10

A Saunders Welch le complacía sobremanera que yo visitara con frecuencia el establecimiento de la señora Haywood. Tal vez no le habría hecho tanta gracia si hubiera estado al corriente de la clase de actividad en la que solía enfrascarme. El señor Welch, igual que los hermanos Fielding, tenía sólidas convicciones respecto a la violencia entre hombres y mujeres. Pero aquel inocente que temía ser diabólico había pasado a la historia: me había convertido en un verdadero diablo que no le temía a nada.

Todavía disfrutaba fornicando de vez en cuando, pero cada vez de forma más ocasional. El acto en sí mismo no me complacía más que en otros tiempos, pero a veces lo que necesitaba era rendirme a la bruma roja y arrojar al suelo o inmovilizar sobre una cama a Polly o a otra de las experimentadas furcias. La señora Haywood ya no me ofrecía a sus chicas más jóvenes.

Bajo la tutela de la señora Haywood y ante el semblante inexpresivo de la anciana furcia, dediqué horas enteras al aprendizaje y perfeccionamiento del uso del látigo, el gato de varias colas, el azote y la vara de abedul. Practiqué con diligencia el bello arte de atar tobillos, muñecas y rodillas de manera que causaran las más exquisitas agonías sin por ello limitar peligrosamente el flujo de la sangre que, tal como Harvey había demostrado antes que yo, pasaba entre el corazón y las extremidades a un ritmo tremendo. Me volví adicto a provocar gritos de la tonalidad e intensidad más verosímiles, arco iris cristalinos de angustia refractada que iluminaban la habitación entera. Los chillidos más puros a menudo eran suficientes para proporcionarme una satisfacción absoluta.

En ocasiones, cuando todavía me encontraba al principio de ese aprendizaje, me imaginaba a mí mismo en mi laboratorio y veía a la furcia que tenía delante como a un objeto de estudio, tal como había imaginado a Viviane. Pero esos fantasmas, en realidad, más que deleitarme me inquietaban, por lo que poco después decidí abandonar esas pretensiones.

Fuera del burdel, gané mucha seguridad. Cantaba, saltaba y silbaba. Le llevaba bandejas a Mary e incluso la besaba en la mejilla siempre que sabía que su marido y su cuñado no andaban cerca. La vida había pasado a ser para mí un deleite en lugar de una cruz. Incluso empecé a olvidar la demencia que, al parecer, me aquejaba. Dejé de estudiar a Descartes y a Locke con la desesperación propia de un condenado. Dejé de sufrir alucinaciones, frenesís o melancolía. Si en algún momento había estado realmente loco, pensaba, nunca volvería a estarlo. Tal vez jamás lo había estado. Quizás el desorden que habían sufrido mis sentidos lo había provocado otro motivo. Quizás había ingerido algo en mal estado. Quizás se había debido a una embriaguez excepcional. Quizás había aspirado algún tipo de droga que había en el aire.

Me parecía fascinante la posibilidad de que cosas no naturales pudieran alterar mi percepción de ese modo.

Esa mutación de mi espíritu y el cambio que conllevó en mi conducta general causó una impresión imprevista a John Fielding, que hasta entonces me había considerado víctima y causante de problemas por igual. Hacia el día de Santa Lucía, me hizo llamar para reprenderme por mi conducta. El salón de la sobremesa estaba en calma y a oscuras sin más luz que la que proporcionaba el intenso fuego que ardía en la chimenea. Yo estaba de pie frente al hogar, callado y receloso, con más de la mitad del rostro ensombrecido.

—Sería preferible —dijo mientras se recostaba en su silla y dirigía de forma desconcertante su mirada vacía a través de las gafas oscuras— que dedicaras una cantidad menor de tiempo y de la fortuna de tu padre a frecuentar prostíbulos.

—No me excedo —protesté.

El señor Fielding soltó una carcajada. Fue la primera vez que le oía reír de ese modo. No fue una risa cruel y denotaba un atisbo de lamentación.

—¿Eso es lo único que puedes alegar? No es que diga mucho a tu favor, Tristan. El señor Welch me ha contado que visitas el prostíbulo de la señora Haywood tres días de cada siete; y nueve durante la última quincena. Eso es excesivo. Sospecho que incluso obsesivo.

Noté que me sonrojaba. No fue porque el señor Fielding hubiera juzgado la calidad de mis visitas al prostíbulo, pensé, ni porque Saunders Welch hubiera tenido que dar testimonio de ello ante él. Pero tampoco dije nada.

