13

Las clases de primavera del doctor Hunter ese año duraron hasta mediados de abril y, puesto que creo que alguien untó convenientemente al carcelero de Newgate para que se mostrara más que dispuesto a cooperar, tuvimos la suerte de trabajar con una amplia variedad de cadáveres de diferentes edades y sexos antes de que terminara el curso. Hacia el final de esas sesiones, el doctor Hunter nos introdujo en el verdadero arte de la cirugía y pasamos muchas tardes extirpando tumores y entablillando extremidades. Antes de que me diera cuenta, las clases terminaron y el señor Glass y yo empezamos a acostumbrarnos al gran número de agotadoras horas que debíamos pasar en los hospitales de St Thomas y St Bartholomew haciendo recados, observando, ayudando y llevando a cabo procedimientos de poca importancia bajo la supervisión de los cirujanos al cargo. Descubrí que el señor Glass no se convertiría en aprendiz del doctor Hunter, sino de un colega suyo, un tal doctor Oliver que tenía tanta fama de buen médico como de poseer la desafortunada costumbre de decirles la verdad a sus pacientes.

Sin embargo, no llevaba más de una semana dedicado a esas tareas hospitalarias cuando me avisaron de que el doctor Hunter quería que lo ayudara a la mañana siguiente en su consultorio privado, puesto que tenía que llevar a cabo la extirpación de un tumor canceroso del pecho de una baronesa aterrorizada y aquejada de un gran dolor.

Yo estaba más que entusiasmado ante esa perspectiva, ya que era la primera operación seria para la que me convocaba como ayudante. Estaba decidido a mostrarme tan eficiente como fuera posible y durante la última hora que pasé en casa antes de salir hacia la consulta repetí el procedimiento dentro de mi cabeza como si tuviera que llevarlo a cabo yo solo. ¿Qué debe de sentirse, me preguntaba, al cortarle un pecho a una mujer viva? Me vestí completamente de negro, por la sangre.

El doctor Hunter iba extremadamente elegante, con una casaca de seda y muchas puntillas. Parecía de buen humor y mientras el carruaje pasaba por Oxford Street estuvo conversando animadamente conmigo acerca de los pormenores del caso y de lo que él consideraba que sería el pronóstico más probable.

Me contó que se trataba de un cáncer pequeño y que en su opinión todavía no había llegado a extenderse, lo que tarde o temprano terminaba con la vida de la desdichada que lo sufría. Lady B., por lo demás, gozaba de buena salud. Había dado a luz a cuatro niños sin complicaciones y solía tener un pulso fuerte y regular. Todo en ella indicaba una constitución fuerte, capaz de superar la enfermedad.

—Lo único que podría llegar a impedir su recuperación —dijo— es su carácter, y es que por desgracia tiene tendencia a los ataques histéricos y en numerosas ocasiones ha temido encontrarse próxima a la muerte, a pesar de que todos los síntomas indicaran lo contrario. Siempre me he mostrado sumamente delicado y paciente para hacerle ver de ese modo lo infundados que eran sus temores. Sin embargo, puesto que el mal que le afecta ahora no es real, podemos tener pocas esperanzas de que se tranquilice, por más amables que seamos con ella. De todos modos, debemos intentarlo. La experiencia me dice que cuando se lleva a cabo una operación de este tipo sobre alguien confiado y bien predispuesto las posibilidades de éxito se duplican. Por eso es importante mantener una expresión animada y una conversación amena mientras sea posible. Yo extirparé el tumor con la mayor presteza posible. Afine bien con los hierros y habremos terminado en menos de quince minutos.

Asentí para demostrarle que lo había comprendido, aunque lo que me decía no era ninguna novedad para mí. El doctor me había repetido los consejos que ya me había dado muchas otras veces antes, tanto durante las clases como personalmente. Eso me hizo pensar que respecto al caso de la dama albergaba en secreto un temor más sombrío de lo que me había revelado. Tal vez, pensé, teme que el cáncer sea mayor de lo que ha admitido. Sabía que él no dudaba ni de sus conocimientos ni de los míos.

