16

Así pues, mi hermana se casó, le tiraron las migajas del pastel por encima de la cabeza y partió con su esposo Barnaby a Withy Grange. Por mi parte, hice llegar mi invitación a Sophia y a Katherine Montague y mi tía comentó en voz alta que Sophy había sido siempre como una segunda hermana para mí. No le pareció necesario advertirme acerca de Katherine Montague, lo que no dejó de extrañarme. Sin duda, la señorita Montague era justo el tipo de chica que debería haber despertado más temores en mi tía, puesto que era joven y bella y no disponía de ningún tipo de dote. Sin embargo, pronto me di cuenta de que Jane debía de haberla informado tan mal como a mí acerca de la edad de Katherine. Una chica de doce años no suponía una amenaza en absoluto.

Decidí que durante la cena fingiría tener interés por Sophia. De ese modo esperaba llamar la atención de mi tía y de la señora Ravenscroft y distraer así a las tres mujeres de mi verdadero objetivo.

En cualquier caso, no pretendía reclamar más que un beso y algo de información. No deseaba casarme con nadie.

Regresé a Shirelands en el carruaje de mi padre. Éste no abrió la boca en todo el trayecto, lo que fue perfecto para mi proyecto, puesto que aproveché ese silencio para sacar los dibujos que no había podido terminar de estudiar anteriormente. De ese modo ni siquiera me di cuenta del tiempo que tardamos en llegar. Mi tía, por su parte, había anunciado que se uniría a nosotros más tarde. La devoción maternal por su hijo era tal, que no pudo soportar verlo partir sin más junto a su novia ni siquiera el día de la boda. ¡Qué lástima me daba Jane! Pero ella se lo había buscado y con ello tendría que apechugar.

Llegamos a Shirelands más o menos a las dos de la tarde. Enseguida me encerré en mi estudio y me quedé allí prácticamente hasta la hora de la cena.

Temía entrar en el comedor en el que se habían reunido todos, puesto que, a pesar de haber visto ya al rector y a mi tía, a quien no había visto de momento era a Katherine. A continuación me di cuenta de que Sophia la había coaccionado para que tocase el clavicémbalo con ella. Tras presentar brevemente mis respetos frente al rector y a su esposa, me quedé allí para observar.

Sophia tocaba bien y, al parecer, lo sabía, del mismo modo que no dudaba del hecho de que la luz dorada del atardecer que entraba por la ventana de la pared oeste destacaba al máximo la gracia de sus facciones. Llevaba un vestido de seda roja rematado con puntillas. Su figura poseía las curvas femeninas de un Tiziano, tenía un rostro lozano y un perfil muy elegante. Y sin embargo no me atraía en absoluto y me pareció imposible que pudiera llegar a atraerme jamás. Sophia era demasiado corriente, demasiado anodina, y aún lo parecía más cuando la comparaba con la sílfide enfurruñada que tenía sentada a su lado y que le pasaba las páginas de la partitura con sus gráciles dedos. Katherine también se había cambiado de ropa para cenar y en ese momento iba ataviada con un vestido azul pálido con vueltas blancas.

—Toca usted con mucho encanto, señorita —dije en cuanto Sophia hizo una pausa—. Me complacería mucho poder escucharles durante toda la noche.

Sophia se hinchió de orgullo mientras Katherine me fulminaba con la mirada.

—Señorita Montague —dije—. ¿A usted no la oiremos tocar? ¿O tal vez preferiría cantar?

—No soy un ave cantora —respondió Katherine—. Y toco muy mal.

—¡Vergüenza debería darle, señor! No debería obligarla, ¡sería muy cruel por su parte! —cotorreó Sophia—. Es suficiente con que me pase las páginas de la partitura.

—En ese caso —dije—, siga tocando. Y cante también, si lo desea.