—Me parece claro que estás muy inquieto y aburrido —prosiguió el señor Fielding—. Justo como sería de esperar de un joven agudo e inteligente como tú que no aspira a ninguna ocupación. Por consiguiente, mi hermano y yo mismo hemos hecho las gestiones necesarias para que empieces con tus estudios de anatomía con el doctor William Hunter.

—Creí que esa idea había caído en el olvido —tartamudeé.

—Pues no —dijo el señor Fielding—. Mi hermano y yo llegamos a la conclusión de que era mejor que no te enfrentaras a ello con demasiadas expectativas justo después de tu llegada. Ahora que ha pasado un tiempo, lo mejor será que prosigas con tu educación.

Miré fijamente al señor Fielding y me alegré, me alegré profundamente, de que no pudiera verme el rostro, puesto que no era capaz de controlarlo. Si a los hermanos Fielding se les hubiera ocurrido informarme en un principio acerca de la decisión que habían tomado… pero no había sido así y ahí estaba yo, con la mente sin duda limpia y afilada como una lanceta, pero con las manos crueles como un corte y el alma sumida en el vicio como si la hubiera entregado directamente al diablo. ¡Y todo porque temía que hubieran podido olvidarme! ¿Cómo iba a poder estudiar disección y medicina con el doctor Hunter? ¿Cómo podría soportar encerrarme en esas salas y afirmar que deseaba estudiar el dolor para procurar evitarlo? ¿Cómo podría, en resumen, convencerlo de algo en lo que yo ya no creía? No podía hacerlo. Y, sin embargo, si le decía que había cambiado de parecer y que ya no era merecedor del premio al que había dedicado toda mi vida, no sólo estaría entregando mi alma, sino también una clara victoria.

Me estremecí al recordar aquellas justificaciones en las que había encontrado consuelo cuando me habían asaltado las dudas acerca de mi hábito. Era cierto, me dije a mí mismo, que mis gustos eran insólitos, pero no era menos cierto que mi vicio era menor comparado con muchos otros. No me gustaban los niños, ni los animales. Además, no era necesariamente cierto que yo fuera completamente malvado. ¿Cómo podía serlo cuando los rayos del sol me calentaban la piel, la lluvia me besaba y la belleza de la creación se arqueaba sobre mi cabeza en la bóveda azul del cielo invernal? ¿Cómo podía ser malvado cuando tenía tanto cuidado de que los gritos que repicaban en mis oídos encontraran el eco del dulce alivio cuando el dolor llegaba a su fin? ¿Cómo podía yo ser malvado si sentía tanta felicidad?

El rector se había equivocado. El tutor se había equivocado. Yo mismo me había equivocado, también.

Fuera cual fuese la causa y la naturaleza de mi necesidad, no me incapacitaba para el estudio de la anatomía o la investigación a favor de la condición humana. Era mía y mía era también, por consiguiente, su comprensión y su control. No significaba nada, no cambiaba nada.

—Me gustaría —dije— poder empezar a trabajar con el doctor Hunter tan pronto como sea posible.

—Tienes hasta el veinte de enero para prepararte. Y será mejor que le cuentes a la señora Haywood que ya no te verá con tanta frecuencia a partir de ahora. Estoy seguro de que echará de menos tu inteligencia, pero lo superará.

No supe determinar hasta qué punto resultaría imprudente que me echara a reír, por lo que permanecí en silencio. El señor Fielding suspiró y se recostó en su silla. A continuación, y para mi gran sorpresa, se quitó la peluca, se pasó los dedos por el rastrojo que le cubría la cabeza y se rascó el cuero cabelludo.

—Malditas pelucas —exclamó—. Son ridículamente caras, requieren un mantenimiento continuo y tienen tantos piojos como esta horrible ciudad. ¿Por qué las llevamos?

Aunque no estaba muy seguro de que la pregunta fuera retórica, me atreví a responderla de todos modos.

—Por costumbre —dije—. Y porque están de moda, señor.

—¡Moda! ¡Ja! No es más que un medio de engañar y atormentar a hombres y mujeres inocentes. ¿Qué virtud tiene la moda, en realidad?

Bajé la mirada para contemplar mi ropa. Llevaba puesta una casaca de seda gris que mi sastre me había entregado tan sólo dos días antes y que a la luz de la lumbre presentaba el lustre perfecto del peltre recién pulido. Me alegré al comprobar que el color combinaba perfectamente con el de mis zapatos, cuyas hebillas llevaban la misma marca fundida que los botones plateados de la casaca. Volví a levantar la mirada.

—Supongo que ninguna, señor… excepto, tal vez, la meramente estética.

