Capítulo 36
Alimentando una esperanza
Desperté de un sueño profundo, carente de pesadillas, de congojas e incertidumbre. Me sentí ligero y animado. Y la culpable de mi ánimo parpadeaba confusa despertando a su vez de su letargo. Supe al instante que el primer paso de mi lucha era confesar abiertamente el motivo de ella.
—Hacía tiempo que no dormía así —dijo Cora con voz pastosa y una luminosa sonrisa en el rostro.
—Yo nunca he dormido así.
Presa de la emoción, me acarició el mentón y besó mi mejilla.
—No quiero salir nunca de tus brazos —confesó, apretándose más contra mí.
—Y, si Dios quiere y la suerte me acompaña, no lo harás.
Ella me miró confusa, se incorporó sobre un codo y me observó expectante con expresión concentrada y ceñuda y un adorable halo esperanzador tiñendo su semblante.
—No pienso dejarte escapar, Cora, no, sintiendo lo que siento —declaré.
Su rostro se contrajo de emoción. Me contempló afectada y ansiosa.
—Te amo, gatita, tanto que este león ya solo ruge por ti. No hallo ya sentido a mi venganza, ni encuentro más sabor en la vida que dormir cada noche entre tus brazos y amanecer con tu sonrisa.
—Lean…
Sus ojos se anegaron en lágrimas, que, acumuladas, se desbordaron en finos regueros por sus mejillas.
Frené una de ellas con el dorso de mi dedo, la llevé a mis labios y la saboreé.
—No hace mucho, me dijiste que buscara un nuevo motivo para vivir —comencé—. Lo he encontrado en tus ojos, en tu luz, en tu sonrisa, en la manera que arrugas la nariz cuando te enfadas. En esa costumbre tuya de tocarme cuando me hablas, incluso cuando discutimos. En la subyugada expresión que me regalas al hablar yo, y en el fuego abrasador de tu pasión. Mi vida empieza y acaba en ti. Nada más importa.
Cora exhaló un incontenible sollozo antes de besarme con frenesí. El salado sabor de su emoción caló en mi boca y en mi pecho, constriñéndolo preso del amor tan inconmensurable que lo inundaba.
Luego se apartó apenas para sumergirse en mis ojos.
—¿Tienes idea de cuánto te amo? —murmuró con voz estrangulada—. ¿De lo que me haces sentir con una sola mirada? De algún modo, siempre he sentido una extraña familiaridad contigo. En mí nacía de manera natural el anhelo por tocarte, aunque fuera una leve caricia en el pecho, o rozar tu brazo, como si necesitara de ello, como si fuera fruto de la costumbre cuando casi no te conocía. Y yo, aunque intentaba refrenarme, actuaba por impulso, de manera inconsciente. No sé qué es esto que nos ató desde un principio, Lean, si es amor, destino o maldición, solo sé que no quiero liberarme nunca de ello. Incluso si algún día no estás junto a mí, no podré lamentar haber vivido cada mágico instante a tu lado.
Sonreí con mirada húmeda, la emoción me embargaba. Deslicé el dorso de mi mano por la suave piel de su mandíbula.
—No será fácil amarme —le advertí.
—¿Crees que no lo sé? ¿Crees que es fácil ver cómo las mujeres caen rendidas a tus pies? ¿Crees que me agrada presenciar cómo Ayleen te ama casi con la misma intensidad que yo? Detesto cada mirada que te dedica, cada roce con ella, cada conversación. Y, aun así, no puedo reprocharle nada, incluso a veces pienso que deberías haberte enamorado de ella. Ella te hace bien, te cuida, te da solaz y te hace reír. No, amor mío, no es fácil, pero no hay opción posible, porque es imposible no amarte.
Tomó mi boca con apasionada posesividad. Gruñí en su interior, permitiéndole manejarme a su antojo, sellarme con su nombre y grabarme con su esencia, haciéndome suyo.
