3

Nathaniel, que se había puesto en contacto conmigo durante los primeros días de junio, muchos meses después de la última vez, seguía exhibiendo aquel carácter sanguíneo del que yo carecía. Todavía tenía el pelo plateado y los ojos verdes, y seguía siendo enjuto y nervudo como un abedul. Tuve la impresión de que apenas había cambiado. Aunque ya era más alto que él; le sacaba unos centímetros, lo que no pudo complacerme más.

Tras la restitución de nuestra amistad, durante varias semanas no se nos permitió salir de paseo solos, por lo que siempre nos acompañaba algún sirviente de la casa o de la rectoría, por si acaso. Sin embargo, pronto se consideró innecesaria tanta precaución y se supuso que no cometeríamos ninguna de las travesuras a las que nos habíamos visto inclinados durante los años de infancia. No obstante, como ya he explicado anteriormente, Nathaniel jamás llegó a asumir la culpa de ninguna de nuestras fechorías, incluida la incursión en el huerto de la rectoría, por la que sólo me habían castigado a mí. El caso es que el primer domingo de agosto tuvimos de nuevo la libertad de volver a nuestras antiguas costumbres. Nuestra primera escapada sin compañía nos llevó en dirección a Collerton. Estuvimos andando por senderos pedregosos y llenos de regueros bordeados por altos setos teñidos con el púrpura de las bayas de saúco y atravesamos bosquecillos de avellanos cargados de frutos, cada vez más maduros. Las últimas golondrinas describían giros y remolinos en el cielo azul. Anduvimos sin rumbo, sin más brújula que las sombras de las nubes proyectadas en el suelo. Nathaniel se deleitaba con esa mutabilidad extrema.

Aprovechando que estábamos solos, le revelé a Nathaniel algunos detalles acerca de mi colapso desde mi punto de vista. Nathaniel se había enterado, por supuesto, de que yo había enfermado, del mismo modo que lo sabían todos los habitantes de la zona. Sin embargo, mi padre había seguido el consejo de mi tía y había hecho correr la voz de que mi dolencia se había limitado a un mero estado de agotamiento, al tiempo que se encargó de acallar cualquier mención del ataque que había dirigido contra mi tutor.

—¿Como qué dices que lo veías? —dijo Nathaniel.

—Como un gnomo —respondí.

—Un gnomo. ¿Y qué aspecto tenía ese gnomo?

—Era como mi tutor, pero diminuto. Fue muy divertido.

—En verdad ibas muy equivocado —dijo Nathaniel mientras arrancaba un ramillete de bayas de saúco de un seto—. Porque un gnomo no habría resultado tan divertido. Como tampoco se asemejaría a un tutor de tamaño reducido. No, no, querido Tristan, el gnomo inglés común, el más corriente, es una criatura minúscula de color pardo cuyo semblante se parece a una nuez encurtida y que, como todas las criaturas extraordinarias, tiene los dientes muy afilados. Y muy malas pulgas.

—Acabas de describir al tutor —dije, entre risas.

—A mí no me gustan nada los gnomos —dijo Nathaniel—. Me han hecho perder ya demasiadas horas de esta vida tan ridículamente breve buscando cosas que ellos habían cambiado de sitio con toda la malicia del mundo. Si alguna vez llego a atrapar a un gnomo, lo despacharé enseguida, ¡zas!, por la chimenea.

—¿Por qué?

—Porque esos sinvergüenzas tardan varias horas en encontrar la salida. Tienes que saber que el fuego es una barrera para ellos, al fin y al cabo son seres de tierra.

—¿Y no pueden trepar hasta arriba?