—Así pues, ¿crees que virtud y belleza son equivalentes?

—Tal vez —respondí.

—Y, sin embargo, la corrupción más profunda puede encontrarse incluso en el pecho más puro. En medicina sucede, ya tendrás ocasión de comprobarlo; pero también en las leyes y, sin duda, también en el alma humana.

—Pero ¿qué hay de lo que no es humano? —objeté—. Estaba pensando más bien en la belleza de un cielo despejado; o en el vuelo de un ave marina con una nube de fondo; o en una nota musical, perfecta en su ejecución. ¿Acaso no son cosas buenas?

—De las tres —dijo John Fielding—, sólo la tercera tendría algo de bondad que yo pueda apreciar. Pero prosigue, Tristan.

—Si tienen algo bueno —dije—, sin duda será por respeto a algún tipo de virtud inherente a ellas. Y esa virtud es simplemente la belleza.

—Entonces sugieres que la belleza es una virtud, pero no que la virtud sea bella.

—¿La virtud no es bella, señor?

—Ciertamente, lo es. Porque la belleza es inherente a ella, del mismo modo que es inherente a un cielo despejado o a una nota de música perfecta. Pero no debes confundir una cualidad inherente a algo con ese algo que la contiene.

Me quedé callado durante un minuto mientras reconsideraba mi posición. Se había convertido en una cuestión personal el hecho de salir victorioso de aquel debate y ese deseo por unos momentos pudo más que mi observancia de las reglas de la dialéctica filosófica.

—No he dicho que ambas cosas sean equivalentes —dije—. Me he limitado a responder: «Tal vez». Pero respecto de la cuestión que nos ocupa, la moda, no importa si la belleza es una virtud o una cualidad inherente. La belleza es necesariamente inherente a la moda. Es el propósito de la moda, como lo es también la expresión de la condición social o económica. De no ser así, las personas que visten a la moda parecerían meros lerdos. Por consiguiente, la moda tiene la belleza como cualidad, aunque no necesariamente la virtud —me detuve un momento—. Pero usted, señor, no ha demostrado que la virtud no sea inherente a la belleza. Si consideramos que una nota brillante es buena, no lo es sólo por su belleza, sino también por su virtud.

El señor Fielding soltó una carcajada.

—Por lo tanto, la belleza y la virtud puede que no sean absolutamente idénticas, aunque no podría ser más difícil distinguirlas. Aplaudo tus argumentos, pero sigo sin querer ponerme esta peluca insufrible.

No tenía ni idea de si había ganado o si, por el contrario, el señor Fielding había decidido hacérmelo creer. El caso es que en ese momento empecé a percibir hasta qué punto me resultaba posible llegar a sentir una simpatía sincera y real por el señor John Fielding. Me permití arriesgarme a soltar una pequeña carcajada.

Escribí a la vez a Nathaniel y a Jane para contarles esas fascinantes novedades. En el caso de Jane, me disculpé además por mi brutal comportamiento durante la última noche que había pasado en Shirelands Hall. Le conté que me asediaban los más profundos remordimientos, lo cual era cierto, y que la echaba de menos, aunque esto último no era cierto. A Nathaniel le escribí todo lo contrario. Lo echaba muchísimo de menos y siempre que pensaba en las circunstancias en las que nos habíamos separado sentía una espina clavada en el corazón. Sin embargo, no podía disculparme por lo que había hecho.

En Nochebuena recibí respuesta de Jane. En el tono más indulgente posible, lo que me avergonzó todavía más, me contaba que mis disculpas eran totalmente innecesarias. Que mi padre al fin había dejado de comer encerrado en su estudio y que la vida continuaba en Shirelands más o menos como siempre. Las Navidades se presentaban tranquilas y yo podía sentirme afortunado de encontrarme en Londres, a pesar de la época del año. Que mi tía me mandaba recuerdos, igual que James Barnaby.

Sin duda te alegrará saber, hermano mío, que al fin hemos fijado una fecha para nuestro matrimonio. Nos casaremos en Shirelands, en la iglesia de St Peter, el ocho de junio del año que viene. El señor B. ha formalizado el arrendamiento de Withy Grange, que queda apenas a siete kilómetros de Shirelands, una casa solariega muy adecuada para nosotros. Está resuelto a tenerla lista para el mes de junio, para lo que está llevando a cabo unas cuantas reformas modernas que mejorarán su aspecto y que tendrán que estar listas antes de que podamos instalarnos. Tendremos unos bonitos jardines, construcciones griegas y un camino serpenteante como el del señor Broun en Stowe.

