25
Cuando me desperté, la mañana era azul. Por un momento, me quedé inmóvil, perplejo y confuso de verme en la cama cuando pocos segundos antes había estado en el patio. No tuve tiempo de preguntarme por el asombroso episodio que había presenciado fuera, donde no me había atrevido a poner los pies desde lo que me parecía una eternidad, cuando me sorprendió la idea de que tal vez me hubiera desplomado allí y los sirvientes me hubieran traído hasta la cama, en cuyo caso tuve suerte de no contraer una neumonía. De inmediato me di cuenta de que Katherine había estado durmiendo en mi habitación y de que, si los sirvientes me habían llevado hasta allí, debieron de haberla descubierto, lo que habría terminado con el juego. Me senté en la cama y miré a mi alrededor.
—¡Katherine!
Un segundo después, la vi y los latidos de mi corazón, acelerados por el pánico, remitieron dentro de mi pecho. Estaba sentada frente a la ventana, vestida una vez más con mi camisón rojo y sosteniendo un libro abierto entre las manos. Al oírme, dio un respingo y dejó caer el libro al suelo, cruzó el dormitorio corriendo y llegó a mi lado con cierta violencia.
—Tristan, estás despierto, ¡por fin! —exclamó a la vez que me rodeaba el cuello con sus brazos.
La agarré por los bíceps antes de que me estrangulara y la aparté un poco de mí para verla.
—Cariño —dije—. ¡Déjame respirar! ¿Qué has querido decir con «por fin»? No deben de ser más de las siete.
—Son las nueve, pero dormías tan profundamente que temía… —su voz se perdió sin terminar la frase.
—¿Estaba durmiendo? ¿No he salido de la habitación?
—Que yo sepa, no, Bloody Bones.
Apoyé la mejilla sobre el pelo de Katherine. El aroma del agua de lavanda con la que se lo había lavado seguía presente. No daba crédito a la posibilidad de que hubiera soñado ese encuentro con Nathaniel, pero, de lo contrario, ¿qué podía haber sucedido, si realmente no había salido de la cama?
Entonces recordé la confesión de Erasmus la noche anterior: le había contado a Katherine que había sufrido un colapso nervioso. Pensé mucho en ello y, un rato después, me pregunté si ella me estaría siendo fiel. No me había fallado jamás, a pesar de todo, y había cruzado el país para estar a mi lado. ¿Había temido algo cuando, por lo que parece, yo había estado durmiendo? ¿Tal vez había temido que no llegara a despertarme?
—Mi enfermedad —expliqué, al fin— no creo que llegue a matarme, si bien olvido las horas de comer y a veces no consigo dormir de noche. No creía haber emprendido jamás nada verdaderamente peligroso, como sí han hecho algunos que han imaginado que podían andar por encima del agua o volar por el aire. A veces no me fío de mis sentidos y percibo una cosa como si fuera otra. Pero esos fallos de percepción son momentáneos. Cuando recupero los sentidos, distingo con claridad entre lo que es real y lo que no es más que fantasía. —Levanté la cabeza. La mañana era clara y brillante.
No sabría decirlo con exactitud, puesto que, tal vez debido a la extraña naturaleza de mi despertar, esa mañana me parecía tan informe como un hueso sumergido en vinagre, pero acaso fue media hora más tarde cuando Katherine, que había vuelto a sentarse frente a la ventana, dijo:
—Tristan, me encantaría pasear por los campos de Shirelands. ¿Sabes que jamás he tenido ocasión de contemplarlos con calma? Cuando llegué el sábado ya había oscurecido y el día que vine a cenar el carruaje iba tan rápido y Sophy estaba tan irritante que apenas pude ver nada.
Al oír esa petición, me puse de pie de un salto.
—Pero ¡no puedes salir de la habitación! —exclamé.
—No puedo quedarme aquí escondida para siempre, es imposible. Al final acabaría odiándolo a pesar de todo.
—Ya sabes que no quiero que nadie sepa que te tengo aquí, todavía —dije—. Y que mi familia intentará que te marches en cuanto se enteren.
—Pero tú no lo permitirás, ¿verdad, Bloody Bones?
