14

Continué quieto, mortificado, con los ojos fijos en el lugar por el que había desaparecido el doctor Oliver hasta que me recorrió un escalofrío. El doctor Oliver lo había visto todo. Dios mío, pensé, ¿qué habrá visto el doctor Hunter? ¿Me dejará acercarme de nuevo a alguno de sus pacientes? Sin embargo, el doctor Oliver también se había dado cuenta de que tal vez le había salvado la vida a la dama.

Mis cavilaciones se centraron entonces en la dama y, a pesar de no desearlo, en cómo me había llamado judío. Maldije mi rostro oscuro y la herencia sefardí que lo había coloreado. Si mi padre hubiera tenido el sentido común de casarse con una mujer inglesa, pensé, tal vez habría nacido con la piel clara y los ojos azules de Jacob, y no con la tez morena de Esaú. Y, aun así, mientras pensaba en todo ello, no reconocía como propio ese pensamiento. En realidad no es que tuviera nada que reprocharle a mi madre. Ni mucho menos, pensé. Habría estado bien salir a mi padre en lugar de a mi madre. Tenía la sensación de que incluso mi madre lo habría creído así.

La pequeña semilla de ira que la dama había demostrado con su arrebato empezó a arraigar en mi estómago. ¿Cómo se había atrevido a insultarme de ese modo? Estaba allí para curarla, no para humillarla. De haberlo deseado, podría haberle tratado la herida de manera que jamás hubiera podido recuperarse. ¿Acaso no era yo quien tenía los hierros en la mano?

Al pensar en ello, una rabia sombría, una furia profunda que no se asemejaba a nada que hubiera podido sentir hasta entonces, empezó a bullir en mi estómago y en mi corazón. No podía respirar. Me quedé horrorizado mientras la pasión desbocada se apoderaba primero de mi pecho y luego de mi garganta y la estrujaba con una fuerza mortífera. Un rugido terrible, un aullido más potente que los gritos de Polifemo creció en mis oídos y en mi cabeza. Un alarido lúgubre y primitivo de dolor desgarrador.

Como un autómata, me llevé las manos a los oídos y negué con la cabeza. El aullido persistía y tuve la impresión de que el corazón estaba a punto de estallarme dentro de las costillas. Una vez más como un autómata, empecé a caminar en dirección a la casa de la señora Haywood, en dirección a Polly Smith. Tal vez fuera eso lo que el doctor Oliver me había sugerido. Aunque quizás fuera más probable, puesto que su comentario había marchitado cualquier rastro de concupiscencia que pudiera haber sentido, que no hubiera sido más que la provocación de una costumbre adquirida. Durante meses había conseguido ahuyentar los tambores con el látigo. ¿Acaso podría silenciar ese crudo aullido y enterrar la ira refugiándome en la carne de Polly?

Mientras caminaba, recordé el chillido plateado que había proferido Lady B., que había quedado silenciado a medio vuelo. Mi deseo empezó a reavivarse y esa vez no pude resistirme a él. Tal vez conseguiría sonsacarle un grito tan etéreo a Polly y estaría en mis manos y en mi poder la capacidad de mantenerlo y prolongarlo. El miedo que había sentido después de marcharme de la casa de Lady B., el terrible y mudo temor a que una enfermedad como ésa pudiera llegar a afligir a una mujer a la que amara, empezó a reducirse. El corazón me dio un vuelco y empezaron a picarme las manos. Aligeré la marcha y la lujuria me ayudó a abrirme paso entre la multitud de Covent Garden como si de agua se tratara.

Daniel Bright, bajo el pórtico, me dio las buenas tardes y me dejó entrar a pesar de mi atuendo sombrío y algo desaliñado. No se me esperaba, pero tampoco preveía que las circunstancias le ocasionaran a la señora Haywood ningún tipo de inconveniente.

