18

Regresé a Londres a la mañana siguiente. Me alegré de llegar de nuevo a la vieja capital, por mugrienta y asquerosa que pudiera parecerme, de manera que cuando las grises torres de Westminster empezaron a aparecer ante mis ojos, recortadas contra el cielo azul, mi corazón dio un brinco de alegría. A pesar de lo mucho que me dolía el trasero después del trayecto desde Shirelands, durante el que me acompañó el lacayo James, llegué muy animado. Había tenido el placer de contemplar la campiña que se extendía entre Berkshire y Londres como si de un mantel verde se tratara, bordado con un gran número de bosquecillos y granjas. Por todos los condados, los setos de plantación reciente habían proliferado como flores en primavera. James y yo, para pasar el tiempo, jugamos a los naipes.

Empecé a sacar mis cosas del arcón de viaje, entre ellas el cráneo del convicto, y, mientras pensaba en el posible volumen del cerebro que había albergado, Liza me interrumpió para entregarme una carta que acababa de llegar para mí desde Berkshire. Esa sorpresa me distrajo totalmente de mis cavilaciones quirúrgicas. En primera instancia sólo pude imaginar que fuera de Jane y no veía ningún motivo por el que hubiera tenido que escribirme tan pronto. Por un momento, temí lo peor, hasta que percibí el matiz infantil de la caligrafía que contenía mi dirección y el corazón me dio un vuelco, puesto que me di cuenta de que era la letra de Katherine.

Me di la vuelta con la carta presionada contra el pecho. Cerré la puerta con llave y me senté en la cama.

Con sólo tocar la carta supe que contenía varias páginas y me pregunté cómo había podido mandarla sin despertar recelos en la casa, si habría gozado de la complicidad de alguien e incluso de dónde había sacado mi dirección londinense. Tal vez, pensé, había metido el sobre a hurtadillas en un montón de correspondencia por enviar con la esperanza de que nadie se diese cuenta. El tráfico de gente y documentos en la rectoría era siempre tan intenso que podría haberlo conseguido fácilmente.

Con manos temblorosas, rompí el sello, pero me detuve antes de abrir el sobre. Mi cuerpo había respondido a la mera evocación de Katherine del mismo modo que si hubiera estado presente. A la señorita Montague, pensé, no le molesta ni mi piel oscura ni mi pelo negro. Dediqué unos momentos a intentar calmarme y procedí a desplegar la carta.

Estimado señor Hart:

Espero que no le moleste demasiado que le escriba. Estaré aquí (en Collerton) durante un mes más, puesto que mi madre ha escrito para comunicarnos que todavía no tendrá la casa lista para mí hasta el mes de julio, cuando mi hermano Albert obtendrá un permiso y podrá recogerme en el puesto de Weymouth.

Me he esforzado en mantenerme fiel a mi palabra, tal como le prometí. Tía R. dice que ya no soy tan salvaje y que pasaré más tiempo con la señora B. porque es una buena influencia para mí. Espero que se alegre de saberlo.

Sé que no le gustan las cartas largas, por lo que no le aburriré con noticias e información que pueda recibir de la señora B. He estado practicando la redacción en inglés y le he escrito una historia sobre Raw Head y Bloody Bones que espero que sea de su agrado. No es un cuento para niños, puesto que ha salido de mi cabeza y es una historia terrorífica llena de sangre y muerte.

Su amiga,

Katherine Montague

El cuento de Leonora

Había una vez dos hermanos gemelos que rivalizaban en todo. Se llamaban Raw Head y Bloody Bones, porque cuando se ponía el sol se transformaban en terribles monstruos. Raw Head tenía el cráneo despellejado y sin carne, de manera que el pelo le crecía directamente del hueso, como lo hacen las algas en las rocas. Bloody Bones se había convertido en un esqueleto con los huesos colorados como el fuego y los ojos encendidos como ascuas.

