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Fue así como durante los cuatro años siguientes de mi vida los pasé estudiando. Robarle las manzanas del huerto al rector fue la gota que colmó el vaso de la paciencia de ese clérigo colérico tan firmemente decidido a salvar mi alma y, sobre todo, a alejarme en lo sucesivo de su propiedad. El sermón con el que se propuso convencer a mi padre de mi naturaleza demoníaca fue tan implacable que terminó por quebrar cualquier reserva que éste hubiera podido tener respecto a la idea de mandarme a la escuela. El rector Ravenscroft se aferró a esa oportunidad y le insistió a mi padre para que escribiera las cartas pertinentes. Sin embargo, mi padre recuperó parte de su dignidad y se mostró reacio a satisfacer la petición del rector, pues, al fin y al cabo, era el benefactor del eclesiástico. Alegando falta de tiempo y de ganas de ocuparse del asunto, requirió con cortesía al rector que él mismo se hiciera cargo de mi educación o, en su defecto, que encontrara a un tutor adecuado para mí. El rector, por su parte, quedó muy contrariado por ese nuevo e inesperado giro de los acontecimientos y se negó a tenerme en su aula. No obstante, acabó encontrando un tutor para mí y pocos días más tarde quedé sentenciado y confinado. En la planta baja de la casa, habilitaron un aula al lado de la biblioteca de mi padre, de manera que éste pudiera, al menos en teoría, seguir de cerca mis progresos, fruto de las horas que dedicaba a los libros cada día de la semana, entre cinco y siete, con la única excepción natural del sabbat. Yo me quejaba con amargura, pero la única persona que se compadecía de mí fue la anciana ama de llaves de mi padre, la señora Henderson, a la que cariñosamente llamaba señora H. Era la mujer que se había encargado de hacerme las veces de madre desde que se marchara la última de mis niñeras y, tal vez por eso, fue la única a la que no le pasó inadvertido mi desasosiego.
El aula, que había sido un salón de uso más bien escaso, era una estancia oscura, húmeda y mohosa, con grandes ventanales cubiertos con cortinas. La única comodidad era la chimenea que ardía cada día durante el invierno para conservar los libros. A menudo me distraía mirando por la ventana los campos de Shirelands, barridos por la lluvia o colmados por el sol, con las montañas calizas al fondo. Deseaba de todo corazón recuperar la libertad de pasear por los prados salpicados de flores, de escuchar los graznidos de las águilas ratoneras y sentir el viento adusto en los oídos. En otras ocasiones, pensaba en la posibilidad de escabullirme solo hasta la ribera.
Echaba mucho de menos a Nathaniel y al principio esto me hizo derramar muchas lágrimas, pero seguíamos viéndonos por la iglesia y se nos permitió escribirnos. Por sus escasas cartas me enteré de que él también compartía mi desdicha y de que ansiaba emanciparse de su padre, puesto que éste deseaba que él también aceptara los votos y siguiera sus pasos en la Iglesia. Incluso yo me daba cuenta de que la determinación de su padre iba por malos derroteros: era tan incapaz de imaginar a Nathaniel enfundado en una sotana como de aprender a tocar la siringa. Nathaniel ya se consideraba un hombre hecho y derecho, si bien todavía no era mayor de edad, por lo que no veía motivos suficientes para obedecer a su padre.
Hacia el verano del cuarenta y cuatro yo seguía siendo un niño, aunque había crecido y cambiado mucho. El mocoso rollizo que había sido años atrás había quedado casi olvidado. Por aquel entonces era más bien un joven desgarbado y huesudo, alto y anguloso, con las manos grandes y los dedos largos. Al rector Ravenscroft le habría costado afirmar que mi alma seguía vinculada al diablo, puesto que cumplía a rajatabla todas las prácticas religiosas. Lo que el rector no podía sospechar, sin embargo, era que mi alma pertenecía a un dios racional.
