93
Mikael Kohler-Frost está sentado a una mesa en el comedor de la planta. Rodea la taza caliente de té con una mano mientras habla con Magdalena Ronander, de la policía judicial. Reidar está demasiado alterado como para sentarse, pero se detiene un momento en el umbral de la puerta y mira a su hijo antes de bajar al vestíbulo para encontrarse con Verónica Klimt.
Magdalena sonríe a Mikael y luego saca el minucioso relato del interrogatorio y lo deja sobre la mesa. Está compuesto por cuatro cuadernos con espiral. Magdalena pasa las hojas hasta llegar a la marca y le pregunta si está listo para continuar.
—Sólo he visto el interior de la cápsula —explica Mikael como ha hecho tantas veces antes.
—¿Puedes volver a describir la puerta? —pregunta ella.
—Es de metal y completamente lisa… Al principio se podían rascar trocitos de pintura con la uña… No hay cerradura ni manija…
—¿De qué color era la pintura?
—Gris…
—También hay una trampilla que…
Magdalena se interrumpe al ver que Mikael se seca las lágrimas de las mejillas con un movimiento rápido y que luego aparta la cara.
—No puedo decírselo a mi padre —empieza con la barbilla temblorosa—, pero si Felicia no vuelve…
Magdalena se levanta, bordea la mesa, le abraza los hombros y le repite que todo saldrá bien.
—Lo sé —susurra él—. Me quitaré la vida.
Reidar Frost apenas ha salido del hospital Södersjukhuset desde que Mikael regresó. Ha alquilado una habitación en su misma planta para poder estar todo el tiempo con su hijo.
A pesar de que Reidar sabe que no iba a servir de nada, tiene que obligarse a no salir en busca de Felicia. Ha pagado un espacio en todos los periódicos importantes para que cada día publiquen un anuncio en el que suplica pistas y promete grandes recompensas. Ha contratado un equipo con los mejores investigadores privados del país para que la busquen, pero la añoranza lo desgarra por dentro, le impide dormir, lo obliga a merodear por los pasillos horas y horas.
Lo único que lo ha tranquilizado un poco ha sido ver la mejora que ha experimentado Mikael, que cada día está más sano y más fuerte. El comisario Joona Linna dice que es de una ayuda incalculable que se quede junto a su hijo, que lo deje hablar a su ritmo, que lo escuche y que anote cada recuerdo que exprese, cada detalle.
Cuando Reidar llega al vestíbulo, Verónica ya está allí, esperándolo junto a la cristalera que da al aparcamiento cubierto de nieve.
—¿No es un poco pronto para enviar a Micke a casa? —pregunta ella, y le entrega las bolsas.
—Dicen que no hay problema —sonríe Reidar.
—He comprado unos vaqueros y unos pantalones más suaves, camisas, camisetas, un jersey grueso y algunas cosas más…
—¿Cómo está la casa? —pregunta Reidar.
—Con mucha nieve —se ríe ella, y luego le cuenta que los últimos invitados ya se han marchado de la finca.
—¿Mis parejas de baile también? —pregunta Reidar.
—No, ellos siguen allí, pero… ya lo verás.
—¿El qué?
Verónica niega con la cabeza y sonríe.
—Le he dicho a Berzelius que no podían venir al hospital, pero tienen muchas ganas de ver a Mikael —responde.
—¿Vienes? —pregunta Reidar, sonríe y le arregla el cuello de la blusa.
—En otro momento —responde Verónica mirándolo a los ojos.