Capítulo 23

árbol
Como aquella vez

Partimos al alba, con el estómago lleno y un Irvin algo más sosegado, quizá porque la cama de Maddy, o más posiblemente su compañía, obró maravillas en su ánimo. Aun así, sus miradas hacia mi persona continuaban derramando un acusado resentimiento.

Las ondulantes colinas se dibujaron amables contra un cielo cambiante. Aquella hermosa transición de la noche al día era el despertar de un fuego adormecido que adquiría brío de forma gradual, en un espectáculo tan hermoso que cortaba el aliento.

Inmerso en mis pensamientos y con Dante delante de mí, todavía adormecido contra mi pecho, cabalgué afianzando una nueva decisión: no decidir por nadie excepto por mí mismo. Siempre y cuando fuera honesto con los demás, cada cual que obrara como mejor le pareciera. A excepción de Dante, no asumiría ninguna otra responsabilidad. Nada podía hacer para aligerar el abatimiento de Ayleen salvo abrazarla y bromear con ella, simplemente porque me nacía hacerlo y bien sabía cuánto lo necesitaba. Respecto a Cora, había de reconocer que buscaba demasiado a menudo su mirada y que, cuando la encontraba, solo hallaba aversión en ella. Sin embargo, cuando la sorprendía observándome, justo antes de que enarbolara su escudo de hielo, sus bellos ojos refulgían con un evidente brillo de anhelo en ellos. Un anhelo que yo compartía y ocultaba convenientemente, como escondía mi desagrado al comprobar cómo ella se dejaba agasajar y complacer por Alaister. Y, aunque ella reía con él, conversaba distendida y parecía agradarle su compañía, no lo miraba como me miraba a mí.

Todavía recordaba el sabor de sus labios, el suave tacto de su piel, cada grácil curva de su cuerpo, y me resultaba inevitable desear volver a tenerla en mis brazos. Solo un pensamiento apagaba mi deseo, y era recordar que ella había estado en los brazos de Hector, que, aunque no la hubiera tomado, seguramente la habría besado. Un beso robado en la intimidad de algún cuidado jardín de Inveraray, o quizá en un rincón de algún salón, un beso previo al compromiso. Y, con ese convencimiento, todo mi febril ímpetu moría al instante.

Algunas noches, y tras seleccionar algunos artículos de su alforja que metía en un saco, Ayleen desaparecía. La primera noche, preocupado por su bienestar, decidí seguirla, pero Alaister me detuvo.

—Déjala, Lean, ya sabes cómo es. Ella tiene sus ritos particulares, hace ofrendas a la naturaleza, pasea un rato y regresa. Lo necesita, no te preocupes, sabe cuidarse.

Pero aquella mañana no regresó.

Llevaba tiempo despierto, aguardando como cada noche el regreso de Ayleen, inquietándome gradualmente conforme se aclaraba la noche sin oír sus pasos.

Me puse en pie, me ajusté el cinto, guardé mi manto, me calé mi sombrero de ala ancha y suspiré hondamente, preguntándome por dónde empezar, cuando vi una sombra entre dos peñascos que agitaba los brazos en mi dirección. Entorné los ojos, me acerqué a aquel punto y descubrí a Alaister con semblante cansado y gesto preocupado.

—Llevo un buen rato buscándola —informó—. Estuve siguiendo sus huellas, pero las perdí en aquella colina que desciende al loch Lomond. —Vi miedo en su mirada ante el abanico de posibilidades que se abría en su mente.

—No sabe nadar —recordé—, siempre ha tenido pánico al agua. Recuerdo lo nerviosa que se ponía cuando alguno de nosotros decidíamos hacerlo. No ha podido ser capaz de meterse en el lago, y menos de noche.

—Tampoco puede volar, pero sus huellas han desaparecido, y ella suele dejar pistas para no perderse y encontrar el camino de vuelta.

—Alaister, cojamos los caballos y recorramos los alrededores. Llévame al punto exacto donde le perdiste el rastro.

Tras avisar a los hombres, montamos nuestros corceles y recorrimos un buen trecho entre las colinas. Alaister me guio hacia un promontorio pedregoso justo frente al lago.

—En ese árbol dejó atado el último pedazo —señaló Alaister.

Me mostró un atadillo de trozos deshilachados de tela azul.

Recorrí con la mirada el lugar, escrutando cada palmo de terreno. En efecto, la colina descendía hasta el lago. Enfilé mi montura hacia la cima para vislumbrar desde más altura todo el entorno.

