12
A las dos en punto de la tarde del día siguiente, el doctor Hunter nos invitó a mí y al señor John Fielding, pues sabía que éste era mi tutor en Londres, a encontrarnos en el café Bedford’s para conversar acerca de mi futuro. El señor John, no obstante, se encontraba en una audiencia judicial para resolver el caso de una tal Abigail que presuntamente había robado una madeja de tela de su patrón, por lo que no se me permitió molestarlo, y le correspondió al señor Henry Fielding aceptar la invitación del doctor Hunter y acompañarme hasta la Piazza a pesar de la niebla de marzo.
De repente me vi inmerso en un estado de gran entusiasmo. Sabía que esa reunión, por breve que fuera —y no dudaba que lo sería—, tendría tanta influencia en mi futuro que, comparada con ese rato, cualquier otra hora, tal vez incluso todas las de mi vida, tenían tan poco sentido como las que pudiera pasar durmiendo. Dejé al señor Fielding con la carta en la mano y boquiabierto en el comedor y subí corriendo las escaleras hasta mi dormitorio para abrir mi armario de par en par. En mis oídos resonaba la voz del doctor Hunter exigiéndonos a los alumnos que, fuera cual fuese la situación, debíamos vestirnos de forma apropiada a nuestra profesión y a nuestras responsabilidades. Entre mis casacas de color discreto elegí la más oscura y la dejé sobre la cama. No era suficiente. La negra, tal vez. ¿Con el chaleco plateado? Pero, pensé con súbita angustia, si me vestía con la casaca negra, pese a ser la más elegante, parecería como si acudiera a un funeral. Alargué de nuevo el brazo hacia el armario.
Sabía que le caía bien al doctor Hunter. Lo que no sabía con tanta seguridad era si él había visto en mí madera de cirujano, a pesar de los indicios que yo tenía al respecto. Mi temor oculto era que en realidad no se hubiese dado cuenta, de que simplemente me hubiera aceptado en sus cursos para hacerle un favor al señor Fielding y eso acabara saliendo a la superficie como el fiambre de un hombre ahogado.
Me acordé de cuando mi padre me había dicho que no podría ingresar en la universidad porque me sentía indispuesto con demasiada frecuencia. Recordé la primera de las clases de anatomía, cuando me había sentado frente al doctor Hunter, tan embelesado que si él hubiera afirmado que el sol era la luna yo le habría dado la razón, y se había embarcado en una descripción detallada de las cualidades personales que consideraba necesarias en todo cirujano. En mi recuerdo podía oír su voz con tanta claridad como si me lo estuviera contando al oído en ese momento:
—Debe poseer un carácter decidido e imparcial, una mano firme y un ojo perspicaz, mientras que su mente debe ser ágil y racional. Y es que, caballeros, no pueden cometerse errores, puesto que la vida del paciente depende del cuidado que pongamos en nuestra práctica y la vida es algo demasiado precioso para confiarla a un charlatán o a un necio. Un cirujano debe ser, por encima de todo, un hombre de mens sana. A pesar de todas las calumnias que nuestros enemigos puedan lanzar sobre nuestra profesión, no somos monstruos, ni un organismo formado por hombres locos.
El miedo me provocó una punzada en las vísceras. Caí sin aliento sobre mi cama y me llevé las manos, que me temblaban con cada latido del corazón, al estómago. ¿Qué sucedería, pensé, si he demostrado alguna forma de inconstancia, algún defecto que a los ojos del doctor Hunter me invalide para desempeñar la profesión médica? Por favor, Dios mío, soy un hombre racional. Que no detecte carencias en mí.
Tras varios minutos en los que permanecí sentado, dolorosamente paralizado por el terror, oí el reloj del vestíbulo tocando los cuartos y me di cuenta de que me quedaba poco tiempo para vestirme y llegar al café Bedford’s. Me obligué a levantarme y me vestí con una casaca azul con brocados, un chaleco del mismo color y unos bombachos beige.
