Capítulo 29

árbol
Entre hechizos, leyendas y grilletes

El eco de nuestros pasos resonó por los angostos y oscuros corredores de la prisión de Dumbarton, rebotando en las paredes de piedra, su sonido sumándose al gorgoteo del agua rezumando de sus muros y al de los siniestros lamentos estirados y agónicos de los presos que ocupaban sus míseras celdas.

Parpadeantes antorchas derramaban titilantes cercos dorados que apenas lograban alejar las sombras de aquellos lóbregos pasadizos. Delante de nosotros caminaba encorvado el carcelero, un hombre orondo, de gran estatura y expresión ruda al que tuve que sobornar generosamente para poder visitar a los reos.

El hedor húmedo e inmundo que flotaba en aquel lugar obligó a Cora a cubrir su nariz con un pañuelo y a mí a apretar fuertemente la boca.

En una de las puertas asomaba del ventanuco superior, cubierto de rejas, un revolotear de moscas acompañado de un molesto zumbido. Al pasar junto a ella, una vaharada pestilente me provocó una violenta arcada que me hizo toser.

—Hace días que esperamos al enterrador —justificó el hombre, a quien no parecía que aquella fetidez le afectara en modo alguno.

Saber que un cadáver se estaba descomponiendo a pocos pasos de nosotros no ayudó a sofocar mis náuseas.

Llegamos al final de la galería y giramos un recodo a la izquierda. Allí, el goteo del techo caía de manera regular, formando pequeños charcos en las oquedades de la roca caliza con que habían pavimentado el suelo.

Finalmente nos detuvimos junto a una puerta. El carcelero rebuscó en el aro donde pendía todo un ramillete de llaves de hierro, cogió una y la introdujo en la cerradura. Tras dos giros, en los que resonó el acero al rozarse, la puerta se abrió quejumbrosa.

El hombre retrocedió y se apoyó indolente en la pared, entregándome el candil que portaba.

Por la abertura solo asomaba un moribundo halo grisáceo rodeado de absoluta negrura.

—Alaister…

Un murmullo de cadenas agitó el aire, y varios gemidos esperanzados se interpusieron unos sobre otros. Reconocí aliviado el de un niño.

Me adentré en la celda seguido de Cora, encontrando frente a mí rostros mugrientos y desolados, con un débil resplandor ilusionado matizando su incertidumbre.

—¡Santo Dios, Lean, por fin apareces!

Alaister sonrió, aunque con honda aflicción. Fui hacia él y posé mi mano en su hombro, presionándolo afectuosamente. Unos pequeños brazos enlazaron mi cintura. Me agaché y cobijé a Dante en mi pecho. El pequeño sollozó en silencio.

—Os sacaré de aquí.

Alcé el candil y descubrí a Rosston, que sonreía emocionado; a Irvin y a Gowan, que me dedicaron un gesto bastante huraño y desesperanzado, y a Malcom y a Duncan, que me rodearon inquisitivos y preocupados. Todos mostraban magulladuras en el rostro. Su mirada grave me penetró cargándome con una responsabilidad que había adquirido en el momento en que los tomé a mi servicio.

—Mañana nos juzgarán —reveló Malcom—, tenéis que organizar nuestra huida esta noche.

—¿Dónde está Ayleen?

—Logró escapar —respondió Alaister—. En la refriega, la monté en mi caballo y la vi alejarse a todo galope, no sé si la persiguieron.

—¿Dijo hacia dónde pensaba dirigirse?, ¿quedasteis en algún punto?

Alaister bajó la vista apesadumbrado, meditando su respuesta. Parecía abotargado y cansado.

—Dijo algo de un púlpito —mencionó extrañado—. Entendí que pensaba auxiliarnos, pero que necesitaba ayuda.

—¿Un púlpito? —inquirí.

Él asintió confuso y se encogió de hombros.

De repente, aquella palabra pareció iluminarse en mi cabeza, parpadeando insistente, destellando en un recuerdo que me sobrecogió. Una frase acudió a mi mente y todo se iluminó encajando en el lugar correcto.

—Aquella druidhe sugirió a Ayleen algo sobre ese púlpito.

—¡Es cierto! —exclamó Alaister.

Nos miramos ansiosos recordando la frase exacta.

—Dijo algo acerca de que solo en ese púlpito sus deseos serían escuchados. También habló de una llave, y creo saber a qué se refería —adiviné.

—¿Crees que se refería a un enclave preciso utilizado para rituales? —inquirió Alaister.

Los rostros de los hombres mostraron una acentuada turbación.