La máxima expresión de mi ira empezó a atenuarse en el mismo instante en el que entré en el burdel. Fue entonces, mientras esperaba en el vestíbulo romano paseando de un lado a otro sobre el mosaico de las Sabinas, cuando empecé a sentirme algo calmado. Tras unos minutos, como de costumbre, la joven doncella de la señora Haywood me sirvió una copa de vino tinto, que temblaba sobre la bandeja, y me preguntó si quería que se llevase mi abrigo y mi sobretodo.

—Hoy tal vez haya salvado una vida, Lily —dije, consciente de las manchas de sangre que llevaba por todas partes.

Se lo conté con todo detalle. Había empalidecido bastante cuando hube terminado.

—¿No vas a felicitarme? —dije.

—Oh, sí, señor —tartamudeó Lily con una media reverencia—. Es usted muy hábil, señor.

—Ya lo sé —dije—. Dime otra cosa.

—¿Qué, señor? —exclamó Lily, desesperada—. ¿Qué debería decir?

—Dime que soy afortunado.

En ese momento, para gran alivio de Lily, la puerta de las escaleras que quedaban al fondo del atrio se abrió y apareció la señora Haywood. Iba ataviada con radiantes sedas de color escarlata, tal vez para compensar aquel tiempo tan deprimente, y lucía en la cabeza la peluca más grande que había visto en mi vida.

—Ah —dije en cuanto lo comprendí—. ¿Cómo está el consejero del monarca?

—Algo apagado —respondió la señora Haywood. Avanzó grácilmente con la mano enguantada extendida hacia mí y yo me incliné en una reverencia para besársela. La mezcla de las fragancias de fluidos corporales y agua de Hungría me llenó la nariz.

—Querido señor Hart —dijo la señora Haywood—. Qué placer tan inesperado. ¿En qué puedo servirle?

—Tenía esperanzas —dije mientras me incorporaba— de poder disponer de Polly.

—¿Cuándo, señor?

—Ahora.

—Es imposible —respondió la señora Haywood—. Pauline está durmiendo y no se despertará hasta la noche. No quiero abusar de ella.

—No, claro está —dije. La decepción que sentí no podía ser mayor—. Polly… Pauline… es un tesoro. Pero ¿qué voy a hacer? Le aseguro que tengo una necesidad imperiosa y temo las consecuencias en caso de no poder saciarla.

La señora Haywood sonrió.

—Si le apeteciera —dijo mientras entrecerraba los ojos—, le invitaría a compartir con el consejero del monarca y conmigo el gran salón. Él no pondría reparos.

—Sería un honor —dije con una carcajada para devolverle la broma—, pero creo que me sentiría demasiado in statu pupillari como para disfrutar de la experiencia.

—Me halaga usted en exceso, señor. Y se muestra demasiado humilde respecto a sus habilidades. No es usted precisamente un novato.

—Gracias por el cumplido, madam —dije con otra reverencia—. Pero volvamos a mi problema.

—Muy bien —dijo la señora Haywood, ya en un tono más formal—. Puede pasar la tarde con Antoinette, si esa perspectiva le excita. Hoy no tiene pretendientes y no le falta experiencia. Tal vez sea el momento de que aprenda a satisfacer otros gustos. Pero debe ir con cuidado para no dejarle marcas.

Antoinette, bautizada como Annie Moon por sus padres, era una de las chicas más bonitas de la señora Haywood. Sin embargo, debía de rondar los veintitantos y me daba la impresión de que difícilmente la echaría a perder si no me mostraba especialmente fiero. Tenía el pelo de color pardo y unos ojos azules preciosos, aunque era deplorable lo poco inteligentes que parecían. Su frente era alta y su rostro muy claro, aunque sospecho que no sin ayuda. Tenía unos pechos grandes que le bamboleaban por encima del corpiño como enormes flanes, los dedos cortos y las muñecas suaves y rellenitas.

En circunstancias normales, la perspectiva de recurrir a Annie no me habría excitado. Pero las circunstancias no eran normales: sentía un deseo desesperado. A falta de alguien mejor, tendría que conformarme con Annie. Obligué a mi memoria a retroceder de nuevo hasta Lady B. Ojalá hubiera permanecido consciente, pensé. Y es que su chillido tal vez era el más dulce que hubiera oído jamás.