Pero si su aspecto era malo, encontrarlos era aún peor, aunque, de los dos, Raw Head era el peor. Y es que, si bien Bloody Bones era capaz de usar sus largas uñas para arrancarle la piel de la espalda a un hombre, una simple mirada de Raw Head podía sumir a cualquiera en una oscura demencia sin retorno.

Raw Head partió hacia el oeste en busca de fortuna y Bloody Bones se quedó solo en la hacienda de su padre. Un día, Bloody Bones caminaba por el campo con porte apuesto y fastuosas vestiduras, puesto que era de día. Y en ésas que conoció a la hija de un capitán de navío; se llamaba Leonora, y tenía los ojos azules como un nomeolvides y claros como el cielo en el mes de junio. Se enamoraron y enseguida planearon casarse unos domingos más tarde en la iglesia de la colina. Pero Bloody Bones no podía contarle a Leonora su temible secreto por miedo a que ella huyera de sus brazos.

De manera que las nupcias llegaron a celebrarse y durante la noche de bodas Leonora se preguntó por qué su esposo había decidido encerrarse solo. «¿Acaso no desea yacer conmigo?», dice ella.

Hasta que una noche de otoño, un malvado trasgo entró en la casa a hurtadillas y se la llevó a su guarida en los altos páramos. Cuando a la mañana siguiente Bloody Bones se levantó, entró en la habitación de su esposa y exclamó: «¡Ay! ¿Dónde está mi pobre Leonora?».

A lo que la doncella respondió: «No está aquí, sino en los páramos, puesto que los trasgos se la han llevado».

Así que Bloody Bones coge el abrigo, las pistolas y la espada, sube a su caballo y cabalga hacia los páramos en busca de Leonora.

Al oírlo, puesto que la voz de Bloody Bones puede oírse a kilómetros de distancia, Leonora exclama: «¡Oh, querido! ¡Mi amor! ¡Amado mío! ¡No te olvides de mí, Bloody Bones, te echo de menos! ¡Dime lo que puedo hacer para dejar de ser prisionera de estos malvados trasgos!».

Así que Bloody Bones hinca los talones en los flancos de su caballo y galopa directo hacia los páramos de los que procede la voz de su amada Leonora. Pero el camino está bloqueado por un centenar de trasgos de afilados dientes que querían capturarlo a él también para beberse su sangre.

Así que Bloody Bones saca sus pistolas y abate casi a la mitad. Los cuerpos caen muertos en el acto y quedan tendidos, repugnantes y malolientes, sobre el musgo del suelo, donde se pudren rápidamente hasta que nada queda ya de ellos. Sin embargo, muchos más se lanzan a la carga y lo hacen caer del caballo, que muere víctima de un ataque atroz. Luego Bloody Bones desenfunda su espada y lucha con verdadero coraje, segando las cabezas de muchos trasgos y cortando por la mitad a más todavía, como si de troncos para el fuego se tratara. La sangre de los trasgos era terrible y abrasó a Bloody Bones como si estuviera hecho de hielo y sus elegantes vestiduras empezaron a humear. Y, sin embargo, él siguió exclamando: «¡Oh, Leonora, amor mío, no temas! ¡Llegaré enseguida! ¡Enseguida!».

Luchó durante tanto tiempo y con tanta furia que la horda de trasgos se disolvió y huyeron todos gritando por el páramo para intentar salvar la vida, con lo que se esparcieron como lo haría un montón de cenizas ante un vendaval.

Fue entonces cuando Bloody Bones trepó hasta la cueva en la que el caballero trasgo tenía prisionera a su amada Leonora. Entró y ahí estaba él, Raw Head en persona, que se había convertido en el gran príncipe de los trasgos. Raw Head había atado a Leonora a una silla y estaba bebiendo un cuenco blanco lleno de sangre de la dama. Pero tan tremendo era el frenesí de Bloody Bones que no tardó en abatir al más perverso de sus enemigos, aunque se dio cuenta de que el trasgo no tenía corazón después de atravesarle el pecho para arrebatárselo. De manera que le arrancó la cabeza con sus propias manos y la sangre roja brotó en abundancia del cuello desgarrado de Raw Head. Acto seguido, Leonora se lanzó a los brazos de su adorado esposo y se besaron y abrazaron y decidieron no volver a separarse jamás.

