21
Al final me despertó del coma el sonido de algún campanario de Southwark que resonó en el agua. Una pequeña rata parda que se había encaramado con satisfacción a mi zapato derecho huyó corriendo con un chillido escandaloso, lejos de mí. Le grité que me esperara y me puse de pie, no sin dificultades. Miré a mi alrededor, sorprendido por la oscuridad que me envolvía y de repente recordé que tenía que encontrarme con Erasmus Glass y el teniente Simmins en el Shakespeare. Tenía los bombachos bastante mojados tras haber pasado mucho rato sentado en el húmedo embarcadero y pensé que mi aspecto debía de ser tan sucio como el de un barquero tras haber trabajado toda la tarde en el muelle. Además, de algún modo mi casaca había quedado cubierta de repugnantes telarañas. Los puños de encaje de mi camisa apestaban a vómito. De buena gana habría escapado de mí mismo.
La rata no había parado de correr. Ella sí había escapado de mí en cuanto se había dado cuenta de quién era yo. Había escapado de mí como lo hacía toda criatura salvaje dotada de un mínimo de inteligencia. Sólo un héroe o un necio se sometería alegremente a una vivisección, a la muerte, a Bloody Bones.
—Lo siento mucho —exclamé. No tuve la impresión de que me hubiera oído. Me di la vuelta y me alejé a toda prisa del oscuro Támesis en dirección a Covent Garden. ¿Por qué, me pregunté, Viviane no me había ordenado saltar al agua?
Cuando llegué al Shakespeare, descubrí avergonzado que no llevaba dinero, puesto que no encontraba el monedero en el bolsillo de la chaqueta. De repente pensé que tal vez me habían robado mientras había estado sentado en el embarcadero, pero no había visto a nadie aparte de la rata y sin duda alguna el embarcadero habría cedido bajo el peso de dos personas. Sentí que mi rostro empalideció de golpe. El ladrón podría haber sido un duende o cualquier otro vástago de la malvada raza de los trasgos. De inmediato me llevé la mano al chaleco, pero para mi gran alivio el dibujo de Mary seguía en el bolsillo, así como la carta que quería mandarle a Katherine.
¿Cómo podía ser que no hubiera llegado a enviarla?
¡Gracias a Dios, pensé, Viviane no ha deseado mi muerte! Si me hubiera ordenado que saltara, habría perdido a mi Katherine y ella me habría perdido a mí para siempre jamás. Daba igual cuál hubiera sido mi transgresión y el castigo que mereciera por ella, ¿cómo podría haber estado dispuesto a abandonar a Katherine? Sentí el frío en el estómago con sólo pensar en ello y las piernas y los brazos empezaron a temblarme. Con el temor renovado a caer desplomado en cualquier momento, me abrí paso entre la muchedumbre y me senté junto al fuego. Las lágrimas me escocían en los ojos.
Y es que estoy seguro, pensé, de que Katherine no me ha rechazado. No entendía su respuesta como un verdadero rechazo.
La taberna estaba abarrotada y entre el gentío no conseguí distinguir ni a Simmins ni a Erasmus. Tragué saliva y de repente me di cuenta de lo seca que tenía la garganta. Me subí al asiento de la silla para poder ver mejor por encima de las cabezas de la multitud. Desde esa atalaya me sentía como un dios, como un milano real a punto de sumergirse en un campo dorado en el mes de agosto. Muy por debajo de mí, la taberna bullía como un nido de víboras. ¿Acaso son, pensé, todos subalternos de Viviane?
Allí no me sentía amenazado por ninguna gitana, ni por Raw Head, ni por el caballero trasgo. Le arrancaría la cabeza a mordiscos. Viviane había tenido la ocasión de acabar conmigo y no la había aprovechado. No pensaba darle otra oportunidad.
Los protegería a todos: a mi gente, a mi tierra, a mi hogar, a mis sauces, a mi hermana, a Simmins y a Erasmus, a mi bebé murciélago, pero sobre todo a mi amada Katherine. Los envolvería con mis alas y los protegería. Ni Viviane, ni los trasgos, ni nadie más se atrevería a hacernos daño alguno.