—Hubo un hombre —dijo Nathaniel—, hace unos cincuenta años, en un pueblecito no muy lejos de aquí, al que un buey le propinó una coz en la cabeza. Pero lo más sorprendente no fue que sobreviviera, a pesar de lo admirable que resultó teniendo en cuenta la potencia del golpe, sino el hecho de que a partir de entonces fuera incapaz de girar a la izquierda. La izquierda, para él, dejó de existir de repente. Cuando alargaba la mano para tomar un trago de cerveza, lo hacía siempre con la mano derecha. Sólo masticaba con la parte derecha de la mandíbula. La izquierda era algo imposible para él, no existía. Ni siquiera recordaba haber tenido jamás conciencia alguna de lo que era el lado izquierdo.

—Vaya —exclamé yo—, es asombroso.

—Pues sí. Y eso mismo les ocurre a los gnomos. Que no pueden percibir nada de lo que hay arriba, por lo que tampoco pueden trepar en esa dirección.

—A la señora H. le siguen aterrorizando las hadas —dije yo.

—¿De verdad? ¿Sigue dejando platillos de leche agria por la cocina?

—Eso y cosas peores —dije—. Un día, uno de los gatos de la cocina trajo un murciélago muerto y tuvo un ataque de pánico. Dijo que el gato había matado a un bebé de duende y que no descansaría hasta que el gato pagara por ello. Ahora siempre lleva el delantal del revés y va dejando pequeños rastros de sal en los umbrales de todas las puertas.

Nathaniel Ravenscroft empezó a arrancar las bayas de los pedúnculos con la lengua. Sonrió y mostró los dientes tintados del jugo carmesí de las frutas.

—No hay que enojarlas —dijo.

—¿Te refieres a las amas de llaves?

Nathaniel se rió.

—¡A las hadas, bobo!

Le di un puñetazo juguetón en el brazo.

—No creo —dije— ni una sola palabra de lo que has dicho durante los últimos cinco minutos. De lo contrario tendría que llegar a la conclusión de que, igual que la señora H., te crees toda esa mascarada.

Nathaniel sonrió.

—La verdad es que no estoy muy seguro de lo que creo, cambio de parecer muy rápidamente. Me parece que sólo tengo tres credos realmente estables y dos de ellos son inciertos. Creo que la tierra gira alrededor del sol, que las estrellas están muy lejos y que la mayoría de las personas del mundo nacen en la miseria y mueren sin sentirse realizadas a menos de una milla de distancia de donde las concibieron. Las personas no son más que relojes que marcan el tedioso paso del tiempo. Pero, sinceramente, dudo que pueda compartir cualquiera de las creencias de la señora Henderson.

Nathaniel saltó sobre un escalón que quedaba entre dos robles y que permitía salvar la cerca y acceder a un trigal. Yo fui tras él. Faltaban todavía unos cuantos días más de tiempo soleado para segar ese trigo, aunque casi me llegaba a la cabeza. Me quedé quieto un momento, asombrado. Ya había olvidado lo que se sentía al estar rodeado de ese modo. Nathaniel empezó a entonar un cántico rural entusiasta que hizo que los cuervos alzaran el vuelo hacia las ramas más altas.

La voz de Nathaniel era clara y sinuosa. No podía estar seguro, puesto que no tenía conocimientos de música, pero me pareció que afinaba a la perfección. No me costó imaginar esa voz llenando la catedral de St Paul o la abadía de Westminster. Iría mucha más gente a oírlo a él que a cualquiera de los tan afamados castrati. La canción, por otro lado, sólo habría sido adecuada en un burdel de Covent Garden.

Nathaniel me indicó con un gesto que lo acompañara, así que me uní a él en el estribillo, al principio sólo dubitativo, pero cuando me di cuenta de que no teníamos más público que nosotros mismos y los pájaros me sentí más seguro y no tardé en cantar a grito pelado aquellas letras con la misma vehemencia que él:

«¡Oh, Polly! ¿A qué viene tanta debilidad? ¿Por qué gemir y llorar?

¿Por qué pones los ojos en blanco? ¿Por qué tu pecho va arriba y abajo?

¡De golpe y porrazo! ¡Tralarí-lorolaro, tralarí-lorolaro!»