Luego el sol empezó a ponerse y Bloody Bones quedó paralizado por el temor mortal a que ella dejara de amarlo. Pero hacía ya mucho tiempo que Leonora había aprendido a ver más allá de las meras apariencias, por lo que supo que él era ese esposo al que tanto adoraba y le prometió cumplir con lo que él le pidiera. Y así fue como salieron del páramo y regresaron a su hogar, que nunca más volvieron a abandonar.

Tan pronto como hube terminado de leer el cuento, lo retomé de nuevo de principio a fin. Tracé con el dedo las formas que había escrito la pluma de Katherine. Aquí, aquí y aquí levantó la péñola del papel y la mojó en el tintero, puesto que los trazos inmediatamente posteriores son más gruesos y más negros. Aquí, la tinta ha goteado y se le ha emborronado. Acerqué el papel a mis labios para probar la fragancia del aliento de Katherine. Cuando cerré los ojos, me pareció sentir sus suaves y frescos labios presionados contra los míos.

Murmuré su nombre una y otra vez: Katherine.

¡Dios mío, pensé, ojalá estuviera aquí conmigo ahora mismo, tendida a mi lado en esta cama! Mis manos ansiaban tocarla, acariciar la suave piel —así la imaginaba— del interior de sus muslos, los rizos rubios —porque tenían que ser rubios— de su monte de Venus, la cálida humedad entre sus piernas abiertas.

Dios, pensé, si estuviera aquí… si pudiera…

En cuanto hube recobrado la compostura, cogí mi pluma y me senté ante el escritorio para escribirle una respuesta. Fue una carta breve, seca, lo suficiente para engañar en relación con mi verdadero propósito a cualquiera de los Ravenscroft que pudiera llegar a dar con ella y leer la letra bastarda que caligrafié:

Estimada señorita Montague:

Me alegro de saber que la señora Ravenscroft está satisfecha con la mejora de su comportamiento y confío en que mantendrá usted su palabra tanto respecto a ese asunto como a todos los demás. Me ha gustado mucho su pequeño relato de la inolvidable Leonora, que no sucumbe al terrible Raw Head gracias a la ayuda de su amado Bloody Bones. Sin embargo, detecto algún que otro solecismo en su gramática y fraseología que debe esforzarse en superar, mientras que su caligrafía es infantil y poco elegante. Una hora de práctica rigurosa cada día, hasta que le duelan los dedos, sin duda pondrá remedio a esa última deficiencia.

Me ha preocupado mucho el viaje que me menciona. Confío en que su tío se asegurará de que la acompañe un sirviente. Si no es así, coménteselo a la señora Barnaby y mandará a uno de los sirvientes de Shirelands Hall que la acompañe.

Le saluda, etc.,

Tristan Hart

Lacré la carta y la dirigí a la señorita Montague, a la rectoría de Collerton, Berkshire. Abrí la puerta y le pedí a Liza que la hiciera llegar al correo.