La casa de los B. estaba en Mayfair, una zona de la ciudad en la que yo no había estado hasta entonces. Era un escenario nuevo y moderno, poblado en su mayor parte por gente de clase alta, aunque también había quien gracias al comercio había conseguido reunir la suma suficiente para abonar el alquiler que exigían los Grosvenor. Gran parte del distrito seguía en construcción, y era una lástima, porque era imposible ver muchas de las casas debido a que las elegantes fachadas quedaban casi ocultas tras la densidad de los andamios. De vez en cuando el carruaje pasaba por una hilera de casas ya terminadas y, en efecto, realmente eran majestuosas: uniformes en su aspecto exterior y —supuse— también en su diseño interior.

El carruaje aminoró la marcha y me di cuenta de que habíamos llegado a la dirección que buscábamos, por lo que miré por la ventana para valorar el aspecto de la casa, ya que me habían dicho que era extremadamente bella. Pensé que en realidad no lo era tanto, a pesar de ser una bonita mansión en el mismísimo centro de una hilera de casas rematadas en piedra rosácea que parecía brillar débilmente a través de la neblina de última hora de la mañana. Pensé que tal vez todo aquello fuera lo que me impedía reconocer la belleza del edificio.

El doctor Hunter bajó del carruaje y subió los escalones de la entrada hasta la puerta de color blanco. Yo lo seguí a toda prisa y lo alcancé en el momento en que llamaba con el mango plateado del bastón. La puerta se abrió enseguida. Pensé que la criada —la doncella de la señora por cómo iba vestida— debía de haber estado esperando nuestra llegada en el atrio.

—Ah, Alice —dijo el doctor Hunter mientras cruzaba el umbral—. ¿Cómo está la señora? ¿Ha llegado ya el doctor Oliver? ¿Está preparado?

—El doctor Oliver está arriba, señor, con la señora —respondió Alice con voz temblorosa—. Se encuentra todo lo bien que podría esperarse dadas las circunstancias, señor.

—Bien, bien —dijo el doctor Hunter en un tono más afable—. ¿Y la habitación, Alice, está preparada?

—Sí —respondió Alice justo antes de echarse a llorar.

—Relájate, Lassie —dijo el doctor Hunter mientras le daba unas palmaditas en el hombro—. Todo irá bien. El señor Hart y yo iremos solos al salón. Baja a la cocina y quédate allí con el resto de sirvientas hasta que la señora te llame.

Alice obedeció y se marchó llorando.

—Y ahora —dijo el doctor Hunter—, a trabajar.

Subimos, atravesando aquella casa tan inquietantemente silenciosa. El doctor Hunter iba delante y yo lo seguí, como antes.

—¿El señor también estará presente? —pregunté.

El doctor Hunter se detuvo.

—No, por Dios —dijo—. Espero que lo hayan hecho salir de casa, sinceramente. No hay nada peor que tener al marido presente en este tipo de procedimientos.

—¿Por qué? —dije.

El doctor Hunter me miró fijamente.

—Ya comprenderá por qué, señor Hart, si algún día llega a tener esposa —dijo. A continuación se dio la vuelta de repente y prosiguió el ascenso por la amplia escalera blanca.

Vi que el salón en el que Lady B. estaba esperando al doctor Hunter era una estancia espaciosa, aireada y decorada con muebles a la moda, pero lo que más nos importaba era que estuviera bien iluminada, con una ventana orientada al norte. La señora estaba tendida en un sofá con brocados plateados, con el brazo izquierdo apoyado de manera teatral sobre la frente y el pecho desprovisto de corsé, respirando con una apariencia extremadamente angustiada. A su lado, dándole torpes palmaditas en la mano, estaba arrodillado el doctor Oliver, quien se puso de pie de repente al ver entrar en la sala al doctor Hunter y mostró un alivio infinito que quedó patente en su gruesa fisonomía.

Lady B. apartó la muñeca de la frente y lanzó una mirada hacia el otro lado del salón. Sus ojos se abrieron de par en par, parecía horrorizada por mi presencia.

—¡Qué vergüenza, doctor Hunter! —exclamó—. ¿Por qué ha venido con un judío? ¿No le parecía suficiente que el doctor Oliver tenga que ser testigo de mi humillación? ¡Oh, doctor Hunter! ¡Oh, Dios!