—Es justo lo que creo.

El rostro de Alaister palideció de repente y su mirada se oscureció.

—Es capaz de invocar al mismísimo demonio con tal de ayudarnos —murmuró afligido. Su mirada se enturbió con un deje aprensivo y temeroso que le hizo agrandar los ojos—. Entonces… esa llave es el maldito colgante que le arrancaron durante la reyerta, el que originó todo el pandemónium.

—El que nos condenará por cómplices de brujería —escupió Gowan acusador.

Alaister se encaró con él. Ambos se tantearon con miradas amenazantes.

—Esa perra debería morir en la hoguera y confesar que nos utilizó y nos engañó ocultándonos su verdadera y malévola identidad —barbotó Irvin con exacerbada inquina.

Alaister agarró a Irvin por el jubón y lo zarandeó hasta estamparlo contra la pared.

Temí que el carcelero interviniera y detuve a Alaister.

—Voy a sacaros de aquí, maldita sea —siseé furioso—, pero antes tengo que encontrar a Ayleen. Creo que esta noche todos los hombres de esta condenada villa saldrán de caza.

—Litha —intervino Cora—. Esta noche se celebra ese ritual pagano. Es muy posible que druidas y adoradoras de la religión celta se reúnan en un lugar sagrado, un punto mágico para festejar la culminación del día más largo del año.

—¡El púlpito! —exclamamos Alaister y yo casi al unísono.

—Hay que avisarlos o se convertirá en un ritual de muerte —repuse angustiado—. Tenemos que averiguar dónde está ese lugar e infiltrarnos para advertirles y darles tiempo a escapar.

—Solo son brujas —interrumpió Irvin despectivo. Su clara mirada brilló con odio y resentimiento.

—Y tú solo eres un insensible y un miserable hijo de perra —farfulló Alaister iracundo.

Me coloqué entre ellos pidiendo calma y los fulminé con la mirada.

—Cuando recupere a Ayleen, regresaremos a sacaros de aquí. Estarán muy ocupados toda la noche, estos calabozos quedarán desatendidos. Saldremos de aquí y partiremos en el primer birlinn que encontremos.

Unos pasos irrumpieron en la celda.

—Se acabó el tiempo —anunció el carcelero.

Dante se abalanzó sobre mí y me abrazó de nuevo, llorando asustado.

—Shhh…, no te preocupes, pequeño. Todo saldrá bien.

—Solo… solo estaba jugando con ese niño. ¡Yo… yo no lo empujé, lo juro! Cayó al río y se golpeó contra las piedras del dique.

Acaricié tiernamente su cabello, susurrándole palabras tranquilizadoras hasta que se calmó.

—Pronto nos marcharemos de este lugar, confía en mí.

Dante asintió mientras se sorbía la nariz y se limpiaba las lágrimas con el antebrazo de su mugrienta camisa, extendiendo los relejes negros que cubrían su rostro y mirándome ilusionado.

—Cuidaré de él —declaró Rosston.

Asentí agradecido y, antes de salir, me giré hacia Alaister.

—La encontraré —afirmé convencido justo antes de que se cerrara la puerta.

Caminé hacia la salida pensativo, ideando la manera no solo de encontrar ese lugar, sino de adelantarme y lograr interrumpir la celebración. Sería una situación peligrosa y no deseaba exponer a Cora, debía dejarla en la hospedería aguardando mi regreso.

—Quizá la mujer con la que hablamos sepa algo del púlpito —sugirió.

Era justo lo que yo pensaba. Preguntar por ese lugar. A buen seguro sería el tema de conversación en todos los corrillos.

—Es lo más directo, y no tengo tiempo que perder.

—¿Tengo?

Cora me miró frunciendo el ceño. Puso los brazos en jarras y compuso un mohín tenaz.

—Sí, tengo —aduje rotundo—. No vas a acompañarme, es demasiado arriesgado. Me esperarás en la habitación de una hospedería.

—Ni hablar —objetó empecinada—. Iré contigo, y te juro que si me encierras echaré la puerta abajo y te seguiré.

—Por favor, Cora, sé razonable.

—Nunca lo he sido, no veo por qué he de serlo ahora.

Admiré el brillo decidido de sus ojos, teniendo la certeza de que no cejaría en su empeño de acompañarme. Debía hacerle entender que su compañía me haría más vulnerable.