Seguir dando crédito al espantoso misterio de las Escrituras y de la vocación religiosa me parecía tan difícil como convertir el agua en vino. El mío era un dios creíble, un dios cuyos principios podían descubrirse y probarse, un dios comprensible para la razón humana. El mundo era una Biblia abierta y el reto consistía en aprender a leerla.
Recurrí a los filósofos: a Descartes, a Harvey, a Baglivi, a Hook. Empecé a comprender que el mundo estaba formado según los principios de número, peso y medida y me di cuenta con claridad de que esos conceptos podían aplicarse al funcionamiento del cuerpo humano. Fuera cual fuese la condición del alma que albergara, el cuerpo humano era una máquina expuesta a las lesiones, a la enfermedad y al deterioro, pero que también podía repararse.
Esos pensadores supusieron para mí un consuelo durante las oscuras horas que seguían a la iglesia, en las que mis sentidos se tambaleaban. Cuando muera mi padre y Shirelands Hall sea mío, pensaba, construiré un gran laboratorio en el ala este y pasaré en él todas las horas de vigilia dedicado a la experimentación. Más que en un mero cirujano, me convertiré en un gigante de la filosofía natural. Buscaré en los vínculos más profundos de la carne para descubrir el funcionamiento de la maquinaria que ésta contiene. Seré el profeta de un nuevo mundo en el que la lógica y la razón ocuparán el lugar que hasta el momento ha tenido la superstición. El sabor del electuario de la razón me parecía de lo más dulce y, a la vez, más efectivo que cualquier triaca. El conocimiento podía sanar cualquier enfermedad. Sería la salvación de mi mente, de mi alma. Quería estudiar todos los procesos de la vida, desde los más insignificantes hasta los más profundos; me propuse mesurar y circunscribir el mismísimo dolor.
No le conté a nadie cuál era mi ambición, puesto que nadie la habría entendido. A principios de otoño del cuarenta y cinco, cuando me acercaba a la edad de quince años, me asignaron otro tutor. A esa edad, había estado ya bajo la tutela de seis maestros que, sin excepción, habían llegado a la misma conclusión. «Es demasiado avispado», solían decirle a mi padre. «El latín y Euclides son demasiado simples para él. Con todo el respeto, señor Hart, debe ser un erudito de Oxford o de Londres quien se encargue de la educación de su hijo». Y en cada una de esas ocasiones, mi padre respondía con un suspiro antes de buscar a otro coadjutor o estudiante.
Sin embargo, esa vez contrató a un escocés protestante llamado Robert Simmins que había sido oficial del ejército antes de ejercer de maestro en la escuela de St Paul, puesto del que había sido despedido recientemente, al parecer, de forma precipitada. Yo sospechaba que el motivo debía de haber sido algún tipo de escándalo, seguramente relacionado con la bebida, pero jamás llegué a descubrirlo. Desde el primer momento me quedó claro que el coronel Simmins albergaba serios prejuicios contra mí. Imagino que tales prejuicios no se fundamentaban más que en la pereza intelectual de los mediocres que ven una amenaza en todo aquello, y en todo aquel, que sea considerado inteligente y, en lugar de esforzarse por comprenderlo, suelen reaccionar ante ello con desdén. En realidad no puede decirse que fuera mal hombre, sus defectos no eran más que debilidades tan comunes como ínfimas, más merecedoras de envidia que de desprecio. No obstante, la impaciencia que me caracterizaba a los quince años me llevó a despreciarlo, y ni siquiera me di cuenta de lo mucho que podría haber aprendido de un tutor que se había propuesto, por encima de todo, curarme de mi inteligencia.