—No puedo salir —confesé de repente, superado por el pánico. Mis palabras surgieron atropelladamente.
—¿Por qué? —preguntó Katherine—. ¿Tienes miedo de los duendes?
—Peor que eso —respondí—. Los duendes obedecen a la tierra y es a la tierra a la que temo. Sabe que soy un monstruo y me odia como tal.
—Tristan —dijo Katherine mientras rodeaba mi pecho con sus brazos y me miraba a los ojos—. No eres ningún monstruo, querido.
—Tal vez no lo sea para ti.
—Bueno —manifestó mientras enderezaba la espalda—. Si no puedes salir, que así sea. Pero yo sé que el valle no siente enemistad alguna contra mí, ¿por qué no debería, pues, poder salir afuera como deseo?
—Temo que puedan apresarte en mi lugar.
Katherine no desvió la mirada.
—Según tengo entendido —dijo, al fin, con una autoridad sorprendente—, en esos casos nadie puede ser castigado por las fechorías de otro a menos que las partes así lo hayan convenido.
—¿Qué? ¿Cómo sabes tú eso? —exclamé, con gran asombro.
—Alguien me lo contó una vez. Ellos… y ya sabes a quién me refiero cuando digo «ellos»… tienen su propias leyes. No son leyes como las nuestras, que puedan romperse a voluntad. Sus leyes son como las que determinan que el sol salga y se ponga sin permitirle dar la vuelta a medio camino. O como las que hacen caer los objetos siempre hacia abajo y no hacia arriba.
—Te refieres a las leyes naturales —dije, pensando en Newton.
—Sí. Leyes que no pueden romperse. Y esa ley funciona del mismo modo.
—Según ese argumento —dije en un intento de aplicar mi racionalidad en el debate, a pesar de mi extrema sorpresa—, tú estás segura. Jamás dejaría que te sucediera nada malo, ni siquiera para salvar mi vida.
Los duendes han huido, recordé en cuanto mi victoria sobre ellos apareció de nuevo en mi mente de improviso. Se han marchado de Shirelands, ya sea en sueños o en realidad. He acabado con ellos, no podrán regresar. Y respecto a Raw Head… bueno, sea quien sea, no está aquí. Y pensé también: Si Katherine y yo vamos a casarnos, entonces no puedo continuar comportándome como un demente. Erasmus Glass me lo ha dejado muy claro.
—Si quieres salir a pasear por los jardines hoy mismo, lo haremos —me obligué a decir—. No te he arrastrado hasta mi terrible guarida para que nadie vuelva a verte jamás.
Justo después de haber pronunciado esas palabras, en lo más hondo sentí que me había liberado. Fuera cual fuese el enemigo que me inquietaba más allá de las puertas de Shirelands, no podría entrar de nuevo a menos que yo lo consintiera. Era libre de andar por mi casa solariega, de abrir las ventanas y respirar el aire del exterior. De salir por la puerta principal y pasear por los campos, de ir más allá de los setos y los taludes sin peligro, sin temor. Me acerqué a la ventana y la abrí. La luz de la mañana se reflejaba en los tonos verdes y dorados del Valle del Caballo. Soplaba un suave viento otoñal que trajo hasta mí el chillido de un águila lejana, muy por encima del suelo de tierra caliza colmado de flores. Incluso en el caso de haber sido hostil, pensé, era bello. Una gran alegría y un profundo pesar se mezclaron en igual medida en mi pecho. Durante los meses que había pasado aterrorizado por Raw Head, había olvidado lo maravilloso que era aquel valle y lo mucho que me había encantado pasear por allí con Nathaniel, y lo que me lo recordaba era como la presión de los dedos de una amante sobre una herida.
Había echado muchísimo de menos mi hogar, por mucho que hubiera creído haber regresado ya.
Me aparté de la ventana y toqué con la punta del pie el libro que Katherine había dejado caer al suelo. Lo recogí. Para mi gran sorpresa, sin embargo, vi que no era mío, sino que había salido de la biblioteca de mi padre. Recordaba vagamente haber sido yo mismo quien lo había traído hasta mi dormitorio. Pero ¿cuándo? Y ¿por qué? Conocía el título, tenía mi propio ejemplar guardado tras la puerta de cristal de la librería de mi estudio. Era la poesía de Donne.