Continuaba en esa línea a lo largo de una página entera, pero me interesaba tan poco que decidí leer directamente el final de la carta.

El rector R. y su familia están bien y me han pedido que te transmita sus mejores deseos. Actualmente viven algo apretujados porque

(en este punto tuve que darle la vuelta a la hoja para seguir leyendo)

… sus primos, los Montague, se alojan en su casa de nuevo. La madre está enferma y el hijo mayor está sirviendo en la marina, por lo que nadie puede cuidar de ellos excepto…

(le di un cuarto de vuelta a la carta, continuaba por un margen)

… un tío soltero. Te hago llegar mi más sincero afecto, querido Tristan, y espero verte muy pronto, el día de mi casamiento a más tardar. No queda espacio, hermano, pero me acuerdo mucho de ti. Besos, Jane Hart.

Si en casa del rector están bien, pensé, ¿por qué no recibo noticias de Nathaniel?

—¿No le parece extraño —le pregunté a Mary Fielding, que acababa de entrar en la habitación— que mi hermana no mencione a mi amigo a pesar de que le había preguntado expresamente por él?

Le tendí la carta para que pudiera examinarla. Mary cogió la hoja de papel y leyó concienzudamente cada una de las palabras en voz alta. La dejé en la puerta del salón, me acerqué a la ventana y vi cómo un anciano vendedor ambulante y su perro avanzaban de forma errática por la transitada calle. La señora Fielding terminó, volvió a doblar la carta y me la devolvió.

—No sabría decirle, señó Hart —dijo—. Tal vez su hermana no tuviera noticias acerca de vuestro amigo.

Recuperé la misiva y miré a Mary con más intensidad que nunca.

—Parece usted preocupada, señora Fielding —dije.

—Lo estoy, señó —respondió Mary con un suspiro. Parecía a punto de decir algo más, pero se detuvo con un gesto inquieto. Le puse una mano en el hombro.

—Señora Fielding —dije—. ¿Qué sucede?

Mary Fielding recobró la compostura, apartó mi mano y soltó una carcajada aguda y leve, desprovista por completo de regocijo.

—No es nada que pueda afectarle —hizo una pausa antes de continuar—. Aunque no sé cómo Liza conseguirá quitar esas manchas de sangre de sus camisas, no lo sé. Si tiene que ir a las peleas de gallos, señó, tal vez sería aconsejable que se apartara un poco más del reñidero. No creo que podamos quitarlas, menos aún si se marcha a estudiar con el doctó Hunter —dijo con un estremecimiento—. Según el señó Fielding, es muy buen doctor y un hombre amable, muy educado y encantadó. Le diré a Liza que lo intente con vinagre.

—¡Mary!

—¿Sí, señó?

—¿Qué sucede?

—Oh, señó Hart —exclamó.

A continuación confesó que temía haber cometido una gran estupidez y me contó lo de la gitana. Según me dijo, había muchos gitanos por todo el país y era consciente de lo peligroso que podía ser tratar con ellos. Pero la gitana en cuestión no era más que una anciana y a Mary le había parecido inofensiva: una mujer muy vieja, con unos ojos que parecían pasas en un rostro arrugado y oscuro como un castaño de indias. Había acudido a la puerta trasera para venderle acebo y muérdago y a Mary le gustaban mucho las plantas en el interior de la casa por Navidad. De manera que, ¡pobre Mary!, la había invitado a entrar y habían estado hablando mucho rato mientras tomaban una taza de té. Y había sido entonces, sólo entonces, cuando Mary Fielding se había dado cuenta del bebé que la anciana llevaba a cuestas.

—La cosita más bonita que haya visto en toda mi vida —dijo Mary—. No comprendo cómo es posible que no me haya dado cuenta antes, puesto que desde que lo he visto he sido incapaz de apartá los ojos de él, era encantador. Entonces la gitana me ha pedido que se lo cuidara durante una o dos horas…

Todo aquello había sucedido a las nueve de la mañana y me lo estaba contando pasadas las cuatro.

—Si cree usted que la gitana ha abandonado al bebé, habrá que llevarlo a la inclusa —dije yo.

—¡Oh! —gimió Mary—. ¡El señor Fielding se enfadará tanto! ¡Un expósito abandonado en su casa! Pero… ¿quiere venir a verlo, señó Hart? He pensado que con sus conocimientos de anatomía, tal vez…

—¿Qué?

—Por favor, venga a verlo, señó. No me atrevo a hablar sobre ello.

