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El tráfico se vuelve más denso a medida que Joona se acerca a Estocolmo por la autovía. Los copos de nieve caen descarriados del cielo y desaparecen sobre la mojada calzada.
No tiene ánimos para pensar en el montaje que hizo de las muertes de Summa y Lumi para que pudieran vivir una nueva vida. Nålen lo ayudó, pero a disgusto. Comprendía que estaban haciendo lo correcto si es que había un cómplice. Ahora bien, si Joona se equivocaba, estarían cometiendo un error descomunal.
Con los años, dicha incertidumbre ha ido envolviendo como un manto de tristeza la flaca figura del médico forense.
La verja del cementerio de Norra parece relampaguear al paso del coche. Joona recuerda cuando las urnas de Summa y Lumi fueron enterradas; la lluvia salpicaba los lazos de seda de sus coronas de flores y rebotaba sobre los paraguas negros.
Tanto Joona como Samuel siguieron con la búsqueda, pero no mantenían el contacto. Sus destinos los habían convertido en desconocidos el uno para el otro. Once meses después de la desaparición de su familia, Samuel abandonó la búsqueda y volvió al servicio. Aguantó tres semanas después de perder la esperanza. Una mañana soleada de marzo, a primera hora, Samuel se dirigió a la casa de verano. Bajó a la hermosa playa donde sus hijos solían bañarse, desenfundó el arma de servicio, la cargó con una bala y se pegó un tiro en la cabeza.
Cuando Joona recibió la llamada de su jefe para decirle que Samuel estaba muerto, sintió un frío terrible.
Dos horas más tarde, fue tiritando a la vieja tienda de relojes de la calle Roslagsgatan. Hacía rato que habían cerrado, pero el anciano relojero con la lupa en el ojo izquierdo todavía estaba trabajando en un mar de relojes variopintos. Joona llamó a la ventanita de cristal de la puerta y lo dejaron pasar.
Cuando dos semanas más tarde salió de la relojería, pesaba siete kilos menos. Estaba pálido y tan cansado que se veía obligado a parar cada diez metros para descansar. Vomitó en un parque que más tarde nombrarían «Monica Zetterlund» y luego continuó tambaleándose hacia la calle Odengatan.
Joona jamás se había imaginado que perdería a su familia para el resto de su vida. Había visualizado cómo se obligaría a no saber de ellas, a no verlas, a no tocarlas durante una temporada. Sabía que podía pasar un año, quizá mucho más, pero siempre había tenido por seguro que acabaría encontrando a la sombra de Jurek Walter y la atraparía. Había contado con que algún día destaparía sus crímenes, arrojaría luz sobre sus actos y, tranquilamente, estudiaría cada detalle, pero diez años después no había adelantado más de lo que lo había hecho en diez días. Nada lo hacía avanzar. La única prueba concreta de que realmente existía un cómplice era que la amenaza que Jurek había lanzado sobre Samuel se había cumplido.
Oficialmente, no se había vinculado la desaparición de la familia de Samuel con Jurek Walter. Se había considerado un accidente. En poco tiempo sólo Joona seguía creyendo que habían sido víctimas del cómplice de Jurek Walter.
Joona estaba convencido de que tenía razón, pero había empezado a aceptar que la cosa terminara en tablas. No encontraría al compinche, pero su familia seguía viva.
Dejó de hablar del caso, pero como no podía ignorar la posibilidad de que lo estuvieran observando, en el fondo estaba condenado a la soledad.
Los años fueron pasando y las muertes simuladas se fueron tornando cada vez más en muertes reales.
Había perdido a su hija y a su esposa, de verdad.
Joona detiene el coche detrás de un taxi en la entrada principal del hospital Södersjukhuset, desciende, camina bajo la ligera nevada y entra por la puerta giratoria de cristal.