Este tutor tenía un hijo llamado Isaac, que era bastante menor que yo. Para mi gran asombro e indignación, permitieron que Isaac recibiera su educación junto a mí, de manera que parecía una pulga sobre el lomo de un perro. Tenía once años y resultó ser un renacuajo de constitución liviana y aspecto afeminado, con el pelo castaño y enmarañado, los ojos grandes y marrones y unas cejas sorprendentemente gruesas y nerviosas. De inmediato sentí aversión por aquel chico, más que nada por su padre, aunque enseguida quedó claro que, lejos de tratarse de una antipatía recíproca, yo le caí muy bien al pequeño Simmins. Me di cuenta de que aceptaba de buen grado el papel de sirviente y de chivo expiatorio, tanto dentro como fuera del aula. Si su padre me ordenaba calcular una suma tediosa y absurda, le tocaba a su hijo resolverla. Si tenía que afanarme en una traducción de Tácito y en realidad me apetecía leer a Ovidio, le pedía que cometiera alguna travesura con el objetivo de airar al tutor y disimular así mi falta de atención. Además, se encargaba de llevarme los libros, sacarle brillo a mis zapatos e incluso accedía con gusto a ayudarme a vestirme. Esa devoción servil, que, de hecho, inspiró un afecto reacio en mi alma egoísta, fue en aumento en cuanto descubrí algo acerca del origen de Simmins. Su madre había sido la única sobrina de un baronet menor, de manera que su condición social podría haber sido parecida a la mía si su padre hubiera sido rico. Sin embargo, el mundo seguía girando a pesar de esas vicisitudes.
Un sábado, el día cuatro de diciembre del mil setecientos cuarenta y cinco, el pretendiente al trono Carlos Eduardo Estuardo, que llevaba meses causando problemas en el norte, se apoderó de Derby. La noticia, que se extendió enseguida por Collerton y no tardó en llegar a Shirelands durante la noche, llenó de temor a sus habitantes. A pesar de que la señora H. ordenó a los sirvientes que nos ocultaran la ansiedad que sentían y, sobre todo, el motivo que la causaba, cualquier intento fue en vano. Se instaló en ellos el convencimiento de que no pasarían muchas horas antes de que el Estuardo siguiera su andadura hacia el sur, en dirección a Londres. Teniendo en cuenta la ubicación rústica de Shirelands, si decidía ocupar antes Oxford, se aproximaría peligrosamente. El espectro de la guerra me aterrorizó mucho más de lo que lo había hecho el cuento de Raw Head y Bloody Bones en el pasado. Esa noche fui incapaz de pegar ojo.
A las cuatro y media de la mañana decidí dejar mis cavilaciones y salí de mi cámara mientras todos dormían y me dirigí sigilosamente a la del pequeño Isaac Simmins. Creía que él escucharía mis preocupaciones con oídos atentos y comprensivos, a pesar de lo temprano que era. Llamé varias veces a la puerta de Simmins, pero éste, puesto que no compartía la agonía que yo sufría, no respondió. Cuando intenté abrir con el picaporte me sorprendí al comprobar que la puerta estaba abierta, decidí entrar a hurtadillas y plantarme frente a la cama del chico.
En efecto, Isaac Simmins dormía profundamente. Tenía la boca abierta y llevaba un gorro de dormir blanco, demasiado grande para su joven cabeza. Lo llevaba tan calado que le cubría los ojos, las orejas y gran parte de la cara, como si de una capucha de horca se tratara.
—Simmins —susurré—. Isaac.
No se movió. Tendí una mano hacia él y retiré suavemente la tela que le cubría el rostro. En principio lo había hecho con la intención de despertarlo, pero enseguida me sentí incapaz de estropear la imagen tierna e idílica que ofrecía aquel chico durmiendo. Me aparté y contemplé a Simmins con orgullo, casi como si me perteneciera, como si estuviéramos en Roma y yo fuera un emperador que miraba fijamente a su esclavo favorito.
En ese momento se instaló en mi mente una idea inquietante cuya semilla consistía, sin duda, en esa horrible ansiedad que me había obligado a levantarme de la cama. Pensé en la posibilidad de que quien había entrado a hurtadillas en los aposentos de Simmins no hubiera sido yo, sino un desconocido. Uno de los rebeldes de Carlos Eduardo Estuardo, un espía, un asesino. Y supongamos, pensé, que fuera él y no yo quien estaba allí contemplando en silencio a aquel chico indefenso. ¿Acaso no podría inclinarse hacia él, como imaginaba estar haciendo yo mismo, y taparle la boca con una mano mientras con la otra le rodeaba la garganta y presionaba con fuerza y sin piedad hasta apagar por completo la llama vital de Simmins, sin que hubiera poder alguno en la tierra, ya fuera científico o de otro tipo, capaz de reavivarla?