Yo sabía que a Sophia no se le daba especialmente bien cantar, algo que siempre me había parecido extraño, puesto que la voz de Nathaniel habría podido hacer que el mismísimo diablo se derritiera, pero esa noche estaba decidido a mostrarme tan adulador con ella como fuera posible. Así que Sophy empezó a tocar de nuevo y yo me senté cerca de ella fingiendo una expresión embelesada mientras Katherine me lanzaba miradas furiosas y pasaba las páginas de la partitura demasiado rápidamente. Sin embargo, poco después el mayordomo de mi padre entró para anunciarnos que la cena estaba servida, de manera que el espectáculo se interrumpió con una breve cesura forzada.

Aquella cena en Shirelands era todo un acontecimiento digno de los modales más exquisitos y de los manjares más selectos. La señora H. había encargado varios platos de codornices y otras aves de corral, seguidos no sólo del boeuf à la mode sobre el que mi padre insistía casi a diario, sino también del solomillo servido con varias salsas. Después se sirvió una deliciosa selección de helados esculpidos en forma de flores, frutos rojos, abejas y ratoncitos, así como un syllabub aromatizado con el mejor brandy de Nantes. Cuando podía, mantenía una conversación intrascendente con Sophia y observaba de reojo que mis aproximaciones no pasaran desapercibidas a su madre ni a mi tía. Eso me dio esperanzas, mi tía no tardaría en buscar una excusa para interrumpirme. Conseguí lanzarle una mirada a hurtadillas a Katherine, que estaba sentada en mi lado de la mesa, aunque a cierta distancia. Para mi sorpresa, de repente me di cuenta de que tenía en la mano uno de nuestros tenedores de plata y que estaba intentando ocultarlo para quedárselo. No di muestra alguna de haberlo visto y continué seduciendo gratuitamente a Sophy. Sin embargo, no dejó de parecerme de lo más extraño.

Tras la cena, nos retiramos de la mesa todos a la vez. Proseguimos con la conversación durante un rato más hasta que mi tía propuso jugar una partida de naipes y, al ver que nadie aceptaba, llamó a Sophia para que se sentara a su lado. Los siguientes en ser convocados fueron los Ravenscroft, de manera que yo me quedé con mi padre y la señorita Montague, fingiendo cierta indignación. Aquello era justo lo que me había propuesto conseguir, por lo que crucé la estancia en dirección a la señorita Montague, que estaba sentada frente al clavicémbalo con una expresión sombría en el rostro.

A continuación, mi padre hizo algo inesperado. Se sentó frente al fuego, cogió un libro y lo abrió, aunque antes de empezar a leer me miró directamente como si fuera a decir algo. Antes incluso de que yo mostrara mi sorpresa, bajó la mirada de nuevo y empezó a examinar las preciosas páginas encuadernadas.

—¿Señor? —me aventuré a decir. Él ni siquiera levantó la cabeza. Se oyó un fuerte estrépito en el fondo del salón. Todas las damas gritaron asustadas, mi padre a punto estuvo de dejar caer el libro al suelo, mientras que yo di un respingo que casi me saca de mi propia piel. Se me fue de la cabeza lo que iba a decirle a mi padre. La señorita Montague había cerrado de golpe la tapa del teclado con gran violencia.

—¡Oh! —exclamaron mi tía y la de Katherine, al unísono.

La señorita Montague me miró fijamente con los dientes prietos, con la misma expresión feroz que ya me había mostrado anteriormente. Sin embargo, sus ojos parecían los de una liebre a punto de pegar un brinco. Y eso hizo, pegó un brinco y salió corriendo por el salón en medio de una brillante tormenta de seda gris azulada.

—¡Oh! —exclamó Sophia, algo tarde—. ¿Qué ocurre ahora?

Yo asentí en dirección al rector, que ya casi se había puesto de pie, y me dirigí con presteza hacia la salida.

—Voy a ver qué sucede —dije yo. Hice un leve gesto de reverencia con la cabeza hacia las tres damas y salí de la habitación.