De repente, entre la multitud apiñada distinguí la figura de Erasmus abriéndose paso entre la muchedumbre con una mano extendida. Bajé de mi Olimpo de un salto y lancé mis brazos alrededor de su cuello. Me alegré tanto de verlo que lo besé varias veces en ambas mejillas.
—¡Erasmus! —exclamé—. ¡Querido amigo! Pero ¿dónde está Isaac?
—¿Isaac? —preguntó Erasmus.
—Discúlpame —dije—, tengo vómito en las mangas. ¿Dónde está Isaac? Tengo miedo de que Viviane intente arrebatárnoslo.
—Tranquilo, Tristan —dijo Erasmus mientras me daba unas palmadas en el hombro—. Si te refieres al teniente Simmins, está aquí. Hay unos cuantos casacas rojas en la taberna y no me ha costado distinguirlo entre ellos. Siéntate, hombre. No sé a qué viene tanta inquietud.
—Tienes razón —convine—. Soy el milano que reduce al malhechor con un solo ataque mortal —me reí en voz alta y le di unas firmes palmadas entre las escápulas mientras lo besaba una vez más. A continuación me senté de nuevo y Erasmus ocupó también su asiento al otro lado de la mesa.
—¿Dónde está Isaac? —pregunté.
Por toda respuesta, Erasmus se limitó a señalarme el gentío, del que, tras unos segundos de confusión, surgió el teniente Simmins.
—¡Simmins! —grité mientras me ponía de pie—. ¡Venga, rápido! Nos libraremos de esta maldición si permanecemos juntos.
—Tristan —dijo Erasmus con voz tranquila—. Escúchame. Debes volver cuanto antes a casa. Llevamos todo el día buscándote.
—Habéis hablado con el doctor Oliver —dije—. No os fieis de lo que os haya podido decir. Lo que quiere es encerrarme para experimentar conmigo en St Luke.
—Querido amigo —dijo Erasmus con la voz teñida de tristeza—. Ése no es el motivo. Tu cuñado está en casa del doctor Fielding.
—¿Por qué? —dije—. ¿Qué ha ocurrido? Ella no se habrá cobrado venganza haciéndole daño a Jane, ¿verdad? ¡Le dije que estaba dispuesto a sufrir el castigo personalmente!
—¡Dios mío, no, Tristan! No —Erasmus se acercó a mi lado de la mesa y me puso las manos en los hombros para, con delicadeza, obligarme a que me sentara de nuevo—. Te reclaman urgentemente en Shirelands, Tristan.
—Yo no puedo ir a Shirelands y no pienso hacerlo —dije—. Mi tía y sus planes pueden irse al diablo. Mañana mismo partiré hacia Dorset para casarme con Katherine. Se lo he propuesto y ella ha aceptado.
Viviane, lo que había sucedido bajo los espinos tras la noche de brujas, todo había sido culpa mía.
—Señ… señor Hart —intervino Simmins—. El r… regimiento se t… traslada a Weymouth dentro de un… una… semana. Si lo desea, puedo llevarle una carta a la señorita Montague, incluso p… pasar a visitarla para explicarle la situación. Estoy seguro de que la dama no s… se molestará por lo que sin duda no será más que un breve retraso, teniendo en cuenta las circunstancias apremiantes de la situación.
—¡Al diablo las circunstancias! —grité. Acto seguido, le dediqué una sonrisa a Simmins, que retrocedió de un respingo—. En verdad —dije—, eres mi ángel de la guarda, Isaac. Hoy no le he podido mandar una carta importantísima a la señorita Montague, porque Viviane me ha asaltado en la oficina de correos. Pero tú te encargarás de llevársela.
Busqué en el bolsillo de mi chaleco la carta que había escrito y no había podido mandar, saqué varias páginas dobladas y las dejé en la mano cálida de Simmins.
—La dirección está escrita —dije—. Cabalga veloz y no vayas a equivocarte de camino. La señorita Montague debe recibir esta carta a toda costa.
Simmins desplegó los papeles.
—Tu padre está enfermo, Tristan —dijo Erasmus.
—Esto de aquí… no es una carta —dijo Simmins.