—Tendré cuidado —dije—. Le devolveré a Antoinette intacta, exactamente como la haya encontrado.

La señora Haywood me besó en la mejilla y, tras pedirme que esperara a que vinieran a buscarme, giró sobre sus talones envuelta en un remolino de seda y abandonó el atrio.

Estaba tan animado por la pasión ciega que había sentido que empezó a parecerme como si nunca hubiera oído el aullido en mi cabeza. La mera decisión de enterrarlo había demostrado ser tan eficaz como llevar a cabo el acto sexual en sí. Aquello me sorprendía y me inquietaba por igual. ¿Qué maravillosa facultad de mi imaginación había traducido la idea en el bálsamo material con el que podían calmarse mis pasiones físicas? Una vez más, pensé, algo ha cubierto el abismo entre el cuerpo y la mente.

—¿Señor Hart?

Despertando de mis reflexiones, levanté la cabeza y contemplé a Annie en la puerta del fondo, la que daba acceso a las escaleras. Al verla, la concupiscencia de mi bajo vientre se despertó de nuevo. El fluido eléctrico se acumulaba en la base de mi columna vertebral. Enseguida fui hacia ella y tomé sus manos entre las mías. Fue un inicio delicado, pero ya estaba buscándole el pulso.

Subiendo por las escaleras, me condujo en silencio hasta un dormitorio que habían arreglado con precipitación y en el que no faltaba de nada, incluidos consoladores, brandy y láudano. Sobre una mesita, al lado de la cama, había un jarrón romano que en lugar de flores contenía largas plumas de ganso teñidas con los colores del arco iris que destacaban especialmente con la cortina marrón oscuro de fondo. En el suelo, a los pies de la cama, había un pequeño arcón de hierro. Estaba cerrado, pero unos meses antes la señora Haywood me había proporcionado una llave, tal como yo le había pedido.

Le ordené a Annie que se desnudara delante de mí mientras la miraba. Ella obedeció, aunque al principio expresó cierta desconfianza por la presencia del arcón.

—La señora Haywood no me ha dicho nada acerca de eso.

Le dije con toda sinceridad que no tenía intención de azotarla y ella terminó de desnudarse, ya más animada. Me pregunté qué le habría dicho la señora Haywood, en caso de que le hubiera contado algo, y por un momento pensé que debía explicarle cuál era mi intención. Era la primera vez que trataba con Annie de forma íntima, aunque había estado presente una o dos veces al principio, cuando todavía sentía la necesidad básica del fornicio y había tenido bastante con inmovilizar a otra de las chicas en su presencia. Pensé que tal vez Annie imaginaba que ese día serían también ésas mis intenciones y, en realidad, tenía motivos para suponerlo: la única chica a la que había puesto a prueba allí era Polly. Aunque luego recordé que Annie era una ramera con experiencia y que, si la señora Haywood no se lo había dicho, tendría que haberlo adivinado ella misma. La sorpresa que demuestra es sólo fingida, me dije a mí mismo con una sonrisa.

Al verme sonreír, Annie contoneó su cuerpo desnudo frente a mi rostro con una expresión pícara, sin duda para intentar atraerme y tomar posiciones sobre la cama, con los carnosos muslos abiertos al máximo y el abundante busto dirigido hacia arriba.

Eso no satisfacía ni la mitad de lo que yo pretendía, por lo que le ordené que se quedara como estaba, saqué la llave que siempre llevaba conmigo y abrí la robusta caja. ¡Ay!, no eran hierros cauterizadores, sino instrumentos de tortura. Aunque me gustaban igual, sin duda eran menos ambiguos. Rápidamente, elegí dos pares de grilletes y una venda para los ojos.

Al verme con aquellos instrumentos, Annie intentó escapar de la cama gritando.