A continuación, agarró mis muñecas, me alzó los brazos por encima de la cabeza y se colocó a horcajadas sobre mí. Sentada sobre mis caderas, comenzó a desabotonar mi jubón de terciopelo verde, mirándome con ardorosa intensidad. Una vez abierto, desanudó las lazadas de mi camisa y la apartó de mi torso para posar sus palmas extendidas sobre mi piel. Me estremecí ante su contacto.
Recorrió mi pecho con expresión embebida, trazando cada poderosa línea de mis pectorales. Lentamente fue descendiendo por mi acerado vientre, mordiéndose el labio inferior con semblante lascivo.
—Dios, Lean, eres tan deseable, tan hermoso, tan subyugador. Las entiendo, créeme que lo hago, sé que todas desearían estar en mi lugar. Pero estoy yo, ¿me oyes? ¡Y ninguna otra tomará lo que es mío! Cuando te metiste desnudo en aquel lago, estando yo atada a ese árbol, te observaba maravillada por cuanto veía, cautivada por tus formas, apresada en esa natural e indolente sensualidad que emanas como un halo embriagador que hechiza sin remisión. Eres tan distinto, tan especial, que a veces me pregunto si eres real, por eso siento la necesidad de tocarte a cada momento, para comprobar que no eres un cruel espejismo. Pero cuando me demuestro que eres real, tangible, solo deseo fundirme contigo, ya no solo en tu cuerpo, sino en tu alma. Compartimos, pues, el mismo anhelo, el mismo sueño o la misma maldición.
—Cora… —gemí obnubilado.
Ella negó con la cabeza y posó su dedo en mis labios.
—Te quise para mí desde el primer instante en que te vi. A tu lado, mi corazón vibraba como nunca lo había hecho, y mi cuerpo se estremecía preso de un deseo apabullante.
Sacó los faldones de mi camisa y comenzó a soltar la hebilla de mi cinturón. Se alzó para manipularlo, yo me arqueé contra el colchón para facilitar que lo deslizara y, así, fue despojándome de cuanta prenda me cubría.
Completamente desnudo, tumbado y presto para la pasión, dejé que ella me acariciara, esta vez con sus ojos. Salió del lecho y empezó a desvestirse con urgencia. Admiré cada porción de su cuerpo, sintiendo cómo me aguijoneaba el deseo y la impaciencia. Tan desnuda como yo, volvió a colocarse a horcajadas sobre mí. Yo me incorporé contra el cabecero, de modo que mi boca quedara a la altura de sus enhiestos pezones. Sentir su roce en mis labios liberó un ronco gruñido de mi garganta.
—¿Ruges, mi león? —ronroneó sensual.
—Rujo y rugiré por ti mientras me quede un hálito de vida.
Caldeé con mi aliento la zona que deseaba devorar, observando cómo su piel se erizaba anhelante. Con la punta de mi lengua, rodeé su rosada aureola arrancándole un hondo suspiro. Abarqué sus pechos con las manos y froté mi rostro en ellos. Tras una mirada preñada de deseo, abrí la boca y apresé entre mis labios sus tersos pezones, que succioné con delicadeza. Luego los liberé, soplando suavemente para verlos constreñirse suplicantes y, de nuevo, los tomé en mi boca. Les dediqué toda mi atención mientras ella gemía largamente, doblegando mi contención.
—¡Dios, Lean…!
Llevé una mano a su nuca y la atraje hacia mí. Atrapé sus labios con voracidad, mordisqueándolos juguetón, frotando mi lengua con la suya, retirándome a cada instante, solo para mirarla lujurioso y, de nuevo, cernirme sobre ella. Cora entró en mi juego y nuestras bocas se buscaban y se esquivaban a intervalos, entre sonrisas traviesas y ronroneos sensuales. Hice descender mi mano por la curvatura de su espalda, mientras con la otra le aferraba las nalgas. Ella se arqueó hacia atrás y yo paseé mi lengua por la cremosa piel de su garganta, deleitándome en su sabor. Sentí mi verga pulsante debajo de ella, arropada entre sus muslos, percibiendo la cálida humedad de su sexo frotándose contra mí. Exhalé un largo gemido contenido y Cora sonrió ardorosa.