A continuación, tuve la impresión de que experimentaba algún tipo de transformación misteriosa. Realmente vi cómo parpadeaba una y otra vez, como lo haría alguien recién despertado de un hechizo.
—¡Dios mío, Hart! Yo… he… ¡he visto a esta criatura!
—¿Qué? —le arrebaté el dibujo de Mary y volví a metérmelo de cualquier manera en el bolsillo antes de que algún trasgo pudiera verme con él. Los dedos me escocían como si hubiera agarrado una espina.
—¡De verdad, lo he visto! ¡He visto una n… niña como ésa! —dijo Simmins—. Fue ese domingo, cuando nos vimos, señor Hart, en la posada del Dragón y llegué tarde. Ahora me ac… acuerdo. Una tribu entera de gitanos había bloqueado la ruta en Tyburn… habían ahorcado a uno de los suyos el s… sábado y estaban sedientos de sangre. No querían que el c… cadáver acabara en una clase de anatomía. Disparamos muchos m… mosquetes y todo estaba ll… lleno de humo y ellos, furiosos. De repente, la chiquilla apareció corriendo hacia mí en medio de todo el meollo. La cogí en brazos, temía que la arrollaran. ¿Cómo podría olvidarla? Apenas pesaba, era c… como una mariposa. Y bajo la pequeña capa que llevaba puesta vi que t… ¡tenía alas!
Parecía como si Simmins no pudiera parar. Las palabras brotaban de su boca a borbotones.
—Luego apareció ese hombre. Salió de entre el fuego, era un mendigo pícaro, como todos ellos, pero con el pelo largo y plateado como el mercurio. Y unos ojos muy extraños. Verdes como s… serpientes, ¡y con una mirada terrible!
Me ardía la sangre.
—¡Nathaniel! —susurré.
—¿Señor Hart? —intervino Simmins—. Lo… lo siento, s… señor, ha sido usted quien me ha puesto el papel en las manos. No pretendía tocarlo.
Me miraba con una expresión extraña, temerosa, y de inmediato me di cuenta de que existía la posibilidad de que no recordara ni comprendiera lo que me había contado.
—¡Era Nathaniel! —exclamé mientras me ponía de pie de nuevo—. ¿Dónde lo vio? ¡Lléveme hasta allí!
Erasmus se inclinó hacia un lado y, negando con la cabeza y sotto voce, le dijo a Simmins:
—¿El doctor Oliver no nos advirtió de que no debía alterarse?
—¡El doctor Oliver! —exclamé—. ¿Qué? ¿Pensabas traicionarme?
Era una trampa. Una trampa urdida por mi tía y por el doctor Oliver. Simmins, sin quererlo, había accionado el resorte y ésta se había cerrado sobre él y sobre Erasmus. Un horror amarillento, antiguo y sucio, se despertó en lo más hondo de mi espinazo.
—¡No! —dijo Erasmus—. No, Tristan, te lo ruego, ¡escúchame!
No tenía tiempo de escuchar a nadie. Tenía que acudir a Dorset cuanto antes. Y Nathaniel Ravenscroft estaba en algún lugar cerca de la ciudad, mi murciélago estaba bajo su custodia y allí estaba Erasmus —mi Erasmus—, conspirando con el doctor Oliver y con mi padre para alejarme de él. El pequeño Simmins se levantó con intención de marcharse.
—No, no —dije. Estaba seguro de que los gitanos le robarían la carta—. Tú, al menos, eres inocente.
Mis dedos rodearon su brazo y lo arrastré bruscamente hasta que pude ponerlo detrás de mí, fuera de peligro. Mi silla cayó al suelo y oí cómo se partía sobre las tablas del suelo. Acto seguido, me di la vuelta para encargarme de Erasmus.
—Bueno, ¿qué? —grité—. Te gustaría verme detenido y condenado, ¿verdad? ¡A ti, que te he querido como a un hermano!
Con la mano derecha tumbé la mesa para apartarla de mi camino. Levanté el puño izquierdo y salté sobre Erasmus.
Durante un segundo no pude ver más que la expresión de los ojos de Erasmus, una mezcla de horror y pesar. Luego, una gran frente, fea y peluda como la de un toro, que se abalanzaba sobre mí a una velocidad asombrosa. Unas manos toscas me agarraron por los hombros. Creo que mi cabeza dio con un muro y que se me pusieron los ojos en blanco antes de caer de rodillas.