El Bedford’s era muy frecuentado por los hombres más elegantes e inteligentes de la ciudad. Los dos hermanos Fielding lo conocían bien, puesto que habían pasado muchas horas allí, conversando y debatiendo. Henry Fielding mantenía aún muchos amigos en el círculo literario y a menudo se quejaba de que siguieran presionándolo para que regresara a la ficción. Yo no estaba familiarizado con el lugar, en parte porque no me apetecía pasar mi tiempo libre en compañía de ninguno de los dos Fielding, pero también porque no disponía de tiempo, entre todas mis actividades, para sentarme a tomar café y discutir sobre filosofía. El café no quedaba muy lejos de Bow Street, pero de todos modos agradecí que el señor Fielding decidiera ir hasta allí en palanquín. No me apetecía llegar a una entrevista tan importante con las medias blancas salpicadas de lodo.
Como de costumbre durante los meses fríos, el clamor de las calles de Londres estaba amortiguado por un tupido manto de niebla de color gris amarillento, de manera que al abrir la puerta del café quedé sobrecogido por la oleada de ruido que salía del interior: charlas, pasos y los fuertes chirridos de las sillas sobre el sucio entarimado. El aire cálido estaba impregnado del olor a humo del tabaco, por supuesto mezclado con el de la estimulante bebida que los clientes iban allí a degustar y que se preparaba a fuego lento en una gran cafetera. En un raído estante que quedaba sobre la chimenea había botellas, tazas, jarras de barro cocido y largas pipas de cerámica, mientras que al otro lado había colgada una ordenanza parlamentaria que prohibía el uso de lenguaje soez.
Le abrí la puerta a Henry Fielding y lo seguí hacia el interior. Parecía que él sabía adónde iba, por lo que me limité a seguir dócilmente su estela evitando en la medida de lo posible los codazos y pisotones de aquellos torpes desconocidos. Al fin llegamos a una hornacina en el rincón opuesto de la estancia y nos sentamos allí a esperar al doctor Hunter.
—Y bien, Tristan —dijo el señor Fielding después de acomodarse en una pesada silla de madera tallada, de espaldas a la pared—, parece ser que el doctor Hunter ha visto que en sus clases de anatomía te has sentido como pez en el agua. Has aprovechado al máximo la oportunidad que te ha brindado tu talento.
Me sonrojé al oír esa alabanza y bajé la mirada hacia el suelo.
—Así es, señor Fielding —dije—. Y no olvido quién me proporcionó esa oportunidad. Ha sido gracias a usted que he tenido la posibilidad de estudiar con el doctor Hunter. Si no hubiese insistido en que viniera a Londres, todavía seguiría en mi estudio viviseccionando ardillas, sin recibir lecciones ni ayuda de nadie. Y sinceramente dudo que hubiera podido llegar jamás a realizar prácticas de verdad. Le debo mucho, señor.
—Gracias —dijo el señor Fielding—. Pero debo expresar mis dudas acerca de si, llegado a cierto punto, no habrías terminado por alejarte del amparo de tu padre para seguir tu camino por tus propios medios y llegar hasta este mismo objetivo. Ah —prosiguió al ver mi expresión de sorpresa—, no es que pretenda hablar mal de tu padre, Tristan. Es un buen hombre, pero desde que tu madre murió se ha convertido en un ermitaño y al parecer cree que tú deberías regir tu vida del mismo modo —suspiró—. El mundo no se detiene por nuestras penas, por más que en ocasiones parezca que pueden detenerlo.
Miré fijamente la cara ensombrecida del señor Fielding mientras me preguntaba por qué se había referido de forma tan inesperada a mi padre y, lo que me pareció todavía más relevante, a mi madre. Recordé la conversación que habíamos mantenido sobre el viaje y me sorprendió pensar que acaso el señor Fielding había percibido mi reticencia a preguntarle acerca de esas cuestiones tan delicadas para mi persona y en ese momento se ofrecía a retomar el asunto por si a mí me apetecía abordarlo.
¿Librepensadora y judía? Era muy misterioso, por no decir asombroso.
—Señor Fielding —dije con cierta vacilación, puesto que se me ocurrió también la idea de que podía estar equivocado y que tal vez estaría poniendo mis pies en un terreno pantanoso que incluso los ángeles temían pisar—. ¿Me equivoco cuando tengo la impresión de que conoció usted a mi padre en su juventud? ¿Cuando contrajo matrimonio con mi madre?
El señor Fielding, tras revolver su sobretodo, sacó una pipa y le dio unos golpecitos a la cazoleta de un modo exploratorio.
—Conocí al señor Hart —dijo— antes de que se casara con tu madre. Y a tu madre la conocí antes incluso de que muriera su primer marido. Puede que fuera yo el responsable de que tus padres terminaran conociéndose. No estoy seguro.