—Siempre se abre por «El éxtasis» —dijo Katherine—. Me gusta mucho, aunque me cuesta comprenderlo.
Abrí el libro.
Como entre dos Ejércitos iguales el Destino
aplaza la victoria incierta,
nuestras almas (que a conquistar su condición
salieron de los cuerpos) cuelgan entre ella y yo.
Y mientras ahí nuestras almas negociaban,
yacíamos como estatuas sepulcrales;
todo el día, en la misma posición nos mantuvimos,
y no dijimos nada, todo el día.
De repente me pareció oír la voz de mi madre. Tenía un acento cálido y pardo como la canela, alegre y juguetón como una brisa de verano sobre las altas tierras calizas. Cerré los ojos. El poema, en mi cabeza, proseguía mientras yo hundía mi cara de bebé en su pecho recubierto por la seda azul.
Este Éxtasis nos ilumina
(dijimos) y nos revela lo que amamos;
vemos así que no era sexo,
vemos que no veíamos la causa:
pero como cada alma contiene
una amalgama de elementos para sí desconocida,
el amor vuelve a mezclar estas almas líquidas,
haciendo de ambas una, ésta y otra…
Cuando una con otra el amor
vivifica dos almas,
el alma enriquecida que de ahí fluye
controla los defectos de la soledad.
Nosotros, que somos esta alma renovada,
sabemos de qué estamos compuestos y hechos,
pues los Átomos de los que crecemos
son almas a las que ni un cambio puede invadir.
Abrí los ojos. Por un momento, me sentí como si me hubiera inmiscuido en algo íntimo. Mi madre conocía ese poema, le encantaba y se lo había leído en voz alta a mi padre, a la luz del sol y bajo la llama parpadeante de una vela. Mientras tanto, él la escuchaba sentado, incapaz de mirarla a la cara y, a la vez, incapaz de apartar sus ojos de ella.
Sólo muchos años de lecturas reiteradas podían haber causado que el libro tuviera esa tendencia a abrirse por esa página. ¿Cuántos centenares de veces desde la muerte de mi madre debía de haber abierto mi padre ese libro para volver a oír la voz de su esposa? ¿Habría tenido ella la más mínima idea de lo que cambiarían las cosas tras su muerte?
Mi madre podría haber sobrevivido. ¿Por qué había elegido no hacerlo?
Cerré el libro de repente y lo dejé sobre la repisa de la chimenea.
Una vez vestido, bajé las escaleras en busca de Erasmus, con la intención de explicarle que, puesto que la señorita Montague deseaba salir a pasear por los jardines, era imprescindible que cumpliera con la tarea que le había encargado el día anterior, a saber, la adquisición de la vestimenta adecuada a su sexo y condición. Lo encontré desayunando.
Al ver que me acercaba, alzó los ojos y sonrió.
—Me alegro de verte, Tristan. ¿Quieres desayunar conmigo?
—No. Desayunaré en mi habitación, como de costumbre. —Me detuve y, como tuve la sensación de que mi rechazo había sonado grosero, añadí—: Gracias, Erasmus.
—Anoche quedé impresionado por tus ideas acerca de tu padre —dijo Erasmus antes de que yo pudiera decir nada más—. Si, como insinuaste, tienes alguna sugerencia respecto al seguimiento de sus cuidados, me interesaría oírla.
—En verdad, me gustaría —respondí—. Pero no es el mejor momento para hablar de eso. Me disponía a… —Me detuve súbitamente. Yo sabía que Katherine estaba en mi habitación. Estaba seguro de ello. Y, sin embargo, noté una curiosa y sutil advertencia en la conducta de Erasmus que me hizo reconsiderar si sería prudente mencionárselo de nuevo. Será mejor que encuentre la ropa yo mismo, pensé. Erasmus no tiene por qué encargarse del asunto, sería hacerle perder un tiempo que podría dedicar a mi padre. Respiré hondo y empecé a esclarecer mi convicción acerca de que mi padre respondería de un modo más positivo a los estímulos que a la falta de ellos. No conseguí convencer a Erasmus de que tenía razón. Sin embargo, después de escucharme, sugirió que, puesto que yo mismo había experimentado una considerable mejoría, podría ser beneficioso para todos que fuera a visitar a mi padre a su habitación ese mismo mediodía.