Todavía temblando debido a la impresión, me quedé quieto con la espalda contra la puerta. Nada parecía indicar el paradero de la señorita Montague, pero no importaba. Tenía tiempo de encontrarla, tiempo de sobras. Además, muchas de las estancias de Shirelands Hall permanecían cerradas con llave cuando no se utilizaban, por lo que tampoco había tantas en las que pudiera ocultarse. Respiré hondo. Pensé que me apetecía más agradecerle lo que había hecho que mostrarme molesto. Ver a Katherine Montague a solas era la prueba más dura que me había propuesto esa noche. No había imaginado que fuera a arruinarlo escondiéndose en una casa en la que jamás había estado antes. Sin embargo, empezaba a comprender que, al tratarse de Katherine, no tendría ningún sentido buscarla en los lugares más previsibles. De todos modos, pensé, ¿adónde podía haber ido? Al piso de abajo, no. En una habitación cualquiera, tampoco. Tal vez estuviera fuera, aunque primero decidí probar suerte en la otra sala que quizás ya conocía.

Mi columna vertebral empezó a chisporrotear de expectación. Con una leve sonrisa íntima, procedí a subir por las escaleras y, al llegar al comedor, entré sin llamar.

Katherine Montague, creyendo estar sola en la habitación vacía, se había plantado frente a la chimenea principal, donde había más luz. En cuanto crucé el umbral, dio un respingo como el que había dado yo cuando ella había dejado caer la tapa del clavicémbalo. Enseguida me fijé en su mano, en la que sostenía el tenedor de plata que había hurtado.

Quedaba claro que la intención que la había llevado hasta allí no era la de devolverlo. Se había arremangado una manga de su vestido y justo cuando yo entraba se disponía a perforarse la frágil epidermis en la parte interior del codo con los dientes del tenedor. Al instante, en cuanto se dio cuenta de que yo ya había visto demasiado, fue corriendo hacia la mesa y lanzó el tenedor sobre la superficie pulida, se bajó la manga e intentó apartarme para volver a las oscuras escaleras.

Ése fue su error, o tal vez su genialidad. El caso es que no consiguió desplazarme. La naturaleza íntima de la escena que yo acababa de presenciar, además de nuestros flirteos previos, me cualificaban de un modo más que suficiente para actuar, por lo que la agarré por el antebrazo y la sujeté con fuerza.

—¿Por qué? —pregunté.

—No lo entendería.

—Mírame a los ojos —dije—. Y cuéntamelo de manera que pueda entenderlo.

—¡Suélteme el brazo, señor Hart!

—No.

Empezó a forcejear con violencia mientras con la mano que tenía libre intentaba zafarse de mis dedos cerrados firmemente alrededor de su bíceps. Sin embargo, no tenía ni mucho menos la fuerza necesaria para conseguirlo. Empezó a retorcerse bajo mi mano, contorsionándose como una anguila. Mi bajo vientre respondió de inmediato. Ella apretó los dientes y soltó un agudo siseo, no de miedo ni de rabia, sino de determinación. No sé por qué instinto me dejé llevar, si por el del monstruo o por el del amante, pero ejecuté con ella el mismo giro súbito del brazo que había utilizado con Viviane y que había perfeccionado con Polly Smith. Eso debería haber terminado con el asunto, pero Katherine Montague, en lugar de gritar de dolor, empezó a reír.

—¿Cree que puede hacerme daño de ese modo?

—¿Acaso no puedo?

—Libéreme —dijo— y se lo mostraré.

Decidí soltarla y di un paso atrás, intrigado. Entonces, ¿lo había querido? Podría haber salido corriendo de la habitación y yo no lo habría evitado, pero en lugar de eso se volvió hacia mí y con la misma sonrisa coqueta que me había dedicado en el cementerio me mostró la flexibilidad extrema de sus extremidades superiores. Podía retorcerse las muñecas hacia atrás mucho más de lo que cualquier persona normal habría sido capaz de soportar e hizo lo mismo con los dedos de la mano. Los brazos podía retorcerlos hasta que los codos le quedaban al revés respecto a su posición normal en el cuerpo. Esa última demostración fue demasiado fascinante para mí y no pude soportarlo más. Le supliqué que se quedara de ese modo y recorrí con mis manos sus antebrazos hasta llegar a los hombros, donde la cabeza del húmero sobresalía tanto de su alojamiento que se aproximaba a la dislocación.