—¡Mentiroso! —exclamó mientras ofrecía una vigorosa resistencia. Sin embargo, yo era mucho más fuerte y en pocos minutos la tuve atada por los tobillos y las muñecas a los cuatro pilares de la cama, con los ojos vendados. A continuación, respiré hondo. Estaba listo para empezar.

Me lo tomaré con calma, pensé con resolución. Saborearé cada momento antes de sofocar el fuego que llevo dentro.

Me quité la casaca y el chaleco y me desabroché los bombachos. A través de las puntillas de los puños sobresalía el vello negro que me cubría los brazos. Oí la voz de Lady B. llamándome judío.

—¡Cállate, furcia! —le espeté. Annie había empezado a soltar maldiciones y a llorar—. Lo peor todavía está por venir —dije.

Consciente de que, como me había dicho la señora Haywood, no podía dejarle marcas, decidí que el tormento de Annie sería sobre todo mental. Sabía que los gimoteos provocados por el miedo, con su encanto lastimero, podían hacerme disfrutar tanto como los que causaba el dolor, aunque el sonido fuera sutilmente distinto y los efectos, por lo general, algo menos dramáticos. Además, mientras Annie se desnudaba y llevaba a cabo aquella nimia pantomima me había dado cuenta de que no tendría ni la paciencia ni el deseo de mostrarme atento a su estado como habría tenido que hacerlo en caso de pegarla. Así pues, me senté en la cama junto a ella y le acaricié suavemente con la mano la depresión de la garganta y la barriga, arruinada por las cicatrices y los alumbramientos.

—¿De verdad crees —dije, inmerso en mi papel— que la señora Haywood tenía algún tipo de consideración por tu persona? ¿Por tu vida? Antoinette, pobre infeliz. La señora Haywood me ha dicho que puedo hacer contigo lo que me plazca, que ya estás acabada y no sirves para nada. No eres nada para ella. Pero a mí sí puedes serme útil. Durante mucho tiempo he deseado tener la oportunidad de practicarle una vivisección a una mujer y te ha tocado a ti ser mi espécimen.

Pasé las dos manos una vez más por encima de la delicada extensión de sus senos y la imagen del cremoso tejido glandular apareció en un acto reflejo en mi mente. Cuando terminé de hablar, ella se quedó completamente quieta y me dio la impresión de que se estaba preguntando si le estaba diciendo o no la verdad. A no ser que simplemente ignorara el significado de la palabra «vivisección». Para excluir esa posibilidad, acerqué los labios a su oído y le expliqué con detalle lo que significaba esa palabra y las exquisitas agonías que tendría que soportar.

—No es cierto —respondió ella, aunque pude discernir un mínimo atisbo de duda en su voz—. La señora Haywood no lo permitiría. Y usted no se atreverá.

—¿Que no me atreveré? ¿Por qué no tendría que atreverme? ¿Quién me perseguiría por eso? Si mueres, la señora Haywood me ayudará a deshacerme de tu cuerpo; no eres su apreciada Pauline. Ha decidido acabar con sus pérdidas y tú no ganas lo suficiente como para pagarte el sustento.

—¡Sí es suficiente! —dijo Annie—. ¡Sí que lo es!

—Si tienes cuentas pendientes con Dios —dije—, será mejor que las saldes ahora.

Acto seguido, puesto que estaba a punto de cumplir mi deseo, del jarrón de la mesita que estaba junto a la cama cogí una de las largas plumas de ganso que tanto destacaban con las oscuras cortinas de fondo.

—Antoinette —dije con suavidad—. Voy a empezar con el corte.

—¡No! —chilló Annie mientras intentaba dar golpes y tiraba de sus ataduras. Las obscenidades brotaban de su boca como un torrente viperino. Sí, pensé, una efusión salvaje y embriagadora pasó rápida como el rayo de mi estómago a mi bajo vientre y viceversa con tanta potencia que caí de rodillas y quedé doblegado en el suelo. Entre profundos jadeos, le di la vuelta a la pluma que tenía en la mano y presioné con fuerza el duro cañón contra la tierna carne del pecho de Annie.