—¿Mi madre era viuda? —exclamé.
—En efecto, señor. Una viuda joven y acaudalada, además de atractiva, si se me permite decirlo. Como sabes, era judía, de linaje español, aunque nacida en Holanda. Su primer marido fue un comerciante y un erudito. Hasta que lo expulsaron de la sinagoga y de la comunidad a la que pertenecía.
—¿Se convirtió al cristianismo? —pregunté.
—En absoluto. Era seguidor de Spinoza. Se había convertido en un librepensador o, como ellos mismos insisten en denominarse a sí mismos, un deísta… Ya veo que debes de haber oído hablar de ellos. Bueno, pues cometió la veleidad de afirmar que no existe ningún Dios trascendente. Tu madre, que compartía esa creencia herética, fue excomulgada con él. Fue un duro golpe para ella, puesto que perdió a toda su gente. Emigraron de Ámsterdam, vinieron a Londres y empezaron una nueva vida en Spitalfield, creo.
Un año más tarde, él murió y la dejó completamente sola. Aunque debo decir que si alguna vez hubo una mujer capaz de sobrevivir en el más absoluto exilio, y además de forma honorable, era ella. Amaba la literatura y me animó mucho cuando estaba esbozando la primera de mis obras —el señor Fielding sonrió y procedió a llenar de tabaco la pipa antes de continuar—. Se habría llevado un gran disgusto si hubiera llegado a saber que me dedico a la magistratura. Tenía poca paciencia con las leyes, la señora Eugenia Hart.
—Así pues, mi madre —dije con un pestañeo—, ¿no era judía?
—Ah —respondió el señor Fielding—, no es tan sencillo, Tristan. Que yo sepa, nunca llegó a convertirse al cristianismo, por lo que a ojos de la ley de Inglaterra siguió siendo extranjera hasta su muerte. Y, por lo que respecta al judaísmo, no estoy seguro. Pero tanto tú como la señorita Hart, en mi opinión, habéis tenido la buena fortuna de haber sido bautizados y de haber crecido en la Iglesia de Inglaterra.
Me quedé mirando al señor Fielding, boquiabierto.
—En cuanto a tu padre —prosiguió el señor Fielding—, lo conocí cuando él tenía tu edad, recién llegado a su propiedad tras la muerte de su abuelo y más verde que la hierba. Creo que se habría gastado toda su fortuna en los primeros seis meses de no haber conocido a tu madre por aquel entonces. Supongo que ella consiguió que sentara la cabeza, aunque también lo convirtió a esa idea tan poco ortodoxa acerca de la religión. Ella era diez años mayor que él, ¿sabes?, y solía demostrar un sentido común poco frecuente.
Yo no supe qué decir como respuesta a esa información. Todo aquello me parecía tan extraordinario que no habría creído nada si no se lo hubiera oído decir a Henry Fielding, cuya palabra era sagrada para mí, en ciertos temas incluso más que la de los Evangelios. Cerré la boca y tragué saliva.
—Tu padre, si no hubiera perdido el estímulo con la muerte de tu madre, se habría dedicado a la política —dijo el señor Fielding—. Creo que sigue activo, a pequeña escala, en varias causas que le tocan de cerca.
Un movimiento entre la multitud por encima de mi cabeza le llamó la atención. Alzó la mirada, dejó de hablar y levantó la mano en un gesto de bienvenida.
—Tendré que dejar mi cháchara para otro momento —dijo—. Acaba de llegar el doctor Hunter.
Me di la vuelta bruscamente sobre mi asiento. Todos mis temores y esperanzas, que para mi sorpresa habían quedado temporalmente relegados ante el relato del señor Fielding, me acosaron de nuevo en cuanto vi a unos pasos a mi derecha la figura esbelta y rojiza vestida de gris del doctor. Se detuvo para saludar a unos conocidos y a continuación siguió andando hacia mí abriéndose paso entre la multitud. Tenía un aspecto formal, con toda seguridad venía directamente de ver a un paciente.
—Señor —dije a la vez que intenté levantarme. Sin embargo, el doctor Hunter me puso una mano en el hombro y aplicó sobre éste una leve presión para instarme a seguir sentado.