En el promontorio descubrí que aquel punto estaba delimitado por peñascos y montículos de roca que cerraban el acceso al páramo. Solo había tres caminos que seguir: el de regreso, cruzar el lago a nado —algo del todo improbable— o escalar aquellos altos peñascos, que sobrepasaban en altura a la colina. Tuve clara que esa era la única opción viable.

—Debe de haber ascendido por allí —señalé el farallón más inclinado—. En la roca no se pueden dejar huellas, habremos de fijarnos en matojos arrancados o quebrados entre las piedras. Tuvo que aferrarse a algo para poder escalar. O eso, o empezaré a pensar que sí vuela.

Alaister asintió grave y desmontó del caballo. Lo imité y nos dirigimos hacia la cara menos empinada del peñasco.

—Será mejor que suba yo, tú eres más grande y pesado —propuso él.

—Creo que olvidas la práctica que adquirí huyendo de los perros de Lorna. Escalaremos al tiempo, por vías distintas; así, si alguno cae, no arrastrará al otro.

Calibré visualmente la parte más accesible y comencé la escalada. Encajé los dedos en garra en cualquier resquicio donde pudiera filtrarlos. Tanteaba las hendiduras con la puntera de mis botas, e inicié el ascenso agradeciendo la fortaleza de mis brazos, que lograban sostenerme a veces en vilo en busca de salientes de roca. Con denodada agilidad, a pesar de mi robustez, logré llegar a la cima no sin esfuerzo.

Alaister aún iba a medio camino. Titubeaba peligrosamente cada vez que tenía que soltarse para adherirse a un nuevo asidero, mirando con frecuencia hacia abajo.

—¡No mires abajo —le aconsejé alzando la voz—, intenta desviarte un poco a tu izquierda, hay más huecos en ese tramo!

Resbaló en un par de ocasiones, haciéndome apretar los dientes.

—Vamos, ya casi has llegado.

Por el temblor de sus brazos, supe que el agotamiento hacía mella en él. Y entonces me pregunté cómo demonios podría haber escalado Ayleen, y menos aún de noche. Me tumbé sobre la cima rocosa, asomando medio torso al vacío y alargando el brazo todo lo que pude.

Alaister miró hacia arriba apurado pero aliviado al ver mi mano tan cerca.

—Solo un poco más, amigo, te ayudaré… como aquella vez…

Los azules ojos de Alaister se agrandaron ante la remembranza de aquel momento. Aguardando su ascenso, tenso y expectante, evoqué aquella situación similar hacía ya tantos años…

—¡Lean, tienes que ayudarme!

Miré alarmado a la pequeña Ayleen, que tiraba de mí con desesperación en sus dulces facciones.

—No puedo irme —espeté sin soltar la horca con que estaba ahuecando el heno de los establos—, tengo que terminar mi trabajo aquí y limpiar las porquerizas.

—Alaister estaba jugando en el acantilado y se ha caído por uno de los huecos de la roca hasta un rodal de arena, pero no sabe salir.

—Llama a tu padre, estará en el salón. —Me zafé de ella y continué removiendo el heno. Me metería en un serio problema si me veían incumplir mis deberes, y todavía andada dolorido de la última paliza para poder soportar una nueva.

—Por favor, Lean —suplicó la niña sollozante—. Mi padre ya nos advirtió de que no jugáramos en el acantilado, si se entera, quizá no quiera traernos de nuevo. Además, nos castigará duramente.

La miré con el ceño fruncido y expresión desdeñosa.

—Ninguno de vosotros sabe lo que es un castigo duro.

—Pero dejaré de venir, y yo no quiero eso. Yo quiero verte.

La miré dubitativo. Yo tampoco quería que dejaran de visitarme. Y si me estaba dando premura con mis labores era precisamente para poder disfrutar de la compañía de mis dos únicos amigos en el mundo.

—De acuerdo —acepté tras un hondo suspiro—. Quizá, si no tardamos mucho, me dé tiempo a terminar antes de la cena.

Solté la horca y cogí una larga soga prolijamente colgada de un gancho.

Ayleen se abrazó agradecida a mí, se secó las lágrimas y, tras tomarme de la mano, corrió atravesando el gran patio principal hacia una de las salidas en la muralla.

Recorrimos el páramo hasta el acantilado, la larga y oscura melena de la niña ondeaba ante mí agitada por el viento. Jadeantes, nos detuvimos al borde de una gran oquedad en la roca que descendía hasta un fondo arenoso, como un pozo cerrado y profundo, donde Alaister gimoteaba asustado. Cuando miró y nos vio, su expresión se iluminó.