Me detuve, impresionado, nada más cruzar el umbral. Mi semblante debió de reflejar la aflicción que sentí, pues el doctor Hunter me ordenó con la mirada que no me moviera de donde estaba. A continuación, cruzó la estancia hasta situarse junto a la dama. Entre los sollozos algo exagerados de la señora, me pareció oír el acento escocés del doctor diciéndole que yo no sólo no era judío sino que además era su alumno y que debía controlar ese apasionamiento si quería que procediera a la operación.

Eché una ojeada a la habitación. Ante la bonita chimenea había un solo sillón cubierto por varias sábanas viejas, terroríficamente vacío. A su izquierda, más alejado del fuego, había un largo aparador sobre el que había un gran montón de compresas, vendas, esponjas e hilas, todo apilado. Detrás, y cerrado de momento, había un pequeño arcón que contenía todos los instrumentos de cirugía necesarios.

Mi corazón empezó a latir más rápido. El propiciatorio, pensé.

Cada vez estaba más impaciente por empezar y mi atención se centró de nuevo en Lady B., que al parecer había dejado de vociferar. Había algo en su actitud que me dejó perplejo. Podía entender el motivo por el que estaba sufriendo, si es que sufría. Pero la experiencia me decía que su agonía era completamente falsa, como si en realidad el apuro en el que se encontraba le produjera un secreto deleite que crecía aún más cuanto más llamaba la atención. Esa mujer, pensé, que a menudo finge encontrarse próxima a la muerte no comprende la gravedad de la enfermedad que la aqueja. Cree que no es más que otra alarma insignificante, una de esas que luego demuestran ser falsas y que pueden aliviarse tan sólo con palabras. Pero se equivocaba, no era algo que pudiera curarse con tanta facilidad. La estancia estaba preparada, los cirujanos estaban presentes y el cáncer no esperaba a nadie.

El sosiego aparente de la dama le ofreció al doctor Hunter la oportunidad de presentarme y, a continuación, de ordenarme que sacara el contenido del arcón y lo dejara todo listo mientras él y Oliver se encargaban de preparar a la paciente. Me alegré de tener algo que hacer. La actividad aplacó la ira que habían provocado en mí las injurias de Lady B. y me permitió, además, quedar fuera del alcance de su vista. Me quité la casaca para que no limitara mis movimientos y la dejé a un lado antes de abrir la caja y emprender la tarea que se me había asignado.

Mientras tanto, los dos doctores unieron sus esfuerzos para convencer a Lady B. de que tenía que levantarse del sofá y acercarse a la silla. Al pasar me di cuenta de que, aunque me había llamado judío, su rostro no era ni grosero ni desagradable. Era terso y sereno a pesar, incluso, de haber estado llorando. Pálido, pero sin la lividez propia del horror. Llevaba puesto un batín azul que por un momento me recordó inexplicablemente a mi más tierna infancia. El doctor Hunter, no sin dificultades, se lo quitó y la dama se quedó en ropa interior y, aunque la enagua no suponía obstáculo alguno para el escalpelo del doctor, sí tuvo que despojarla del vestido suelto que le cubría el pecho. La dama estaba frente a nosotros desnuda de cintura para arriba, sonrojada por la vergüenza. Recorrí su cuerpo con la mirada. En términos generales, era una mujer bien formada. Tenía la cintura pequeña, los pechos grandes y redondos y parecía exenta de cualquier imperfección superficial.

La invitaron a sentarse y a continuación el doctor Oliver, por encima de la cabeza de la dama, preguntó:

—¿Quiere que la ate, señor?

El doctor Hunter asintió, pero Lady B. se incorporó de nuevo dando un respingo y gritando:

—¡No! ¡No! ¡Por favor! ¡No me aten, les ruego que no me aten!

Ahora sí que está asustada, pensé. Pude distinguir el pánico en su voz y me horroricé al darme cuenta de que una oleada de oscuro entusiasmo me subía por la columna vertebral. Convertí mi rostro en una máscara y saqué los hierros cauterizadores del arcón.

Por más conciliador que se hubiera mostrado previamente con la señora, el doctor Hunter no tenía intención alguna de dejarse dominar por los deseos de la dama en ese sentido. Tendrían que atarla, insistió, por su propia seguridad, puesto que la operación así lo requería. Sería imposible que se mantuviera quieta, puesto que por muy bien que supiera lo necesario que era, ¿qué criatura estaría dispuesta a someterse a una mutilación como aquélla? ¿Y si se desmayaba y se caía?