—Voy a hacerte mío, nadie más te volverá a poseer.
Se apoyó en mis hombros, se alzó apenas y me introdujo en su interior. Descendió lentamente hasta acoplarse en una penetración profunda que me arrancó un gemido roto y grave. Tomó mi rostro entre sus suaves manos y comenzó a moverse, cimbreando su grácil cuerpo sobre el mío, ondulándolo con tan sensual erotismo, con tan lánguida entrega que el placer me sacudió con la vehemencia de un fiero rayo quebrando el tronco de un árbol. Agarré sus nalgas y besé su labios, tan arrobado, excitado y conmovido que noté cómo cada fibra de mi ser se deshilachaba en una neblina densa y oscura de puro deseo.
Apremiantes punzadas de placer me acuchillaron implacables. Atrapé toda su indomable melena roja con una sola mano, tiré suavemente de ella hacia atrás y mordí su garganta con delirio. Sentí que perdía el control y la afiancé contra mí, inmovilizándola. Cora se revolvió arrebatándome la cordura. Entonces, me abracé a ella y rodé sobre el colchón, invirtiendo las posiciones sin salirme de su interior, atrapándola bajo mi cuerpo.
—Ahora mando yo —advertí fuera de mí.
Apresé sus muñecas, las elevé sobre su coronilla, tomando su boca con hosca urgencia, y comencé a moverme con rotundidad, marcando cada empellón con cambios de ritmo, con miradas felinas y besos arrasadores, dejando escapar el feroz animal que moraba en mi interior.
Gruñí desaforado, tomándola con tal pasión, con tal abandono que aquel acto dejó de ser corpóreo para trascender a un nivel más profundo. Me hundí en ella con una sola premisa, fundirme en su cuerpo, en su alma y en cada uno de sus sentidos, grabando mi esencia en la suya. Jamás en toda mi vida había sentido nada igual, jamás había vibrado con esa cadencia tan abrumadora, jamás mi cuerpo se había estremecido con tanta pasión y tanto sentimiento. Cautivado y trémulo por cuanto me zarandeaba, aceleré mis movimientos, intensificándolos, liberando todo mi salvaje apremio. Cora jadeó sonoramente, saliendo al encuentro de cada acometida, alzando sus caderas para recibirme por completo, rindiéndose de forma tan desatada como yo a aquella pasión que nos azotaba implacable.
Nos derramamos al unísono, enlazando nuestros goces en un mismo grito liberador, preñado de un placer inconmensurable y de una emoción desgarradora.
Me desplomé con suavidad sobre ella, laxo y tan pleno que una beatífica sonrisa curvó mis labios.
Ella enredó sus dedos entre mi espesa melena, acariciándome. Gruñí complacido.
—Eres mi recompensa, Cora, mi refugio —murmuré alzando el rostro para beber de su mirada—. Eres la única luz que aleja mis sombras. Mi corazón solo late a través del tuyo.
Contrajo su rostro en una mueca enternecida, su barbilla retembló, y oprimió ligeramente los labios en un vano intento por contener las emociones.
—Y ¿qué planes tienes para nosotros?
—Solo estar juntos mientras la vida nos lo permita.
Sonrió enamorada, depositando un beso en la punta de mi nariz.
—¿Aquí, en Mull?
—De momento, es lo más seguro.
Repasó pensativa la línea de mis labios y asintió sonriente.
—Me gusta tu isla.
—Es hermosa, también salvaje e indómita —musité.
—Como tú —adujo rozando mis labios con los suyos.
—Te la enseñaré, quiero que conozcas mi árbol. Hay lugares realmente mágicos.
