26

Puesto que el gobierno no había quedado satisfecho con el cambio del año nuevo de marzo a enero, decidió demostrar su sagacidad infinita extirpando quirúrgicamente once días del mes de septiembre, la mañana siguiente amaneció ese mismo número de días más tarde que la noche anterior. Sin embargo, seguía siendo jueves. En esa ocasión, no obstante, la dislocación no me desorientó lo más mínimo y sentí cierto placer al constatar que el tiempo humano, al menos tal como el calendario del momento lo presentaba, era a su manera tan flexible como el de las hadas.

Katherine se despertó de mal humor y, tras rechazar mi intento de compartir el deleite que sentía por la mutabilidad de las fechas, me exigió que le dijera enseguida cuándo le permitiría salir de su celda. No sólo no pude satisfacerla al respecto, sino que además tuve que advertirla de que yo tenía que volver a salir durante otra hora, más o menos, para ayudar a Erasmus con mi padre, lo que la sacó de quicio hasta el punto de alzarme la voz. Intenté silenciarla tapándole la boca con la mano, pero al final, para que se callara, tuve que prometerle que le dejaría mis llaves.

—No te preocupes, Bloody Bones, no desapareceré —dijo con algo de sorna—. Pero es que ya no soporto más esta encarcelación. La mera idea de poder salir de la habitación ahora mismo si lo deseara me tranquilizará lo suficiente para poder quedarme a voluntad y soportar tu ausencia hasta que vuelvas. Pero entonces, cariño, tendrás que contarle al servicio que estoy aquí y presentarme al señor Glass. Le diremos que acabo de llegar de Weymouth.

El altercado quedó, así, resuelto y yo regresé con Erasmus a la habitación de mi padre, dispuesto a empezar a leerle enseguida a la luz de la vela. La señora H. salió para dedicarse a otras tareas y todo quedó en silencio. Contemplé el rostro de mi padre y sentí un extraño alivio al ver que sus ojos rechazaban obstinadamente encontrarse con los míos y se fijaban, como siempre, sobre mi oreja. Abrí el volumen de La Eneida y empecé a recitar asuntos marciales y al hombre exiliado de las orillas de Troya por el destino.

Las horas pasaron de un modo apacible hasta mediodía. No sabía con seguridad si mi padre estaba prestando atención a Virgilio o, siquiera, al sonido de mi voz, pero me sentí más que inclinado a pensar que sí y así se lo hice saber a Erasmus. El instinto me decía que se beneficiaría de esa estimulación. Además, pensé con gran alivio, no había visto que el más mínimo signo de aprensión hubiera convulsionado su semblante desde mi última visita. Había empezado a importarme mucho que mi padre no albergara ese sentimiento. Después de mediodía seguí leyendo, hasta que oí que el reloj del vestíbulo tocó tres cuartos y decidí detenerme. La campana del reloj me devolvió a mi siglo y de repente fui consciente de otros sonidos: un violento alboroto de naturaleza femenina que resonaba desde la parte inferior de la casa. Erasmus también lo oyó. Frunció el ceño, se puso de pie y decidió bajar para descubrir la causa mientras yo me quedaba con mi padre.

—No, no —dije—. Sea lo que sea, ocurre en mi casa y, por consiguiente, la responsabilidad es mía. Iré yo.

Pero, mientras pronunciaba esas palabras, los ruidos de abajo aumentaron en tono y volumen y dejé de tener dudas acerca de la fuente de la discordia. Mi cobarde corazón empezó a temblarme dentro del pecho.

Tía Barnaby había llegado. El mal que tanto había temido se cernía sobre nosotros. Estaba reprendiendo a voz en grito a mi pobre Katherine.

—¿Casarte, dices? ¡No, no te casarás! Oh, antes te encierro en un correccional. ¡Eres una golfa, una fresca y una descarada cazafortunas! Antes prefiero verte muerta que dejar que toques un solo penique de mi familia, ¿me has entendido?

Hubo una breve pausa que mi tía utilizó, al parecer, para coger aire. Su voz había sonado cada vez con más intensidad durante la diatriba y, de repente, para mi gran horror, me di cuenta de que no era porque gritara cada vez con más fuerza, sino porque se acercaba rápidamente. Sus pasos se oyeron por las escaleras.

Erasmus me miró fijamente.

—No puede ser que… —empezó a decir, asombrado.