Al ver que no podría conmover al médico, Lady B. se echó a llorar, ahora sí, en serio. Sus sollozos adoptaron entonces un timbre muy distinto, más grave, más discreto. Eran protestas de indefensión. Agradecí a las estrellas y al doctor Hunter el tener que quedarme detrás de la silla, puesto que mi entrepierna reaccionó de repente al oír el tono de los lamentos y habría ofrecido un buen espectáculo de haber estado a la vista. A continuación, Lady B. soltó un gemido desesperado, como el chillido de una rana. Noté un atisbo de compasión en las tripas. Lloró mientras la obligaban a sentarse de nuevo en la silla y lloró mientras la ataban. Aquella imagen tan lastimera me conmovió hasta lo más hondo. Deseé ser yo quien empuñara el escalpelo. Sentí un torrente de excitación y el deseo más cruel en las manos, en la barriga, en mi depravado e insistente bajo vientre. El corazón, sin embargo, se me había encogido por efecto de la piedad. Me di cuenta de que el sufrimiento de la señora en esos momentos no sólo era real, sino también extraordinario, daba igual como hubiera sido en otras ocasiones. La realidad de su posición se había impuesto y el dolor en el pecho y en el brazo ya no eran fuentes perversas de consuelo, sino sólo de terror.

Esos dolores, pensé, que tanto agravaría yo. Y, sin embargo, agravándolos, se los quitaría por completo. Sanar mediante el dolor. La idea me parecía tan bella que me sentí incapaz de hablar, y los ojos, para mi gran sorpresa, se me llenaron de lágrimas. Parpadeé.

A continuación, el doctor Oliver le vendó los ojos a la señora con un trozo de suave tela de hilo y le pidió que mantuviera silencio y tuviera paciencia. En ese silencio tenso, el doctor Hunter se quitó primero la chaqueta, luego el chaleco y se remetió en los puños los volantes de la camisa antes de indicarme con una señal que me pusiera delante de la silla para observar las deliberaciones que intercambiaría con el doctor Oliver. Con cautela, para no delatarme, me acerqué. Me señaló una inflamación sólida en el tejido externo del pecho izquierdo, donde la piel estaba arrugada y algo enrojecida. Me puse en cuclillas y observé de cerca la carne infectada. Para mi gran alivio, mi bajo vientre empezaba a relajarse. El tumor parecía pequeño, tal como el doctor Hunter había pronosticado, pero el instinto me decía que estaba en un mal sitio, demasiado próximo a la abertura del canal linfático para mi gusto. De hecho, pensé: tenemos que extirpárselo enseguida; de lo contrario, esto la matará rápidamente. El hecho de saberlo me provocó un frío horrible que me recorrió las entrañas. Me preguntaba hasta qué punto el cáncer habría arraigado en el pecho, y albergaba la esperanza de que el diagnóstico del doctor Hunter acerca de sus proporciones fuera correcto.

—¿Me puede decir dónde iniciaría usted la incisión, señor Hart? —preguntó el doctor Hunter.

Comprendí que con esa pregunta pretendía poner a prueba mi percepción del caso, más que revelar un genuino interés por mi opinión. No obstante, en silencio, le señalé los lugares en los que me pareció que sería conveniente cortar y a continuación lo miré para observar su reacción.

El doctor Hunter asintió.

—Correcto —dijo—. Doctor Oliver, si es tan amable de sostener el órgano, debemos empezar.

En cuanto la hoja del doctor incidió en la carne, Lady B. soltó un chillido. De repente, el fuego que había sentido en mi interior se reavivó como si jamás hubiera llegado a sofocarse. El grito de la dama fue una flecha blanca, veloz y ligera, una saeta con plumas vibrando con un siseo heridor que ascendía, ascendía hacia el éxtasis, una nota plateada y brillante. Pero luego, cuando alcanzó la cúspide de su vuelo, desapareció de repente y quedó sólo su eco, resonando en el silencio de la sala.

—Se ha desmayado —dijo el doctor Oliver—. Bien.

¿Bien?, pensé yo airado. ¿Bien? Mi cuerpo se sentía estafado, aullaba de frustración. La belleza etérea del momento se había disuelto en una horrible lujuria sin objetivo ni esperanzas de alcanzar la saciedad. Por segunda vez, me habría gustado echarme a llorar.