Absolutamente perplejo a pesar de lo graciosa que me pareció la ironía de que hubieran abandonado a un expósito en la casa de Henry Fielding (aunque no en su lecho, como en su infausta novela), seguí a Mary hasta la cocina, donde vi la sencilla cesta de sauce a una distancia prudencial del fuego que crepitaba animadamente. El olor en la cocina era delicioso, a salchichas y especias, a pesar de que esa noche no íbamos a comer más que los restos del domingo. La señora Fielding había ganado en mi nombre la discusión acerca del relleno del pavo que comeríamos al día siguiente, por lo que llegó hasta mí el inconfundible olorcillo salado de las ostras mezclado con la acidez del limón. La boca se me hizo agua.

—Se lo advierto, señora Fielding, no tengo ninguna experiencia con bebés —dije—. Y tampoco me gustan especialmente. No cabe duda de que se pondrá a berrear en cuanto me vea.

En efecto, nada más oír mi voz, el bebé empezó a agitar las manos y los pies de tal manera que la cesta no paraba de moverse, aunque no llegó a llorar. En lugar de eso, soltó un resuello agudo a medio camino entre una nota musical y un siseo.

—Ya, yaaa… muñequito mío —dijo la señora Fielding mientras tomaba entre sus brazos al pequeño, todavía envuelto en la manta de lana con la que lo había tapado en la camita—. Oh, no sé ni cómo cogerte. Veamos… —de algún modo, se las apañó para cambiar de posición al bebé—. Así mejor. Señó Hart, por favor, échele un vistazo. No sé qué pensar.

Al principio, el bebé me pareció de lo más normal. Era bastante guapo y me miró con sus grandes ojos grises, con la inquietante intensidad típica de los bebés. Parecía muy pequeño, debía de tener doce semanas a lo sumo, aunque probablemente tuviera incluso menos, puesto que yo carecía de referencias para juzgar la edad de los bebés. Acto seguido, la criatura bostezó y pude ver una hilera de dientes blancos alineados sobre las encías rosadas como minúsculos alfileres.

¿De verdad lo había visto? Eso creí, aunque no estaba seguro del todo. Me acerqué todavía más y examiné la boca del bebé de nuevo.

—Eso no es todo, señó —dijo Mary Fielding. Con sumo cuidado, empezó a desenvolver al bebé sin parar de acariciarlo para intentar que se calmara—. He pensado que habría que cambiarla, hacía ya mucho rato que la tenía aquí y pensaba que debía de haberse ensuciado. No me gusta que los dejen así —ya con la manta abierta, meció al bebé desnudo en la parte interior del brazo—. ¿Le parece a usted que es humano, señó Hart?

El bebé era niña, pero eso era lo de menos. A cada lado del torso, desde la mitad del antebrazo y hasta los tobillos, tenía una amplia membrana de tejido vivo casi translúcido, sonrosado por la sangre que fluía por su interior.

De inmediato, pensé en la señora H., en Nathaniel y en los duendes bebé.

—¡Pardiez! —exclamé—. ¡Es un bebé murciélago!

Como si corroborara mi afirmación, el bebé empezó a agitar las manos. Aquellas alas, puesto que así decidí llamar a esos apéndices, causaron una turbulencia en el aire que removió los cordeles del gorro de la señora Fielding.

—¿Es cosa de magia, señó? —dijo Mary Fielding con voz trémula.

—A ver —dije yo—, este tipo de cosas siempre acaban explicándose de un modo u otro. El señor Fielding se enfadaría mucho si le oyera hablar en esos términos. Lo único que ocurre es que el bebé tiene una deformación, aunque he de reconocer que es espectacular.

—Entonces, ¿es humano?

—No hay ninguna duda de que es un bebé humano. Un murciélago no es —le pedí a Mary que tendiera al bebé sobre la mesa para examinarlo más de cerca.

Mary llamó a Liza y le pidió que despejara la mesa, que estaba llena de migajas de pan, leche y otras cosas que supongo que tenían algo que ver con la preparación de la cena de Nochebuena. A continuación tendió al bebé, todavía envuelto en la mantita. Con suavidad, extendí el brazo derecho de la niña y luego hice lo mismo con el izquierdo. Las dos extremidades se movieron de un modo que me pareció de lo más normal. Repetí el ejercicio con las dos piernas y, una vez más, me di cuenta de que aquellas alas membranosas no parecían obstaculizar el movimiento de las extremidades.

—Bueno, parece ser que se mueve con normalidad —dije. Cada vez más entusiasmado, puesto que ya estaba pensando en mostrarle aquella maravilla al doctor Hunter, pasé los dedos por el tejido del ala izquierda. Era suave y flexible como el terciopelo—. Es extraordinario —exclamé, aunque por dentro pensaba también en lo hermoso que me parecía.