—Señor Fielding —dijo el doctor Hunter mientras se quitaba el sombrero y lo sostenía bajo el brazo para ejecutar una leve reverencia—. Esperaba tener que tratar con su hermano. Un placer, señor.
—El placer es mío, doctor Hunter —respondió el señor Fielding cumpliendo con los preliminares con alegre impaciencia—. John está en una audiencia en estos momentos y es propio de su naturaleza dedicar al cumplimiento de la ley la misma atención escrupulosa que usted dedica a los enfermos. Creo que estará allí hasta la hora de cenar. Confío en que todo va bien, señor.
—Muy bien, señor Fielding —el doctor Hunter se procuró una silla de respaldo alto y se sentó en ella como un petirrojo sobre una rama—. ¿Cómo está su pie?
—Mal —respondió el señor Fielding—. Pero sin más consecuencias. Mi misión para la mejora del mundo continúa adelante a buen ritmo. ¿Cómo va su colección de monedas?
—Ya lo creo —dijo el doctor Hunter, que decidió ignorar por completo la referencia a su afición—. Su misión, si quiere llamarlo así, es un sinsentido, ya se lo dije la otra noche. Haga lo que quiera, Henry, esa fuerza policial suya no conseguirá curar el persistente malestar que aflige a nuestra civilización, como tampoco lo hará mi escuela de anatomía. Cuando hayan pasado siete generaciones seguirá habiendo pobres, igual que enfermos, y tendrán rostros muy similares. Seguirán cometiendo delitos, maltratando a sus mujeres y ahogando sus miserias en ginebra o cualquiera que sea el veneno que elijan a tal efecto. Me preocupa más la salud de usted que la de ellos. Por favor, Henry, descanse.
Al darme cuenta de que asistía a una conversación que no me atañía en absoluto, desvié la mirada con incomodidad.
—¡Ay! —exclamó el señor Fielding en tono afable—. Veo que seguimos sin ponernos de acuerdo en ese aspecto, doctor Hunter. En cualquier caso, creo que quería hacerme una sugerencia respecto al joven señor Hart. Se lo ruego, desembuche de una vez.
El doctor Hunter, que por su carácter otorgaba casi tanta importancia a mantener las sutilezas de la cortesía con sus colegas como John Fielding a la justa aplicación de la ley, pareció algo desconcertado por el tono súbitamente directo de Henry Fielding y por la vulgaridad del término que había utilizado, de manera que durante medio segundo pude apreciar cómo se le crispaban las facciones, como si estuviera sufriendo una lucha interior. A mí se me retorció el estómago. Al señor Fielding le temblaban los labios.
—Muy bien —respondió al fin el doctor Hunter—. Señor Fielding, tras haber pasado ocho semanas en compañía de Tristan Hart he llegado a la conclusión de que, a pesar de su juventud, posee un talento excepcional. Es un alumno diligente y tiene un don natural que no podemos permitirnos dejar que se pierda sin más. Al término de mi curso me gustaría, por consiguiente, que se convirtiera en uno de mis aprendices, para asegurarme de que reciba una formación adecuada en la ciencia moderna de la medicina. El joven es consciente del interés que tengo en él y parece entusiasta. Si usted y John, en calidad de tutores del chico, no tienen ninguna objeción, lo único que faltará será obtener el permiso de su padre, el señor Hart.
Al oír esas benditas palabras, el corazón me dio un vuelco. Un torrente de alivio y entusiasmo subió por mi columna vertebral e hizo que empezaran a temblarme las extremidades.
El doctor Hunter no había advertido el temor que yo albergaba a que pudiera rechazarme. Habló del asunto como si fuera yo quien tuviera que dar mi aprobación para formalizar nuestra relación. De hecho, de repente me pregunté: ¿Cómo podría haberlo supuesto? El doctor había dejado claro que yo era uno de sus mejores alumnos y no era de esperar que yo hubiera podido dudar de él. Entonces, ¿por qué a juicio del doctor Hunter debería de haber temido que pudiera pasarme por alto?
—Vaya… —dijo el señor Fielding. Yo me volví para mirarlo y él me sonrió de forma tan sincera y tan abiertamente complacido como si fuera uno de los hombres más simples del país en lugar de ser uno de sus mayores eruditos—. ¡Qué gran noticia, por Júpiter! —exclamó—. Debemos escribir cuanto antes a tu padre, Tristan. Estará muy orgulloso de ti, jovencito, igual que todos nosotros.