Esa idea me aterrorizó, tanto por su esencia como por el hecho de que hubiera nacido de mi imaginación. Retrocedí con violencia para apartarme de Simmins, a pesar de no haber posado, en realidad, ni un solo dedo sobre su cuerpo, y salí rápidamente de su cámara para refugiarme en la mía, tras la puerta cerrada con llave. Una vez en mi habitación, me metí en la cama y me quedé allí el resto de la noche, encogido de miedo y empapado por un sudor frenético, con los sentidos convulsos ante cualquier susurro que pudiera presagiar el avance del enemigo, horrorizado ante la posibilidad de que mi fantasía se hiciera realidad.
El lunes por la mañana, después de pasar esa noche, el día siguiente y aún otra noche en ese estado de agitación temerosa, sentía un intenso dolor de cabeza y tenía la mirada nublada y oscurecida, como si el sol no hubiera salido para mí y hubiera decidido pasar la mañana vagando justo por debajo del horizonte. Me costó sobremanera concentrarme en las lecciones y tuve la sensación de que el tiempo pasaba muy lentamente.
El coronel Simmins empezó la mañana con las tablas de multiplicar, con las que yo solía demostrar una gran facilidad. Ese día, sin embargo, pasé verdaderos apuros y, por supuesto, eso despertó su ira.
—¿Es que esa cabeza no está dispuesta a estudiar hoy? —me preguntó airado—. ¿O acaso no es usted tan listo como nos ha hecho creer? ¡Tonto de capirote! ¡Vuelva a empezar con la tabla!
Y eso hice, aunque tampoco conseguí resolver la tarea con éxito.
—En verdad le digo, señor Hart, que difícilmente podría haberlo hecho peor —observó mi tutor con una satisfacción considerable.
—¡Pardiez! —protesté yo, herido en lo más hondo—. ¿Cómo puede esperarse que me concentre mientras siento cernirse sobre mí la amenaza de la guerra?
—Con buen criterio, se le prohibió escuchar las habladurías de los sirvientes —dijo el coronel Simmins con el gesto torcido. El tono gélido de su voz hizo que de repente un escalofrío recorriera mi cuerpo, si bien no comprendí por qué. Al fin y al cabo, mi tutor y yo jamás llegamos a congeniar lo más mínimo desde la desdichada hora en la que nos conocimos y no era nada habitual que se dirigiera a mí con tanta frialdad—. Si menciona de nuevo esas solemnes tonterías me veré obligado a darle unos buenos azotes.
Dicho esto, nos puso a su hijo y a mí a traducir un largo pasaje de Suetonio acerca de los doce césares, según dijo, para ver si de ese modo recuperaba mi inteligencia ausente, además de prohibirme mencionar cualquier otro tema durante el resto del día.
Así pues, permanecimos sentados hasta las cinco en punto, cuando una expresión extraña se apoderó del semblante de mi tutor que, sin mediar ningún tipo de explicación, abandonó el aula. Yo dejé la pluma de inmediato y me acerqué corriendo a la estrecha ventana para mirar hacia la oscuridad que reinaba fuera.
—¿Qué… qué hace, señor Hart? —me preguntó Simmins con timidez tras un momento en que no me moví ni dije nada.
—Estoy buscando a los escoceses —dije yo.
—Pero… —se atrevió a exclamar Simmins en tono de leve protesta—. El ejército de Carlos Eduardo Estuardo se encuentra a varias millas de aquí, señor. Además, si mi padre vuelve y no está ocupando usted su asiento se pondrá furioso.
—¿De veras crees —dije mientras me volvía para mirarlo fijamente— que me asusta la ira de tu padre? Los escoceses se acercan, eres un necio si crees que no llegarán esta misma noche. Y, cuando estén aquí, Simmins, los castigos de tu padre te parecerán ridículos en comparación. Y lo mismo digo sobre el que te proferiré yo si vuelves a cuestionarme. —Simmins bajó la cabeza—. Te hablo de la muerte, Isaac —dije con un suspiro—. No eres más que un mocoso. Ven para que pueda acariciarte la cabeza.