—Cora, escúchame —insistí cogiendo su barbilla y clavando mi pertinaz mirada en ella—. Si vienes conmigo, estaré más preocupado por lo que te pueda pasar que por mi misión. Es más que probable que haya enfrentamientos directos y no podré luchar, si se da el caso, con el mismo arrojo si temo por ti. No es conveniente dividir mi atención en una situación tan arriesgada. Habrá decenas de hombres dando caza a mujeres, no puedo consentir ponerte en semejante peligro. Me esperarás en esa condenada habitación hasta que regrese, ¿entendido?

Cora agudizó su ceño, se cruzó de brazos contrariada y ofuscada y resopló con sonora frustración.

Me acerqué a ella y la abracé apoyando la barbilla en su cabeza.

Ella permanecía indignada, sin rodearme con los brazos. Me curvé sobre ella como cobijándola en mi pecho en ademán protector y besé su cabeza.

—Si algo te pasara, yo… —confesé sin atreverme a barajar esa posibilidad.

Alzó el rostro y me observó con atención, sin poder ocultar una creciente emoción teñida de agonía.

—Otro deseo compartido —repuso—, el de protegerte.

Sonreí quedo y rocé su boca suavemente. Ella exhaló un débil gemido entreabriendo sus dulces labios, un gesto que me cautivó.

A pesar de mi anhelo por tomar su boca, logré apartarme de ella y cogerla de la mano. Caminamos sobre nuestros pasos en dirección al alojamiento donde habíamos pasado la noche. Allí, la mujer del tabernero nos recibió con una amplia sonrisa mientras frotaba la superficie de la barra con un paño, sus generosas formas se balanceaban sobre la madera con más garbo que el paño que usaba para tal fin.

—Necesitaremos la habitación otra noche —dije sonriendo con ligereza.

—Por supuesto, señor. —Echó un vistazo a Cora y esbozó una pícara sonrisa—. Recién casados, ¿verdad?

Asentí cubriendo los hombros de Cora con mi brazo en ademán posesivo.

—En efecto, mi bella esposa está muy cansada. Si nos servís algo de comer, pasaremos el día en el cuarto.

Le guiñé un ojo cómplice, y la mujer asintió con semblante risueño.

—Por cierto, dando un paseo por la plaza nos han contado el terrible suceso que aconteció hace dos días —comenzó Cora en tono impresionado—. ¡Que Cristo nos asista! Mi esposo desea unirse a la patrulla para darles caza, debe hacerse justicia.

La mujer asintió vehemente. En su rostro se pintó una expresión horrorizada y compungida.

—La madre está destrozada —comentó compasiva—. Es una tragedia, el pequeño Kael era querido por todos.

—Todos hablan de un púlpito donde las brujas piensan reunirse esta noche —intervine—, pero nunca he oído hablar de un lugar así.

La mujer se inclinó sobre la barra para susurrar su respuesta, como si decirla en voz alta pudiera convocar a algún espíritu maligno.

—Es conocido como el Púlpito del Diablo, por su aspecto y por los aquelarres que las brujas celebran allí. Es una abrupta garganta oscura que se abre en mitad del bosque como un tajo sangriento en la densa vegetación. Por ella discurre un río de aguas rojas y sulfurosas, y dicen que en el fondo de ese desfiladero hay un altar de piedra donde todavía se practica la antigua magia. Es un lugar lleno de leyendas, cargado de un poder que, como aseguran los que han estado en él, incluso crepita en el aire. Además, hasta se puede oír el lamento de las almas condenadas.

—¡Terrorífico! —exclamó Cora con fingido asombro, santiguándose exageradamente.

—¿Dónde se encuentra, exactamente?

—En Finnich Glen, está cerca de aquí, al noroeste en dirección a Stirling, cerca de Drymen.

Rodeé a Cora por la cintura y la acerqué a mí, sonriéndole travieso.

—Quizá mi apasionada esposa me permita evadir mis deberes conyugales esta noche para hacer justicia.

La tabernera me miró con descaro y negó con la cabeza dirigiéndose a Cora.

—Yo no lo permitiría si estuviera en vuestro lugar. Dicen que no hay nada como montar un buen semental, y vuestro esposo tiene pinta de serlo.

Cora forzó una sonrisa tan tirante que acabó convirtiéndose en una mueca ofuscada y en sus ojos refulgió un atisbo celoso.

Enlazó con cierta brusquedad mi brazo y me llevó a una de las mesas.

Nos sentamos uno frente al otro, Cora continuaba mirando ceñuda a la tabernera.

—¿Alguna vez se te ha resistido alguna mujer? —preguntó molesta.

—Tú.

Negó con la cabeza tras respirar hondo.