En ese punto, por encima de la voz de Nathaniel y del gorjeo de los mirlos, distinguí de forma clara e inequívoca la risa desenfadada de varias campesinas jóvenes que la suave brisa trajo hasta mis oídos desde un camino cercano.

—¡Silencio! —exclamé, presa del pánico—. ¡Hay mujeres cerca!

A continuación, se me dobló el cuerpo cuando una carcajada súbita me golpeó el estómago como un puñetazo, de manera que la cabeza me quedó hundida entre las espigas cargadas de trigo que el viento se encargaba de mecer.

Nathaniel paró de cantar y me sonrió con esos ojos verdes que tanto brillaban a la luz del sol.

—Realmente —me dijo cuando por fin conseguí serenarme—, has vivido muy reprimido, si crees que esa canción es irreverente. Lo que necesitas es una buena moza. Hay unas cuantas bellezas deliciosas en el pueblo y no está ni a una milla de aquí. ¿Qué me dices?

Yo me quedé de piedra. Cuando irrumpimos en el huerto de su padre, Nathaniel Ravenscroft y yo aparentábamos la misma edad, o casi. En ese momento, de repente me pareció que era varios años mayor que yo y que tenía mucha más experiencia. No estaba seguro de estar preparado para seguirlo. Yo ya sabía que había varias chicas bonitas en el pueblo, había pasado muchas horas en la iglesia y me había dedicado a observarlas durante el interminable sermón del rector. Sin embargo, no me apetecía ir a verlas. Y por encima de todo no me apetecía nada ir a verlas en compañía de Nathaniel.

Tal vez Nathaniel lo comprendió. Aunque puede que en realidad hubiera cambiado de parecer. En cualquier caso, me rodeó el brazo con el suyo, reanudamos nuestro paseo errante y dejamos atrás el pueblo y las apasionantes posibilidades que nos ofrecía. Un milano real soltó un graznido mientras nos sobrevolaba con su cola en forma de punta de saeta.

Seguimos paseando juntos y en silencio durante medio kilómetro más sin prestar mucha atención a nuestros pasos, hasta que me di cuenta de que estábamos andando en círculo y que nos dirigíamos de nuevo hacia la rectoría. Al percatarme de ello me detuve y solté el brazo de Nathaniel.

A pesar de que solía visitar la casa de Nathaniel con cierta frecuencia, aquel lugar no me gustaba por el jaleo que armaban los niños. En mi última visita, tres días antes, había contado a diecisiete mocosos: los doce hijos del rector y cinco primas de no más de diez años que, según me contó Nathaniel, habían llegado para pasar unas semanas del verano mientras la madre se recuperaba de la conmoción de haber enviudado de repente.

—¿Le preguntaste a tu hermana acerca de las malditas flores? —inquirí yo.

—Sí, pero niega saber nada al respecto.

—¿De verdad?

—Tampoco es que sea propio de Sophie eso de llenar con flores silvestres los bolsillos de un chico. Especialmente los de Tristan Hart.

—No se cómo las soportas —dije—. Gracias a Dios yo sólo tengo que aguantar a Jane.

—Las he convencido para que me dejen en paz a menos que les indique lo contrario.

—¿Cómo? ¡Ojalá yo pudiera hacer lo mismo!

A Nathaniel le brillaron los ojos.

—Vamos, cantemos otra canción. Ésta es la favorita de mis primas —dijo con una carcajada.

«Raw Head y Bloody Bones

se lleva a los niños que malos son

a su terrible guarida

y allí les quita la vida».

—¡Ajá! —exclamé—. ¿Ha sido por eso? ¿Has conseguido acallarlas aterrorizándolas con la mera amenaza de un monstruo infantil? —un violento escalofrío me recorrió el cuerpo y me hizo sentir de lo más ridículo, aunque intenté disimularlo fingiendo que había tropezado con una piedra suelta y me agaché en medio del sendero mientras me frotaba el tobillo—. Eso no puede durar mucho tiempo —murmuré.

Nathaniel entrecerró los ojos.