Simmins se levantó de la silla, se acercó con la cabeza gacha y se arrodilló a mis pies. Yo sonreí mientras recordaba, por el momento sin implicaciones siniestras, la bella imagen con la que me había obsequiado dos noches antes. Le puse una mano sobre la coronilla enmarañada y le revolví el pelo.
—Eres más dulce que un confite de ciruela —dije—. Esperemos que los rebeldes te perdonen la vida.
Lo dije a modo de broma, aunque con una cierta crueldad. Sin embargo, cuando las palabras salieron de mis labios, parecieron llenar el aire como una maldición. El terror se apoderó de mí de nuevo. ¿Realmente los escoceses le perdonarían la vida? ¿Me la perdonarían a mí? ¿Se acercaría un intruso hasta mi cama a hurtadillas y me taparía la boca con la palma de la mano? Sin apartar la mía de la cabeza de Simmins, desvié mi atención hacia el lúgubre nubarrón negro que se alzaba tras el cristal de la ventana. El enemigo estaba cerca, podía notar que reducían el cerco a nuestro alrededor, como si una soga me rodeara el cuello, cada vez más prieta. El tutor había sido militar, pensé. Sin duda debe de estar al corriente de la presencia del enemigo, ¿no? ¿Seguro que no estaba subestimando el peligro?
Un débil sonido resonó a lo lejos: un débil tamborileo.
Tambores, eran tambores.
De repente, noté que Simmins se apartaba de mí con un respingo. La puerta del aula se abrió y entró el tutor dando tumbos y apestando a vino de Oporto. Nada más verme junto a la ventana con las cortinas descorridas, aparentemente ocioso tras haber abandonado la traducción de Suetonio sobre la mesa, así como el tintero abierto, en el que se estaba secando la tinta, soltó un rugido furioso que de inmediato me hizo rememorar al rector.
—¡Ponte a trabajar, chico! —gritó mientras se me acercaba tambaleándose. Esquivé el brazo que alzó hacia mí, me senté de nuevo en mi lugar rápido como una centella y me quejé aduciendo que tan sólo había sido una breve pausa. El tutor, con el ceño fruncido y el cuerpo empapado en sudor bajo la gruesa casaca de sarga, cruzó el aula hasta donde me encontraba, puso sus grandes manos sobre mi traducción, se inclinó sobre el escritorio y acercó tanto su rostro al mío que no pude ver más que los minúsculos capilares rojos que palpitaban en sus globos oculares.
—Señor Hart, es usted una vergüenza —me espetó—. ¡Un vago, un gandul y un holgazán! ¿Cuánto tiempo lleva dedicado a este pasaje de Suetonio? ¡Aquí, el joven Isaac, con sólo once años, ya ha terminado! ¡Dudo que haya llegado siquiera a Calígula! ¡Esta noche no cenará! ¡Se quedará aquí sentado, trabajando!
De repente, el tamborileo se oyó mucho más fuerte. Me sobresalté y me volví instintivamente hacia el peligro que se cernía sobre nosotros, como un conejo al oír acercarse a los sabuesos.
—¿Qué? —gritó mi tutor—. ¿Tiene miedo, señor?
Agarrándome con rudeza por los hombros, me obligó a mirarlo cara a cara.
—No —protesté—. Es que…
El retumbar de tambores se volvió ensordecedor. Me sorprendió que el coronel actuara como si no los oyera. Fue entonces cuando me vino a la mente la idea de que tal vez sí pudiera oírlos, de que fuera precisamente ése el motivo por el que estaba gritando, se le acumulaban salpicaduras de saliva en la barbilla y el cuello de la camisa blanca de lino le presionaba la nuez. Tenía que esforzarse para hacerse oír por encima del ruido de los tambores.
—¡Ya están aquí! —grité.