—¿Esto no te duele? —exclamé, incrédulo.

—No, señor Hart. No me duele.

—Maravilloso —dije.

No retiré las manos y cuando ella devolvió los brazos a su posición natural pude notar perfectamente la rotación del húmero bajo las palmas de mis manos. El deseo que había despertado en mí se manifestó de nuevo, aunque acompañado de una lamentable sensación de impotencia. Si no puedo conseguir fácilmente que grite, pensé, ¿cómo voy a poder satisfacer mi deseo, o el suyo? Acto seguido, me estremecí al pensar que tampoco tenía sentido pensar en ello: la señorita Montague no era una mujer con la que pudiera llegar hasta ese punto.

Seguí sin retirar las manos. Katherine se volvió hacia mí y, una vez más, sentí el deseo implacable de besarla. Bajo la luz titilante me pareció ver de nuevo el rostro de alguien a quien conocía bien. Aparté los dedos de su hombro y con suavidad seguí el delicado contorno de su maxilar inferior, desde la oreja hasta la barbilla. La piel aterciopelada de Katherine reaccionó a mi tacto y sus labios se separaron levemente.

Pensé que si la besaba establecería un vínculo entre nosotros que complicaría mucho mi vida y probablemente también la de ella. Retrocedí un poco, pero me sentí incapaz de apartarme del todo. Además, como excusa, me acordé de que todavía tenía que preguntarle por Nathaniel, algo que no podía hacer en presencia de los que se habían conjurado para mantenerlo en secreto.

—Señorita Montague —dije—. Antes, con el tenedor…

A ella se le ensombreció el rostro, pero yo no cedí ni un ápice.

—Necesitaba ver la sangre —dijo, al fin.

—¿Por qué?

—Porque sí. Porque ha hecho usted el ridículo babeando tras Sophy como un campesino cualquiera, mientras a mí me ignoraba.

—Si lo he hecho —dije—, no ha sido por ella, Sophia Ravenscroft no me interesa en absoluto.

—¿De verdad? Entonces ha sido doblemente cruel, conmigo y con ella. Aunque ella se lo merece.

—Cuando regrese a la rectoría —dije—, ¿qué hará? ¿Robar otro tenedor?

—No necesito robar nada —respondió mientras movía la cabeza con un gesto despectivo que me hizo pensar que probablemente tenía una cuchilla oculta bajo la almohada.

Su vicio era prácticamente un reflejo del mío, aunque estaba seguro de que ella todavía no había experimentado placer carnal gracias a ello. Sin embargo, encontraba lo mismo que yo en el oscuro corazón del dolor: alivio.

—Si viene conmigo —dije— en mi estudio tengo los instrumentos necesarios para practicar una sangría.

Lo dije rápido y en un tono muy bajo. Mi rostro se sonrojó de inmediato.

En ese momento vi, por primera vez desde que nos habíamos conocido, que le llevaba una clara ventaja a Katherine Montague. Mi reacción la había asombrado hasta tal punto que se quedó boquiabierta. Sus dientes, pequeños, irregulares y cubiertos de baba, brillaban por efecto de la insulsa luz amarillenta y la roma turgencia de su lengua se agolpó contra ellos sin decir nada. A continuación, al parecer con dificultades, tragó saliva y aspiró una bocanada de aire.

—¿Usted también…? —preguntó.

—No —respondí—. Eso no. Pero debe creerme cuando le juro por mi vida que comprendo por qué lo hace usted.

Katherine se echó hacia atrás al oír eso y me miró fijamente con los ojos entrecerrados, como si me estuviera viendo por primera vez. Me di cuenta de que no acababa de comprender lo que había querido decirle y me pareció bien, aunque no pude ocultar del todo mi decepción, que probablemente quedó reflejada en mi expresión. Katherine me tocó la cara con sus delicadas manos. Yo no me resistí a que explorara mis mejillas con las yemas de los dedos.