Los meses posteriores a mi breve estancia en Berkshire fueron pasando a buen ritmo, estuve muy ocupado con los hospitales. Cada mañana me levantaba a las seis y salía a toda prisa de Bow Street en dirección a Southwark o Smithfield, ya que trabajaba en ambos sitios a días alternos. Ayudaba en las salas desde las siete hasta las nueve; más tarde desayunaba un poco y a continuación seguía hasta las once, cuando el doctor Hunter llegaba para operar y yo lo observaba y lo asistía hasta la una o las dos. Por la tarde, si tenía suerte, podía salir del hospital y acompañar al doctor Hunter a su consulta privada hasta las cinco, tras lo que regresaba para supervisar el progreso de mis pacientes. Me encargaba de visitar a posaderos, mercaderes, lacayos y esposas de zapateros, a mendigos y a vagabundos, en casas limpias y en casas sucias. A los que sufrían enfermedades venéreas los confinaban en salas aisladas de los demás. A veces trataba heridas, y otras veces enfermedades incurables, aunque los jefes de ambos hospitales no dejaban que los aquejados por estas últimas se quedaran más de tres meses, y el ayuntamiento, si no podía permitírselo, se negaba a pagar los costes. Gané confianza vendando heridas, drenando forúnculos, tratando panadizos y recolocando luxaciones. Observaba —y envidiaba— la extracción de tumores, el cierre de fístulas, la amputación de miembros por encima y por debajo de la articulación. Por lo general no regresaba a la casa del señor Fielding antes de las nueve.

Como es natural, mis visitas al prostíbulo de la señora Haywood dejaron de ser tan frecuentes. La mayoría de las semanas estaba demasiado ocupado para visitar a Polly más de un cuarto de hora, aunque la reducción de mi interés no se debía ni a la falta de tiempo ni al hecho de que en esos momentos tuviera ya a sujetos reales para mis investigaciones. La verdad era que en cada grito, en cada chillido, oía el eco torturador del que me faltaba: el de mi amada.

«Dime lo que debo hacer», había escrito ella. Y eso hice: contárselo. Una, dos veces por semana; a la larga, cada día, aunque le había advertido que no esperara muchas cartas mías. Le escribía para pedirle mejoras nimias, triviales, en relación con su conducta, su gramática, su manera de andar o de vestir… Y, una vez conseguidas esas mejoras, pasaba a menospreciarlas invariablemente. Ella me escribía cada mañana cuando se levantaba para contarme la determinación con la que se esforzaba por progresar continuamente y también, en ocasiones, para buscar mi aprobación acerca de algunos medios tortuosos que había ideado ella misma para castigarse si no conseguía complacerme.

Yo estaba enamorado y sentía que una alegría inconmensurable recorría todos los órganos y extremidades de mi cuerpo. Ignoraba si alguno de los Fielding había intuido lo que me sucedía. El hecho de que no les hubiera contado nada no se debía al temor a que pudieran menospreciar mi elección. Tal como mi tía había comentado, Henry Fielding, al menos, no habría podido objetar nada al respecto. Lo que sí temía era que llevados por la alegría de mi estado potencialmente alterado, acabaran haciendo llegar la historia a oídos de mi padre, que sin duda acabaría contándoselo a mi tía y ésta interferiría en mi contra.

Sin embargo, el señor Glass, cuyo nombre de pila —Erasmus— no tardé en conocer, me hizo ver que yo era como un libro abierto. Tal vez sólo abierto a medias, puesto que si bien Erasmus era especialmente inteligente y perspicaz, su vida era inocente en comparación con la mía y, en caso de conocer la existencia teórica de mi vicio privado, en ningún momento llegó a relacionar su práctica conmigo. Lo que sí adivinó enseguida, no obstante, fue que yo amaba a alguien y me abordó para interrogarme al respecto.

Habíamos pasado la tarde juntos en el hospital, observando la excoriación de tres tumores faciales y de una litotomía. Todo me había parecido muy entretenido, aunque Erasmus se quedó bastante pálido después de la litotomía. Durante la larga y lenta mañana había pasado varias horas de tedio drenando abscesos, entablillando fracturas y lavando úlceras. Más o menos a las siete y media, Erasmus y yo estábamos a punto de marcharnos a casa cuando el doctor Hunter llegó inesperadamente y nos pidió que lo ayudáramos con urgencia a recolocar una mandíbula inferior fracturada. El paciente, un próspero mercader de la ciudad, había tenido la desgracia de recibir una coz en la cara que, según la esposa, le había asestado su propio caballo. Ese cliente beneficiaba mucho al doctor Hunter, puesto que recibiría una generosa recompensa por las molestias causadas, pero yo había tenido mucho trabajo en el hospital desde las seis de la mañana y estaba cansado e irritable.