Ella gritó.

El grito no tuvo la belleza extática del chillido angustioso de Lady B., pero fue un buen alarido, claro y chispeante. Liberé mi miembro viril de los bombachos y me situé entre las piernas de Annie. Pero ese primer grito empezaba a flaquear. Sabía que tenía que inducirla a chillar de nuevo para alcanzar la gloria, por lo que deslicé el cañón de la pluma hacia abajo por el pecho con un movimiento bastante rápido. Volvió a gritar, y, cuando el sonido, potente y volátil, llenó el alambique de la estancia, perdí la cabeza, la pluma se me cayó de los dedos y derramé mi divino placer sobre la rolliza blancura de sus muslos.

No habría sabido decir exactamente cuánto tiempo había pasado desde que el grito había cesado. Aparté mi cuerpo del de Annie y vi, para mi gran sorpresa, que estaba flácida y sin sentido.

—¿Antoinette? —dije. Enseguida me di cuenta de que, por segunda vez ese día, le había hecho perder el sentido a una mujer. Me senté. La piel lechosa de Annie había adquirido una palidez grisácea y estaba húmeda al tacto debido al sudor. Al parecer, se había desmayado. Se había desmayado de verdad, de puro miedo.

—¡Maldita sea! ¡Maldita sea!

Todo el deseo que pudiera sentir por Annie o por cualquier otra mujer como ella se había extinguido. Le quité enseguida la venda y los grilletes, magullándome un dedo con las prisas, y la toqué de nuevo para evaluar la calidad de su pulso. Lo encontré regular, si bien algo débil, de manera que la tendí de lado por si vomitaba y la tapé con el cubrecama antes de que la conmoción pudiera enfriarle los órganos vitales. Me abroché los bombachos apresuradamente y terminé de vestirme.

Centré mi atención de nuevo en Annie, que empezaba a recuperar la conciencia. Sentí un alivio incomparable cuando me di cuenta de que su rostro había perdido aquel aspecto mortecino y su piel iba recuperando poco a poco algo de calidez. Me acerqué a la mesita que estaba junto a la cama y me serví una copa de la botella de brandy que había encima. A continuación me senté en la cama, acaricié el pelo de Annie y contemplé de cerca sus rasgos mientras ella parpadeaba. Soltó un leve gimoteo antes de que sus ojos azules se despertaran de repente y cogiera aire para regalarme aún otro chillido. Le tapé la boca con la mano.

—Silencio, ahora —dije—. Ya está, no te haré daño. En realidad no te he hecho nada, no te he cortado.

La ayudé a sentarse y dejé la copa de brandy entre sus temblorosas manos. Annie retrocedió, se apartó de mí y se refugió en el otro extremo de la cama.

—Hijo de puta —dijo—. Malvado hijo de la gran puta.

—Llámame como quieras —contesté—. He terminado, de todos modos.

Me puse de pie.

Las palabras de Annie me confirmaron que se estaba recuperando rápidamente del susto. Sin embargo, cuando la miré, me pareció como si por un breve y fugaz instante su rostro no fuera el suyo, sino el de una chica gitana, asustada y furiosa a la luz del amanecer.

Malvado, pensé. Soy malvado.

El sentimiento de culpa se me clavó como un arpón. Busqué en el bolsillo y del monedero saqué tres chelines, todo cuanto tenía en ese momento, y los dejé encima de la mesa que estaba junto al apagavelas.

—Te he mentido —dije—. La señora Haywood me dijo de forma explícita que no te dejara marcas. Pero los dos sabemos que no durarán mucho. Ahorra lo que puedas y págale tus deudas antes de que caigas presa de la sífilis o seas demasiado vieja para que le importe en qué condiciones puedan dejarte.

Dicho esto, me di la vuelta y me marché.