Acto seguido oí la voz de Katherine completamente airada. Me quedé helado, con los pelos de punta, y a Erasmus debió de sucederle lo mismo, puesto que a los dos nos sorprendió la vehemencia de su furia.

—¿Que cómo me atrevo? ¿Cómo te atreves tú? Bruja asquerosa, me casaría con Tristan Hart aunque no tuviera ni un penique. ¡Y sin pensármelo dos veces! ¿Cómo te atreves a pensar que puedes insultarme sólo porque dispones de un dinero que yo no tengo? ¿Y tú dices que soy mala? ¿Te atreves a llamarme criatura? ¡Bah! Tú eres la mala, por más sedas y pelucones que lleves, y lo eres por tus asquerosas acusaciones y tus insultos. ¡Qué asco! ¡Me dan ganas de vomitar! Si te considerara una dama, te aseguro que yo jamás querría llegar a serlo… Y si es el dinero lo que te ha convertido en la criatura ruin que eres, ¡prefiero morir en la miseria!

—¡Malvada meretriz! —chilló mi tía—. ¿Cómo te atreves a reprenderme, caradura? Oh, te mereces todos y cada uno de los insultos que me has hecho utilizar… ¡Y ninguno te describe lo suficiente! ¡No vuelvas a dirigirme la palabra! ¡Furcia, zorra, ramera!

—¿Está aquí? —exclamó Erasmus—. ¿De verdad que Katherine Montague está aquí?

—¿Por qué ha salido de mi habitación? —exclamé—. ¡Me ha prometido que me esperaría! —Me puse de pie de un brinco—. ¡Acabará pegándole, estoy seguro! —Me refería a que temía que mi tía pudiera pegar a Katherine. En realidad, sin embargo, debería haber temido que fuera Katherine la que, no sin justificación, estuviera a punto de golpear a mi tía. Aunque al fin y al cabo la única que me preocupaba era mi amada.

A Erasmus parecía que le hubiera caído un rayo encima. No obstante, demostró una gran fuerza de voluntad cuando, dominando su asombro, respiró hondo, se puso de pie y me dijo:

—Quédate donde estás. Yo me encargo de acabar con esto. —Tras lo que salió a toda prisa hacia la puerta.

Mi tía, sin embargo, lo evitó. Justo cuando Erasmus llegaba a la puerta, que sin duda lamentó no haber cerrado con llave, ésta cedió como si la hubieran volado con un tonel de dinamita. Tía Barnaby apareció en el umbral.

Era evidente que había recibido las noticias incendiarias de mi relación mientras se estaba aseando, puesto que había salido con el rostro blanqueado pero sin haberse arreglado la peluca. El efecto era tan sorprendente como ridículo. Lo que cubría su cabeza rapada era algo informe y achaparrado que parecía más bien un nido de serpientes retorcido alrededor de un rostro tan blanco como una máscara mortuoria. Sin embargo, había conseguido vestirse del todo y había llegado ataviada con un vestido de damasco rojo tan extremado que era más ancho que alto.

Erasmus se quedó petrificado un segundo, horrorizado. Acto seguido, retrocedió de forma automática cuando mi tía dirigió su terrorífica mirada hacia mí y, sin mover la cabeza ni un milímetro, ladeó el cuerpo para poder pasar por la puerta, demasiado estrecha para los tontillos de su falda. Una vez dentro, levantó el dedo índice y me señaló antes de gritar mi nombre:

—¡Tristan!

La miré fijamente, mudo de asombro. A continuación, mis ojos detectaron un movimiento tras ella. Katherine, decidida a no quedar excluida, apareció también por la puerta. Nuestras miradas se encontraron. Ella abrió la boca para hablar, pero de repente desapareció como si una mano invisible hubiera tirado de ella.

Madam! —exclamó Erasmus. Se recompuso y avanzó para interponerse entre el dedo de mi tía y mi persona—. En esta habitación hay un enfermo, debe usted salir enseguida.

—¡Que salga, dice! —exclamó tía Barnaby mientras se erguía completamente y le dedicaba a Erasmus una mirada de rotundo desdén—. ¿Quién se cree que es, joven, para pensar que puede ordenarme que salga de aquí? ¡Ésta era la casa de mi padre! ¡Me crié aquí! No sólo no pienso salir, señor Glass, sino que no pienso aceptar órdenes de un mero sirviente, ¡vive Dios! ¡Ya es hora de imponer algo de orden en esta casa! ¡Tristan Hart, por muy loco que estés, no te casarás con esa zorra, esa mocosa, esa mendiga malcriada! ¡Cuando admití que no tenías por qué buscar una buena casadera no me refería a que pudieras casarte con una cualquiera! ¡No te casarás! ¡No lo permitiré! Primero mi hermano y ahora su hijo. Habéis dado cobijo a Dios sabe qué criaturas bajo el techo de mi pobre y difunto padre, habéis contaminado mi hogar y habéis vertido las desgracias y la vergüenza sobre el nombre de mi familia. No lo consentiré, ¿me oyes? ¡No lo consentiré!