Mientras se disipaba mi deseo sanguinario, mi mentalidad médica, la que debería haber imperado en todo momento, empezó a despertarse de nuevo y con más fuerza. Bueno, era un alivio saber que Lady B. estaba inconsciente. Tanto para mí como para ella. La agonía por sí misma no la habría beneficiado en nada y en mi caso habría supuesto una distracción de la que me convenía prescindir. Centré mi atención en el pecho abierto. El estómago se me encogió en una punzada de temor asombrosa. ¿Cómo podía el doctor Hunter evaluar convenientemente las condiciones vitales de la dama sin que ésta se encontrara consciente? Podía morir, pensé.

El tejido del interior del pecho no era carne, sino grasa y una materia glandular de color blanco, muy irrigada de sangre. Recordé la orden del doctor para que afinara con los hierros y los así con firmeza para que no se me resbalaran de las manos. Me mostraría tan hábil con las manos durante la cauterización de las venas y arterias abiertas como lo había sido él con el escalpelo. Noté la calidez de la sangre en los dedos, su olor salado, su tacto resbaladizo, y era asombrosamente abundante.

La hoja del doctor Hunter siguió avanzando con agilidad y precisión. El cáncer se encontraba en un lóbulo junto al músculo pectoral y fue necesario extirpar todo el tejido glandular que lo rodeaba. Era tanta la habilidad del doctor que en pocos minutos el cuerpo canceroso, de un rojo rotundo, quedó liberado de la carne. Parecía un piojo gigante, atiborrado de sangre y grasa, de un color más oscuro y más profundo que la materia sana que lo rodeaba. El doctor Hunter, ansioso como de costumbre por ahorrarle a su paciente hasta el más mínimo momento de angustia, nos ordenó al doctor Oliver y a mí que empezáramos a cerrar y vendar la herida. Sin embargo, algo me impedía hacerlo.

—No, señor —dije, aunque sin saber muy bien por qué. La dama empezaba a volver en sí. Tal vez, pensé, no era más que la esperanza de oírla gritar una vez más.

—¿Qué? —preguntó el doctor Hunter.

—No ha terminado, señor —mientras decía esto, la sospecha latente y enturbiada que me había llevado a negarme apareció ante mí con una claridad brillante. Mientras miraba el cuerpo, me pareció como si lo hubieran preparado sólo para mí, la estrategia exacta con la que el cáncer intentaba insinuarse a través del tejido sano y lo convertía todo en mórbido. Pude ver con precisión dónde empezaban sus incursiones y en qué direcciones se extendían. No era un piojo, sino un hongo parásito que tejía sus tramas mortales por la carne viva—. Había demasiada sangre —dije—. Salía de aquí… y de aquí. La disposición de las arterias en esos dos puntos es bastante distinta de la que presenta lo que queda de ganglio. La carne está dañada en esa parte, señor. Me atrevería a jurarlo.

El doctor Hunter me lanzó una mirada de horror, pero al ver que yo no tenía la más mínima duda se inclinó sobre el pecho de la mujer para inspeccionar él mismo el tejido ya cauterizado.

—No veo signos de corrupción —dijo.

—¡Caramba! —exclamé—. ¿Es que no lo ve? El cáncer está creciendo, señor.

—¡Silencio! —dijo el doctor Hunter con tono cortante—. A este paso acabará por oírle la paciente. Doctor Oliver, me gustaría oír su opinión, por favor.

—Ya sabe que yo no soy partidario de cortar demasiado —respondió el doctor Oliver con voz calmada—. Pero creo que en este caso sería más dañino extirpar por defecto que por exceso.

Los dos cirujanos se miraron fijamente con expresión grave.

Sentí frío en las mejillas. No podía creer que el doctor Hunter siguiera discrepando de mi opinión después de que el doctor Oliver me hubiera apoyado. La dama morirá, pensé, si no continúa cortando. Morirá y no debe morir. ¡No debe morir! Tuve la impresión de que el tiempo y mi corazón se detenían. Acto seguido, el doctor Hunter asintió y levantó el escalpelo de nuevo. Una vez más, el acero se deslizó por la glándula blanda y volvió a verterse sangre. El doctor no profirió ruido alguno, pero por la velocidad y la intensidad con la que trabajaba me pareció que había encontrado exactamente lo que yo había temido: el tumor había avanzado por dos gruesos canales sangrientos que habían atravesado el pecho hacia la glándula linfática.

