9

Lo que me interesaba de Covent Garden eran, por supuesto, sus burdeles: esas mujeres pintarrajeadas que inclinaban la cabeza a mi paso y de vez en cuando me lanzaban besos. Ya que no podía dedicarme a las disecciones, pensé que tal vez podría realizar un experimento de otro tipo. Probaría el coito con una de esas agradables furcias para ver si podía obtener algo de placer con ese acto. De ser así, entonces tal vez podría devolverle a mi alma la inocencia del tiempo que pasé con Margaret. Quizás incluso podría convencerme a mí mismo de que aquella mera intimidad animal bastaría para complacerme.

Desde la noche en la que había puesto mis execrables manos sobre Viviane, había dejado de experimentar el deseo carnal de la forma acostumbrada. No conseguía excitarme pensando en el cuerpo de una mujer o en el acto sexual. Lo único que conseguía suscitar esa excitación era el dolor. Esa imagen repugnante de la chica sufriendo, que me horrorizaba y me cautivaba a partes iguales. En más de una ocasión, con el propósito de aliviarme, había intentado dirigir ese deseo hacia mí mismo y me había golpeado los brazos y los muslos con el bastón tan fuerte como fui capaz de soportar. Pero todo eso fue en vano. Físicamente, sufría el dolor y lo odiaba como siempre había hecho, pero algún defecto, algún fallo o algún mal en mis pasiones provocaban en mí la necesidad de infligirlo.

La casa de placer de la señora Haywood era una de las más famosas de Covent Garden por aquel entonces. El edificio en sí era imponente, con columnas griegas en el frontispicio y mampostería grabada en piedra que quedaba bañada por la luz rosada de los numerosos faroles que ardían tras las ventanas. En el umbral aguardaba siempre el matón de la señora Haywood, un negro fornido que respondía al nombre de Daniel Bright. Aunque aterrorizaba a la mayoría de la gente, a mí me caía bien. Pese a su temible aspecto, pude discernir en él una inteligencia superior a la que podía encontrarse en la mayoría de los hombres. Era más o menos la mitad de ancho que Saunders Welch, pero varios centímetros más alto. No llegué a hacer ninguna estimación de la potencia de sus puños. Su genial misión consistía en asegurarse de que nada perturbaba la tranquilidad de los clientes del establecimiento cuando llegaban o se marchaban. Los malhechores y mendigos lo odiaban, y tampoco era muy popular entre los agentes de la autoridad y los alguaciles.

La señora Haywood gustaba de la elegancia. Había sido la amante de un lord de la realeza muchos años atrás y como consecuencia de ello no veía ningún motivo por el que no debiera ir siempre a la última moda. Rondaba los cuarenta, aunque era difícil adivinar su edad con seguridad, y solía llevar vestidos de seda color borgoña y una larga peluca de color castaño oscuro compuesta casi en su totalidad de cabellos humanos. El cutis, en cambio, lo llevaba siempre cubierto de blanco de plomo. Incluso sin la peluca era más alta que la mayoría de las mujeres y exhibía una figura admirable. No habría sabido decir si me gustaba o no. Cuando me miraba, lo hacía como si me estuviera evaluando y eso despertaba mis recelos, me daba la impresión de que creía poder comprenderme mejor de lo que yo la comprendía a ella. A quien sí le gustaba era a Saunders Welch; solía alabar su manera de llevar el negocio, de forma impecable y sin dar demasiados problemas a la ley, aunque temía que estuviera gravemente endeudada.

No obstante, cuando decidí proceder con mi experimento, elegí el burdel de la señora Haywood como laboratorio. El señor Welch, que en el fondo seguramente me consideraba un incordio, se contentó con dejarme frente al pórtico bajo la atenta mirada de Daniel Bright, mientras que yo, una vez dentro, volví a sentirme de nuevo soberano de mí mismo por primera vez en muchos meses.

Me senté en una silla y esperé a que llegara la señora Haywood que, según me dijeron, me atendería tan pronto como le fuera posible. Para pasar el tiempo, estuve contemplando el vestíbulo. La ambientación de temática clásica del exterior encontraba su continuación y extensión dentro de la casa, como si la intención fuera la de persuadir al visitante de que había abandonado el siglo en el que vivía y se encontraba en la Roma clásica. En cada rincón de la estancia había una estatua de Venus iluminada por un candelabro de grandes dimensiones. El suelo estaba recubierto con baldosas en forma de rombo, rojas y blancas, dispuestas alrededor de un mosaico central que representaba el Rapto de las Sabinas. No era, pues, una Roma cualquiera, sino Roma en todo su esplendor, la Roma de Octavio y Virgilio: hermosa, sensual, poderosa. La imagen no consiguió excitarme. Crucé los dedos e hice un esfuerzo por no perder la esperanza.