—Yo mejor que nadie sé el maldito influjo que ejerces en las mujeres, y no sonrías así, condenado bellaco, o tendré que demostrártelo.

Sonreí pendenciero al tiempo que enarcaba una ceja en un gesto provocador.

—Es la amenaza más tentadora que he recibido nunca.

Nuestras manos se entrelazaron por encima del tablero y nuestras miradas se engarzaron derramando en ellas profundos y arraigados sentimientos. Sentí un nudo en la garganta y una emoción constreñida y punzante en el pecho. El tenso silencio que crepitaba entre nosotros fue tan sofocante que temí dejar brotar de mi garganta lo que manaba a borbotones de mi corazón.

—Debo partir de inmediato, tengo que dar con ese lugar y encontrarla antes de que anochezca.

Cora asintió contenida, desviando su húmeda mirada cargada de preocupación.

La tabernera nos sirvió dos cuencos de estofado y dos generosas jarras de cerveza y se alejó contoneando sus amplias caderas.

No tenía apetito, pero necesitaría fuerzas para lo que estaba por venir. Comimos desganados, sumidos en un profundo desasosiego, compartiendo la misma inquietud. Los acorazonados labios de Cora se apretaron entre sí, presos del temor y la angustia. Soltó la cuchara y respiró hondo, conteniendo las lágrimas.

—No puedo quedarme aquí —anunció con voz estrangulada—, me volvería loca aguardando tu llegada.

—Cora, te lo ruego, no insistas.

—Moriré de angustia —se lamentó—. Quizá si me llevas allí y me oculto en alguna cueva o refugio antes de llegar a ese desfiladero… Yo te esperaría y…

—No —la interrumpí tajante—. Sería una completa temeridad, habrá patrullas de hombres rastreando toda la zona. Si dieran contigo antes de que yo llegara… No, Cora, no pienso transigir en esto. No temas por mí, sé cuidarme bien. Regresaré, confía en mí.

Me puse en pie apurando mi jarra y luego la conduje hacia la escalera.

—Voy a dejarte en ese cuarto y en él permanecerás hasta que regrese —sentencié con firmeza.

Fruncí el ceño reforzando lo inapelable de mi decisión.

Cora bajó la mirada afligida, asintiendo a regañadientes.

—¡Prométemelo! —exigí intransigente.

—Lo prometo —aceptó ofuscada.

Llegamos a la puerta del cuarto, nos adentramos y cerré tras de mí. Antes de que ella diera un paso, la aferré por la cintura, la giré y apresé su boca con hambre desatada. Ella gimió sorprendida, entregándose ardiente a un beso rudo y necesitado. Mi voracidad me consumía en un fuego que, por mucho que liberara, no lograba apagar, sino que, por el contrario, aumentaba desaforadamente. Era por completo imposible saciarme de su sabor, era como si todo mi cuerpo rugiese ante el desesperado anhelo de fundirme en ella.

Logré, no sin doloroso esfuerzo, separarme de Cora. Cogí su rostro entre las manos y clavé mi penetrante mirada en ella.

—Volveré y me despediré como es debido.

—Desearé lo primero y lamentaré lo último en igual medida —suspiró apesadumbrada.

La estreché contra mi pecho, abrumado por cuanto lo acicateaba. Olí su cabello, grabando en mi memoria su perfume, y cerré los ojos un breve instante asimilando la miríada de emociones diversas que me sacudían.

No fui capaz de añadir nada más. Simplemente la solté y salí en tromba, temeroso de ceder a su ruego y llevarla conmigo.


El sol comenzó su indolente descenso, en busca de su merecido descanso, aunque en aquellas tierras no se luciera mucho. Dando espacio a las acechantes sombras que ya se alargaban alborozadas y anhelantes por extender su oscuro dominio.

Llegué al linde de un bosque espeso y tan verde como los ojos que me habían acompañado todo el trayecto. Reduje la marcha, permaneciendo atento a mi alrededor, rastreando huellas y rezando por encontrar a Ayleen antes que las partidas de búsqueda. Aunque eso no era lo único que me desazonaba.

Si esa noche se celebraba Litha, participarían no solo adoradoras de la antigua religión, sino seguramente también druidhe de todo tipo, así como hechiceras oscuras. Incluso era posible que acudiera la figura de un nigromante que las liderara, aprovechando aquella concentración para invocar al diablo con sus maléficas artes.

Solo pensar que Ayleen deseaba convertirse en una especie de figura faustiana, como en aquel clásico alemán, el Volksbuch, la historia en la que Fausto vendía su alma a Mefistófeles a cambio de poder y conocimiento infinito, me produjo escalofríos.