Mi tía había perdido los estribos por completo. Jamás la había visto tan enfadada como ese día y tuve la seguridad de que bajo la capa de blanco de plomo su rostro estaba tan rojo como su vestido. Sin embargo, me di cuenta de que no estaba ni la mitad de furiosa que Katherine, a quien volví a ver aparecer por la puerta, aunque no pudo entrar porque los enormes tontillos de la falda de mi tía se lo impedían. Forcejeaba con la señora H. sin apartar la mirada de mis ojos. El ama de llaves la había agarrado por el brazo y parecía estar discutiendo con ella de forma insistente.

—Oh —exclamó mi padre en voz baja. Bajé la mirada. Con la confusión ocasionada por la súbita llegada de su hermana, yo había centrado toda mi atención en ella y no en él. Por eso no me había dado cuenta de que había abierto los dos ojos y había vuelto la cabeza para contemplar el espectáculo que tenía lugar a los pies de su cama. No pude identificar la expresión de su rostro con claridad, pero a pesar de ello sí noté, como si de una luz invisible se tratara, cómo se despertaba en él una ira súbita y terrible.

Durante un segundo de pánico, pensé que esa ira tenía que ver conmigo. Me teme, pensé, y de repente ese hecho espantoso tomó una relevancia que me había pasado desapercibida hasta el momento. Seguro que me repudiará. Lo perderé todo: mi condición, mi fortuna, mi hogar, mi familia. Katherine y yo tendremos que vivir de la caridad, puesto que su familia la odia y no tendremos nada para vivir. ¡Oh, por Dios, no! ¡No! Tengo que trabajar. Iré a ver al doctor Hunter y le suplicaré que me consiga un puesto como aprendiz a pesar de mi enfermedad. Haré lo que haga falta, cualquier cosa. Pero no abandonaré a mi amada.

Katherine apareció de nuevo por la puerta, esta vez más tranquila, aunque su rostro reflejaba todo lo contrario. Nuestros ojos se encontraron. Cuánto la amo, pensé una vez más.

Mi padre respiró hondo. Luego, para romper el breve y frágil silencio que se había impuesto a su mínima exclamación y al arrebato de tía Barnaby, pronunció cuatro palabras breves, las más claras que le había oído decir jamás.

—A la mierda, Ann.

Su sinceridad y comprensión quedaron fuera de toda duda. Realmente mi padre comprendía las cosas, lo comprendía todo. Y podía hablar, además, con una profundidad tan feroz que parecía como si las palabras hubieran quedado frustradas en su lengua durante décadas. Tanta fue la claridad con la que se expresó, tan innegable la fuerza de sus palabras, que de repente lo que me sorprendió fue ese silencio tan habitual, puesto que me pareció imposible que un hombre como él, tan lleno de cólera, pudiera —o más aún, quisiera— reprimirla.

Un largo silencio siguió a las palabras de mi padre. A continuación, Erasmus, que como siempre fue el primero en recuperar la compostura, se aclaró la garganta.

—Señora Barnaby —dijo—, con el debido respeto, debería usted obedecer al señor Hart.

Mi tía se había quedado tan boquiabierta que no creo que llegara a oír a Erasmus. Teniendo en cuenta las palabras que ella misma había pronunciado anteriormente, supuse que no fue el vocabulario de mi padre lo que causó ese impacto. Fue el mero hecho de que opusiera resistencia. No recordaba haberlo visto enfrentarse a ella ni una sola vez desde que había empezado a hostigarlo. Luego me sorprendí pensando que en realidad no lo había hostigado. La ira de mi tía se había centrado siempre más bien en mí y él me había defendido.

—¿John? —susurró mi tía.

Mi padre emitió un sonido incomprensible que podría haber sido un intento de soltar un discurso más complejo, aunque, del mismo modo, podría no haberlo sido, y volvió su atención con testarudez hacia la pared.

