139

Una cortina de nieve azota la autovía de enfrente del garito. Los vehículos que pasan hacen temblar las ventanas. El café de Joona ondea en la taza con las vibraciones.

Observa a los hombres de la mesa. Sus caras están tranquilas y cansadas. Después de haberle quitado el teléfono, el pasaporte, el reloj de pulsera y la cartera, parecen esperar algún tipo de respuesta. La taberna huele a trigo sarraceno y a carne a la plancha.

Joona mira el reloj y ve que su vuelo a Moscú sale en nueve minutos.

El tiempo de Felicia se está agotando.

Uno de los hombres intenta resolver un sudoku y el otro está leyendo un artículo sobre carreras de trotones en un gran periódico.

Joona mira a la mujer de detrás de la barra y piensa en la conversación con Nikita Karpin.

El viejo se comportaba como si dispusieran de todo el tiempo del mundo hasta que se vieron interrumpidos. Sonrió tranquilo para sí, hizo una línea con el pulgar en el vaho de la jarra y dijo que Jurek y su hermano gemelo sólo se quedaron en Suecia un par de años.

—¿Por qué? —pregunta Joona.

—No te conviertes en asesino en serie porque sí.

—¿Sabes qué pasó?

—Sí.

El hombre había deslizado el dedo por la carpeta y de nuevo se había puesto a decir que el destacado ingeniero probablemente habría estado dispuesto a vender sus conocimientos.

—Pero a la Secretaría General de Inmigración sólo le interesaba Vadim Levanov como mano de obra. No entendían nada… Enviaron a uno de los mejores ingenieros de misiles del mundo a una cantera de grava.

—A lo mejor él sabía que lo estabais vigilando y fue lo bastante inteligente como para mantener la boca cerrada —replicó Joona.

—Más inteligente habría sido no escapar de Leninsk… Quizá le hubieran caído diez años de trabajos forzados, pero…

—Estaba obligado a pensar en los niños.

—Entonces, se habría quedado —dijo Nikita, y cruzó la mirada con la de Joona—. Los chicos fueron expulsados de Suecia y Vadim Levanov no pudo seguirles la pista. Se puso en contacto con todas las personas que conocía, pero fue imposible. Tampoco podía hacer gran cosa. Está claro que sabía que lo detendríamos si volvía a Rusia y en tal caso seguro que no encontraría nunca a los niños, así que se quedó esperándolos, era lo único que podía hacer… Debió de pensar que si los chicos intentaban dar con él, irían al sitio en el que habían estado juntos por última vez.

—¿Qué sitio era ése? —preguntó Joona al mismo tiempo que veía que un coche negro se acercaba a la finca.

—Las viviendas de los trabajadores, casa cuatro —responde Nikita Karpin—. Allí es también donde muchos años después se quitó la vida.

Antes de que Joona Linna tuviera tiempo de preguntarle el nombre de la cantera de grava en la que el padre estuvo trabajando, Nikita Karpin se percató de la visita que llegaba a la finca. Un Chrysler negro reluciente giró en el patio y se detuvo, con lo que la conversación quedó zanjada. Sin prisa aparente, el ruso cambió todo el material de la mesa sobre el padre de Jurek por material acerca de Aleksandr Pichuskin, el llamado Asesino del ajedrez, un asesino en serie para cuya detención Joona puso su granito de arena.

Los cuatro hombres entraron, fueron tranquilamente al encuentro de Joona y Nikita, saludaron corteses con la mano, intercambiaron unas palabras en ruso y luego dos de ellos acompañaron a Joona al coche negro mientras los otros dos se quedaban con Nikita.

Joona fue invitado a sentarse en el asiento de atrás. El hombre del cuello ancho y ojos pequeños y negros le pidió con amabilidad que le entregara el pasaporte y después le preguntó por el móvil. Revisaron su cartera, llamaron al hotel y a la compañía de alquiler de coches. Le aseguraron que lo llevarían al aeropuerto, pero aún no.

Ahora estaban sentados a una mesa en la taberna, esperando.

Joona da medio sorbo al café frío.

Si tan sólo tuviera el teléfono, podría llamar a Anja y pedirle que hiciera una búsqueda sobre el padre de Jurek. Tiene que haber algo acerca de los niños, el sitio en el que vivieron. Aparta un impulso de volcar la mesa, salir corriendo hacia el coche e irse al aeropuerto. Ellos tienen su pasaporte, su cartera y el teléfono.

El hombre del cuello ancho tamborilea en la mesa y tararea algo entre dientes. El otro, con el pelo cano cortado a cepillo, ha dejado de leer y está mandando mensajes con el móvil.

Un ruido de ollas llega desde la cocina.

De pronto suena un teléfono y el hombre de pelo gris se levanta y se aleja unos pasos antes de cogerlo.

Al cabo de unos segundos, corta la llamada y le explica a la pequeña compañía que es hora de irse.

El hombre de arena
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