Enlazó mi nuca con los brazos y mordisqueó mi barbilla traviesa.
—Quiero conocerlos todos, ¿qué tal si comemos algo y los recorremos?
Asombrosamente ilusionado con la idea de recorrer la isla llevándola de mi mano, salí del lecho y reparé en el nuevo atuendo que las doncellas habían dejado sobre el arcón tras salir anoche de la alcoba.
Era una sencilla camisa blanca de mangas abullonadas y el plaid de caza MacLean, con el fondo verde oscuro, cuadriculado con líneas blancas y negras, un cinturón de piel tostada y unas botas a juego.
—Mandaré llamar a Anna para que te traiga un vestido más cómodo, aunque ese verde te quede de fábula.
Cora se apoyó de costado sobre un codo, observando con cierta fascinación cómo me vestía.
—Nunca he visto cómo se utiliza un plaid.
—Yo lo vi muchas veces, pero hasta anoche nunca me había vestido con uno.
Repetí el proceso de la noche anterior ante las muecas asombradas de Cora.
—Es todo un ritual —comentó maravillada—. Y ¿tiene que ser en el suelo?
—En una superficie amplia y recta.
Ajusté el cinturón, ahuequé la camisa y uní los dos extremos, delantero y trasero, del plaid con el alfiler del broche del clan. Me calcé las suaves botas altas de piel y le hice una reverencia formal.
—Estás formidable —alabó—. Tu cabello negro suelto sobre los hombros te da cierta apariencia animal que embelesa.
—En eso es en lo que me convierto entre tus piernas, gatita.
Cora rio y me lanzó un beso.
—Bajaré a las cocinas y subiré algo de comer. Yo mismo te traeré el vestido.
Le guiñé un ojo y salí cerrando la puerta tras de mí.
Recorrí con paso ligero el corredor y descendí la escalera tan hambriento como dichoso.
En el salón, varios hombres comían en la larga mesa conversando con semblantes ceñudos. Lachlan escuchaba a uno de ellos con atención, me observó cruzar la estancia y esbozó una tímida sonrisa orgullosa ante la elección de mi vestuario.
En las cocinas, las mujeres se afanaban entre grandes marmitas y preparaciones. Localicé a Anna en un rincón, dando indicaciones a una joven doncella.
Cuando reparó en mí, me miró aprobadora de arriba abajo, mostrando una relamida satisfacción antes de fruncir el ceño y acercarse a mí con los brazos en jarras.
—No se permiten hombres en mi cocina: solo saben robar bebida, pedir comida y pellizcar traseros.
—Yo sé hacer más cosas —repliqué burlón.
—Y no lo dudo, dado vuestro éxito con las mujeres. Por cierto, esta mañana he ido a despertar a la pelirroja y no estaba en su alcoba. Me pregunto dónde habrá pasado la noche…
Me regaló una mirada acusadora que en realidad escondía una sonrisa taimada.
—Yo solo me pregunto dónde podré encontrar un vestido para mi prometida pelirroja. Queremos pasear por el páramo.
Anna abrió los ojos demudada, al tiempo que las sirvientas exhalaban exclamaciones sorpresivas y, entre risas, comenzaban a susurrar.
—¡Por santa Brígida! ¿Vais a casaros?
—Si me aceptan, sí.
La anciana aya se me acercó con la emoción titilando en sus pequeños ojos oscuros. Me abrazó conmovida por la noticia.
—Condenado rufián, no sabéis lo feliz que habéis hecho a esta vieja.
Me abrazó tan enérgicamente que trastabillé hacia atrás entre risas.
Cuando alzó su afectado rostro hacia mí, en sus vivaces ojillos bailaba una humedad conmovedora.
—Por fin mis rezos se cumplen —murmuró.
La miré inquisitivo, la tomé de la barbilla y alcé una ceja interrogante.
—Veros sonreír —respondió a mi muda pregunta.