Esta vez, el doctor Hunter no se apresuró a cerrar la herida a pesar de que entretanto Lady B. se había despertado y se quejaba levemente. Ante la orden del doctor Hunter, el doctor Oliver y yo examinamos el lugar con atención en busca del más mínimo átomo de materia infectada. Sin embargo, en esta ocasión ninguno de los dos detectamos problema alguno.

El doctor Hunter soltó un suspiro de alivio y, una vez que hubo dejado sus instrumentos a un lado, salió de la habitación para lavarse y ponerse de nuevo sus mejores galas. El doctor Oliver y yo quedamos muy manchados con la sangre de la dama, pero eso no nos importó lo más mínimo. La señora B. buscaría al doctor Hunter cuando le quitaran la venda de los ojos. Cuando pudo ver de nuevo no dijo nada y el doctor Oliver y yo la ayudamos a cruzar la estancia hasta el dormitorio contiguo.

Gracias a Dios, pensé, gracias a Dios no es mi esposa.

Una vez que hubimos dejado a la dama en su cama y hubimos llamado a su doncella y a los sirvientes de la casa para que limpiaran el salón, me preparé para abandonar la casa a pie. El doctor Hunter, ataviado ya de nuevo con su distinguida vestimenta y con un aspecto casi tan elegante como si la operación no hubiera tenido lugar jamás, se quedó para informar a la dama y al marido de ésta, que acababa de llegar, acerca del probable éxito de la operación. El doctor Oliver se marchó conmigo. Me contó que llevaba todo el día en la casa y que nada deseaba más que poder tomar algo de aire fresco y hacer ejercicio para librarse de la sangre y los gritos que se le habían metido en la cabeza.

El tiempo había mejorado mientras habíamos estado encerrados en la casa. Los últimos rastros de la densa niebla del día anterior seguían patentes en las esquinas más frías, en las que no daba la luz, aunque la mayoría de las calles habían quedado despejadas y a través del manto nuboso que cubría el cielo pude divisar algún rayo de sol ocasional.

—Ayer tuve el singular placer de conocer a un joven que afirma conocerle —dijo el doctor Oliver mientras caminábamos.

—¿Quién, señor?

—Un tal Isaac Simmins, teniente del trigésimo primer regimiento de infantería.

—¡Simmins! —exclamé—. ¡El pequeño Simmins! ¡Pardiez! ¡No sé qué pudo motivar la mención de nuestra relación! Su padre fue mi tutor y yo lo traté especialmente bien.

—Me pareció que hablaba de usted con bastante cariño. Tal vez tenga usted más y mejores amigos de lo que cree, señor Hart.

—Cierto —dije yo—. Seguramente tengo amigos más buenos de lo que merezco. ¿Dónde se aloja el teniente Simmins? Le escribiré.

—No sé la dirección —respondió el doctor Oliver—. Pero estoy seguro de que no le costará descubrirla. Estaba esperando a uno de mis socios que, creo, le había prestado un servicio que seguramente era de índole financiera. Mi socio no tiene hijos y creo que su amigo es el último de una larga sucesión de jóvenes a los que ha creído adecuado ayudar.

En ese punto de la conversación habíamos llegado ya al cruce que quedaba al norte de Covent Garden. El doctor Oliver, cuyo destino estaba en dirección opuesta al mío, me deseó que pasara una buena tarde y se dio la vuelta para marcharse. No había dado ni tres pasos, no obstante, cuando se detuvo y volvió la vista atrás.

—Su opinión ha sido muy sensata —dijo—. Es probable que le haya salvado la vida a la dama.

—Gracias, señor —respondí yo.

—¿Adónde se dirige ahora? En su lugar, yo no iría directamente a casa. Preferiría pasar antes por una de estas casas para… liberar tensiones. Estoy sorprendido por el hecho de que pudiera pensar en esas circunstancias, y no digamos ya pensar con la lucidez que ha demostrado.

Dicho esto, el doctor Oliver se tocó el sombrero para saludarme y se alejó con presteza de la multitud de Covent Garden. Yo me quedé quieto, paralizado por la impresión.