Esa noche no pude dormir. Veía la medusa funesta del cáncer frente a mis ojos, veía cómo extendía sus malvados filamentos. Albergaba el gran temor de que el doctor Hunter no lo hubiera extirpado del todo. En un caso como ése, pensaba, sería mejor extirpar todo el pecho, habría muchas más posibilidades de que la paciente sobreviviera si se extirpaba del todo. Si había quedado un pequeño fragmento, el mal reviviría, y ella sin duda se negaría a someterse a una segunda operación.

Si yo fuera malvado, ¿cómo podría dar crédito a mi diagnóstico?

Intenté en vano alejar mis angustias dejando que mi mente rememorara el incidente del burdel. Sabía que el dolor que le había infligido a Annie había sido muy leve, pero, sin embargo, la chica había respondido a él como si hubiera sido la más extrema agonía. No pude más que llegar a la conclusión de que la sensibilidad que había demostrado a la sensación física había sido consecuencia de las palabras e ideas que le había metido en la cabeza. De algún modo, éstas habían aumentado la experiencia perceptiva de su tortura hasta el punto de que había percibido un corte en la carne. El miedo y el dolor se habían convertido en una experiencia. Tal como había dicho el doctor Hunter, el estado mental era primordial. Yo había interpretado un papel, pero estaba claro que no podía decirse lo mismo de Annie. Ella había creído que todo había sido absolutamente real. La temible idea del dolor no era más que una cuestión puramente mental… y había afectado tanto a sus sentidos y a sus reacciones físicas que se había desmayado con la misma facilidad con la que se habría desmayado si realmente le hubiera practicado una vivisección.

Ese análisis no me consoló. Poco a poco me iba quedando más claro que le había hecho daño a Annie, un daño real y posiblemente duradero, sólo que no se trataba de un dolor físico. Además, no podía fingir que le había producido la herida de forma accidental mientras buscaba sentir placer o alivio. Ya habría sido malvado en caso de que hubiera sucedido de ese modo. Pero yo había sospechado que ella no había comprendido a la primera lo que sucedería y, airado e impaciente como estaba, me había convencido a mí mismo de que eso no importaba. Y tal vez en el fondo había preferido que sucediera de ese modo. La había torturado para vivir la fantasía de venganza contra aquella otra mujer cuya vida había tenido en las manos y ante la que no me había atrevido a mostrarme como soy por pura vergüenza. No había sido accidental. Había querido hacerle daño.

Malvado, malvado.

Desde el incidente con el bebé murciélago, me había acostumbrado a bajar al piso de abajo en busca de una panacea cuando no podía dormir, de manera que eso es lo que hice esa noche a eso de las tres de la madrugada. La casa estaba en silencio y creí que todos estarían ya durmiendo. Sin embargo, para mi gran sorpresa, al abrir la puerta de la biblioteca descubrí que no estaba solo. El señor Henry Fielding, que apenas salía de la cama una vez acostado, había bajado cojeando a pesar del dolor y estaba sentado en un sillón de respaldo alto, bebiendo el brandy de Nantes que yo pretendía hurtarle. Al verme quieto ante la puerta, levantó una ceja y la copa y me hizo una seña para invitarme a entrar.

—Bueno —dijo mientras se reía entre dientes—, parece que le he pillado con las manos en la masa, señor Hart. Supongo que bajabas a beberte mi brandy, ¿no es así?

Consternado, me quedé inmóvil.

—Lo siento —dije mientras notaba cómo crecía el rubor en mis mejillas.

—Siempre que Tristan Hart ha pasado una mala noche me acabo enterando —dijo el señor Fielding— porque mi botella de Nantes está medio vacía por la mañana. No falla.

Solté un sonido incoherente y deseé que el suelo se abriera allí mismo y me tragara, pero, como es natural, no fue así y me quedé de pie en el umbral, con las mejillas coloradas y el ánimo abatido.

El señor Fielding soltó una carcajada.

—Ponte cómodo —dijo—. No voy a encerrarte en un correccional por esto, por muy ladrón que seas. Ven y tómate una copa conmigo.