La lesión, desde la que no había pasado ni una hora, no ponía en peligro la vida del mercader, aunque la fractura había sido aparatosa y el maxilar inferior había quedado en una posición delicada y complicada, muy cerca del nervio trigémino. Erasmus se aseguró de que la sala de operaciones nocturna estuviera excepcionalmente bien iluminada, mientras que yo me ocupé de las gasas y del instrumental. El doctor Hunter inspeccionó la zona con detenimiento y con sumo cuidado extrajo un buen número de fragmentos óseos del músculo desgarrado antes de dejar que Erasmus y yo laváramos y cerráramos la herida. A esas alturas ya eran casi las nueve y el doctor Hunter, confiando en nuestros buenos progresos, abandonó la sala para ir a cenar.

Erasmus y yo estábamos tan hambrientos como él, por lo que no tardamos en despachar al mercader, que abandonó el hospital en compañía de su esposa y su hijo, con la mandíbula vendada firmemente con un turbante de lino que le impedía hablar. Advertí a su familia que no era probable que pudiera conversar con profusión, así como tampoco podría consumir alimentos más sustanciales que la sopa durante un período de tiempo considerable. Para mi gran sorpresa, eso pareció complacerlos enormemente, como si el silencio hubiera sido una beneficencia añadida por mi parte. En realidad, no podría haberme importado menos haber vendado a Cicerón o a Polichinela.

El aire de noviembre estaba impregnado de una densa niebla que había sumergido toda la parte baja de la ciudad en una nube repugnante que no se había disipado en todo el día. Era ese tipo de humedad que te mina las fuerzas y, a pesar de que el frío no era muy intenso, tenías la sensación de que penetraba en tus pulmones y te congelaba el alma. Si Descartes hubiera estado en lo cierto y la función de mi corazón hubiera sido la misma que la de un crisol, podría haberse considerado titánico el esfuerzo que tuvo que llevar a cabo en tales circunstancias.

Sin embargo, la atmósfera en la taberna de George, a la que Erasmus y yo nos retiramos posteriormente, era cálida y agradable. El aire estaba invadido por una tenue bruma de luces de sebo y el reflejo rojizo de las brasas ardiendo. El lugar estaba lleno. Mientras Erasmus intentaba llamar la atención del dueño, yo me abrí paso con los codos hasta una mesa junto al fuego, de la que tomé posesión mediante un gesto y unas sutiles indicaciones. Mientras nos secábamos y comíamos algo rápido, regado con sendas jarras de cerveza de malta, Erasmus me contó lo mucho que deseaba conseguir una plaza como cirujano en un barco con destino a Kingstown, donde esperaba establecerse como médico de hacendados.

—¿Y por qué quiere hacer eso? —le pregunté sorprendido mientras me incorporaba en mi asiento—. He oído que el clima es implacable y que la gente no es nada agradable. Erasmus, creo que sería mucho mejor que se quedara aquí y ejerciera de partero. Se le nota confianza en ese campo y se le da bien tranquilizar a las mujeres.

—Oh —exclamó Erasmus—, pero entonces me vería obligado a competir con el doctor y con los colegas de éste. Tendría que tener la consulta fuera de Londres para poder competir con ellos y no me apetece nada convertirme en cirujano rural y pasarme la vida entablillando fracturas. El doctor Oliver me ha insinuado que tal vez podría conseguir un puesto para mí en St Luke, pero tampoco me satisface demasiado esa perspectiva. Prefiero probar suerte en las plantaciones, y al menos veré algo de mundo mientras lo intento.

—Sin embargo —insistí—, le resultará doloroso dejar su tierra natal.

—Eso es un mal menor —confesó Erasmus—. En verdad, Tristan, tengo pocos motivos para quedarme aquí. Siempre he pensado que acabaría viajando por el mundo. Cuando tenía seis años, mi padre me dijo que sería mi hermano mayor y no yo quien se ocuparía del negocio familiar. Y me alegro de que así fuera. No habría sido un buen boticario.