¡Me había defendido! El corazón empezó a latirme con fuerza.

—Mi padre no tiene nada que decirle, señora Barnaby —dije—. Y yo tampoco. No pienso renunciar a mi relación con la señorita Montague y detesto y repudio tajantemente la conducta que mantiene respecto a ella, madam. Por cierto, tengo que decirle que esa actitud suya me parece lamentable.

La expresión de mi tía, que me pareció algo teñida de disculpa y perplejidad cuando miró a mi padre, se endureció al instante con mi interrupción. Sus ojos azules se tornaron turquesa, pero no dijo nada.

De repente, mi imaginación percibió con una certeza terrible lo que mi tía vio en mí en ese mismo instante y supe sin lugar a dudas que no era ni a su hermano ni a su querido padre, sino a alguien ajeno: a mi madre. Mi aspecto era el de un judío.

Mi tía era lady B., era la madre de todas las mujeres que a lo largo de mi vida me habían mirado sintiendo aversión por mi piel oscura, mi pelo oscuro, mis ojos oscuros. Era la madre de Nerón, tan cierto como lo era de James Barnaby. Suyas eran las percepciones, los prejuicios que habían animado a Joseph Cox a preguntarle a Margaret Haynes si mi piel estaba manchada de lodo. Y recordé sin asombro ni tristeza, sino con un atisbo de comprensión, los innumerables castigos a los que me había sometido de niño. Siempre había sostenido que la infancia era el estado del pecado original y que era preciso expulsar al diablo si éste se negaba a marcharse por sí solo, aunque no había sido el pecado lo que había percibido en mi fisonomía. Puesto que tenía el pelo negro, igual que los ojos, y la piel aceitunada y la nariz aguileña como el pico de una rapaz, había sido condenado por error nada más salir del útero de mi madre sin tener esperanza alguna de revocación.

Pero mi padre, ese tímido y reservado padre que no era capaz de mirar fijamente a nadie, que en circunstancias normales no alzaba la voz por encima de su habitual murmullo monótono, no tenía esos prejuicios. Si me temía, no era por eso. Porque con apenas veintiún años había demostrado tener el coraje necesario para no quedarse en la superficie y amar la cualidad que había descubierto en el interior. Yo era el resultado de ello: había heredado de Eugenia el aspecto y la perspicacia y, fuera por eso o por mí mismo, mi padre también me quería a mí.

Era algo apabullante.

—Salga —le dije a tía Barnaby—. Mi padre tiene todo el derecho a prohibirle que vuelva a poner los pies en esta casa. El señor Glass la acompañará hasta su carruaje.

Mi tía no respondió, pero, al ver que no tenía posibilidad alguna de defenderse, tal vez creyó que sería mejor no intentarlo. Le lanzó una última mirada airada a su hermano y, acto seguido, con la máxima dignidad posible, se dio la vuelta y salió caminando de lado, como los cangrejos, hacia el pasillo en el que se encontraba Katherine, protegida —o, mejor dicho, contenida— por los brazos de la señora H.

Tía Barnaby la miró fijamente. Fue una mirada pausada, cargada de un veneno tan petrificante que no me habría extrañado si en un momento se hubiera convertido en la Medusa. Levantó la mano derecha con ademán de darle un bofetón a Katherine.

—¡No te atrevas! —grité.

No sé si me oyó o si llegó a esa conclusión ella sola, pero el caso es que mi tía bajó la mano sin más.

—¡Cásate! —dijo—. ¡Será una buena esposa para ti, estoy segura!

—¿Qué día es hoy, señorita Montague? —pregunté—. ¿Quiere decírselo a la señora Barnaby? Cree que usted no lo sabe. Ya se lo digo yo: es día catorce.

—Se lo diré —intervino Katherine—. Es verdad, madam, es catorce de septiembre.

Mi tía se irguió tanto como pudo una vez más y volvió su mirada hacia mí con repugnancia.

—Maldito chico, eres ridículo y absurdo —dijo con un desprecio mordaz—. ¡Ya veo que elegirás a una fierecilla tan loca como tú! ¡Katherine! ¡Para que aprenda a distinguir entre el sol y la luna tendrás que grabárselo en la frente! Cualquiera que sea mínimamente inteligente sabrá que hoy es día tres —giró de golpe sobre sus talones de color carmesí y se marchó sin más.