—¿Qué le ocurre, señor? ¿Acaso no me ha oído?
—¡Los escoceses!
Por un momento, el tutor pareció bastante confundido. Enseguida apareció en su rostro una expresión que interpreté como maliciosa.
—Aquí no hay ningún rebelde, señor —dijo con los ojos entrecerrados.
Esa afirmación, que me pareció una mentira descarada, y el desprecio con el que me habló hicieron que se me revolvieran las tripas. De repente me di cuenta de que, siendo como era escocés, el coronel Robert Simmins tenía un buen motivo para no preocuparse por los tambores, incluso para desoírlos, a pesar de que retumbaban ya con tanta fuerza que las paredes a nuestro alrededor vibraban con cada golpe. ¿Qué prueba tenía yo, al fin y al cabo, de que él fuera leal a nuestro rey Jorge? Mi padre, que yo supiera, lo había contratado tras interrogarlo sólo de un modo superficial acerca de su historial. Debe de ser, pensé, un espía de Carlos Eduardo Estuardo. O algo mucho, mucho peor, a pesar de no saber exactamente lo que eso pudiera representar.
¿Por qué se había ausentado del aula? ¿Habría ido a abrir la puerta de entrada de Shirelands Hall?
El tutor regresó al escritorio y, horrorizado, comprobé que llevaba una vara de abedul en la mano. Con los labios temblorosos, dio dos pasos hacia mí.
—Levántese, señor Hart.
No me moví.
—¡Levántese!
De repente, y para mi absoluto asombro, cuando el coronel Simmins dio un paso más hacia mí, se encogió hasta convertirse en una miniatura, como un hombre visto a través del extremo equivocado de un telescopio. Su voz sonó como el chillido de una rata. Recordé a Nathaniel Ravenscroft llamando a los mochuelos desde el granero, cuando caía el sol, con las manos alrededor de la boca. De súbito, el hielo que se había formado en mis tripas se convirtió en agua.
Antes de darme cuenta, me puse de pie, crucé la estancia de un salto y agarré la vara blanca con la mano, sin que me costara ningún esfuerzo arrebatársela a su propietario.
—¡No! —grité.
Los tambores seguían retumbando en mis oídos con más fuerza que nunca.
Agité la vara en el aire para comprobar el silbido que emitía al restallarla y sonreí. Parecía el sonido de las alas de un mochuelo. Con ese salto repentino que había dado me libré de cualquier tipo de terror que me hubiera paralizado hasta entonces. La vara silbó una vez más mientras describía con ella un ocho en el aire y el infinito apareció frente a mis ojos. Mi tutor no era más que un ridículo homúnculo, un gnomo.
¡Es cosa de brujas!, pensé. ¡Brujería escocesa! Solté un bufido despectivo ante esa idea, como suelen hacer los campesinos para mantener alejado al diablo.
Quedé asombrado al comprobar que, al oír ese sonido, el gnomo empezó a alejarse, a retroceder poco a poco, como si tuviera miedo.
—¿Y ahora qué, sucio espía? —exclamé—. ¿Quién está asustado ahora, eh? ¡Te daré un buen mensaje para tu aspirante al trono!
Acto seguido, avancé hacia él con la vara en alto.
De repente, el pequeño Simmins se levantó de su silla y se interpuso entre mí y aquella criatura que no paraba de farfullar y que me pareció que intentaba encontrar el camino hacia la puerta.
—S… señor Hart, cálmese —dijo mientras posaba las suaves palmas de sus manos sobre mis mejillas para volver mi cabeza hacia sus ojos—. Por favor, c… cálmese, señor. Me s… separarán de usted.
—Querido Simmins —dije—. No dejaré que te haga daño.
Mi atención no se había desviado del gnomo durante más de un segundo, pero cuando intenté buscarlo con los ojos de nuevo me sorprendió comprobar que había recuperado su tamaño humano. Eso me complació, puesto que una pequeña parte de mí había considerado injusto atizar a una criatura tan débil e indefensa, por terrible que me pareciera lo que hubiera cometido. Ya no tenía reparos. Aparté al pequeño Simmins, aplasté la cara del tutor contra la pesada puerta y descargué la vara sobre su espalda. Un gruñido escapó de sus labios mientras sus torpes dedos forcejeaban con el pestillo.
