23

Joona vigilaba a la figura inmóvil entre los árboles. Notaba el peso de su pistola semiautomática, sentía cómo el airecillo de la noche le helaba los dedos y oía la respiración de Samuel a su lado.

La situación casi empezaba a parecerle absurda cuando, sin previo aviso, el hombre dio un paso al frente.

Vieron que llevaba un maletín en la mano.

Más tarde les sería difícil decir con exactitud qué era lo que les había hecho estar tan seguros a los dos de que habían encontrado al hombre que buscaban.

El hombre seguía quieto, mirando con una sonrisa hacia la ventana del dormitorio de Roseanna. Luego, desapareció entre los matojos.

La nieve que cubría el césped crepitaba con suavidad bajo los pies de los policías cuando comenzaron a seguirlo. Se guiaron por las huellas frescas a través del adormecido bosque y, al cabo de un rato, toparon con una vieja vía de tren.

A la derecha, bastante lejos, pudieron ver a la figura caminando por las vías. Pasó por debajo de un gran poste de tendido eléctrico y atravesó las sombras cruzadas que proyectaba la estructura.

La vieja vía todavía se usaba para el transporte de mercancías y cruzaba todo el bosque de Lill-Jansskogen desde el muelle de Värtahamnen.

Joona y Samuel continuaron siguiendo al individuo caminando por la nieve profunda del margen del terraplén para no ser vistos.

La vía pasaba por debajo de un viaducto y penetraba en el frondoso bosque. De pronto, todo se volvió mucho más silencioso y oscuro.

Los árboles negros se rozaban entre sí con las ramas a rebosar de nieve.

Sin mediar palabra, Joona y Samuel se apresuraron un poco para no perderlo de vista.

Cuando salieron de la curva junto a la ensenada de Uggleviken, vieron que la recta de la línea ferroviaria estaba vacía.

El hombre había bajado de la vía y se había metido en el bosque.

Subieron al terraplén, miraron entre los árboles blancos y comenzaron a deshacer el camino. Durante los últimos días había estado nevando y toda la zona permanecía prácticamente intacta.

Al poco rato, descubrieron las huellas que se les habían escapado. Bajo el manto de nieve, el suelo estaba mojado y las huellas de sus pisadas habían tenido tiempo de oscurecerse. Diez minutos antes eran blancas y era imposible distinguirlas con la tenue luz, pero ahora se habían vuelto oscuras como el plomo.

Siguieron las pisadas bosque adentro, en dirección a una gran cisterna. Entre los árboles reinaba una oscuridad casi absoluta.

En tres puntos, las pisadas contundentes del asesino se cruzaban con las ligeras huellas de una liebre.

Durante un rato estuvieron tan a oscuras que creyeron haberle perdido la pista otra vez. Pararon, pero en seguida descubrieron el rastro de nuevo y continuaron con paso acelerado.

De repente, percibieron unos jadeos agudos de lamento. Parecían los de un animal que estuviera llorando, no recordaban a nada que Joona y Samuel hubiesen oído antes. Siguieron las huellas y fueron acercándose al origen del sonido.

Lo que luego vieron entre los troncos de los árboles parecía una escena sacada de un cuento grotesco de la Edad Media. El hombre al que seguían estaba al borde de una profunda tumba. El suelo a su alrededor se veía negro por la tierra excavada. Una mujer demacrada y sucia intentaba sin éxito salir del ataúd, luchaba entre sollozos para superar el borde del mismo. Pero cada vez que estaba a punto de conseguirlo, el hombre la empujaba hacia adentro otra vez.

Durante un par de segundos, Joona y Samuel no pudieron hacer más que mirar atónitos la imagen hasta que quitaron los seguros de las armas y salieron corriendo de su escondite.

El hombre iba desarmado y Joona sabía que debía apuntarlo a las piernas, pero aun así tenía el punto de mira clavado en el corazón.

Corrieron por la sucia nieve, echaron al hombre al suelo sobre el estómago y lo ataron de pies y manos.

Samuel respiraba nervioso y no dejó de apuntarlo con el arma mientras hablaba con la centralita.

Joona pudo oír el llanto en su voz.

Acababan de detener a un asesino en serie desconocido hasta la fecha.

Su nombre era Jurek Walter.

Con mucho cuidado, Joona ayudó a la mujer a salir del ataúd y trató de calmarla. Estaba tumbada en el suelo y respiraba alterada. Cuando le explicó que la ayuda estaba en camino, vio que algo se movía entre los árboles. Algo grande estaba huyendo de allí, se oyó el chasquido de una rama al partirse, unas ramas de abeto se movieron y la nieve cayó ligera como una tela.

Quizá fuera un corzo.

Más tarde, Joona comprendería que debía de ser el cómplice de Jurek Walter, pero en aquel momento sólo pensaban en salvar a la mujer y llevar al detenido al centro penitenciario de Kronobergshäktet.

Los análisis posteriores indicaron que la mujer había permanecido encerrada en el ataúd casi dos años. Jurek Walter debía de proveerla regularmente de comida y agua y luego tapaba de nuevo la tumba.

La mujer se había quedado ciega y estaba muy desnutrida, tenía los músculos atrofiados, las llagas que le habían salido de estar tumbada la habían deformado y las extremidades presentaban heridas de congelación.

Al principio se pensó que sólo estaba traumatizada, pero luego comprobaron que también había sufrido graves daños cerebrales.

El hombre de arena
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