—Tranquilo, te sacaré de ahí.

Miré en derredor buscando algún saliente donde atar la cuerda, sin encontrarlo. Me la anudé a la cintura y me tumbé en la superficie de piedra, lanzando al foso el resto de la soga.

—¡Siéntate en mi espalda, Ayleen!

Sentí su liviano peso sobre mí y esperé que, sumado al mío, fuera suficiente para aguantar el de Alaister.

—¡Adelante, agárrate a la cuerda y comienza a subir!

Empezó el ascenso torpemente, sin saber muy bien cómo subir, gruñendo angustiado. Pronto comprendí que no sabía trepar. Tenía que cambiar de táctica.

—Probaremos otra cosa —decidí—. Átate la cuerda a la cintura y utiliza las manos y los pies para apartarte de la pared de roca cuando te avise.

Le pedí a Ayleen que se levantara y me puse en pie.

Por mucho que empujara, yo solo no podría alzarlo, era algo más alto que él, pero también más delgado. Entonces se me ocurrió que quizá utilizando un contrapeso… Más allá sabía que había otro foso igual, conocía los acantilados a la perfección, así que opté por lanzarme a él. Tal vez mi caída lograra el empuje necesario para sacar a Alaister de aquel maldito agujero. Recé para que la longitud de la cuerda no me jugara una mala pasada.

Inhalé una gran bocanada de aire. Abajo, el estrepitoso sonido del rompiente me recordó que, en poco tiempo, la marea subiría e inundaría aquellos fosos. No había tiempo que perder.

Miré a Ayleen, que me contemplaba confusa y asustada.

—Todo saldrá bien, confía en mí.

La pequeña asintió, sus grandes ojos del color del océano se agrandaron asustados.

Miré al frente, allá arriba el viento siempre se mostraba desapacible y violento, y agradecí que en esa ocasión azotara mi espalda. Tras una última bocanada de aire, comencé a correr con todo el vigor que fui capaz de imprimir a mis piernas, casi llegando al borde sentí cómo la cuerda se tensaba tirando de mí hacia atrás. Apreté los dientes y gruñí en mi avance.

—¡Ahora! —grité.

Y, casi llegando al borde, salté como si me lanzara al mar. Mi caída se vio ralentizada por el peso de Alaister. Descendí a trompicones hasta alcanzar el fondo, sintiendo los tirones de la cuerda en torno a mi cintura. Aguardé jadeante y solo logré soltar el aliento cuando la cuerda empezó a aflojarse y cayó a mis pies, amontonándose a medida que el otro extremo atado a otra cintura se acercaba.

El furor de las olas chocando contra las rocas comenzó a filtrar agua helada en el foso, cubriendo mis pies.

Una vocecilla alborozada llegó entonces hasta mí.

—¡Lo lograste, Lean! —exclamó Ayleen dando saltitos.

Un Alaister magullado y tembloroso se acercó al borde, asomándose temeroso.

—Y ¿ahora qué hacemos?

—¡Voy a escalar, sujetad fuerte la cuerda, recogiéndola a medida que asciendo!

Ambos asintieron.

—¡Alaister, desata la cuerda de tu cintura, podrías caer conmigo, tan solo aférrala fuertemente, pero suéltala si temes caer!

Un nuevo empellón del mar espumeó un torrente de agua por los resquicios de la pared de piedra, lo que hizo que el nivel aumentara hasta mis rodillas.

Cogí aire de nuevo y miré hacia arriba con expresión decidida. Busqué salientes y me aferré a ellos con habilidad, escalando con soltura. Pronto comprendí mi error en cuanto al punto elegido para escalar. Una furibunda ola restalló con tanta violencia que me golpeó arrancándome de la pared hasta el fondo de nuevo. Un grito asustado acompañó mi caída.

Me zambullí en lo que se estaba convirtiendo rápidamente en una angosta poza profunda. Emergí del agua y, braceando, me dirigí hacia el lado opuesto de aquel agujero.

Bajo el agua, tanteé con mis pies hendiduras sobre las que alzarme. Ayudado de manos y pies, comencé el ascenso. No podía detenerme a descansar, el nivel del agua aumentaba rápidamente, casi escalando al mismo ritmo que yo. La cuerda de mi cintura tiraba de mí, ayudándome en el ascenso. Estaba a mitad de camino, y mis ánimos se redoblaron cuando otra ola me golpeó virulenta contra la pared. Sentí cómo las aristas de la roca se clavaban en mi piel, mi cabeza chocó contra la piedra y el golpe me mareó. Me detuve jadeante, esperando que mi vista se aclarara, pero el mar no me dio cuartel. Otra ola azotó de nuevo mi espalda, tan implacable que logró que me desprendiera de los asideros a los que me adhería con tanto ahínco.