—Estoy estudiando anatomía con William Hunter —le conté—. Seré el cirujano más preparado del país en cuestión de uno o dos años.

Me tocó suavemente los labios con los dedos.

—¿Y luego?

—Luego me dedicaré a estudiar el dolor.

—¿Por qué?

—Antes pensaba —dije— que tenía que encontrar un medio de erradicarlo. Ahora no sabría decirle el motivo, excepto que me parece hermoso.

—¿El dolor, hermoso?

No pude resistirme más: le besé la punta de los dedos.

—Sí —dije—. Y terrible, vil y cruel. Pero hermoso a pesar de todo.

—Cuando… —susurró ella— cuando veo la sangre, casi tengo la sensación de estar volando.

La mirada de Katherine se clavó en la mía. Una vez más, sentí ese miedo a lo que pudiera venir a continuación y luego lo comprendí, no sé si la inspiración vino del cielo o del infierno, pero comprendí que ella y yo estábamos más allá de consideraciones tan mundanas como la reputación o la clase social. Éramos monstruos, los dos. O tal vez ángeles caídos, puesto que no podía contemplar su rostro sin ver la creación perfecta y pura de Dios Todopoderoso.

Puse mi mano bajo su angulosa barbilla y le incliné la cara hacia arriba. Acto seguido, antes de perder el coraje o de que la razón me hiciera cambiar de opinión, me incliné hacia delante y uní mis labios con los de ella. Tenía la boca pequeña y los labios tan tiernos como amentos de sauce.

Por un momento me aterrorizó la idea de magullarla, pero enseguida se aferró con los dedos a los pelos que me crecían en la nuca y tiró de mí hacia ella con tanto ímpetu que me quitó el aliento. Mi corazón empezó a latir con fuerza y mi deseo creció como un demonio surgido de la oscuridad que nos rodeaba. No me importaba. Bajé la otra mano hasta la curvatura de su espalda, donde la sexta costilla se unía con la columna vertebral, y deseé verla sin aquella ropa que tanto la constreñía. La abracé, la besé, le mecí la base del cráneo con la punta de los dedos.

No sé cuánto tiempo pasamos de ese modo. El tiempo ya no tenía importancia. Sin embargo, al final nos separamos y vi cómo me ponía la otra mano sobre el pecho, sobre el corazón.

—Cómo resuena —murmuró.

Yo me dispuse a rodearla con mis brazos de nuevo, pero ella lo evitó extendiendo el antebrazo hacia mí.

—Hazlo —me pidió—. Líbrame de la inmundicia, de lo repugnante.

La tomé de la mano y me la llevé a mi estudio.

En la estancia hacía algo de frío, ya que no había ordenado que encendieran el fuego. Estaba a oscuras y, puesto que las jaulas en las que solía tener a los sujetos vivos para mis experimentos estaban vacías, reinaba también un silencio fuera de lo común. Me acerqué con la vela a la larga mesa y encendí las candelas. De repente, mi laboratorio cobró vida.

Katherine cruzó la puerta sin demasiada convicción y miró a su alrededor con la expresión de quien admira una maravilla impresionante.

—¿Qué es todo esto? —preguntó.

Volví atrás para cerrar la puerta y, tras tomarla de la mano de nuevo, la llevé hasta mi sanctasanctórum y le expliqué detenidamente el porqué de todo el equipo que allí tenía, lo que me llevó bastante tiempo. Katherine jamás había visto muchos de los objetos que yo daba por conocidos: no había contemplado nunca un alambique, del mismo modo que tampoco había imaginado jamás que la sal pudiera servir para algo fuera de una cocina. Le mostré con orgullo mi gran colección de esqueletos articulados y le describí los pasos del proceso que me había permitido obtener esos resultados. Retrocedió ante el cráneo humano que yo había traído de Londres y que, lleno de orgullo, había colocado encima de mi escritorio. No comprendí por qué la inquietaba tanto. Le expliqué que era la calavera de un ladrón extranjero que había sido ejecutado en su país de origen dieciocho años atrás y que me la habían dado para que pudiera examinar detenidamente los patrones de los huesos fusionados de la parte superior del cráneo. No le conté que también tenía un cráneo de niño para poder compararlo con el de un adulto pero que me había parecido demasiado delicado para arriesgarme a llevármelo de viaje y lo había dejado en Londres.

