tarea. Rasgó mi piel con la punta del cuchillo algo inclinada para calcular la profundidad y se dedicó prolijamente a grabarme su inicial. Apreté los dientes cuanto pude para contener el dolor, hilillos de sangre recorrían mi piel hasta remansarse en la palma de mi mano, desde donde goteaban al suelo.

—Graba mi inicial en el otro brazo, que no se olvide nunca de su familia —pidió Lorna con semblante complacido y rictus cruel.

Hector pasó al otro brazo y cortó en mi piel una «M» y, debajo, una «L».

—Perfecto, ya verás como empieza a respetarnos —alabó su madre.

—¿Puedo dibujar algo en sus partes?

Lorna pareció meditarlo un instante, durante el cual el terror más absoluto me sepultó dejándome sin resuello.

—No, querido, tengo otros planes para esa parte —dijo, y me sonrió asquerosamente lasciva.

—Es más grande que la mía —se quejó pueril el gusano—. Y eso no me gusta.

Lorna revolvió con cariñoso el pelo a su hijo, obligándolo a mirarla.

—Hector, es un año mayor que tú, es todo. Por eso es más grande y fuerte, pero pronto lo igualarás en altura y en más atributos, solo has de tener paciencia. Ahora ve a jugar a tu cuarto, pronto cenaremos.

Obediente, dio un beso a su madre en la mejilla y abandonó aquella minúscula celda en las olvidadas mazmorras, donde, por mucho que gritara, nadie me oiría.

Lorna se puso en pie frente a mí y, con movimientos que pretendía que fueran sensuales, comenzó a deshacer la lazada del corpiño de su vestido, liberando así sus pequeños senos. Llevó su mano a la mía y empapó dos de sus dedos en la sangre acumulada en mi palma. Acto seguido, manchó sus pezones con ella con una sonrisa lasciva. Los tiñó de rojo frotándolos con insistencia entre gemidos, y luego, tras coger como precaución la daga, la presionó contra mi cuello y acercó sus pezones a mi boca.

—Lame tu sangre, bastardo, déjamelos bien limpios.

Sentí la punta del cuchillo oprimiéndome la piel de la garganta y, con lágrimas de frustración quemándome en los ojos, entreabrí los labios.

Degustar mi propia sangre no fue tan repugnante como oír sus gemidos. Y en ese momento pensé que tenía ante mí la mejor oportunidad de acabar con mi tragedia. Si la mordía con saña, ella hundiría el cuchillo en mi cuello y pondría fin a mi calvario. Una de las veces en que el endurecido pezón rozaba contra mi lengua, cerré con fuerza los ojos, preparándome para lanzar un feroz mordisco.

—¡Señora! ¿Estáis ahí? Acaban de llegar los Grant.

La voz del mozo de cuadras la apartó oportunamente de mi lado. Se recolocó el corpiño con premura y salió de la celda. El eco de sus pasos en la piedra fue desapareciendo de forma gradual. Luego, el quejido de una cerradura al girar dio paso a un ominoso silencio, tan solo roto por el esporádico goteo que rezumaban algunos bloques de piedra.

Incliné la cabeza sobre mi pecho y sollocé con violencia, liberando cuanto sentía. Mi llanto me desbordó desembocando en una frase que gritaba repitiendo sin cesar:

—¡Maaadreeee, llévame…, llévame contigoooo…, te lo ruego!

Acabé rugiendo un alarido desgarrador de puro dolor y necesidad, tan profundamente desamparado me sentía. Ya ni la muerte ni el fantasma de mi madre me ofrecían al menos una salida, solo me tenía a mí mismo. Y yo mismo debía otorgarme la única salvación que tenía a mano. Ni los MacNiall ni el recuerdo de mi madre me retendrían… Ya no…

Unos brazos me rodearon con fuerza desde atrás. Intenté apartarlos todavía medio dormido, me giré sobresaltado y me topé con un rostro asustado y preocupado que me susurraba algo que mi mente todavía no podía comprender.

Unos dedos limpiaron las lágrimas de mis mejillas, acariciando mi rostro con extrema ternura. Parpadeé confuso y procuré esquivar su contacto, pero esas manos, aunque pequeñas, eran firmes. Atraparon mi rostro en ellas, buscando mi mirada.

—Shhh…, ya pasó, tan solo es una pesadilla. —La voz de Cora me devolvió a la realidad de la abertura en la roca, donde apenas despuntaba el alba, aclarando el manto de estrellas que nos envolvía—. No soy vuestra madre, pero dejadme abrazaros, estáis temblando.

Volví a dormirme acunado por una mujer que había decidido odiarme y a la que tendría que esforzarme por odiar yo.

En sus brazos, en su calor y en sus susurros, los demonios se diluyeron, al menos aquella moribunda noche.