—Así podrás evaluar de forma lúcida su estado actual, pues aún no lo has visto. Puede que eso te haga cambiar de parecer.
—También es posible que lo confirme —dije.
Nos separamos poco después. Erasmus subió a la habitación de mi padre para informarlo a él y a la señora H. de mis intenciones de visitarlo. Yo fui a registrar el viejo armario de mi hermana. Katherine tal vez vería con recelo un vestido atado a la espalda con las típicas cintas destinadas a controlar los pasos de los más pequeños, pero, puesto que se trataba de aceptar eso o andar desnuda, no dudé demasiado que acabaría aceptándolo.
Sin embargo, para mi consternación, cuando llegó el momento de dejar salir a Katherine de mi habitación, me sentí incapaz de ello del mismo modo que previamente había sido incapaz de salir de casa. Sentí una profunda decepción y Katherine, al percibir en la intensidad de mi pasión que mi incapacidad no era ni una prueba ni una trampa, al final tuvo la cortesía de dejarlo para el día siguiente, a lo que yo accedí con gusto.
—No quiero tenerte aquí prisionera —le comenté con toda sinceridad—, pero temo que desaparezcas como la neblina ante la luz del sol en cuanto salgas de la habitación.
Al oír esas palabras, me miró extrañada y llena de inquietud y me dejó claro que no pensaba desaparecer, que era una chica de carne y hueso y que quienquiera que me hubiera metido en la cabeza esa idea merecía la más severa de las reprimendas, a lo que ella misma estaba dispuesta a hacer en cuanto descubriera quién había sido. En pocas palabras, estaba furiosa. Sus ojos grises relucían como el acero doblado y por primera vez en su presencia el corazón me tembló levemente dentro del pecho. Le prometí que la dejaría salir de mi habitación a la mañana siguiente, pasara lo que pasase. Acto seguido, como ya eran casi las doce, volví a salir dispuesto a cumplir con mi nueva obligación filial.
Ya frente a la habitación de mi padre, Erasmus llamó una sola vez a la puerta para avisar a la señora H., que, posiblemente pendiente de nuestra llegada, abrió la puerta casi de inmediato. Se plantó en el umbral y miró hacia fuera pestañeando, como si la luz del pasillo resultara dolorosa para sus ancianos ojos, y al verla no pude evitar pensar en las gárgolas de la iglesia de Collerton, que mantenían una guardia constante sobre los muertos.
La habitación, a su espalda, estaba demasiado oscura para que yo pudiera percibir gran cosa, puesto que las cortinas estaban corridas, y los postigos, cerrados. La única luz emanaba de una vela que la señora H. sostenía en una de sus descarnadas manos. Al verme hizo una leve reverencia mecánica y dijo:
—Buenas tardes, señor Tristan. Su padre está preparado para verlo. —La señora H. miró rápidamente a Erasmus con sus negros ojos en busca de una confirmación y, al ver que éste asentía lentamente, se apartó de la puerta para que yo pudiera, al fin, cruzar el umbral.
El aire estaba muy cargado a pesar del fresco que reinaba dentro. Pensé con considerable desagrado en cómo debía de haber sido durante el verano y me pregunté cómo debía de sentirse mi padre encerrado de aquel modo en contra de su voluntad, alejado de la luz y del aire. ¿Debía de percibir lo cerca que estaba de reunirse con mi madre? Parecía como si el instante de la muerte fuera lo único capaz de separarlos, puesto que los dos estaban igual de aislados de la vida exterior. Y, sin embargo, me pareció una terrible ironía, ya que mi padre no estaba muerto y, en opinión de Erasmus, tampoco estaba cerca de estarlo. En lugar de eso, pensé, seguirá encerrado en este oscuro limbo como si estuviera muerto, pero sin que se le permita siquiera eso: morir.
