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En la distancia, los edificios blancos del hospital Södersjukhuset parecen lápidas que asoman tras la cortina de nieve.
Reidar Frost se ha abrochado la camisa de camino a Estocolmo y se la ha metido por dentro del pantalón como un sonámbulo. Ha oído decir a la policía que el paciente identificado como Mikael Kohler-Frost ha sido trasladado de la unidad de cuidados intensivos a planta, pero todavía tiene la sensación de que todo está teniendo lugar al margen de la realidad.
En Suecia, si se considera probable que una persona ha fallecido, pasado un año, y a pesar de no haber encontrado el cuerpo, los familiares pueden solicitar la declaración de defunción. Cuando Reidar hubo esperado seis meses a que los cuerpos de sus hijos fueran encontrados, hizo la solicitud. La Seguridad Social se la aprobó y adquirió fuerza legal medio año más tarde.
Ahora, Reidar sigue a la agente vestida de civil por un largo pasillo. No recuerda en qué unidad están, él sólo la sigue, con la mirada fija en el suelo de linóleo y el crucigrama de marcas que han dejado las ruedas de las camillas.
Reidar intenta decirse que no se haga demasiadas ilusiones, que sólo es un error de la policía.
Hace trece años desaparecieron sus dos hijos, Felicia y Mikael, una tarde que salieron a jugar.
Buscaron con buzos y peinaron toda la ensenada de Lilla Värtan, desde Lindskär hasta Björndalen. Organizaron batidas y, los primeros días, un helicóptero estuvo rastreando desde el aire.
Reidar entregó fotografías, huellas dactilares, radiografías dentales y muestras de ADN de los dos niños para facilitar la búsqueda.
Interrogaron a criminales fichados, pero según la teoría determinante de la policía provincial, el primer hermano cayó a las frías aguas de marzo y el segundo acabó cayendo también al intentar salvar al primero.
En secreto, Reidar se puso en contacto con un despacho de detectives para que investigaran otras pistas posibles, empezando por todas las personas del entorno de los niños: cada profesor y monitor de recreo, entrenador de fútbol y vecino, cartero, conductores de autobús, jardineros, ayudantes de comercios, personal de cafeterías y todo aquel con quien los niños hubiesen mantenido contacto por teléfono o internet. Fueron investigados los padres de sus compañeros de clase e incluso los familiares de Reidar.
Mucho después de que la policía hubo dejado de buscar y cuando hasta la última persona de la periferia de los niños hubo sido escudriñada, Reidar comenzó a entender que se había acabado. Pero durante varios años continuó paseando a diario por la playa con la esperanza de que las olas del mar empujaran a sus hijos a tierra.
Reidar y la policía de coleta rubia esperan a que una anciana en una camilla entre en el ascensor. Se acercan a las puertas de la unidad y se envuelven los zapatos con las fundas de plástico azul que hay a disposición del público.
A Reidar le da un vahído y se apoya en la pared. Se ha preguntado varias veces si no debe de estar soñando y no se atreve a dejar fluir los pensamientos.
Continúan avanzando por la unidad y pasan al lado de unas enfermeras con uniformes blancos. Reidar se siente sereno, tenso por dentro, fuerte por dentro, pero aun así comienza a acelerar demasiado el paso.
En algún lugar oye el bullicio de otras personas, pero en su interior reina un silencio absoluto.
La habitación número cuatro está al fondo a la derecha. Topa sin querer con uno de los carritos de la cena y derriba una torre de tazas.
Cuando entra en la habitación y ve al joven que yace en la cama, siente como si se desconectara de la realidad. Tiene un catéter en el pliegue del codo y le suministran oxígeno por la nariz. Del gotero cuelga una bolsa de suero, y un pulsioxímetro está pinzado a su dedo índice izquierdo.
Reidar se detiene, se pasa la mano por la boca y siente que pierde el control de su cara. La realidad lo aborda de nuevo, como un torrente ensordecedor de sentimientos.
—Mikael —dice con cuidado.
El joven abre los ojos lentamente y Reidar se da cuenta de lo mucho que se parece a su madre. Pone la mano con delicadeza sobre la mejilla de Mikael y la boca le tiembla tanto que le cuesta hablar.
—¿Dónde has estado? —pregunta Reidar, y nota que las lágrimas ya han empezado a correr por sus mejillas.
—Papá —susurra Mikael.
La palidez de su cara asusta y sus ojos están muy cansados. Han pasado trece años y la cara de niño que Reidar ha escondido en su memoria se ha convertido en la de un hombre, pero su delgadez le recuerda el momento en que nació y cuando estuvo en la incubadora.
—Ahora ya puedo volver a ser feliz —susurra Reidar, y le acaricia la cabeza a su hijo.