A continuación me preguntó por las jaulas y me pareció que mi respuesta le gustó tan poco como el cráneo del condenado, aunque no dijo nada y yo no sentí necesidad alguna de defender mis prácticas. En lugar de eso, le pedí que se tendiera en el sofá mientras sacaba la lanceta y el cuenco para realizar sangrías del armario que estaba junto a mi vitrina de especímenes, que es donde guardaba mis utensilios. Después de tantos minutos, no estaba seguro de que ella todavía estuviera dispuesta a permitir que yo me tomara aquella libertad, pero lo cierto es que hizo lo que le pedí. Me sorprendí pensando que se encontraba en una posición tan vulnerable que resultaría muy sencillo para mí aprovecharme de ella de otro modo y me descentré tanto que a punto estuve de cortarme con mi propia cuchilla. No obstante, en realidad ni me lo planteaba, por lo que relegué la imagen, junto con una docena más de ellas, a un rincón de mi mente. Con mis instrumentos en una mano y una candela encendida en la otra, me acerqué al sofá. Me arrodillé junto a Katherine y me esmeré en colocarle el codo sobre la depresión acanalada del borde del cuenco. Ella soltó un leve suspiro y cerró los ojos. Levanté la candela y busqué en la parte interior de su codo una vena adecuada. Esa tarea resultó ser menos sencilla de lo que había previsto, puesto que en esa parte del brazo Katherine tenía un gran número de cicatrices. A continuación practiqué una pequeña y rápida incisión de la que brotó una sangre oscura como el vino que se deslizó sobre la pálida epidermis y cayó en el cuenco hasta formar un pequeño charco en la blanca porcelana.

Cuando notó el tacto de la cuchilla, Katherine abrió los ojos de par en par y se miró fijamente el brazo llena de deseo. Mientras la sangre fluía por su piel, soltó un gemido sereno, a medio camino entre el dolor y la felicidad, y sonrió. Sus ojos grises se llenaron de lágrimas. Le puse una mano en la cabeza y le acaricié el pelo.

No la sangré durante mucho rato, puesto que no había ninguna necesidad médica para hacerlo y no me atreví a arriesgarme demasiado. Tras medio minuto más o menos, sellé la pequeña herida y guardé mis instrumentos, aunque dejé el cuenco donde ella pudiera seguir viéndolo, puesto que así me lo había pedido.

Katherine parecía tan inactiva que casi me preocupó que pudiera encontrarse mal. La expresión de su rostro, sin embargo, era tan encantadora que pensé que no debía de ser el caso. Me di cuenta de que estaba en paz, de que había conseguido llevarla hasta un estado no muy distinto al de alguien a quien le hubiera acallado los gritos, aunque jamás había sido testigo de un éxtasis similar en el rostro de Polly Smith ni de ninguna otra mujer, en realidad.

Entonces pensé en besarla de nuevo y lo hice. El tacto de sus labios fue fresco e inmóvil bajo los míos. A continuación me senté en el suelo junto a ella hasta que se sintió de nuevo preparada para incorporarse, le bajé la manga y me dio signos de ser ella misma de nuevo.

—Gracias —susurró.

—¿Por el beso?

—Burro. Ya sabes por qué.

—Dime cómo empezó —le pregunté.

—Estuve muy enferma —dijo—, el año pasado. El cirujano venía a casa cada día, estuve a punto de morir. Pero cuando me hube recuperado seguí sintiendo la necesidad de hacerlo.

