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Joona echa un vistazo al indicador de combustible cuando rebasa la salida de la gasolinera Statoil y un merendero cubierto de nieve.
Recuerda cuando habló con Reidar Frost y su esposa, Roseanna Kohler, tres días después de la desaparición de sus dos hijos. No les contó sus sospechas de que habían sido secuestrados por un asesino en serie al que la policía judicial había dejado de buscar, un asesino cuya existencia sólo habían logrado vislumbrar en un plano teórico.
Joona se limitó a hacer sus preguntas y a dejar que los padres se aferraran a la idea de que los críos se habían ahogado.
La familia vivía en la calle Varvsvägen, en una bonita casa que daba a una playa. El clima había sido bastante templado durante unas semanas y la mayor parte de la nieve se había derretido. Calles y senderos estaban negros y encharcados. El agua volvía a chapotear a lo largo de toda la playa y los restos de hielo que seguían sin deshacerse eran de color gris.
Joona recuerda que cuando cruzó la casa, pasó junto a una gran cocina y se sentó a una mesa blanca muy grande al lado de una enorme cristalera. Pero Roseanna había bajado las persianas de todas las ventanas y aunque hablaba con voz tranquila, su cabeza no dejaba de temblar.
La búsqueda de los niños no dio ningún resultado. Se habían efectuado infinidad de reconocimientos aéreos con helicópteros, los buzos se habían sumergido a rastrear en busca de cuerpos y se había organizado una partida con voluntarios y unidades especializadas con perros.
Pero nadie había visto ni oído nada.
Reidar Frost tenía la mirada de un animal enjaulado.
Sólo quería seguir viviendo.
Joona estaba sentado frente a los padres, formulaba preguntas rutinarias sobre si habían recibido alguna amenaza, si alguien se había comportado de manera diferente o extraña, si se habían sentido observados.
—Todo el mundo cree que se han caído al agua —susurró la mujer y acto seguido su cabeza comenzó a temblar de nuevo.
—Habéis dicho que a veces salen por la ventana después de la oración de la tarde —continuó Joona con serenidad.
—No los dejamos, evidentemente —dijo Reidar.
—Pero ¿sabéis que a veces salen a escondidas y cogen las bicis para ir a ver a un amigo que tienen en común?
—Rikard.
—Rikard Van Horn, en el número 7 de la calle Björnbärsvägen —dijo Joona.
—Hemos intentado hablar con Micke y Felicia al respecto, pero… son niños y a lo mejor no es tan peligroso, pensamos nosotros —respondió Reidar descansando la mano sobre la de su esposa.
—¿Qué hacen en casa de Rikard?
—Se quedan un rato y juegan al Diablo.
—Todos lo hacen —susurró Roseanna, y apartó la mano.
—Pero el sábado no fueron a casa de Rikard, sino al islote de Badholmen —continuó Joona—. ¿Suelen ir allí por la tarde?
—Creemos que no —respondió Roseanna y se levantó inquieta de la mesa, como si ya no pudiera mantener en jaque su temblor interior.
Joona asintió en silencio.
Sabía que el chico que se llamaba Mikael había recibido una llamada telefónica poco antes de que él y su hermana salieran de casa, pero era imposible rastrear el número.
Resultaba insoportable permanecer delante de los padres. Joona no dijo nada, pero estaba cada vez más convencido de que los niños habían sido víctimas del asesino en serie. Escuchó e hizo sus preguntas, pero no pudo compartir con ellos las sospechas que rondaban en su cabeza.