De repente, me di cuenta de que sin duda el señor Fielding no le había contado al doctor Hunter nada acerca de mi enfermedad. Sentí cómo florecía en mi pecho una profunda gratitud, que crecía y se abría a la luz del sol de ese nuevo inicio como la más grande y perfumada de las rosas.
Desvié mi mirada del señor Fielding al doctor Hunter y luego hacia el señor Fielding de nuevo. Sus sombras hermanadas danzaban sobre la pared del café por efecto de la luz titilante de las velas, lo que me recordó a Platón. ¡Pardiez! Tengo suerte de tener amigos así, pensé. Se han interesado por mí dos de los hombres más notables de Inglaterra, los cuales, a pesar de las discrepancias que mantienen respecto a ciertos temas, en verdad no distan tanto en sus propósitos como parece. Ambos desean comprender el mundo tal como es, en lugar de intentar percibirlo como la superstición y la ignorancia se lo presentan. Y ambos creen que en la verdadera comprensión se encuentra la capacidad de rectificar la corrupción de los organismos, tanto el del hombre como el del estado. Y me di cuenta también, no sin vergüenza, de que los dos tenían razón. No es sólo la ciencia la que puede resolver las grandes preguntas de nuestro tiempo: también hay lugar para la ley y la religión. Esa idea detuvo mis pensamientos en seco, puesto que me hizo recordar de repente el librepensamiento de mi padre, la heterodoxia de mi madre y el hecho de que yo, sin saber ni una cosa ni la otra, hubiera entregado mi alma a un Dios racional.
Una vez concluido el asunto, pues, el señor Fielding y yo no tardamos en salir del café Bedford’s, lo que contrarió de forma evidente al propietario, puesto que no habíamos consumido nada aparte de un poco de espacio y de aire, y regresamos a Bow Street en palanquín. Yo no me veía capaz de convencer a mi padre de nada, por lo que esa misma tarde fue el señor Fielding quien le escribió para explicarle la naturaleza y el resultado potencial del ofrecimiento del doctor Hunter, así como para aconsejarle enérgicamente que me permitiera aceptarlo. La firmeza con la que el señor Fielding expresó su punto de vista hizo que su epístola recibiera una respuesta razonable a mi favor, por lo que dejé a un lado mis recelos y me obligué a pensar solamente en el giro tan positivo que mi vida había dado.
Llevado por ese alegre estado de ánimo decidí escribir a Nathaniel, aunque no tenía ni idea de si debía o no esperar respuesta. Tanto si estaba en Collerton como si ya estaba en Oxford, lo que Nat hiciera seguía siendo para mí un misterio tan insondable como los ritos eleusinos.
Apreciado Nat: (escribí)
Tengo el gran placer de contarte que el doctor Hunter ha sugerido que me convierta en su aprendiz y estudie así medicina y cirugía bajo su tutela. El señor Fielding está escribiendo a mi padre en estos momentos para pedirle su consentimiento, aunque no dudamos que nos lo dará. No sabes lo entusiasmado que estoy con sólo pensar que pronto me convertiré en médico.
Oh, Nat, todo cuanto imaginé ha terminado sucediendo, excepto una cosa: no he oído ni una sola palabra o rumor acerca de ti desde que nos separamos en el mes de mayo, a pesar de haberte escrito en más de una ocasión. ¿Has leído mis cartas? Tal vez estás ocupado con tus estudios, aunque estoy seguro de que no es pedirte mucho que escribas unas cuantas frases en una hoja de papel, que lo dobles y me lo mandes, de manera que tenga el placer de tener noticias tuyas y conocer también tu reacción ante las mías. Resulta arduo soportar tu silencio; eres mi mejor amigo y si a alguien he considerado alguna vez como a mi hermano, ése eres tú.
Un abrazo lleno de esperanza,
Tristan Hart
Cerré el sobre, escribí en él la dirección y lo dejé sobre la mesa de los Fielding para que lo hicieran llegar al correo, aunque en el fondo de mi corazón tenía pocas esperanzas de que Nathaniel llegara a recibirlo. Con un estado de ánimo más decaído que antes, me retiré a mi habitación y me obligué a releer el Cerebri anatome de Willis hasta que llegara la hora de acudir a casa del doctor Hunter.