Tensé la mandíbula estrangulando mi propia emoción y la abracé con fuerza, besando su canosa coronilla.
Nos sabíamos curiosamente observados, lo que no impidió que alargáramos aquel abrazo, cargado de sentimiento.
Al final, Anna, se separó, me cogió del brazo y me condujo fuera de la cocina por la puerta que daba al patio de armas. Se sacó un arrugado pañuelo del escote y se enjugó tiernamente las lágrimas de los ojos.
—Vais a conseguir que crean que no soy una piedra —reprendió ceñuda.
—No lo eres.
—Pero debo fingirlo para que esas holgazanas no me ablanden con sus quejas.
Reí y sacudí la cabeza. Anna volvió a fijar la mirada en mí.
—Desde que murió vuestro padre, no había vuelto a veros sonreír.
—Bien sabes que no me dieron motivos.
—Cada noche —murmuró con cierto aire ausente— rezaba porque ella muriera. Cada mañana rogaba que vuestro tormento llegara a su fin, y cada día me maldecía por no poder hacer nada más por vos.
No pudo evitar llorar, mostrando todo el dolor que había acumulado durante aquellos infernales años de mi niñez, aquella impotencia que la había obligado a presenciar mis penurias sin poder intervenir y que se había clavado en ella con el puñal de un amargo remordimiento. Yo sabía que si no se había ido de Mull había sido por mí, pero hasta ese momento no fui plenamente consciente de su propia angustia, de lo duro que debió de ser no poder impedir tanta vejación y crueldad, siendo testigo directo del sufrimiento de un niño. Pero ella nada podía hacer. Tan solo lo que hizo: curar mis heridas, abrazar mi dolor y procurar que tuviera comida en el estómago.
—Anna —tomé su barbilla de nuevo y la miré con gravedad—. Nada puedes reprocharte, más bien al contrario. Cargaste a tu espalda un tormento que no te correspondía, pudiste marcharte, escapar al horror, pero te quedaste por mí. Y no solo eso, sino que te convertiste en mi ancla, en mi apoyo, compartiendo mi pena. Nunca tuve ocasión de agradecerte todo lo que hiciste por mí, pero lo hago ahora. En aquel infierno, rodeado de demonios, tú fuiste uno de mis ángeles.
La anciana se abrazó de nuevo a mi pecho, desatando en sollozos todos los nudos que todavía permanecían en su conciencia.
Y, entonces, otro de esos ángeles asomó por la arcada principal, contemplándome con arrepentimiento y un deje de culpa. Se detuvo un instante, titubeante, hasta que finalmente se decidió a desaparecer por donde había venido.
Anna se apartó, se secó las húmedas mejillas y tomó una gran bocanada de aire para recomponerse. Al cabo, volvió a adoptar su aplomada actitud serena, se estiró con enérgicos ademanes el delantal y compuso una expresión complacida.
—Yo misma le llevaré ese vestido —se ofreció—. Me muero por conocer a la mujer que os ha robado el corazón.
Regresó a la cocina con porte erguido.
Y yo caminé hacia la arcada en busca de Ayleen. Era necesario que mantuviera una conversación con ella, sobre algo que ni mi tacto ni mi prudencia podrían suavizar. Aun así, mejor que lo supiera por mí que por otros, me dije, ya que pronto la noticia correría como la pólvora.
La encontré en el jardín, enfrascada en el huerto, en cuclillas, examinando unas hojas de acelga. Llevaba su castaña melena en una gruesa trenza a la espalda y un vestido pardo y azul con los colores de su clan.
—Creo que deberíamos hablar.
Se incorporó sacudiéndose las manos. Aunque mantuvo una expresión sobria, casi inexpresiva, sus ojos recorrieron mis ropas con cierto asombro.
—Veo con agrado que empiezas a dejarte seducir por tu origen.
—Aunque echo de menos mis pantalones. Me siento… demasiado expuesto.