Temía que la criatura cogiera frío, por lo que intenté taparla de nuevo con la manta, aunque al ver que no podía di un paso atrás. La señora Fielding me fulminó con la mirada y con una facilidad que me pareció increíble envolvió a aquel bebé tan agitado y volvió a meterlo en la cesta.

—Me sorprende que la gitana la haya abandonado —dije—. En las ferias ganan mucho dinero con este tipo de fenómenos.

—¿Le digo a Liza que la lleve al hospital, señó Hart?

—No. Me gustaría que se quedara aquí hasta que haya podido mostrársela al doctor Hunter. Tal vez él sugiera proceder de otro modo. Debo confesar que me resisto a perderla de vista. Jamás habría imaginado que fuera posible una deformación de esa naturaleza.

—Supongo —dijo Mary Fielding con gesto abatido— que la anciana no volverá a buscarla, ¿verdad?

Miré de nuevo a Mary, me di cuenta de la ansiedad que la atenazaba y tomé una decisión.

—En caso de que no regrese —dije—, no será necesario que acuda al hospital. Conseguiré una nodriza en la ciudad y correré personalmente con los gastos. Es la criatura más extraordinaria que he visto en mi vida y me tiene cautivado.

Ante esa declaración, que yo había enunciado con total seriedad, la expresión de Mary cambió por completo y se echó a reír.

Señó Hart —dijo—, creo que eso es demasiado descabellado. No puede hacerse cargo de un bebé, señó. Ni siquiera ha cumplido usted los veinte. Hablaré con el señó Fielding y que decida él lo que debe hacerse. Sé que debería habérselo contado ya, pero no me atrevía.

En ese momento, en el reloj de la cocina sonaron las cinco y, al darse cuenta de que faltaba poco para la hora de la cena, la señora Fielding y sus sirvientas me pidieron que subiera de nuevo. Regresé al salón a esperar que sonara de nuevo la campana y me puse a reflexionar sobre la carta de Jane y sobre el hecho de que en ella no hubiera mencionado en ningún momento a Nathaniel. Sin embargo, enseguida empecé a pensar de nuevo en la pequeña murciélaga y en lo que sería de ella. Temía por su porvenir en caso de que terminara en el hospital de expósitos. Incluso suponiendo que sobreviviera, cosa que no me parecía probable, ¿quién querría a una muchacha alada? Lo más probable era que terminara en algún establecimiento como el de la señora Haywood, a merced de algún monstruo como yo. Esa idea no me gustó nada en absoluto.

La cena de Nochebuena no era un acontecimiento extraordinario, puesto que los festejos estaban planificados para el día siguiente. Sin embargo, por lo visto a Mary no le pareció necesario animar la velada con la noticia de la expósita. Nos sentamos bajo el acebo en el comedor, con el fuego vivo en la chimenea, y comimos solomillo frío. El señor Fielding se quejó mucho de la gota y posteriormente se embarcó en un amargo monólogo en el que condenó las prácticas fraudulentas de su predecesor en la magistratura; según él, había fomentado que todos los proxenetas de la zona pensaran que podían comprar la ley. Por dentro, me pregunté si acaso la implacable integridad del señor Fielding no le causaba, en ocasiones, más problemas de los estrictamente necesarios.

En condiciones normales no habría traicionado la confianza que Mary hubiera depositado en mí, pero, puesto que estaba completamente convencido de que se lo acabaría contando a su marido en cuanto encontrara el momento adecuado, y puesto que me sentía implicado en el asunto, pedí audiencia con John Fielding en el salón después de la cena para preguntarle su opinión al respecto.

El señor Fielding quedó tan desconcertado que casi se le cayeron los anteojos al suelo. El fuego rojizo de la chimenea danzaba en los cristales de sus lentes ahumadas.

—Pero es que no es hijo tuyo, Tristan —dijo.

—Lo sé, señor.

—Entonces ¿por qué?

—Porque es extraordinario —respondí.

—Vamos a ver, Tristan —dijo el señor Fielding mientras se frotaba la frente con el puño—. ¿Estás intentando crear una colección de animales salvajes o montar una barraca de feria?

—Por supuesto que no —respondí—. Es un bebé humano. Y, como es natural, no tengo intención alguna de exponerlo ante un público boquiabierto. Ya me parece mal que se permita la entrada de visitantes a los manicomios y los correccionales.

—Y, sin embargo, tú mismo deseas admirarlo.