Caí al agua nuevamente, esta vez tan dolorido y aturdido que temí no poder emerger. Luché contra el dolor y el frío y nadé hacia la pared otra vez, entre torrentes de agua embravecida que la incipiente noche convertía en bocas de ondulantes lenguas oscuras y afilados dientes blancos que pugnaban por tragarme.

Jadeé con desespero sintiendo mis fuerzas flaquear.

—¡¡¡Lean, iremos por ayuda, aguanta!!!

La voz de Alaister impulsó mis brazos y mis piernas hasta alcanzar la pared de nuevo. La soga se aflojó.

—¡Nooo! —grité con fuerza—. ¡Puedo conseguirlo!

El terror más absoluto agilizó mis movimientos, afinó mi habilidad y despertó mi cuerpo. Empecé a trepar y logré salir del agua, apretando los dientes con fuerza apelando a mi coraje, aguantando estoico el ardor de las heridas, el martilleante dolor de cabeza y el cansancio de cada músculo.

Debía impedir que avisaran a alguien. Si Lorna descubría que me había escapado del castillo sin su consentimiento, el castigo sería ejemplar.

Escalé impelido por el apremio, por el pavor y por una ansiedad que dio renovado vigor a mi cuerpo. Poco a poco, y afianzando cada movimiento con seguridad y aplomo, logré alcanzar el borde al límite de mis fuerzas. Un gemido roto y exhausto escapó de mis pulmones cuando mi maltrecho cuerpo descansó por fin boca arriba en la superficie del acantilado, fuera de aquel maldito foso.

Necesité un buen rato para intentar siquiera ponerme en pie. Cuando mi respiración se reguló, me incorporé con tal dolor que creí haberme roto algún hueso. Miré hacia el páramo, pero no logré atisbar a los mellizos. De cualquier modo, resultaría imposible alcanzarlos, ya sería un milagro que pudiera caminar. El agotamiento era tal que volví a tumbarme, aguardando mi destino.

El fiero viento acrecentaba el helor que me atería, sacudiéndome en espasmos. Empapado y trémulo, logré hacerme un ovillo abrazando mis rodillas. El sabor ferroso de la sangre llegó a mis labios. Palpé con cuidado el lateral de mi cabeza y descubrí en ella una pequeña brecha en el cuero cabelludo. Debía intentar ponerme en pie y ocultarme en alguno de mis escondrijos antes de que vinieran a por mí, pensé haciendo acopio de valor. Tras un largo instante, me pareció oír un rumor de voces y abrí los ojos sobresaltado.

Me incorporé apenas para divisar unas figuras aproximándose. Gimiendo, me puse en pie y procuré caminar renqueando.

Oí mi nombre en boca de Ayleen, pero no me giré, sino que traté de acelerar el paso para escabullirme, trastabillé un par de veces pero no me detuve.

Continuaron llamándome y, en mi afán de correr, perdí el equilibrio y caí sobre las rocas. Sentí ganas de llorar de impotencia, ni huir podía.

Ya me levantaba de nuevo cuando una mano me aferró del brazo y me giró.

—¡Muchacho, estás herido! —exclamó Ian MacNiall, sujetándome por los hombros.

—Es… estoy… bien… He de ir… meee.

—Mis hijos ya me han contado lo sucedido. Salvaste a Alaister arriesgando tu vida y eso nunca lo olvidaré. Necesitas que te curen.

Negué con la cabeza, y ya me retiraba cuando el hombre me cogió en brazos. Cargando conmigo, avanzó en largas zancadas, apretándome contra su pecho.

—Ten… go… que terminar… mi trabajo.

Ian frunció el ceño con determinación y negó vehemente con la cabeza. Parecía ofuscado.

—Hoy no vas a terminar nada, estás herido, maldita sea. Hablaré con Lorna, y mientras yo esté aquí nadie te hará daño.

Aquello no me reconfortó lo más mínimo, porque Lorna reservaría su furia para cuando Ian se fuera, descargándola con doble ferocidad sobre mí. Era tan cierto como que anochecía cada día, tan cierto como esa resplandeciente luna que era testigo directo de mis penurias, tan cierto como esa tenue luz que precedía al amanecer, recordándome que comenzaba un nuevo día en el infierno. Tan cierto como el vuelo de las gaviotas, recordándome mi esclavitud…

—¡Vamos!