Me incliné junto a ella, muy cerca, y tomé sus manos entre las mías. Su aliento me pareció un dulce néctar en contacto con mi rostro.

—Ahora —dije—, tienes que parar. Temo que te hagas daño de verdad, no tienes manera de saber dónde se debe cortar, a qué profundidad o cuánta sangre debes dejar que salga. Esta noche intentaste la operación con un tenedor.

—No puedo —dijo con la mirada gacha.

—Podrás. Hay otros métodos de purgar el alma y yo sé ejecutarlos a la perfección.

—Eso espero —dijo mientras su mirada recorría de nuevo el estudio—. Bloody Bones, eso es lo que eres. Eso es lo que eres, Tristan Hart: eres Bloody Bones, el que espera bajo la cama para asustar a los niños que no quieren dormir.

—¡Yo no soy ni Raw Head ni Bloody Bones! —exclamé.

—Es cierto, no eres Raw Head, pero sí eres Bloody Bones, el demonio que coge los tuétanos de los huesos de los muertos y los valora más que la vida.

—Extiende la mano —le dije.

—¿Por qué?

Agarré con firmeza su delgada muñeca y le retorcí la mano de manera que sus dedos abiertos quedaron estirados frente a mí. Acto seguido, antes de que tuviera ocasión de retirarla, le golpeé la palma de la mano con la mía tan fuerte como pude soportarlo yo mismo. Katherine chilló e intentó instintivamente cerrar los dedos y liberarse, pero no se lo permití y volví a golpearla del mismo modo seis o siete veces más. A mí la palma de la mano me dolía ya demasiado para continuar, pero ella lo comprendió perfectamente. Tenía los ojos muy abiertos, tanto por la conmoción como por el dolor, pero tras sus lágrimas pude distinguir una excitación maravillosa que me aceleró el corazón.

—Te lo repito —dije—. Esas sangrías que te infliges tú misma tienen que cesar. Igual que ese comportamiento que tanto daña a tu persona y a tu honor. ¿Estamos… —tragué saliva antes de continuar— de acuerdo?

Katherine me miró fijamente como si no acabara de comprender del todo lo que le había dicho.

—¿Qué quieres decir? —tartamudeó.

La miré a los ojos mientras me repetía la pregunta para mí mismo y llegué a la conclusión de que ni siquiera yo estaba completamente seguro de lo que había querido decir.

—Me refiero —susurré con lentitud— a que acudas a mí y me pidas ayuda.

Katherine enderezó la espalda, sentada en el sofá, y examinó mi rostro.

—¿Lo dices de buena fe? —me preguntó al fin—. ¿O estás intentando ponerme a prueba, o engañarme?

—No soy ese tipo de monstruo —respondí.

—Entonces lo intentaré —dijo—. Pero debemos mantener correspondencia o me volveré loca.

—A tu madre no le gustará que lo hagamos —dije.

—Mi madre —dijo Katherine en un tono despiadado— no presta ni un ápice de atención a lo que digo o hago desde que cumplí los ocho años. No le importará que reciba cartas.

—Entonces te escribiré —dije—. Pero no esperes que mis cartas sean frecuentes ni largas. Estaré en casa del señor Fielding, en Londres, y tengo que estudiar mucho.

—¡Estudiar! —exclamó con la mirada vuelta hacia el techo—. En cualquier caso no soy tan tonta como para esperar demasiado de las cartas de un hombre. No te preocupes, Bloody Bones. Me contentaré con lo poco que decidas darme.

—Mocosa… —dije—. Entonces te escribiré para darte lecciones, hay que poner freno a ese carácter que tienes. Al final temerás recibir mis cartas.

—¡Jamás! Pero si lo haces, eso nos salvará de Sophy, que no dudaría ni un momento en abrir mi correo. Y yo también te escribiré… pero ya verás, te sorprenderé.

Me incliné hacia delante y le besé suavemente la dorada coronilla.

Como Jacob a Raquel.