—Bueno, pero es que Raw Head no es como el coco —dijo—. No sólo se lleva a los niños, también puede adoptar la forma que desee. Escucha, Tris, a ver si conoces ésta:

«El caballero de dos caras cabalga por la loma,

verdes, qué verdes los sauces.

Haciendo sonar su cuerno, tan fuerte y estridente,

qué verdes los sauces son.

“Dejadme entrar, Leonora”, dice él,

verdes, qué verdes los sauces.

“Que vuestra virtud os arrebataré”,

qué verdes los sauces son.

“Gentil caballero, ¿seguro que no me vais a mentir?”,

verdes, qué verdes los sauces.

“La muerte no miente, Leonora, y hoy os toca morir”,

qué verdes los sauces son.

“Vuestros bellos huesos me llevaré”,

verdes, qué verdes los sauces.

“Y bajo mi frío lecho los enterraré”,

qué verdes los sauces son.

“Mal caballero trasgo, no me matéis”,

verdes, qué verdes los sauces.

“Temo que sola bajo vuestro frío lecho me dejéis”,

qué verdes los sauces son.

La daga, larga y afilada, ella le arrebató,

verdes, qué verdes los sauces.

Y en el oscuro corazón del caballero la hundió.

Qué verdes los sauces son».

—Si pensabas que no conocía esa canción, estás equivocado —dije en cuanto hubo terminado—. Es muy conocida y en realidad nada tiene que ver con Raw Head o Bloody Bones. Es la Balada del caballero trasgo y el hada Leonora.

—Claro, Tris, ¿no crees que a Raw Head no le gustaría tanto desflorar doncellas si éstas salvaran el cuello y en lugar de acabar en el río vivieran lo suficiente para echar de menos el desayuno?

—¡Pardiez! —exclamé con impaciencia—. A ese caballero trasgo puedes ponerle el nombre de Raw Head o el de cualquier otro monstruo.

Empecé a sentir una tremenda inquietud y deseaba quitarme de la cabeza la imagen de Raw Head cuanto antes.

—En cualquier caso, lo mires como lo mires, es ella quien gana, puesto que termina matándolo.

—Eso, te lo aseguro, es una solemne tontería. Los seres fantásticos no tienen corazón.

Cuando nos acercábamos a la rectoría, oímos por segunda vez esa misma tarde unas voces femeninas que arrastraba la brisa. Mientras nos adentrábamos en los jardines nos topamos con un grupo formado por las jóvenes parientes de Nathaniel jugando al corro a la sombra de un seto de espino. Al principio me puse en guardia, pero pronto me di cuenta de que Sophy no estaba entre ellas y empecé a relajarme un poco. Las niñas, al ver que las espiábamos, abandonaron de inmediato su juego y acudieron correteando hacia nosotros por el césped que el rector solía mantener muy corto con la ayuda de un pequeño rebaño de ovejas a las que dejaba pastar allí.

Yo todavía no conocía los nombres ni los rostros de las primas de Nathaniel, como tampoco tenía ningún interés en aprenderlos. Sin embargo, a pesar de mis sentimientos al respecto, enseguida reconocí a una de las que formaba parte del grupo: una doncella de constitución liviana y pelo rubio que debía de tener ocho o nueve años y que se había llevado un buen chasco durante mi última visita. No había parado de cotorrear y brincar a mi alrededor, hasta que terminé por perder la paciencia y la reprendí con severidad, tras lo que ella se echó a llorar desconsoladamente. A Nathaniel le pareció de lo más divertido; la levantó en brazos como alguien que hubiera encontrado a un gato en la lechería y la echó tras amenazarla con retorcerle el cuello si la pillaba contando chismes sobre nosotros dos.

Al recordar el incidente sentí el aguijón de la vergüenza, por lo que me esforcé en sonreírle en lugar de mirarla con el ceño fruncido, aunque me di cuenta de que el daño ya estaba hecho. Ella se quedó atrás mirándome fijamente con una extraña expresión de nostalgia reflejada en su pálido rostro.

