9

Reidar y Verónica abren las puertas del comedor y la música los golpea en el pecho. La gente se apretuja y baila en la oscuridad alrededor de la gran mesa. Algunos todavía comen solomillo de corzo y tubérculos asados.

El actor Wille Strandberg se ha desabrochado la camisa y resulta imposible oír lo que grita mientras se abre paso hasta Reidar y Verónica sin dejar de bailar.

Take it off! —grita Verónica.

Wille se ríe, se arranca la camisa, se la tira y le dedica un baile con las manos en la nuca. Su barriga redonda y de mediana edad se bambolea con los rápidos movimientos.

Reidar vacía otra copa de vino y luego se acerca a Wille moviendo las caderas.

La música pasa a una fase más tranquila y el viejo editor David Sylwan coge a Reidar por el brazo y resopla algo con la cara sudada y alegre.

—¿Qué?

—Que hoy no hemos competido —repite David.

—¿Póquer descubierto? —pregunta Reidar—. ¿Tiro, lucha…?

—¡Tiro! —gritan varios.

—Ve a buscar la pipa y unas botellas de champán —sonríe Reidar.

La canción recupera el ritmo retumbante y ahoga todas las conversaciones que siguen. Reidar descuelga un óleo de la pared y lo saca por la puerta. Es un retrato suyo hecho por Peter Dahl.

—Este cuadro me gusta —dice Verónica en un intento de pararle los pies.

Reidar le aparta la mano del brazo y continúa hasta el recibidor. Casi todos los invitados lo acompañan afuera, al gélido parque. La nieve virgen se amontona suave y lisa sobre la tierra. Unos cuantos copos se arremolinan bajo el cielo negro.

Reidar se adelanta y cuelga el retrato en la rama de un manzano cubierto de nieve. Wille Strandberg lo sigue con una bengala de emergencia que ha encontrado en una caja en el cuartito de la limpieza. Le quita el envoltorio de plástico y tira del cordón. Se oye un petardazo y luego la bengala comienza a arder provocando un chisporroteo y una luz intensa. Entre risas, avanza tambaleándose y clava la bengala en la nieve, debajo del árbol. La luz blanca ilumina el tronco y las ramas desnudas.

Todos pueden ver ahora el retrato de Reidar con un bolígrafo plateado en la mano.

El traductor Berzelius lleva consigo tres botellas de champán y David Sylwan muestra con una sonrisa la vieja Colt de Reidar.

—Esto no tiene gracia —dice Verónica sin gravedad en la voz.

David se coloca al lado de Reidar empuñando la Colt. Mete seis balas en el cargador y hace girar el cilindro.

Wille Strandberg sigue sin camisa, pero la borrachera hace que no sienta el frío.

—Si ganas, te dejo escoger un caballo de las cuadras —murmura Reidar y le quita el revólver de la mano a David.

—Por favor, tened cuidado —dice Verónica.

Reidar se hace a un lado, apunta con el brazo recto y dispara pero sin tocar nada. El tiro retumba entre los edificios.

Algunos invitados aplauden corteses, como si estuvieran jugando a golf.

—Me toca —se ríe David.

Verónica está tiritando en la nieve. Lleva unas finas sandalias y el frío le quema los pies.

—Ese cuadro me gusta —repite.

—A mí también —responde Reidar y efectúa un segundo disparo.

La bala da en la esquina superior de la tela, se oye un chasquido, el marco dorado se suelta un poco y el cuadro queda colgando torcido.

David le quita el revólver entre risitas, se tambalea, cae al suelo y dispara una vez al cielo y luego otra cuando intenta ponerse de pie.

Un par de invitados aplauden, otros brindan entre carcajadas.

Reidar recupera el revólver y le limpia la nieve.

—La última bala decide —dice.

Verónica se le acerca y le da un beso en la boca.

—¿Cómo estás?

—De maravilla —dice él—. No podría estar más feliz.

Verónica lo mira y le aparta el pelo de la frente. Se oyen silbidos y risas procedentes del grupo que está en la escalinata de piedra.

—¡He encontrado una diana mejor! —grita una mujer pelirroja cuyo nombre Reidar no recuerda.

Arrastra un muñeco gigante por la nieve. De pronto, se le escapa de las manos, cae de rodillas y se vuelve a levantar. Su vestido de leopardo tiene manchas de humedad.

—¡Lo vi ayer, estaba debajo de una colcha sucia en el garaje! —sigue con júbilo.

Berzelius se apresura a echarle una mano. Es un muñeco de Spiderman, de plástico rígido e igual de alto que Berzelius.

—¡Bravo, Marie! —grita David.

—Dispara a Spiderman —murmura una de las mujeres que tienen detrás.

Reidar levanta la mirada, ve el gran muñeco y deja caer el arma en la nieve.

—Tengo que dormir —dice tajante.

Aparta de un empujón la copa de champán que Wille le ofrece y se dirige con paso inseguro hacia el edificio principal.

El hombre de arena
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