No llevaba ni tres minutos aguardando cuando la señora Haywood salió de una estancia que quedaba a mi izquierda y se me acercó para cogerme las dos manos y besarme cariñosamente en la mejilla. Me sobresalté tanto que un estremecimiento me recorrió el cuerpo entero.

—Sea bienvenido, señor —dijo—. Le ruego que me acompañe a mi salón, donde podremos hablar más cómodamente.

La seguí por una de las puertas hasta una estancia en la que reinaba una luz mortecina, a pesar de que afuera todavía era de día. Los postigos estaban cerrados, las cortinas corridas y había brasas candentes en la ornamentada chimenea. Había también dos lámparas de estilo romano encendidas, de manera que a su alrededor se extendía un círculo dorado de intimidad. Cerca del centro de ese círculo, había tres sillas y una mesilla. La señora Haywood las ignoró y me llevó, en cambio, hasta un largo sofá que quedaba fuera del alcance de la luz y me rogó que me sentara junto a ella.

—Y ahora, querido señor —dijo—, si le parece bien, vamos a conocernos un poco. Luego le presentaré a algunas de mis encantadoras chicas y podrá elegir entre ellas.

Comprendí que debía decir algo, pero mi voz me había abandonado por completo, por lo que me limité a asentir. La señora Haywood sonrió y me presionó la mano de un modo que intentó resultar tranquilizador.

—Puede sentirse bastante seguro aquí, señor Hart —dijo ella—. Mi negocio tiene que ver con el placer, no con la ley. Dentro de estas paredes encontrará lo que busca, sea cual sea su inclinación. Me gusta que mis visitantes se sientan como si estuvieran en casa —inclinó la cabeza con elegancia y me sonrió otra vez.

—De hecho —dije—, creo que mis deseos no son nada del otro mundo —me detuve de repente y empecé de nuevo—. Sólo busco a una chica de campo, sana y natural… mis gustos son completamente… sanos —me detuve de nuevo. Parecía que me hubiera propuesto condenarme a mí mismo y arruinar mi experimento con cada una de las palabras que dejaba que salieran de mis labios.

—Tengo una buena docena de bellezas como las que busca, pues —dijo la señora Haywood—. Ninguna de ellas es virgen, por supuesto, pero eso no tiene que importarle. Se aloja en casa del señor Fielding, ¿no es cierto?

—He traído dinero —dije.

—No es necesario que pensemos en eso, todavía. Sé que abonará la cuenta. ¿Desea proceder, pues?

—¿Qué? —dije—. Ah… sí.

La señora Haywood dio unas palmadas y una sirvienta muy joven entró en la sala con una bandeja de plata sobre la que llevaba una copa de cristal casi llena y un platillo con flores de azúcar. La siguieron tres chicas de proporciones variadas, todas ataviadas de un modo encantador, con vestidos campestres de percal ligeramente coloreado. Se sentaron en las tres sillas y, sin dirigirme ni una sola palabra o mirada, tomaron sus costureros y empezaron a coser.

Alcé la copa de cristal de la bandeja que me ofreció la sirvienta y vacié la mitad de su contenido antes de darme cuenta realmente de lo que estaba haciendo.

La señora Haywood, que sin duda notó enseguida mi ansiedad, posó una de sus suaves manos sobre mi mejilla y, con esa misma mirada evaluadora que me había dirigido antes, dijo:

—¿Está seguro de que es realmente eso lo que desea, señor Hart?

—Son chicas muy bellas —dije.

—En efecto, lo son. Y ninguna de ellas le decepcionará. —Se puso de pie, cruzó la estancia hasta donde estaban sentadas las tres chicas y posó la mano sobre la espalda de la que quedaba más cerca, que tenía los tirabuzones rubios recogidos bajo una pequeña cofia y unos pechos que parecían a punto de estallar dentro de un corpiño ajustado—. Ésta es Juliette —dijo—. Es muy hábil con la boca.

