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Los dos compañeros siguen tranquilamente a Joona hasta la casa. La nieve cruje bajo sus botas.
Nadie ha pasado por allí desde hace varias semanas.
Una vuelta de manguera asoma en la nieve junto al cajón de arena.
Los tres agentes suben los escalones del porche y llaman al timbre, esperan un momento y vuelven a llamar.
Escuchan. El vaho se acumula delante de sus bocas. Los escalones se quejan.
Joona llama por tercera vez.
No consigue deshacerse del mal presentimiento, pero no dice nada. No hay motivo para estresar a los compañeros.
—¿Qué hacemos ahora? —pregunta Eliot tranquilo.
Joona apoya la rodilla en un banquito que hay pegado a la pared, se inclina hacia un lado y mira por la estrecha ventana del recibidor. Ve el suelo de baldosas marrones y los empapelados a rayas. Los prismas de cristal mate de la lámpara de pared cuelgan inmóviles. Joona vuelve a mirar el suelo. Las motas de polvo yacen quietas junto a la pared. Le da tiempo a pensar que no parece que haya ningún tipo de movimiento de aire en la casa, pero en ese momento una mota se mete debajo de la cómoda. Joona se pega más al cristal, tapa la luz de atrás con las manos y ve una figura oscura en el pasillo.
Una persona con las manos levantadas.
No tarda más de un segundo en comprender que se está viendo a sí mismo en el espejo del recibidor, pero la adrenalina ya le ha ido a parar a la sangre.
Se ve a sí mismo como una silueta en la estrecha ventanita, ve paraguas en un cubo, la cara interior de la puerta, la cadena de seguridad y la alfombra roja.
No hay rastro de zapatos ni ropa de calle.
Joona llama al cristal con los nudillos, pero no ocurre nada.
Los prismas de la lámpara siguen quietos, la casa está completamente dormida.
—Vale, tendremos que ir a hablar con los vecinos más cercanos —dice.
Pero en lugar de volver a la calle comienza a rodear la casa. Los compañeros se quedan en el jardín delantero y lo miran desconcertados.
Joona pasa junto a una cama elástica y se detiene. Unas huellas de corzo cruzan varias parcelas. La luz de las ventanas del vecino más próximo dibuja rectángulos amarillos en la nieve.
El silencio es absoluto.
Donde termina la parcela de la casa empieza el oscuro bosque. Hay piñas y pinaza en la nieve debajo de los árboles.
—¿No vamos a hablar con los vecinos? —pregunta Eliot confuso.
—Ahora voy —responde Joona en voz baja.
—¿Qué?
—¿Qué ha dicho?
—Esperad un momento…
Joona sigue caminando por la nieve, nota el frío en los pies y los tobillos. Un comedero de pájaros se balancea delante de la ventana oscura de la cocina.
En el alféizar que queda más cerca del bosque se han formado témpanos de hielo resplandecientes.
«Pero ¿por qué sólo ahí?», se pregunta Joona.
Se acerca y ve que la luz del vecino se refleja en la ventana.
Hay cuatro témpanos grandes y varias líneas de pequeños.
Casi ha llegado a la ventana cuando ve que se ha formado una cavidad en la nieve delante de una rejilla de ventilación que está a ras de suelo. Eso significa que de vez en cuando va expulsando aire caliente.
Por eso se han formado los témpanos.
Joona se agacha y pega el oído. Lo único que se oye es el lento siseo del bosque cuando el viento acaricia las copas.
El silencio se rompe por unas voces en la casa vecina. Son dos niños que, enfadados, se gritan algo. Suena un portazo y luego las voces quedan atenuadas.
Un ruido muy débil hace que Joona se vuelva a agachar delante de la rejilla. Contiene la respiración y le parece oír un susurro detrás del ventilador, como una orden.
Se echa hacia atrás en un acto reflejo, no sabe si se lo ha inventado, mira a su alrededor, ve a los dos compañeros que lo están esperando, los árboles negros, los copos de nieve que revolotean en el aire y, de pronto, cae en la cuenta de lo que ha visto unos minutos antes.
Al mirar por la estrecha ventanita del recibidor y verse a sí mismo en el espejo se ha sorprendido tanto que no se ha podido fijar en el detalle decisivo.
La cadena de seguridad de la puerta está puesta, lo cual sólo se puede hacer si hay alguien dentro de la casa.
Joona vuelve corriendo hasta la fachada principal. La nieve virgen le salpica los muslos. Busca la ganzúa en el bolsillo interior de su abrigo y sube al porche.
—Hay alguien dentro —dice tranquilo.
Los compañeros lo miran boquiabiertos cuando Joona abre la cerradura, ajusta la puerta y le da un empujón para hacer saltar la cadenita.
Joona les indica que se mantengan a sus espaldas.
—¡Policía! —grita hacia el interior de la casa—. ¡Vamos a entrar!