—No —dije. En realidad, el señor Fielding tenía razón. En parte, aunque no del todo: yo albergaba además otro sentimiento que no acertaba a nombrar. Era algo que me instaba a llevarme a ese hermoso fenómeno y protegerlo, lejos de la curiosidad ignorante y de la preocupación bienintencionada de los que preguntarían, igual que Mary: «¿Es humano?».

Durante toda la tarde esperé oír el sonido de la voz en grito de Henry Fielding, lo que significaría que su esposa le habría hablado ya acerca de la expósita, pero no llegué a oírlo. Poco antes de medianoche, se acostó malhumorado por culpa del dolor y Mary fue de nuevo a la cocina con sabe Dios qué pretexto. Cuando me di cuenta de ello, yo hice lo mismo.

En la cocina reinaba todavía una temperatura agradable y las cortas velas de sebo creaban un ambiente acogedor. La señora Fielding les había dado la noche libre a Liza y a las demás sirvientas y al parecer se estaba preparando para pasarla frente al fuego con el bebé.

La había destapado y la tenía sentada sobre el regazo mientras intentaba darle a cucharadas el contenido de un cuenco de porcelana. Dio un respingo de sorpresa en cuanto vio que me acercaba y agarró con fuerza al bebé como si temiera que algún peligro estuviera a punto de amenazarlo.

—Tranquila, señora Fielding —dije—. No soy su marido, ni tampoco el señor John. Tan sólo soy Tristan.

En caso de no poder quedarme con la niña, ya había previsto que como mínimo intentaría dibujarla antes de que la alejaran de mí. Por consiguiente, decidí pedirle a Mary que siguiera sentada con el bebé en el regazo mientras yo lo dibujaba, con la vana esperanza de que la niña se quedaría quieta. Sin embargo, no hice más que errar y volver a empezar en mi intento de capturar su quintaesencia sobre el papel.

Señó Hart —dijo Mary con desesperación después de casi media hora de intentos frustrados y maldiciones en voz baja por mi parte—. Se me da bastante bien el dibujo. Si lo desea, puede sentarse usted con ella mientras intento dibujarla yo.

Así pues, intercambiamos las posiciones y tras unos momentos de confusión encontré la manera de retener al bebé en brazos sin dejarlo caer y, a la vez, sin oprimirlo en exceso. En realidad fue una labor hercúlea, puesto que el bebé no estuvo más quieto conmigo que con la señora Fielding, por lo que me alegré en extremo cuando hubo terminado el dibujo y pude dejarlo de nuevo en sus brazos.

La señora Fielding arrulló de nuevo al bebé con la manta y lo dejó en la cesta tras envolverle las extremidades inferiores con un trapo.

—Creo que podría aprender a hacerlo mejor —dijo ella, aunque me dio la impresión de que lo dijo más para sí misma que para mí—. La piel se estira tanto que tal vez sea posible doblarla del todo. En ese caso podría llevar ropa normal cuando haya crecido lo suficiente.

—Mary —mi declaración previa había quedado suspendida en el aire entre nosotros.

En ese momento estaba convencido de que terminaría quedándome con la murciélaga. Mary me ayudaría a encontrar una niñera y, respecto a los gastos, ¿acaso John Fielding no me había instado a despilfarrar mi fortuna en algo que no fueran furcias?

Durante un largo minuto de silencio, realmente creí que sería posible.

En ese instante se oyó un ruido. Alguien había llamado con fuerza a la puerta de la cocina que daba a la calle. Los golpes se repitieron e hicieron temblar la madera maciza de la puerta.

La señora Fielding soltó una exclamación ahogada y se llevó una mano al pecho. A continuación se recompuso y se ajustó el delantal y el gorro antes de proceder, con gran dignidad, a abrir la puerta. Yo me quedé tras ella, muy cerca. Pensé que no era muy probable que quien había llamado tuviera intenciones de robar, aunque siendo la casa del magistrado y Mary su esposa no estaba de más tomar precauciones.

La señora Fielding abrió la puerta y frente a ella apareció la gitana.

No sé por qué me sorprendí tanto. Creo que había deseado tanto que no regresara que había terminado por convencerme a mí mismo de que no lo haría. Sin embargo, ahí estaba aquella criatura curtida, nervuda como una zarzamora. Nos miró con sus ojos negros y relucientes y separó los labios para formar una sonrisa que reveló varios dientes rotos que más bien parecían espinas. En una mano llevaba agarrado con fuerza un pequeño farol en el que me pareció ver, entrelazados, los cuerpos grabados de sapos y víboras, a los que la débil luz de la linterna confería un aspecto vivaz.