En cuestión de segundos, antes de que tuviera la ocasión de contraatacar, me obligaron a levantarme. Noté un súbito dolor en las muñecas cuando entraron en contacto con el hierro frío. Una voz discordante que me pareció conocida le gritaba a la muchedumbre: «¡Dejen paso, señores… ocúpense de sus asuntos!» y antes de poder recuperar la visión me encontré saliendo a la fuerza por la puerta de la taberna.
Mis pulmones se llenaron al instante de aire frío. Estaba consciente y empecé a resistirme con violencia, chillándole a cualquiera que pudiera oírme que fuera a buscar a los agentes. Mi secuestrador soltó una maldición cuando le propiné un puntapié en la espinilla y dejó de agarrarme con tanta fuerza. Le golpeé rápidamente la nariz con la parte posterior de la cabeza y me eché hacia delante para escapar, pero era demasiado fuerte y sabía pelear. Nos caímos dentro de la alcantarilla y mi cuerpo quedó debajo del suyo. Abrir la boca para chillar de nuevo sólo me habría servido para que se me llenara de la suciedad que me rodeaba. Contuve el aliento y forcejeé con todas mis fuerzas para intentar librarme del peso cruel que me oprimía la columna y los hombros.
—Dios, es tan fuerte como el diablo —jadeó mi atacante.
Sentí una satisfacción que no duró más que una fracción de segundo al pensar que lo estaba pasando tan mal como yo, pero fue una sensación tan fugaz como un respiro. Y yo no podía respirar.
La vehemencia del terror que sentía me dio fuerzas. No tenía intención de morir ahogado en la mierda. A pesar de tener las manos atadas a la espalda, levanté la cabeza para apartarla del lodo y, con un fuerte tirón, conseguí librarme del monstruo que tenía sobre la espalda.
Me puse de pie y me di cuenta con claridad de lo que suponía ese ataque: era el asesinato que temía que hubiera sufrido Nathaniel. Los gitanos lo adoraban, le habrían perdonado cualquier cosa, pero a mí no. No, a mí no. Viviane no había saldado cuentas conmigo todavía.
El instinto me decía que tenía que echarme a correr. Sin embargo, tenía claro que aquel bruto me perseguiría si lo hacía. Sólo tenía una opción. Tengo las manos encadenadas, pensé, pero todavía me quedan los dientes. Le arrancaré la garganta.
En lo más profundo de mi cerebro, habían empezado a sonar los tambores.
Apreté los dientes, di media vuelta y salté.
El bruto tenía la cara ensangrentada, era enorme y estaba preparado para recibir mi ataque. Un fuerte y pesado puñetazo me golpeó el lado izquierdo de la mandíbula con tanto ímpetu que me mandó rodando de lado contra el muro de piedra del Shakespeare. La boca se me llenó de sangre.
—Muy bien, señor Hart —dijo una voz. Por un momento casi me pareció que era la de Saunders Welch—. Tendrá que venir conmigo. El señor Fielding y el doctor Oliver están ansiosos por hablar con usted.
La voz llegó hasta mis oídos débilmente, como si no fuera más que el eco de un sonido lejano. Noté algo duro e inesperado con la lengua, como una piedrecita nadando en un mar de sangre. Escupí el objeto y éste quedó sobre mi rodilla, pequeño e inusitadamente blanco sobre la mugrienta tela. Era uno de mis colmillos. Mientras lo contemplaba, tuve la impresión de que titilaba.
Empecé a oír los tambores con más fuerza. Retumbaban dentro de mi cuerpo de forma constante, incesante, hasta que no pude oír nada más. El hígado y el cerebro empezaron a temblarme. Intenté ponerme de pie, pero la cabeza seguía dándome vueltas. Era incapaz de controlar mis extremidades.
El pánico me consumía. No era ese tipo de pánico que podría haberles dado fuerzas a mis piernas para saltar o a mi boca para chillar, sino una grave y desesperante agonía que envolvía mis brazos a la altura de la cintura y me mecía lentamente adelante y atrás, adelante y atrás, mientras el monstruo que parecía haber adoptado la voz y el aspecto de Saunders Welch dio un paso adelante para ejecutar su golpe mortal.