Estiré al máximo el brazo casi rozando la punta de sus dedos con los míos.

Alaister gruñó por el esfuerzo, se centró tanto en alcanzarme que uno de sus pies resbaló peligrosamente.

—Puedes hacerlo —lo alenté.

Finalmente logró ascender lo suficiente para que pudiera atrapar su muñeca y tirar de él. Apreté los dientes con fuerza y me arrastré retrocediendo con todas mis energías hasta conseguir que alcanzara la planicie.

—Maldita sea —imprecó Alaister jadeante—, parecía más fácil de lo que es.

—Todo es más fácil con un buen incentivo —murmuré.

—Y esos no te faltaron nunca, por desgracia.

—Me faltaron otras cosas.

Me puse en pie y miré en derredor.

—Mi padre lo intentó —comenzó Alaister—. Aquella noche discutió con Lorna, trató de negociar con ella para convertirse en tu tutor. Le ofreció dinero y tierras por llevarte con nosotros, pero ella lo rechazó todo.

Lo miré sin atisbo de reproche en mi rostro. Sabía que Ian no había podido hacer más de lo que hizo por mí. Llevarme contra la voluntad de mi madrastra habría desencadenado una guerra de clanes.

—Lo sé, tu padre es un buen hombre, hizo cuanto pudo. No podía poner en riesgo a su clan —aduje deseando cambiar de tema.

—No solo cedió por eso, Lean —aclaró—. Eras un MacLean por derecho, y pensaba que, cuando crecieras, tú serías el laird y despojarías a Lorna de sus derechos de tutora. Si te llevaba con nosotros y te criabas bajo el techo de otro clan, tu tío Lachlan se erigiría en laird y se haría con tu herencia.

—Estuvieron a punto de matarme, y durante muchos años deseé que lo hubieran hecho —repliqué con acritud—. Ella jamás habría permitido que llegara a convertirme en adulto por esa precisa razón.

Alaister bajó la vista incómodo.

—Lamento tanto todo lo que sucedió —musitó entristecido—. El día que te lanzaste desde el acantilado para acabar con tu vida y los Grant te encontraron en la orilla… —Exhaló un suspiro apesadumbrado mirando al horizonte, su semblante se oscureció—. Nunca olvidaré la expresión de mi padre después de haberte metido en aquel barco. Aquella noche sollozó en el regazo de mi madre, nunca lo había visto llorar así. Y sé que ha soñado con lo que pasó muchas veces.

—Yo sueño todas las noches. Es lo único que me mantiene con vida.

Alaister me contempló con cierto matiz horrorizado y compasivo en el rostro.

—Solo descansarás cuando les hagas pagar lo que te hicieron, ¿verdad?

—Eso espero, Alaister, eso espero, porque, en caso contrario, quizá esta vez el mar tenga a bien acogerme en su seno.

—Pero… pero deberías luchar por ser feliz, por olvidar, por encontrar una mujer que te dé un hogar. Quizá eso te haría hallar la paz que tanto ansías.

—Ni olvido ni perdono, me llevaron a otro país, pero el infierno viajó conmigo. Y me temo que me acompañará mientras viva, ninguna mujer resistiría eso. Y, ahora, busquemos a tu hermana, pienso darle unos azotes.

—Eso sí es temerario.

Sonreí de medio lado y me centré en escrutar los alrededores. Entre dos colinas, divisé una cabaña apartada, relativamente cerca y casi oculta por un rodal de pinos rojos, un humo ondulante salía de su chimenea.

Unos extraños colgantes rudimentarios, hechos con ramitas y cuerdas formando estrellas, adornaban las ramas más bajas del esplendoroso pino; también había cintas de color rojo anudadas a ellas. Un poco más allá, bajo un nervudo zarzal, reconocí un arbusto con vistosas bayas negras. A esa distancia tanto podían ser de enebro como de belladona.

Alaister me miró inquisitivo.

—Parece el refugio de una sanadora —aventuré encaminándome ladera abajo.

—O de una bruja —apuntó él, tragando saliva.

—Solo nos interesa si tiene a Ayleen retenida —aduje circunspecto.

—A mí me preocupa más que permanezca ahí por voluntad propia.

Lo miré frunciendo el ceño con preocupación.

—Pronto lo sabremos.