Sentí un estremecimiento.

—Vengo a por el bebé —dijo—. Espero que no le haya dado problemas.

—¡Oh! —exclamó la señora Fielding, aunque no supe discernir si fue alivio o decepción lo que sintió—. No, no. Ningún problema. —La señora Fielding invitó a la gitana a entrar con un gesto y recogió al bebé, que seguía envuelto junto al fuego—. Tenga cuidado de que no coja frío —dijo Mary con cierta ansiedad—. Iré a buscar otra manta para que la chiquitina no se hiele.

—No se helará —replicó la mujer mientras cogía al bebé y soltó una risa grave que sonó como el eco de una rama quebrada—. Sabemos cuidar a los nuestros, señora Fielding.

—¿Qué relación tienes con la chiquilla? —le pregunté mientras Mary subía corriendo las escaleras a por la manta—. ¿Eres su abuela, su niñera, o no es más que un chelín en tu bolsillo?

Dicho esto, y a pesar de haberme ignorado por completo hasta el momento, la anciana se volvió hacia mí y me lanzó una mirada feroz que se volvió burlesca en cuanto se dio cuenta de que no había conseguido intimidarme.

—Es la hija de mi señora —respondió—, que es una gran dama, toda una reina para nuestra gente.

Esas palabras me helaron la sangre.

—¿Cómo se llama esa dama? —pregunté pese a la resistencia que ofrecía mi lengua, que permitió emitir una voz tan pálida como mis mejillas en ese instante.

—Sólo estabas de visita, ¿verdad, cariño? De visita, pero no te quedarás. Has intentado escaparte, ¿verdad? Pero la reina madre no abandonará a su preciosa hijita, no, no, no.

—¡Dímelo!

La anciana inclinó la cabeza hacia un lado y sonrió.

—Pero si ya la conoces, Calígula. Puedes llamarla Viviane.

Acto seguido se marchó, la puerta de la cocina se cerró de un portazo y Mary Fielding bajó corriendo las escaleras. Yo me quedé ahí quieto, donde había caído de rodillas, puesto que no encontraba las fuerzas necesarias para tenerme en pie.

Esa noche pasé un buen rato torturándome. Quedé conmocionado y, aunque mis sentidos no parecían haberme fallado ni haberse trastornado, lo cierto es que no tenía ningún tipo de sensibilidad.

La amarga verdad era que no conseguía recordar realmente si había llegado a violar a Viviane, aunque creía no haberlo hecho. Sin embargo, también me había parecido ver que su cuerpo se transformaba en el de una lechuza. ¿Hasta qué punto podía fiarme de mis recuerdos? Además, no conseguía comprender la inusitada aparición del bebé, a menos que, ¡Dios mío!, fuera hija mía.

Más o menos a las tres me levanté, bajé las escaleras tambaleándome y me serví varias copas del mejor nantes del señor Fielding. El vino me dio coraje para regresar a mi lecho y más tarde inicié el cálculo racional que revelaría si era o no posible que la niña fuera hija mía. Las matemáticas me salvaron. Incluso si hubiera nacido el día anterior, y no era el caso, Viviane no podría haber concebido a su retoño el uno de mayo bajo los espinos. Enero, pensé, era la fecha probable de su concepción, tal vez incluso antes.

En enero, pensé, Viviane debió de haberle hecho más de un favor a Nathaniel Ravenscroft.

Pero si fuera de Nat, me dije a mí mismo, entonces ¿por qué ha decidido asediarme a mí y no a él? ¿Le había mostrado ya la niña a Nathaniel y él la había repudiado? ¿Me la había mandado a mí con la esperanza de que yo la reconociera como hija propia llevado por el sentimiento de culpa o por el temor?

Sin embargo, había algo en esa lógica que fallaba y que no podía ignorar, por muy airado y confuso que estuviera. Si Viviane quería que me hiciera cargo de su bastardo, ¿por qué lo había reclamado justo en el momento en que me había decidido a hacerlo?

¿Había sido un juego para Viviane eso de mandarme un pequeño milagro y arrebatármelo de nuevo para regocijarse con mi decepción? ¿Se había servido de la falsa suposición de que tenía que ser hija mía para tomarme el pelo y reírse de mí mientras me imaginaba de rodillas, como había estado ella cuando yo la había forzado?

¿Había llegado a violar a Viviane? Creía que no, pero no lo sabía con seguridad.

Necesitaba acudir urgentemente al prostíbulo de la señora Haywood. Necesitaba a Polly. Necesitaba mi látigo.