El resto de las primas empezaron a suplicarle a Nathaniel que jugara con ellas, a lo que éste, fiel a su carácter jovial, accedió de buena gana. Así pues, durante unos diez minutos, el jardín se llenó del eco de alegres chillidos mientras él fingía ser un hombre lobo y se dedicaba a perseguirlas alrededor de las moreras. En lugar de unirse al grupo, aquella niña se alejó y se sentó bajo un sauce llorón que quedaba un poco apartado. Aunque daba la impresión de estar observando a los demás, tuve la inquietante sospecha de que en realidad centraba su atención en mí, por lo que me sentí profundamente agradecido cuando al fin Nathaniel terminó por aburrirse y volvió a mi lado.

—¿Cómo se llama tu prima? —pregunté ladeando levemente la cabeza hacia la chiquilla sentada.

—¿Ella? Katherine Montague. ¿Por qué?

—No ha parado de mirarme fijamente en todo el rato.

—¡Menuda pilla está hecha! ¡Eh, Kitty! ¡Esfúmate o te arranco los brazos!

La pobre chiquilla, roja como un tomate, se recogió la falda, se puso de pie de un brinco y salió corriendo en dirección a la casa como alma que lleva el diablo. Nathaniel soltó una carcajada.

—Es como una marioneta, la puedes mover en cualquier dirección, pero si tiras con demasiada fuerza se le dislocan las articulaciones. Es una cosa rara. Vamos, Tris, entremos en casa y comamos algo.

Nathaniel y yo salimos de la rectoría al anochecer y volvimos a casa bajo la luz de la luna. Mientras contemplaba las formas cambiantes en la penumbra, pensé en el dueño de la granja, que había sufrido un golpe en la cabeza que le había afectado la capacidad de percepción. El daño en el cráneo le había dañado también el cerebro. ¿Cómo era posible? No tenía respuesta para eso.

Mis pensamientos se desviaron velozmente hacia mis ambiciones. Con repentina angustia, me pregunté qué debía hacer para convertirme en un gran filósofo si mi padre no accedía a matricularme en una universidad en la que se impartiera medicina y, todavía más importante, anatomía. Necesitaba experiencia práctica en esas dos disciplinas o mis sueños se desvanecerían como el humo. No tenía ni idea de cómo iba a responder mi padre a esa solicitud. Sin duda alguna, pensé con acritud, su médico hipocrático le aconsejará negativamente al respecto.

Tomamos un sendero empinado que nos llevó por la parte más baja de los campos de Shirelands Hall. Los murciélagos revoloteaban por encima de nuestras cabezas. Nathaniel se quitó el sombrero y su pelo plateado brilló a la luz de la luna. De repente, a media cuesta, una lechuza blanca alzó el vuelo desde la oscuridad y se lanzó sobre la hierba a dos metros de donde yo me encontraba. Un débil y agudo chillido y, luego, silencio: otro ratón muerto. El pájaro se quedó donde se había posado mientras desgarraba con su afilado pico el diminuto cadáver que tenía agarrado entre las zarpas. Yo me detuve de golpe, fascinado. La lechuza levantó la cabeza y el ratón desapareció en un abrir y cerrar de ojos. A continuación, extendió las dos alas y se elevó de nuevo.

—¡Me importan un comino tus monstruos! —le dije a Nathaniel—. Acabo de ser testigo de una maravilla de la naturaleza más corriente.

—No tan corriente. Yo también lo he visto.

Mirando hacia el sur desde donde estábamos, Nathaniel y yo podíamos contemplar todo el valle hasta el lado opuesto, incluida la obra labrada en la piedra caliza. Y justo por encima de eso, o mejor dicho por encima de lo que la oscuridad me había hecho creer que era el Caballo Blanco, pudimos contemplar una cabalgata de diminutas lucecitas parpadeantes. Parecían moverse.

—¿Gitanos? —me pregunté.