Juliette levantó la mirada, se pasó la lengua por los dientes y sonrió. Fue la sonrisa ausente y calculada de una mujer a la que nada le importaba. Intenté imaginarme con ella y tuve la impresión de que el mero acto de imaginarlo ya me superaba. Esa furcia bella y natural no tenía nada ni era nada que yo pudiera desear.

Tal vez, pensé, Margaret me había inducido al vicio antes incluso de que me hubiera fijado en Viviane. Por lo menos me había deseado, aunque sólo hubiera sido durante un tiempo. De repente, rememoré el primer momento de intimidad que habíamos compartido.

—Vamos —me había dicho Margaret antes de sentarse de nuevo mientras yo intentaba descifrar de forma desesperada cómo se suponía que tenía que hacerlo—. Oh, señor Hart, no tiene ni la menor idea de cómo hacerlo, ¿verdad? No importa. Ven aquí, cariño.

La señora Haywood entrecerró los ojos y me miró de nuevo. A continuación, sin previo aviso, dio otra palmada.

—Salid —dijo. Las tres chicas se levantaron enseguida y con la misma obediencia con la que habían entrado salieron de la habitación.

—¿Por qué ha hecho eso? —exclamé.

—Señor Hart —dijo la señora Haywood mientras tomaba asiento de nuevo junto a mí en el sofá—. No quiero hacerles perder el tiempo a mis chicas, ni a usted, y sobre todo no quiero desperdiciar mi tiempo. Hablemos con claridad. ¿Es alguien de su mismo sexo, lo que busca?

—¿Qué? ¡No! No. Eso no… Lo que me gustaría…

—¿Qué le gustaría? Puede hablar con libertad, señor: es más, debe hacerlo. Aquí nadie le juzgará jamás.

Una mínima alteración en su voz o en sus ojos, no sé con exactitud qué fue, me dio el coraje para creer en ella. Me aclaré la garganta y respiré hondo antes de hablar.

—Ojalá fueran los chicos —dije, lentamente—. Pero no. Llevo un demonio dentro, señora Haywood. Tengo deseos, anhelos, que ningún hombre debería tener. Deseos terribles.

—¿Lo que anhela es el azote?

—¿Qué?

—Vamos, señor —dijo—. No es usted el único caballero con preferencias exóticas. Debe saber que entre mis clientes tengo a un miembro muy respetado del Consejo Privado que viene cada martes para recibir una paliza.

—¡No es eso! —exclamé—. Lo he probado, pero fue en vano. El mal está en mis manos, en mi cabeza y en mi… —una vez más, me detuve abruptamente. Esa vez, sin embargo, no fue por miedo a lo que pudiera llegar a decir. Mientras hablaba, mi imaginación recorrió con desenfreno un centenar de cosas demasiado terribles para ser mencionadas y mi deseo explotó de repente, como un volcán.

La señora Haywood se dio cuenta de mi reacción y me tomó la mano una vez más.

—Querido —dijo con un tono sorprendentemente acogedor—. Me gustaría mucho que conociera a Pauline.

Tomó una vela, a pesar de que aún era de día, y me condujo por la casa. Cruzamos varias puertas que estaban cerradas con candados y que se encargó de volver a cerrar cuidadosamente a nuestras espaldas, hasta que llegamos a un dormitorio situado en un altillo de techo bajo, con los muebles de satén de color borgoña y herrajes oscuros. La habitación era cálida, en la chimenea ardía un débil fuego y frente a él había un sofá, igual que en mi laboratorio. Tendida en decúbito supino sobre la cama, había una joven vestida tan sólo con una camisa de dormir. Tenía los tobillos y las muñecas asidos a las patas de la cama con gruesos grilletes, como los que les había visto a los prisioneros. Contuve el aliento al verla.

—Pauline —dijo la señora Haywood con suavidad mientras se acercaba a la cama—. Pauline, cariño, tienes visita.

Pauline —aunque dudo que fuera ése su verdadero nombre— abrió los ojos y miró a la señora Haywood con la misma mirada que usan los amantes para mirarse entre sí cuando están a solas. No era ni especialmente joven ni bella, sino más bien esquelética, con el rostro curtido. Y, sin embargo, había algo en ella, una especie de gracia, de elegancia tal vez, que no había visto nunca en ninguna otra mujer y que jamás habría imaginado encontrar en una furcia.