Lo azoté con fuerza de nuevo, incluso una tercera vez. Sin embargo, algo que tal vez fuera compasión detuvo mi mano. Di un paso atrás mientras bajaba el brazo. El tutor siguió manoteando la puerta durante un minuto más, pero parecía atrancada, puesto que no consiguió abrirla. Al final, se volvió poco a poco hacia mí y me miró con una astucia amedrentada, como una rata amenazada.
—La vara —me pidió al fin, aunque sus ojos buscaban una escapatoria. Lo miré fijamente.
—No —dije, y me encogí de hombros.
—¡Tú! —chilló el tutor—, te has metido en un buen lío. Devuélveme la vara.
Di medio paso hacia delante moviendo la mano como si aceptara la reprimenda, aunque en realidad sólo lo hice para ver cómo reaccionaba. Al final, el tutor soltó un gañido y, encogiéndose de miedo, se cubrió la cabeza con las manos, con una expresión de terror en el rostro. La compasión me había detenido la mano, pero el desprecio volvió a enfurecerla.
—¡Eres escoria! —le espeté—. ¡No mereces mi compasión, rata inmunda! ¡Gnomo! ¡Espía!
Dejé caer la vara, salté sobre él y lo agarré por la garganta, aplastándolo contra la pared enyesada del aula.
—Animal —dije—. Recibirás tu propia medicina.
Eché atrás el puño y lo golpeé en la boca una, dos, no sé cuántas veces más. Cada vez me invadía más la calma, pero a pesar de todo no me detuve. No quería detenerme. Los tambores seguían retumbando en mis oídos.
Muchas semanas después de ese incidente, mucho después de que Carlos Eduardo Estuardo —que dicho sea de paso jamás llegó a avanzar más al sur de Derby— se hubiera batido en retirada, me explicaron que ese episodio violento había sido el resultado de la dolencia que se había apoderado de mi cuerpo. Lo que no acerté a saber fue de qué enfermedad se trataba. Sin embargo, el médico de mi padre, que todavía poseía una mente medieval, diagnosticó que había sufrido un exceso de humores coléricos y melancólicos. Me prescribió un tratamiento de reposo absoluto con frecuentes sangrías y una dieta muy minuciosa que supuestamente equilibraría mis flujos. Se me obligó, además, a rechazar cualquier cosa que pudiera estimular la producción de bilis amarilla o negra, así como para asegurar que la flema no tomara demasiada preeminencia.
Cuando la señora H. y el lacayo consiguieron al fin apartarme de mi tutor, ya le había dejado los ojos morados y la nariz seriamente ensangrentada. A raíz de eso abandonó su cargo con una compensación en oro que superaba con creces su peso, mientras que mi padre había perdido ya tanto la paciencia como la confianza que había depositado en la idea de que yo pudiera recibir una tutoría satisfactoria, por lo que no llegó ningún sustituto. Me pareció de maravilla recuperar la libertad de ese modo y estoy seguro de que eso contribuyó a equilibrar mis humores. Durante un tiempo eché de menos al joven Isaac Simmins, quien se había convertido en un consuelo para mí en una medida mucho mayor de lo que yo hubiera estado dispuesto a admitir, aunque tampoco eso tardó en quedar atrás. El tamborileo, que al parecer había sido una especie de alucinación que había tomado forma dentro de mi cabeza, no tardó en desaparecer. Hacia el año nuevo, que por aquellos tiempos se celebraba a finales de marzo, ya me encontraba del todo recuperado. En mayo volví a la iglesia y en julio, para mi inmensa sorpresa, volví a ser bienvenido por la rectoría. Tal vez por eso fue inevitable que en el mes de agosto de mil setecientos cuarenta y seis volviera a deambular por el campo junto a Nathaniel Ravenscroft.