—Te acostumbrarás, para muchas cosas… es más cómodo el feileadh mor. Además, ya he oído el éxito que tuvo entre las mujeres.
Su tono fue tan afilado como su mirada.
—Ayleen…, creo que debo serte sincero en cuanto a mis sentimientos.
—No es necesario —se apresuró a replicar—. Los que a mí me repercuten son los únicos que me interesan. Y ya maté mis esperanzas respecto a ellos, así que no tienes que preocuparte por mí. En realidad, debería pedirte disculpas por… haberte asaltado así. Yo… simplemente estaba feliz y te besé sin pensar en tu incomodidad. No tengo derecho a ponerte en ningún compromiso. Te debo tanto, Lean.
—No me debes nada. Al revés, en todo caso. Siempre estuviste dispuesta a ayudarme, siempre estuviste ahí para mí.
—Pero no fue suficiente —replicó abatida.
—No hace mucho me dijiste que el corazón no elige; tampoco se gana, Ayleen: vuela fuera de tu pecho por mucho que intentes contenerlo. No hay modo de resistirse a ese influjo que pugna por robártelo. Hasta que un día dejas de luchar y aceptas que ya no te pertenece.
—Y tú ya lo has aceptado, por lo que veo.
Asentí y su expresión se contrajo en una mueca tensa y sufrida. Apartó la mirada, fijándola en el suelo.
—Creo que ya está todo hablado, será mejor que regreses con ella.
Su tono fue tirante y seco. A pesar de su templanza, fue fácil adivinar la tormenta emocional que se libraba en su interior.
—Voy a pedirle que se case conmigo.
Alzó la mirada con impávido asombro. Un rictus desolado oscureció su rostro.
—¿Y tu venganza?
—Voy a vengarme intentando ser feliz.
—Debes de quererla mucho.
Sostuve su afligida mirada, percibiendo todo el dolor que rezumaba de ella, un dolor que se estiraba en guedejas hacia mí, envolviéndome en la oscura garra de la culpa. Habría deseado soportar en mi propia carne su sufrimiento antes que verlo reflejado en sus ojos, pero nada podía hacer por paliarlo.
—Espero que también logre arrancar toda la oscuridad que todavía te atenaza. Porque solo podrá ayudarte conociendo todo por lo que pasaste. Habrás de mostrarle tus demonios si quieres que te ame realmente. Ella no sabe la verdad de todo lo que viviste. Si vas a casarte con ella, tendrás que contárselo todo, debe conocer todos tus secretos. ¿O acaso temes que se asuste?
—No tiene por qué conocer los detalles —espeté en desacuerdo.
—Solo conociéndolos podrá ayudarte —insistió.
—No necesito ayuda.
—Te equivocas, la necesitas y mucho.
—No —repetí con dureza.
Nuestras miradas se fijaron en un pulso obstinado.
—¿Crees que no lo percibo? ¿Crees que no lo veo crecer dentro de ti? Ese veneno que te carcome por dentro, esa bola de rabia que terminará estallando algún día…
—No lo hará, dedicaré mi vida a olvidar, a encontrar la paz.
—Te engañas entonces, y la engañarás también a ella.
Comencé a soliviantarme, me agité nervioso y alterado, bufando de frustración.
—Creía que deseabas que fuera feliz…, pero ya veo que, si no es a tu lado, la cosa cambia —rebatí furioso.
Ayleen me empujó rabiosa, tan agitada como yo.
—Quiero tu felicidad, majadero. Pero no que la construyas sobre el engaño. Porque entonces se derrumbará como un montón de escombros. Libera la oscuridad y después ya podrás comenzar a erigir un futuro seguro.
—¿Eso buscas? ¿Que me convierta en un monstruo desatado y ruja mi odio hasta que me libere de él? ¿Que busque a los Grant y a Lorna y descargue ese veneno sobre ellos?
