35

En la sauna hace demasiado calor para hablar. Una luz dorada baña sus cuerpos desnudos y la clara madera de sándalo. Han alcanzado los noventa y siete grados y el aire le quema los pulmones. A Reidar Frost le caen gotas de sudor de la punta de la nariz sobre el vello canoso de su pecho.

La periodista japonesa Mizuho está sentada en el banco, al lado de Verónica. Ambas tienen el cuerpo enrojecido y brillante. El sudor se desliza entre sus pechos, baja por el estómago y se pierde en el vello púbico.

Mizuho mira a Reidar con seriedad. Ha hecho un largo viaje desde Tokio para entrevistarlo. Él le advirtió que nunca concedía entrevistas, pero que estaba encantado de invitarla a la fiesta que iba a celebrar aquella noche. Seguramente, ella albergaba la esperanza de poder sacarle algún comentario sobre el hecho de que van a hacer una película manga de la serie «Sanctum». Ya lleva cuatro días allí.

Verónica suspira y cierra los ojos un momento.

Mizuho no se ha quitado el collar de oro antes de meterse en la sauna y Reidar ve que ya le empieza a quemar. Marie apenas ha aguantado cinco minutos antes de salir a ducharse y ahora la periodista japonesa también abandona la sauna.

Verónica se inclina hacia adelante, apoya los codos en las rodillas y respira por la boca entreabierta mientras el sudor se precipita desde sus pezones.

Reidar siente una especie de delicado afecto por ella. Pero no sabe cómo podría explicarle el paisaje desértico que es por dentro, que todo lo que hace en el presente, todo lo que emprende, no es más que un andar a tientas en busca de algo que lo ayude a sobrevivir hasta el minuto siguiente.

—Marie es muy hermosa —dice Verónica.

—Sí.

—Pechos grandes.

—Para —murmura Reidar.

Ella lo mira y su rostro se pone serio cuando le dice:

—¿Por qué no puedo simplemente divorciarme de…?

—Lo nuestro se ha acabado —la interrumpe Reidar.

Los ojos de Verónica se llenan de lágrimas y está a punto de decir algo cuando Marie vuelve a entrar y se sienta al lado de Reidar con una risita.

—¡Dios, qué calor! —resopla—. ¿Cómo podéis aguantar aquí?

Verónica echa un cazo de agua sobre las piedras. Una nube de vapor caliente se eleva con un silbido y los ciega durante unos segundos. Después, el calor vuelve a ser seco y estático.

Reidar se apoya sobre las rodillas. Tiene el pelo de la cabeza tan caliente que casi se quema cuando se lo mesa con la mano.

—Ya no aguanto más —rebufa, y baja del banco.

Las dos mujeres lo siguen cuando sale directo hacia la nieve blanda. El crepúsculo ha trazado sus primeras capas de oscuridad sobre el manto blanco, que ya brilla de color azul claro.

Unos copos pesados se balancean desde el cielo cuando los tres cuerpos desnudos caminan sobre la nieve virgen.

David, Wille y Berzelius cenan con el resto de la directiva del fondo de becas Sanctum, y las tonadillas que cantan antes de tomar los chupitos de aguardiente llegan hasta ellos, hasta el jardín de detrás de la mansión.

Reidar da media vuelta y mira a Verónica y a Marie. Sus cuerpos calientes emanan vapor, están envueltas en una especie de niebla sedosa y la nieve se posa a su alrededor. Está a punto de decir algo cuando Verónica se agacha y le tira un puñado de nieve. Reidar da un paso atrás riéndose, tropieza, cae de espaldas y se hunde en el polvo.

Se queda tumbado escuchando sus risas.

La nieve le sienta como una liberación. Su cuerpo todavía está incandescente. Reidar mira al cielo, la hipnótica nieve cae desde el centro de la creación, una eternidad de blancura parsimoniosa.

Se ve sorprendido por un recuerdo. El de cuando les quitaba los overoles a los niños y los gorros con nieve apelmazada y enganchada a la lana. Recuerda sus mejillas frías y el pelo sudado. El olor del armario secador y las botas mojadas.

La añoranza por los niños es puramente física en toda su intensidad.

Ahora mismo desearía estar solo y quedarse tirado en la nieve hasta perder el conocimiento. Morir rodeado por el recuerdo de Felicia y Mikael. De cuando una vez los tuvo a su lado.

Se incorpora con dificultad y pasea la mirada por los pastos blancos. Marie y Verónica se ríen, forman ángeles en la nieve moviendo los brazos y las piernas y se revuelcan a unos metros de distancia.

—¡¿Cuánto tiempo hace que celebras esta fiesta?! —le grita Marie.

—No quiero hablar de eso —murmura Reidar.

Piensa en marcharse, beber hasta emborracharse y, luego, pasarse la soga por el cuello, pero Marie se interpone en su camino.

—Nunca quieres hablar, no sé nada —dice con una risita—. Ni siquiera sé si tienes hijos o…

—¡Pero déjame en paz! —grita Reidar, y la esquiva—. ¿Qué buscas?

—Perdón si…

—Que me dejes en paz —dice tajante, y entra en la casa.

Las dos mujeres regresan tiritando a la sauna. El agua resbala por sus cuerpos y el calor las arropa de nuevo, como si nunca hubiera desaparecido.

—¿Qué problema tiene? —pregunta Marie.

—Hace ver que está vivo, pero, en realidad, se siente muerto —responde Verónica.

El hombre de arena
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