—¡Ayúdame, Dios mío! —exclamé—. ¡Que Dios nos proteja! Tanto a mi niña como a mi murciélaga. No conseguirás matarme, Raw Head. No moriré.
De repente noté que me agarraban con más violencia y me obligaban a andar y, aunque me hubiera gustado resistirme, no tuve fuerzas para hacerlo. Había perdido la capacidad de luchar. Mi única esperanza era el Todopoderoso, si es que no me había dado la espalda ya por considerarme indigno.
Un rato más tarde me di cuenta, para mi gran sorpresa, de que me habían llevado a Bow Street y de que estaba sentado, con las manos y los pies atados, en el pesado sillón de madera del salón del piso de abajo que los señores Fielding utilizaban para atender causas.
Poco a poco, empecé a percibir el murmullo de numerosas y distintas voces que conversaban a mi alrededor.
—¡No! —dijo la voz de Erasmus, o lo que me pareció la voz de Erasmus, aunque me sonó algo cascada y crispada—. Exijo que el señor Welch se marche de aquí. Ha tratado extremadamente mal al señor Hart y no permitiré que vuelva a infligirle ese tipo de trato. El señor Hart no es un delincuente, sino un caballero y un genio.
—Un caballero y un genio, señor Glass —fue la hostil respuesta—, ¡que ha estado a punto de arrancarle la cabeza!
—Señor Glass —intervino la voz de Henry Fielding—, más tarde me encargaré de reprender al señor Welch. Sin embargo, al doctor Oliver le costará menos atender al señor Hart si no se siente en peligro de muerte mientras lo hace.
—Con el debido respeto, señor —replicó Erasmus—. No tengo la sensación de que el señor Hart suponga en este momento la más mínima amenaza para nadie. Está casi inconsciente.
Abrí un poco los ojos. A la luz titilante de las velas, distinguí con claridad la figura menuda de Erasmus Glass en actitud desafiante entre mi persona y la masa inmensa que era el jefe de policía de Holborn. Detrás del señor Welch, recortados contra la oscuridad de la entrada, estaban el señor Henry Fielding y el doctor Oliver.
—Erasmus —dije. Mi voz no era más que una fútil imitación de sí misma.
Erasmus se volvió hacia mí con sentimientos encontrados en el rostro: ira, esperanza y también temor, por lo que pude captar al verlo.
—No dejes que se me lleven —dije.
—Tranquilo, no lo harán —dijo Erasmus.
—Tristan —dijo el señor Fielding en un tono que pareció sacudir las vigas de la casa—. Nadie se te llevará a ninguna parte sin tu consentimiento. Tienes mi palabra como magistrado, y el doctor Oliver y el señor Glass son testigos de ello. Estás alterado, has enfermado y tendrás que permitir que el doctor Oliver te administre un tratamiento o tendremos que hacerlo por la fuerza.
—¡No estoy loco! —bramé mientras intentaba forzar mis ataduras a pesar del dolor que eso me causaba.
—Quieto, Tristan —dijo Erasmus, agachado frente a mí con una rodilla hincada en el suelo, como un cortesano—. Creemos de verdad que no lo estás. Son sólo tus nervios, que han estado sometidos a una presión excesiva. Has estado estudiando con demasiado tesón. Lo único que quiere el doctor Oliver es que tomes una pócima calmante y te acuestes.
—¿Por qué me has traicionado, Judas? —dije.
—No te he traicionado —respondió Erasmus. Para mi gran sorpresa, tenía los ojos llenos de lágrimas—. No sabía que el señor Welch se vería envuelto en todo esto.
—Entonces hablaste con el doctor Oliver —dije.
—Sí, lo hice. Es cierto. Me contó que estaba preocupado por tu salud. Y yo también comparto esa preocupación, Tristan. Pero ni yo, ni él, ni el señor Fielding creemos que estés loco.