Erasmus tardó cosa de un segundo en hacerle una reverencia precipitada a mi padre y salir de la estancia para cumplir con lo que le había pedido y asegurarse, pues, de que tía Barnaby abandonaba la casa sin más contratiempos. Yo esperaba que no lo insultara, todo aquello no le incumbía al pobre Erasmus, nada de lo sucedido era culpa suya. Katherine, al ver que se marchaban juntos, se zafó al fin de los brazos de la señora H. y entró en la habitación. Cuando llegó a los pies de la cama de mi padre se detuvo de repente, acosada por la indecisión. Nuestras miradas se encontraron y por un instante pensé que se lanzaría a mis brazos, pero en lugar de eso desvió los ojos hacia mi padre.

El caballero había vuelto la cabeza de nuevo para poder contemplar más fácilmente la puerta y todo lo que allí sucedía, aunque su atención se centró en un lugar a unos quince centímetros de la mano izquierda de Katherine. Movió la boca en silencio, sin llegar a pronunciar las palabras, mientras se esforzaba por darle la forma deseada a ese rostro que tanto se resistía a obedecerlo. Al final, tras medio minuto de terrible forcejeo, se dio por vencido; sus intentos cesaron y sus facciones se quedaron quietas.

Katherine me miró con un horror silencioso, tapándose los labios con los dedos como si estuviera sofocando un chillido. La señora H. la agarró por el brazo.

—Salga, señorita —le dijo—. No tiene por qué ver al señor en ese estado.

—Menuda pieza está hecha, carajo —dijo mi padre con una claridad deslumbrante.

La señora H. dio un gran respingo, sus labios empalidecieron y los músculos de sus pómulos se tensaron al instante como si de golpe y porrazo se hubieran convertido en mármol.

Palabras breves, pensé.

—Señora H. —dije con tono mordaz—, ¿mi padre siempre utiliza un lenguaje tan vulgar?

La expresión congelada de la señora H. se desmoronó. Durante unos segundos pensé que no me respondería, pero enseguida empezaron a brotar lágrimas de sus ojos y asintió furtivamente como si no quisiera reconocer su propia experiencia.

—Oh, señor Tristan —dijo—, sí, y lo siento, siento mucho tener que oír esas cosas… y es que desde que lo conozco había sido de lo más caballeroso y siempre se había mantenido muy por encima de cualquier irreverencia, hasta el punto de que estaba convencida de que ni siquiera las conocía.

—Pues queda claro que no es el caso —dije—. Deje entrar a la señorita Montague.

Extendí la mano hacia Katherine para que se me acercara. Los pensamientos se me agolpaban rápidamente en la cabeza. Mientras se acercaba, me volví hacia mi padre y me fijé en sus ojos. Tal como había esperado, los ojos de mi padre la siguieron, revoloteando por la mano izquierda de Katherine como un pájaro medio silvestre que sabe que hay comida dentro de la mano cerrada pero ha visto como sus congéneres caían atrapados por la red y por eso se muestra muy precavido ante la posibilidad de que lo domestiquen.

Cuando Katherine llegó a mi lado le cogí la mano izquierda con decisión y presionándola contra mi pecho miré primero la cara maltrecha de mi padre y, a continuación, el hermoso rostro de mi amada.

El corazón no me cabía en el pecho. Tragué saliva y dirigí la mirada una vez más hacia mi padre.

—Señor —dije—, ésta es la señorita Katherine Montague. La amo profundamente y me casaré con ella tan pronto como sea posible. ¿Puedes darnos su bendición, padre?

Durante un largo momento permaneció en silencio, hasta que pude discernir en su mirada el inicio de un segundo forcejeo interior, de la misma naturaleza que el primero. Está intentando hablar, pensé. Intenta utilizar el lenguaje y los términos a los que, igual que nosotros, estaba acostumbrado. No obstante, no lo conseguía y la dificultad no procedía de su parálisis. Las ideas son demasiado sutiles y los canales dañados de su cerebro no podían contenerlo. Sin embargo, cuando utilizaba aquellas expresiones tan vulgares las palabras no se le escapaban, simplemente estaban hechas de un material más tosco del que se servía para hablar. No pretendía ofender a nadie, lo único que intentaba era comunicarse.

Al final, como siempre, la batalla terminó. Los ojos de mi padre abandonaron la mano de Katherine y le rozaron suavemente el rostro como lo harían las más suaves plumas de la punta de un ala.

—Qué carajo —exclamó mi padre—. Me parece cojonudo.

—Gracias —dije—. Gracias, señor.