—No, debe de haber algún modo, sin tener que derramar sangre ni hacer creer a los aldeanos que emergió una bestia del averno.
Pasé las manos por mi cabello y resoplé inquieto.
—No, Ayleen, si no alimento esa bola de rabia, no crecerá. Y, si encuentro la felicidad al lado de Cora, ese veneno acabará diluyéndose, o eso espero.
—¿Y si no se diluye?
—No quiero pensar en eso ahora.
—Bien —masculló con gesto derrotado—. En tal caso, ya es hora de regresar a casa. Aunque no lo creas, te amo lo suficiente para desear tu felicidad, a pesar de encontrarse en otros brazos. Sin embargo, dudo que nadie te quiera más que yo. Llevo mucho tiempo haciéndolo y será así mientras respire.
Ayleen ya se giraba con vibrantes lágrimas quemando su mirada. Un nudo oprimió mi garganta. La detuve aferrando su codo, aún sin saber muy bien qué decir.
—Yo… lamento tanto esto…
Ella sacudió la cabeza, tragando saliva con dificultad.
—Ojalá esa visión nunca se cumpla. Ojalá Cora logre alejarte de las sombras y te dé la felicidad que mereces.
—¿Qué visión?
—La que la anciana druidhe puso en mi mente.
—¿Qué fue lo que viste?
Ayleen se mostró dubitativa un instante. Negó con la cabeza e hizo ademán de retirarse.
La acerqué a mí, clavando mis ojos con tenacidad en los suyos.
—La vi a ella vestida de negro —declaró al fin—, de pie en la cima de un acantilado, su cabello rojo ondeando con el viento. Permanecía inmóvil, llorando en silencio mientras contemplaba el horizonte. Me vi a mí misma en la orilla del mar, sobre unos peñascos, lanzando flores al agua con el corazón roto. Ambas separadas, ambas unidas por un mismo dolor.
Era fácil imaginar cuál, pensé con amargura. Una punzada angustiosa me atravesó.
—¿Qué fue lo que te hizo ver a ti? —me preguntó con la mirada empañada.
—Vi a ese monstruo en el que temes que me convierta, desquiciado y cubierto de sangre.
La expresión afligida de Ayleen se descompuso en una mueca tormentosa. Sus hermosos ojos se tiñeron de preocupación y temor.
—No me gusta, Lean.
—Tampoco a mí. Esa mujer era una bruja de verdad.
—Deberías regresar a Sevilla con ella, si ese es tu deseo —aconsejó con acritud.
—Quizá lo haga.
Bajó la vista de nuevo, hundiendo los hombros como si el peso del mundo reposara en ellos. Deseé abrazarla, pero me mantuve inmóvil, temiendo que cualquier acercamiento por mi parte pudiera dañarla más de lo que ya lo estaba.
—Hazlo, aquí solo te aguarda la muerte y tus demonios —añadió—. Huye de Mull, y no regreses nunca… —Su voz se rasgó en un sollozo incontenible.
Alzó el brazo y acarició mi mejilla con infinita ternura en la punta de sus dedos.
Se giró y salió corriendo sin mirar atrás, dejándome con una piedra en el corazón. Cerré los ojos intentando aplacar el torbellino de emociones que me zarandeaban. Algo dentro de mí me decía que la muerte me acechaba, que seguía mis pasos, igual que sabía que, si algún día la oscuridad de mi interior vencía, en esa incansable batalla interior que me desgarraba día a día, terminaría convirtiéndome en un demonio igual que ellos. Mi venganza no era sino la propia condenación de mi alma, y eso también lo vaticinó la bruja.
Tardé en recomponerme, en asimilar que, por mucho que quisiera evitar dañar, lo hacía. Deseé con todas mis fuerzas que Ayleen lograra olvidarme y rehiciera su vida, que encontrara a alguien que realmente la mereciera.
Caminé hacia el castillo con una nueva pena en mi pecho, y con una sombra nueva también: la de una guadaña.