La señora Haywood se dio la vuelta y tendió una mano hacia mí, lo cual estuvo bien, puesto que empezaba a sentir que estaba a punto de desplomarme. Dios mío, ayúdame, pensé. La orgía de Nat no había sido nada comparado con eso. A continuación, hizo un gesto con la otra mano y, para mi mayor asombro, del rincón más oscuro de la sala apareció una vieja prostituta vestida completamente con ropas negras y raídas. Llevaba en la mano una bolsa cerrada con un cordón. Sin mediar palabra y con una torpe reverencia, se la tendió a la señora Haywood antes de regresar al sillón del que, según me di cuenta en ese momento, se había levantado.

La señora Haywood deshizo el nudo de la bolsa y sacó las llaves de los grilletes de Pauline. Los cerrojos se abrieron sin hacer ruido, sin ofrecer resistencia. Al fin, la mujer quedó libre. Me apeteció ver cómo estiraba las extremidades ateridas, cómo se aplicaba un ungüento en la piel que los grilletes le habían irritado, pero no hizo ni una cosa ni la otra. Lo que hizo fue arrodillarse ante nosotros en la cama, con la mirada gacha.

—Date la vuelta —dijo la señora Haywood—. Y levántate el camisón.

Pauline obedeció enseguida. La señora Haywood levantó la vela que llevaba en la mano, cerca de los cuartos traseros de Pauline, para que pudiera verla con más claridad.

—¡Dios mío! —exclamé.

La mujer tenía las nalgas y los muslos llenos de verdugones, algunos rojos, otros negros, otros que tendían ya a un amarillo apagado y otros que no eran ya más que cicatrices. Me di cuenta de que algunos los había provocado la acción de un látigo, mientras que otros revelaban más bien el contorno suave y a la vez contundente de una vara, con la carne lívida hinchada alrededor de un único hilo escarlata, donde la suave piel había quedado desgarrada por el golpe. Sólo se había levantado el camisón hasta la cintura, pero pude distinguir indicios de más verdugones y más cortes por la parte de arriba, sobre el suave tejido que recubría las costillas y las escápulas.

Quedé horrorizado y, sin embargo… sin embargo, una oscura sensación de asombro empezó a temblar y a crecer en mi interior, tan negra como aquella oleada que ya se había apoderado de mí en otro tiempo, gloriosa y terrible como el júbilo.

Casi de forma automática, extendí el otro brazo hacia ella y, al ver que la señora Haywood asentía, acaricié con cuidado aquella carne devastada. Las yemas de mis dedos encontraron sorprendentemente duras las protuberancias del tejido cicatrizado, aunque entre ellas la piel de Pauline era tan delicada como una telaraña.

—Oh —dije—. Es preciosa.

El deseo empezó a palpitar en mi interior. El deseo de hacerle daño. Deseo.

—Puede azotarla o fornicar con ella, lo que más le plazca —dijo la señora Haywood.

El deseo, tan parecido y a la vez tan distinto al que me había llevado a atacar a Viviane, retumbaba con fuerza a través de todo mi cuerpo. Latía furibundo y veloz en mis manos, en mis entrañas; era una pasión sobrecogedora, irresistible, y, pese a todo, la sentía como propia, como si fuera una parte de mí. De repente comprendí que no sólo podía hacerle lo que se me antojara a esa tal Pauline, sino que además ella no ofrecería resistencia, no soltaría maldiciones, sino que aceptaría sin rencor ni repugnancia cualquier mortificación que pudiera infligirle. En cuanto lo comprendí, la cabeza empezó a darme vueltas y sentí que perdía el equilibrio. Recordé cómo había obligado a Viviane a arrodillarse y con ello reavivé los tambores. Rememoré el placer cruel que había sentido con su dolor cuando le había retorcido el brazo y ella había chillado fuerte; el poder, que tan supremo me había parecido en ese instante, que había logrado transfigurar hasta el último átomo de mi cuerpo, de mi mente y de mi temerosa alma.

¿Era perversidad? Tal vez.

Pauline se estremeció con mi caricia y la llama de la vela parpadeó.

—¿La azotará? —preguntó la señora Haywood.

—No —dije—. Todavía no.

La verdad era que no sabía cómo hacerlo. Temía la posibilidad de calcular mal mis golpes y llegar a infligirle así heridas perdurables en los riñones o en la columna vertebral.

—Muy bien —la señora Haywood sonrió y, tras soltarme la mano, salió de la habitación y cerró la puerta tras ella. La furcia vieja tosió desde su rincón.