Erasmus tomó un buen trago de cerveza y, al ver que se había terminado ya la jarra, la levantó y dejó que se la llenaran de nuevo hasta el borde.

—Ésa le ha durado poco —dije.

Erasmus sonrió y dejó la jarra en la mesa hasta que la tormenta desatada en el interior del recipiente se hubo calmado.

—En mi opinión —dijo el señor Glass—, usted tiene más motivos para quedarse de lo que cree.

—¿Qué le hace pensar eso?

—Hay una mujer, ¿no es cierto?

Lo miré fijamente.

—¡Pardiez! ¿Cómo lo ha sabido?

—Sus rasgos, señor. Son de lo más expresivos. A menudo he podido comprobar cómo se le suavizaban y cómo su mirada se alejaba de lo que tenía delante. Me atrevería a afirmar que su rostro es el de un hombre enamorado.

Al oír las palabras de Erasmus me propuse controlar mejor mi fisonomía en lo sucesivo. Ésa fue mi primera reacción, pero, cuando abrí la boca para hablar, el bodeguero de la taberna impidió que pudiera oírse mi negativa, puesto que descargó con gran estrépito medio cubo de carbón en el fuego con una expresión tan mansa como perturbadora fue su acción. El resplandor rojizo desapareció y una densa humareda emanó de la chimenea. Tosí con violencia y reprendí con dureza a aquel hombre por su estúpida torpeza.

A continuación, durante el momento de gracia que me había proporcionado la irrupción del bodeguero, me di cuenta de que, a pesar de no haber comentado con nadie lo que había entre Katherine y yo, ansiaba poder contárselo a alguien dispuesto a escucharlo. Entonces fue cuando me di cuenta de que Erasmus Glass estaba tan distanciado del asunto que no arriesgaría nada contándoselo. Además, era un hombre de naturaleza reservada que eludía los chismorreos incluso cuando el caso afectaba sus propios intereses. De hecho, era el confidente perfecto. Si hubiera tenido que crearlo a propósito, no podría haberme salido mejor.

Así pues, cuando las llamas empezaron a consumir el nuevo combustible empecé mi relato y tardé las dos horas siguientes en revelarle la historia entera, con la única excepción de algunos detalles depravados que tenían que ver con la sangre y el dolor y que estaba seguro que podrían herir la sensibilidad de mi interlocutor. Le conté lo joven que era Katherine y su parentesco con el rector, así como la potente atracción que había surgido entre nosotros de forma tan imprevista. Cuando llegué al final del relato la taberna había quedado prácticamente vacía y el fuego se había reducido al mínimo de nuevo. Erasmus quedó algo impactado cuando le confesé que mi padre no podía llegar a saber la verdad.

—¿Usted teme que pueda interponerse en el asunto? —preguntó Erasmus. A la mezquina luz de las velas, sus ojos grises parecían pozos oscuros mientras hablaba en tono grave.

—No estoy seguro —le dije—. No lo creo, pero tampoco me atrevo a comprobarlo por otro motivo. Todavía no hemos formalizado ningún compromiso y lo más sencillo para mi familia sería ocultar a Katherine donde yo no pudiera encontrarla. Ella apenas tiene amigos, su madre al parecer no sabe apreciar su valía y que yo sepa no tiene más tíos. Sin duda alguna, los Ravenscroft preferirían encerrarla antes que perder la aprobación de mi padre.

—Es complicado —dijo Erasmus con una mueca dibujada en el rostro—. Le compadezco, Tristan.

Le agradecí sinceramente que me hubiera escuchado durante tanto tiempo. Puesto que eran casi las doce y tanto él como yo teníamos que estar en St Bartholomew por la mañana, salimos de la taberna de George y, andando por las sombrías calles tan rápido como pudimos, nos dirigimos hasta nuestros alojamientos.