Demasiado avergonzado para saber si debía aceptar la invitación o rechazarla, elegí la primera opción y, agradecido, me acerqué al aparador y me serví media copa de brandy.

—No seas tan avaro, Tristan —dijo el señor Fielding—. Normalmente no te muestras tan comedido. ¡Llénate la copa, hombre!

—Señor Fielding —dije mientras le tomaba la palabra y me echaba algo más del oscuro líquido en la copa—. Le pido perdón por mi conducta, señor. Pero me molesta que se burle de mí.

—¡Ajá! —exclamó el señor Fielding a la vez que se incorporaba en su sillón—. ¡Eso es precisamente lo que debes hacer! ¡Molestarte, claro! Bueno, bueno, bueno, joven… Te dejaré pasar también ese mal humor que gastas, además de tus delitos, si me cuentas qué te trae por aquí abajo en mitad de una noche tan gélida como ésta.

Recogí mi vela, de la que quedaba menos de la mitad, y mi bebida y me senté en un sillón demasiado bajo que estaba frente al del señor Fielding. Yo no consideraba que la noche fuera especialmente fría, pero en cuanto me advirtió al respecto noté que de vez en cuando entraban corrientes de aire a ráfagas por la chimenea, que llevaba ya tiempo apagada. Me envolví las piernas con el batín con la esperanza de que aquella brisa no me entrara por debajo del camisón.

Decidí no hablarle de Annie.

—La corrupción más profunda —dije— en el pecho más puro.

—Explícame qué quiere decir eso y tal vez comparta tus simpatías.

—Es una cosa que mencionó una vez el señor John —dije—. «La corrupción más profunda puede encontrarse incluso en el pecho más puro». Hoy he presenciado cómo el doctor Hunter luchaba contra eso, pero temo que haya dejado el campo de batalla demasiado pronto. Temo que la dama esté invadida por la enfermedad y que termine muriendo a causa de ella. Y, aunque no hay nada que yo pueda hacer al respecto, ese temor no me deja dormir.

El señor Fielding dirigió su penetrante mirada hacia mí y la mantuvo así durante unos segundos. Luego se aclaró la garganta.

—Eso —dijo— no es ninguna sorpresa, ¿no?

—¿Por qué? —le pregunté—. He asistido ya a otros procedimientos sin que ello me ocasionara problemas para dormir.

—Pero, Tristan —dijo el señor Fielding con calma—, ninguno de esos procedimientos era el que podría haber salvado a tu madre.

Demasiado sorprendido para responder, me quedé mirando fijamente al señor Fielding.

—Siempre he creído —prosiguió— que tu deseo de estudiar medicina, y especialmente cirugía, tenía sus raíces en el rechazo de tu madre a someterse a ella. Un chico tan perspicaz como tú, incluso a los cinco años de edad, debió de comprender bastantes de las cosas que sucedieron, por mucho que tu padre intentara protegerte de ello.

—No tengo recuerdos al respecto —tartamudeé—. Me acuerdo de mi madre, pero no recuerdo nada de su muerte. Un día, la recuerdo viva; el siguiente, la recuerdo muerta y paso un año entero recordándola de ese modo. ¿No es normal que los niños pequeños recuerden pocas cosas de su vida antes de una determinada edad?

—Lo es —el señor Fielding me miró de un modo raro. Tomó un sorbo de brandy y yo seguí su ejemplo. El licor agridulce me ardía en la garganta. Se me llenaron los ojos de lágrimas y tosí.

—Mi padre jamás habla de ella —dije.

—Eso tengo entendido.

—No es un mal hombre —dije, aunque no sabía por qué sentí ese impulso de defender a mi padre—. Ha intentado hacer lo mejor para mí y mi hermana, pero… —me esforcé por encontrar las palabras correctas—, pero se muestra tan insensible a nuestros sentimientos que en ocasiones uno podría imaginar que se comporta de un modo intencionadamente cruel.

—En ocasiones —dijo el señor Fielding—, así es como nos afecta el dolor.