Me fijé en la expresión del rostro de Erasmus. Me di cuenta de que estaba diciendo la verdad, o al menos de que estaba siendo sincero. Lo que equivalía a decir que daba credibilidad a mi afirmación acerca de mi cordura y que creía que los demás también. Si acertaba o se equivocaba al creerlo, eso no habría sabido decirlo, aunque dudaba mucho de que tuviera razón. El doctor Oliver no lo habría utilizado como anzuelo si me hubiera creído susceptible de aceptar argumentos racionales.
—En eso te equivocas —dije—, puesto que al doctor le gustaría encerrarme. No sé por qué, tal vez tenga algo que ver con Lady B., pero juro ante Dios que no pretendía insultarla. Luché contra la pasión, pero no desaparecía. No, el mal siempre está presente, siempre. No pude contenerlo. Y lo intenté.
—Señor Glass —dijo la voz del doctor Oliver—, no le hace ningún favor al señor Hart que oculte usted los hechos. Creo que sería mejor que estuviera en St Luke, puesto que allí podría ocuparme de su caso —dijo, dirigiéndose a mí—. Si la pregunta es si esa demencia es incurable, no sabría decirlo. Ruego por que no sea así, puesto que, tal como su amigo afirma, es usted un joven brillante y sería una pérdida muy trágica para nuestra profesión, así como para su familia.
—No pienso ir —dije.
—Teniendo en cuenta su estado, señor, no puede quedarse aquí —dijo el doctor Oliver—. No podemos esperar que la señora Fielding cuide de otro inválido, con el debido respeto, Henry. Y no veo cómo los Barnaby podrían cuidar de usted, dadas las circunstancias actuales.
—¡No soy ningún inválido! —dije—. ¡No necesito que nadie cuide de mí! No pienso ir. Por Dios, no intente llevárseme.
El doctor Oliver negó con la cabeza.
Me di la vuelta, desesperado, hacia Erasmus.
—Ayúdame —le pedí.
—Lo haré —respondió Erasmus—. No te dejaré. Me quedaré a tu lado tanto tiempo como me necesites.
Para ser justos con el doctor Oliver, debo reconocer que St Luke no era un manicomio comparable de ningún modo al de Bethlem, que era horrendo. La filosofía de la institución, que yo había tenido la ocasión de visitar en plenas facultades mentales, era que la demencia era una enfermedad curable, como cualquier otra. Las prácticas que se llevaban a cabo allí estaban concebidas para la restauración de la cordura en las mentes que la hubieran perdido temporalmente. Pero esa noche, magullado como me encontraba a raíz de mi pelea con Saunders Welch, y atrapado como me sentía en mi propia pesadilla, no era capaz de comprenderlo.
Cuando Erasmus al fin consiguió convencerme de que debía aceptar la recomendación del doctor, me desataron de la silla y me llevaron con mucha más delicadeza que antes al salón en el que me esperaba James Barnaby.
Al verme entrar, se levantó de un salto del asiento en el que estaba sentado y se colocó en medio del sofá que estaba en el extremo opuesto de la sala. No tuve fuerzas para perseguirlo, incluso si hubiera querido hacerlo. Sin embargo, a pesar de mi estado, en cierto modo patético, su más que evidente terror no dejó de parecerme divertido. Sí, pensé, tú estás cuerdo, hipócrita, aunque no dije nada. Erasmus me ayudó a sentarme en un sillón y a continuación se volvió para enfrentarse a él.
—Señor Barnaby —dijo—, se ha sugerido que su cuñado ingrese en un hospital mientras dure su indisposición. Me he opuesto y seguiré oponiéndome a este procedimiento porque no dudo que empeorará el estado del señor Hart. Sin embargo, la decisión depende de usted. Debido a la incapacidad del padre del señor Hart, usted es el siguiente familiar más cercano. ¿Qué piensa hacer?
—¡Dios! —exclamó Barnaby con la voz algo quebrada—. Si deben llevarse al señor Hart a un hospital, por el amor de Dios, que así sea.
—No obstante, debe tener en cuenta —replicó Erasmus, veloz como el rayo— la vergüenza que eso supone.