En Sevilla había tenido la oportunidad de leer una gran diversidad de obras, gracias a los falsificadores de arte, tanto escritas como ilustradas. Copiaban tratados y los vendían como originales, y yo los acompañaba en sus transacciones como protector de la plata percibida, que debía escoltar hasta que llegara a manos de don Nuño.

Aquella empresa me complacía más que ninguna otra, pues ponía a mi alcance libros que, de otro modo, jamás podría haber leído. Incluso pude echar un vistazo, no sin cierta aprensión, al afamado tratado sobre brujería que utilizaban algunos inquisidores para el reconocimiento y la anulación de todo tipo de hechiceras, el Malleus Maleficarum, el «Martillo de las brujas». En él se desplegaba todo un compendio de justificaciones malévolas en contra de la figura femenina. Y, aunque mi demonio en cuestión había sido una mujer, aquel abominable tratado resultaba todo un atroz desatino en contra de ellas, pues las presentaba como seres inferiores, susceptibles de toda clase de vicios y debilidades, tachándolas de lujuriosas y perniciosas. En cambio, no se mencionaba en ese libro al nigromante, una figura masculina, ni se acusaba a ningún hombre de practicar ese diabólico arte, quemándolo en hogueras. Simplemente quedaba en un conveniente segundo lugar, tan místico e irreal, una figura más de leyenda que no provocaba ninguna preocupación contra la fe profesada por prelados ni seglares.

A mi memoria acudió una añeja leyenda referida por mi maese que solía contarse en noches de vigilia. Se trataba de la leyenda del marqués Enrique de Villena, gran maestre de la Orden de Calatrava que culminó su vida en Toledo allá por el siglo XV y dio origen a su espeluznante relato. Había sido un gran erudito para su época, pues poseía excelsos conocimientos en diversas materias que había plasmado en varias obras, tanto sobre medicina como de astrología e incluso gastronomía. Sin embargo, la que más polémica suscitó fue su Tratado de alquimia, pues revelaba su inclinación por la nigromancia y las artes oscuras. En su obra, el marqués confesaba sus relaciones con el diablo y manifestaba la creación de un elixir para devolver la vida a los muertos, un elixir que él mismo decidió probar.

Dejó el macabro encargo a su criado, referente a lo debía hacer a su fallecimiento. Las instrucciones eran precisas: cortar en pedazos su cuerpo e introducirlo en un gran matraz de vidrio repleto del milagroso elixir que ocultaba en el sótano de su casa. También había de suplantarlo en el tiempo que tardara en producirse la transmutación. Y, tras fallecer de unas delirantes y dolorosas fiebres, el obediente criado hizo lo que su amo le había indicado. Luego se vistió con sus ropas y acudió a misa como acostumbraba el marqués, con tan mala fortuna que se topó con el vicario y pasó sin descubrirse por su lado ante la indignación de los parroquianos, que descubrieron el ardid cuando lo obligaron a mostrarse. Al final, el fiel criado contó la verdad y todos fueron a ver con sus propios ojos semejante aberración. En efecto, el cuerpo desmembrado del marqués flotaba en un líquido verdoso, fusionado grotescamente en una especie de monstruo. Los vecinos acabaron con aquello a golpe de hacha. El gran maestre murió por segunda vez, pero nació en una leyenda con la que se seguía asustando a los niños.

De repente, una idea fue tomando forma en mi cabeza. Aquellos hombres, supersticiosos, pero también cobardes, marchaban valerosos a dar caza a asustadas mujeres, deseosos de volcar en ellas su vil superioridad. Pero esos hombres no esperaban enfrentarse a un igual, mago y poderoso, además. Quizá si irrumpía en aquella ceremonia como un nigromante, las congregadas, brujas o no, creerían mi aviso. De igual modo, y de esa guisa, podría enfrentarme a los cazadores sembrando el terror en ellos, ahuyentándolos sin necesidad de combatirlos.

Madurando aquella treta desmonté y miré en derredor, buscando en la naturaleza elementos que pudieran componer mi disfraz. Había de resultar impactante y artificioso, y debía conferirme no solo aspecto de mago, sino también una diabólica y extraña apariencia, más de animal que de hombre. Una bestia medio humana que desatara el horror entre los batidores y la subyugación entre las druidhe.

Aspiré hondamente, encomendándome a Alá, a Cristo y a cualquier deidad pagana que tuviera a bien escucharme y me puse manos a la obra mientras la noche caía sobre aquel lúgubre paraje, quizá despertando la magia que pudiera ocultarse en él.