Nos detuvimos para observar la estrecha procesión de luces que avanzaba por el flanco abierto de la cresta montañosa y emprendía el descenso casi vertical hacia el fondo del valle.

—Yo esto no me lo pierdo —dijo Nathaniel—. ¿Vienes conmigo, Tristan?

—¿Allí? ¿Ahora? Deben estar muy lejos de aquí.

—Pero tienes caballos, ¿no?

—Incluso a caballo, tardaríamos al menos tres horas en llegar hasta allí. Y tres más para regresar. No estaríamos de vuelta antes del amanecer.

—¿Qué importa? Podemos conseguir que la señora H. no se lo cuente a nadie.

—¿Y qué pasa con tu padre?

—Le diré que estaba contigo.

Yo no tenía ninguna duda de que no era una buena idea. De lo que no estaba tan seguro era de lo que haría al respecto. Siempre había ansiado que Nathaniel me tuviera en buena estima y, además, estaba desesperado por demostrarle que no había cambiado nada en los últimos cuatro años, que seguía siendo el mismo amigo fiel que antes. Pero estaba cansado. Todavía no había curtido mi cuerpo tras el confinamiento y empezaba a temer que salir de excursión con Nathaniel en plena noche después de haberme pasado todo el día caminando simplemente sería demasiado. Me dolían las piernas.

Nathaniel me agarró por un codo y me hizo subir por la colina que llevaba hasta Shirelands Hall.

—Tristan, hombre, no puedes negarte. Mañana seguramente ya habrán partido.

Entramos en Shirelands por delante, aunque en silencio y algo apartados hacia la izquierda del camino que llevaba hasta la puerta principal. A medida que nos acercábamos, me di cuenta de que en la casa ocurría algo fuera de lo común. Había velas encendidas en las ventanas, tanto en las del salón de delante como en las del de atrás, mientras que la entrada de arenisca roja relucía con el brillo que proporcionaban seis altas farolas distribuidas de dos en dos para iluminar los amplios escalones.

—Vaya, mi padre tiene visita —dije.

—Entonces entraremos sigilosamente por detrás.

Nathaniel echó a correr deshaciendo sus pasos en dirección a los arbustos bajos que separaban la entrada de los campos que se extendían más allá. Yo me volví para seguirlo, pero enseguida me detuvo un brusco y fuerte grito:

—¡Señor Hart!

—Maldita sea —gruñó Nathaniel—. ¿Es que te estaba acechando o qué?

El ama de llaves de mi padre se nos acercó a toda prisa haciendo crujir la grava bajo sus robustas botas. Yo me di la vuelta de nuevo, a regañadientes, para mirarla.

La señora H. era una mujer de avanzada edad, debía de rondar los sesenta. Era alta y escuálida y tenía un aspecto anodino con la única excepción del delantal, puesto que se lo ataba al revés sobre el corpiño y la falda de sarga gris. Llevaba una vela que levantó hasta mi rostro protegiéndola de la brisa con la otra mano. Me miró a los ojos.

—Señor Tristan, debe entrar enseguida. Todavía no se ha recuperado del todo. Además, su tía, la señora Barnaby, ha venido a visitar a su padre de usted.

—Buenas noches, señora Henderson —dijo Nathaniel—. Si me lo permite, le desearé suerte en su intento de seducir al señor Hart con una velada tan poco atractiva, en compañía de su melancólico padre y su repugnante tía.

La señora H. levantó la vela frente a Nathaniel mientras me agarraba el brazo. Sus dedos huesudos se clavaron con urgencia en mi bíceps.

—¡Suéltelo, mujer! —exclamó Nathaniel mientras retrocedía rápidamente ante la llama de la vela—. ¡Y baje eso! ¿Acaso pretende quemarme las cejas?

—Señor Ravenscroft, debo pedirle que se marche a casa —dijo la señora H. La llama de la vela empezó a titilar y a reducirse—. El señor Hart ha reclamado la presencia de su hijo.