Si mi padre estuviera consciente, pensé, no debería continuar en esta situación, de lo contrario le resultará imposible recordar que está vivo. ¿Cómo es posible que nadie se dé cuenta de que ese silencio interminable no es más que un obstáculo para su recuperación?
Cogí la vela que había estado sosteniendo la señora H. y, seguido de cerca por Erasmus, me acerqué al lecho de mi padre.
Había esperado encontrarlo tendido, tal como lo había visto ese horrible día en el que había presenciado cómo le daban la comida con una cuchara, pero, para mi gran alivio, estaba sentado, apoyado en una gran cantidad de almohadas. No iba vestido, sólo llevaba puesto un camisón de batista y un turbante de lino en la cabeza, tan bien arreglado que supuse que se lo habrían colocado los hábiles dedos de su fiel enfermera. Tenía el semblante torcido, puesto que el lado derecho de su hermoso rostro había quedado gravemente afectado y la carne colgaba lánguidamente del pómulo y la mandíbula. Tenía la piel blanca como el sebo.
Durante un momento que no duró más que un suspiro sentí un atisbo de miedo, pero pronto mi ansiedad dejó paso a la extraña constatación de que mi padre, por muy raro y terrible que fuera su aspecto, daba mucho menos miedo del que solía dar cuando gozaba de buena salud. Aquella deformidad lo hacía más humano ante mis ojos.
—Señor —dije mientras me acercaba a mi padre, como si de un paciente se tratara.
—Señor, es su hijo. Tristan.
Mi padre no dijo nada. Yo tampoco esperaba que lo hiciera, ni siquiera aunque hubiera estado en plenas facultades; sin embargo, sus ojos se volvieron rápidamente para mirarme. Durante un largo segundo, se fijaron en mi rostro y nuestras miradas se cruzaron. Por primera vez en mi vida miré con detenimiento esos luceros grises verdosos que tantos secretos ocultaban. A continuación, como siempre, su atención se dispersó y rondó por el sitio de siempre, cerca de mi oreja izquierda.
—¿Me conoce? —pregunté—. No puede hablar, ¿verdad, señor?
Mi padre parpadeó y una mueca torcida de angustia se apoderó de su fisonomía. Dejé la vela sobre la mesa vacía que había junto a la cama.
—Pero me comprende, al menos —dije—. Señora H., ¿mi padre puede hablar?
—No le resulta fácil, señor Tristan. —Por un momento, la señora H. pareció algo confundida—. Tiene dificultades para formar las palabras, aunque en ocasiones utiliza vocablos muy breves.
—Si puede comprendernos y comunicarse, aunque sea con dificultad —exclamé—, sigue siendo un ser racional y, por consiguiente, no debería seguir encerrado de este modo. Es un caballero culto y considerado. Señora H., ¿por qué no dedica algunas de las horas que pasa junto a él a leerle en voz alta?
—Baja la voz —me interrumpió Erasmus—. Creo que el oído de tu padre se ha vuelto extremadamente sensible. En mi opinión, necesita reposo absoluto para que haya alguna posibilidad de que se recupere del daño que ha sufrido.
—Por supuesto —dije—. ¿Qué resultados ha dado esa estratagema?
—Los ha dado, señor. Ha recuperado el habla. Hasta hace poco no podía hablar en absoluto.
—Probablemente —dije llevado por el entusiasmo hasta el punto de ignorar la parálisis de mi padre— se negaba a hablar debido a la vergüenza que sentía al verse inmovilizado y ahora ha empezado a hablar como estrategia de defensa contra la desesperación. Al menos eso es lo que este lugar y esta calma inspirarían en mí. Y eso que yo estoy más acostumbrado que él al sufrimiento provocado por una enfermedad, puesto que a él no recuerdo haberlo visto jamás indispuesto, ni siquiera de una simple gripe.
—Calma, Tristan —dijo Erasmus con delicadeza, aunque con un tono de advertencia—. Puedes dar tu propia opinión al respecto y te lo agradeceré, pero no disgustes a tu padre.