¿Era perversión? No lo sabía con certeza, pero tampoco me importaba. El horror y el deseo confluían en mi interior y ensombrecían mi voluntad. Me di cuenta de que no tenía que luchar contra ello, aunque hubiera podido hacerlo.

—Quítate el camisón —le ordené a Pauline. Mi voz sonó sorda y ávida, incluso a mí me lo pareció. Con la misma gracia obediente que le había demostrado a la señora Haywood, Pauline accedió y al fin pude contemplarla totalmente desnuda. La suave piel de su espalda era un entramado de azotes rojizos, negruzcos y blancos. Con la mano acaricié la depresión ondulante de su columna vertebral y sentí la expansión y contracción de su caja torácica mientras respiraba, el ritmo carmesí de los latidos de su corazón.

Con prontitud, aunque con las manos temblorosas, me desabroché los bombachos. Pude oír mi propia respiración, cruda y acelerada en medio de aquella cálida calma. Puse la mano sobre la base del cráneo de Pauline y la obligué a echarse hacia delante, bocabajo sobre la cama que tenía delante de mí. Dudé un momento, luego aquella sombra roja se apoderó de nuevo de mi corazón, le metí la mano entre los muslos y la obligué a abrirlos para revelar la pálida hendidura de su coño desprovisto de vello, suave como el cristal. Con los dedos de la mano que me quedaba libre separé los dos pares de labios y subí a la cama para situarme tras ella. La penetré con el máximo ímpetu del que fui capaz y el mundo entero se tiñó de escarlata.

Unos minutos más tarde me desplomé con el corazón acelerado y el cuerpo entero empapado en sudor. Me aparté, me tendí a su lado sobre las sábanas de seda y, por primera vez, la miré a la cara.

Pauline tenía el rostro sonrojado y los labios hinchados. Poco a poco, fui recuperando la razón y me di cuenta de lo extrañamente gratificante que resultaba pensar que tal vez había llegado a proporcionarle placer, a pesar de que no era más que una furcia y de que hasta entonces yo no había pensado en ello ni por un momento. A continuación pensé en mi experimento y no supe discernir si había sido un fracaso o un éxito. Me había acostado con una mujer, había experimentado placer, pero las circunstancias en las que había sucedido hacían que me costara pensar en la posibilidad de recuperar mi inocencia. Pensé en Margaret y en cómo me habría reprendido si la hubiera dejado con tanta precipitación tras poco más de un minuto. Pero en realidad no había punto de comparación posible. Margaret jamás se habría expuesto a sufrir las indignidades del azote y de los grilletes que habían envilecido y elevado a la vez a esa tal Pauline.

Con la mano que tenía más cerca, agarré a Pauline por el pelo y tiré de ella para acercarla más a mí.

—¿Cómo te llamas? —le pregunté—. Quiero saber tu verdadero nombre, no el que la señora Haywood te ha dado.

Ella parpadeó, sorprendida.

—Polly Smith —dijo al fin. Tenía el acento de mi Berkshire nativo.

—Yo soy el señor Hart —le dije—. Creo que volveremos a vernos. Si es que «vernos» puede considerarse la palabra adecuada para describirlo.

Polly Smith sonrió y desvió la mirada.

—¿Te ofende ver mi rostro? —pregunté.

Polly reaccionó con desconcierto.

—No, no, señor —dijo.

—¿Entonces por qué apartas la mirada?

Como respuesta, Polly volvió sus ojos hacia mí y, cuando se encontraron con los míos, sin el menor atisbo de vergüenza, dijo:

—¿No quiere pegarme?

—¿Por qué?

—A nadie le gusta que le den gato por liebre —dijo Polly— y no me ha hecho chillar.

La miré con admiración e incredulidad a partes iguales. La expresión de su rostro era completamente seria, sin sofistería ni falsedad. Pero no quería hacerle daño, sentí que esa pasión se había apaciguado en mi interior tras haber fornicado con ella y no me apetecía volver a despertarla. Aunque, si no quería hacerle daño, ¿por qué estaba allí y no con la bella Juliette?

—¿Qué harás —le pregunté— cuando tengas el trasero tan duro como el cuero y nadie se fije en ti? ¿Cuando la señora Haywood ya no quiera seguir aprovechándose de ti y no sirvas para nada?

Ella sonrió.

—A la señora Haywood siempre le seré útil —dijo—. La cuestión es si puedo serle útil a usted.

Eché atrás la mano que me quedaba libre y la golpeé con fuerza en toda la cara.