—Yo también la reclamo —dijo Nathaniel.

Al fin, la vela se apagó.

Noté la mano de la señora H. apretando mi brazo con más fuerza.

—¿Y qué pasa con su padre? —preguntó ella—. Se ha pasado el día allí sentado, preguntándose dónde estaba su hijo, si lo habían asaltado unos ladrones o lo habían asesinado por los caminos. ¿Qué pasa con él, señor Ravenscroft?

—Vieja bruja loca —dijo Nathaniel—. ¿Cómo se atreve a hablarme de ese modo? Me quejaré ante su señor de su impertinencia.

—Vamos, déjalo, Nat —dije yo—. Supongo que mi padre la habrá mandado salir a buscarme y traerme de vuelta a cualquier precio. Ella no me quiere ningún mal.

—Por supuesto que no —convino la señora H.—. Le pido disculpas si le he hablado de forma inconveniente, pero el señor Hart debe entrar conmigo ahora mismo y no hay nada más que hablar. Son órdenes del señor.

Las puntas de sus dedos se clavaron aún más en mi brazo.

—Parece que no hay nada que hacer —dije—. Sin embargo, puedes tomar prestado mi alazán, si sigues decidido a marcharte. El mozo de cuadra te lo preparará. Es un caballo veloz.

—¡Cáspita! —exclamó Nathaniel con un profundo suspiro—. De acuerdo, Tristan, te haré caso. Aunque es una lástima que no me acompañes.

—Señor Ravenscroft, si quiere seguir mi consejo, y no se lo tome como una impertinencia, márchese a casa —dijo la señora H. con un ligero temblor en la voz.

Nathaniel la miró de un modo extraño, como un duelista midiendo a su contrincante.

—Eso mismo pienso hacer, señora Henderson —respondió él antes de dedicarle una reverencia burlona y de guiñarme un ojo. Acto seguido, desapareció tras la oscuridad de los setos.

—¡Lo hará de todos modos! —exclamé—. Siempre recurría a ese truco cuando éramos pequeños.

La señora H. tiró de mi brazo con urgencia.

—Debemos entrar, señor Tristan.

La seguí por el sendero de grava. No es que me hubiera molestado su interrupción. De hecho me había ahorrado el bochorno de tener que explicarle a Nathaniel que estaba exhausto y que me encontraba mal, por lo que me había proporcionado la excusa perfecta para regresar a casa.

Así pues, una vez que Nathaniel se hubo marchado, empecé a darme cuenta de que estaba realmente hambriento. Las siguientes palabras de la señora H., no obstante, me causaron una gran inquietud.

—Ojalá no pasara tanto tiempo con el señor Ravenscroft —dijo.

—¿Cómo dice, señora H.?

—Lo siento, señor Tristan, pero es la verdad. Cada vez es más salvaje, señor. Estos últimos dos años su comportamiento ha sido terriblemente salvaje. Y luego está la joven Rebecca Clifton con ese bebé, del que según se cuenta es el padre. Además, dicen que el chico no está bien…

—¡Señora H.!

El ama de llaves soltó un profundo suspiro y yo le agarré la muñeca.

—Señora H., siempre ha sido usted como una madre para mí, pero… —hice una pausa mientras pensaba en la manera más adecuada de corregirla—, pero no puedo permitir que siga difundiendo esos rumores maliciosos. Eso sólo es adecuado en la casa del servicio, pero de ninguna manera está bien que lo repita aquí. El señor Ravenscroft es mi mejor amigo. No quiero volver a oírla hablar de él de ese modo.

—Señor Tristan…

—No, señora H., lo digo en serio. Nunca más.

Ya habíamos llegado a los escalones. La luz rojiza de las farolas me permitió ver su expresión. La mujer parecía muy preocupada.

—De acuerdo —dijo—. Pero, por favor, tenga cuidado cuando vaya con él, señor.

Sus palabras casi me conmovieron.

—No soy tonto —dije—. Sé quiénes son mis amigos.