—Pardiez —exclamé—. Es que no sé cómo quieres que evalúe su estado físico en un lugar tan oscuro, apenas puedo ver nada. ¡Señora H., por el amor de Dios, abra esas malditas cortinas y deje entrar un poco de luz!
La señora H. miró a Erasmus y éste negó con la cabeza. Entonces, con un leve sobresalto, recordé cómo me había defendido frente al doctor Oliver cuando éste había expresado la intención de seguir un tratamiento que sin duda habría resultado perjudicial para mi salud. En ese momento lo que hizo fue defender a mi padre; me di cuenta de que de veras creía estar obrando correctamente y que mucho tendrían que cambiar las cosas para que abandonara esa convicción. Sin embargo, yo estaba igual de convencido de la rectitud de mi propuesta.
—Erasmus —dije con voz calmada—. Se pueden alegar muchas cosas en favor de la contención y el reposo, no te negaré que al inicio de la dolencia fue el tratamiento más adecuado. Pero estoy seguro de que mi padre se recuperará mucho más rápidamente si tiene más contacto con el mundo real.
Me detuve súbitamente. Que se recuperará… ¿de qué?, pensé. ¿Del ataque, o de la muerte de mi madre?
—Bueno —dijo Erasmus—, pero ¿a qué formas de contacto te refieres con tu propuesta?
—Dios —exclamé—. Ya he sugerido la lectura, puesto que siempre ha sido un placer para él. Empecemos con eso. La señora H. seleccionará varios volúmenes de la biblioteca y se los leerá. Además, esta oscuridad tan opresiva debe terminar. Hay que dejar entrar de nuevo la luz. De forma gradual, si así lo prefieres, pero hay que hacerlo, aunque al principio se muestre reacio a ello. No te estoy pidiendo que seas cruel, pero en ocasiones, como sin duda debes de recordar del tiempo que pasamos juntos en los hospitales, es necesario causar una incomodidad o incluso dolor para contribuir a la curación de una lesión.
Erasmus me miró con aire pensativo. Sus ojos se fijaron entonces en mi padre y los míos lo siguieron.
La expresión del caballero, por lo que pude percibir a simple vista, reflejaba tanto terror como la de Lady B. antes de que el doctor Hunter empezara a operarla. De repente, tuve una revelación sorprendente: mi padre me temía.
En verdad, así era; caí en la cuenta de que así había sido durante muchos años, si bien yo había estado tan absorto en mis propias preocupaciones que no había sido capaz de advertirlo hasta ese momento. Pero así era. Me di cuenta de que me había quedado con la boca abierta y volví a cerrarla. ¿Mi padre me temía? El orden natural de las cosas quedaba completamente invertido. Desde luego, yo tenía muy claro que era el hijo quien solía temer al padre, nunca había pensado que podía llegar a ser al revés, que el padre temiera al hijo. Pero ¿por qué me temía?
¿El rector debía de haber temido también a Nathaniel?
—Creo que ya es hora de terminar la visita —dijo Erasmus—. Aunque si tanto tú como tu padre estáis de acuerdo, Tristan, puedes volver mañana o pasado. Tendré en cuenta tus ideas respecto a la luz, pero lo de la lectura… —sonrió—, creo que en lugar de la señora H. sería más adecuado que lo hicieras tú.
—¿Yo?
—Sin duda —dijo Erasmus—. Estoy seguro de que a la señora H. no le importará. Además —continuó, dirigiéndose a ella—, dudo que tenga usted conocimientos de latín o de griego, ¿no?
La señora H. resopló por la nariz.
—¡Pues no, señor Glass! —Por el tono que había utilizado, pareció como si Erasmus la hubiera tratado de prostituta.
Erasmus y yo nos excusamos ante mi padre y, aunque no hizo el más mínimo intento de responder, no me cupo duda de que nos comprendió. Acto seguido, salimos de la habitación.
—Bueno, Tristan —dijo Erasmus a la vez que se volvía para mirarme con una sonrisa en los labios mientras bajábamos por las escaleras—. Mañana, si así lo deseas, puedes empezar tu tratamiento y descubriremos qué efectos tiene, si es que llega a tenerlos.
Seguro que los tendrá, pensé. Será beneficioso para la recuperación de mi padre y para la mía.