Ese golpe acertó de lleno en el punto débil de Barnaby. No podría soportar la idea del ridículo público, y el fantasma acechante que supondría que los vecinos descubrieran que Jane, que estaba encinta, tenía un hermano demente le hizo temblar de miedo. Dicen que la locura es un mal que viene de familia.
—¡Quia! —exclamó—. ¡Entonces que se quede donde está!
El señor Henry Fielding, que me había seguido hasta la sala, puntualizó entonces en un tono de lo más cortante que si no ingresaba en el hospital debía regresar a Shirelands de inmediato. Barnaby empalideció al oír la propuesta y exclamó que no podía permitirlo, que temía que yo lo asesinara durante el trayecto, y preguntó si no podría encontrarse otra solución.
—Por supuesto que sí, señor Barnaby —respondió el señor Fielding con dureza—. ¿Acaso ignora sus responsabilidades familiares? ¡Es su hermano, señor!
—Puesto que le he prometido solemnemente a Tristan que no lo abandonaría —interrumpió Erasmus—, propongo acompañarlo yo a Shirelands y cuidar de él personalmente hasta que se haya recuperado del todo.
—¿Y quién pagará sus servicios, señor Glass? —preguntó Barnaby con desesperación.
—¡Dios mío! —exclamó de nuevo el señor Fielding—. ¡Me sorprende usted, señor!
—Lo haría simplemente a cambio de la comida y el alojamiento —le espetó Erasmus—. El señor Hart es un buen hombre y es amigo mío.
Esa oferta al parecer consiguió aplacar al señor Barnaby, puesto que empezó a hablar con cautela de mi regreso a Shirelands bajo la supervisión de Erasmus. Como seguía expresando ciertas reservas respecto a los gastos, al final se sugirió que la manutención de Erasmus fuera a cuenta de mi padre. A menos, claro está, que mi padre muriera, en cuyo caso recaería sobre mí. Ante esa propuesta final, Barnaby accedió encantado.
Poco después me quedé dormido y no sé lo que ocurrió a continuación. Sin embargo, por la mañana Erasmus me explicó que nos marchábamos de inmediato a Berkshire y que tardaríamos en regresar.
—Tu padre ha sufrido un repentino derrame cerebral —dijo—. Ha perdido el habla, así como la sensibilidad en el lado derecho del cuerpo. Tu familia te necesita, Tristan. Hemos acordado que yo te acompañaré para ayudarte en lo que pueda, ya que el caso supera con mucho las capacidades del médico local.
Me había calmado mucho gracias al sueño inducido por el láudano, así como por la pócima que Erasmus me había hecho tomar antes de desayunar, de manera que a pesar de saber cómo había transcurrido la conversación con Barnaby la noche anterior, no se me ocurrió preguntar a Erasmus por qué se había ofrecido para atender a mi padre. Me pareció especialmente apropiado que lo hiciera. Le sugerí que nos encargáramos juntos del caso.
—Eso haremos —dijo Erasmus—. Pero debes recordar que si regresas a casa, en primer lugar, es para descansar. —Me animó a tomar otro brebaje más para aplacar mis nervios y, a continuación, antes de que pudiera darme cuenta nos habíamos despedido de Mary y de los hermanos Fielding y partíamos juntos en el carruaje del señor Fielding.
No recuerdo gran cosa de lo que ocurrió durante el viaje. Unos kilómetros, supongo, después de haber salido de Londres, recuerdo haberme dado cuenta de que Erasmus me había quitado los grilletes que me habían estado asiendo las muñecas y los tobillos y de que nos habíamos detenido para comer algo rápido en una taberna al borde del camino. No percibí gran cosa de la comida o del lugar.
Ya en Shirelands Hall, fui a ver a mi padre enseguida. Estaba tendido, desvalido en la media penumbra de su habitación, una estancia en la que no había vuelto a entrar desde mi infancia. La señora H. estaba con él, dándole cucharadas de un cuenco de porcelana lleno de sopa. Aquella visión tan extraña me recordó a Mary con mi murciélaga y me encogió el estómago. Después de eso no volví a acercarme a él. Guardaba el dibujo de la murciélaga en el bolsillo de mi chaleco, cerca del corazón, y sólo lo movía de lugar cuando me cambiaba de ropa. Nadie llegó a verlo.