27
Menos de un minuto después de aquella maravillosa bendición, Erasmus Glass regresó e insistió en que saliéramos de la habitación de mi padre, puesto que, según él, yo había experimentado ya suficientes emociones para un mes, no digamos ya para una hora. Se negó a que la señora H. fuera una excepción y nos llevó a todos a la biblioteca. Se acercó al escritorio de mi padre e inmediatamente se sirvió una generosa copa de brandy de una gran botella.
—Madam —dijo, dirigiéndose a Katherine—, por el amor de Dios, ¿qué hace usted aquí?
—Acaba de llegar de Weymouth —repliqué yo con presteza.
—Eso, señor Tristan, es mentira —dijo la señora H. Se volvió hacia Erasmus y empezó a hablar profusamente—. Lo siento mucho, señor Glass, pero la jovencita llegó hace tres noches, al menos, pues el señor Green me contó que había echado a una mendiga de la puerta y no pensé más en ello hasta que a la mañana siguiente Jakes encontró la ropa sucia que ésta llevaba puesta y vino a consultarme porque no sabía qué hacer. Lo que ignoro es dónde se ha escondido desde entonces, pero debe de haber sido en algún lugar de la casa.
—Señora H. —dije con tono cortante—, se lo ruego, no vuelva a llamar «jovencita» a mi futura esposa o nos las tendremos y usted se llevará la peor parte. La señorita Montague ha estado… —titubeé, puesto que yo ya le había contado la verdad a Erasmus y en esos momentos él estaba mirando a Katherine como si dudara de sus propios sentidos, del mismo modo que antes había dudado de los míos—. Ha estado en la habitación de mi hermana —concluí.
—Dios mío —murmuró Erasmus.
—Bueno —dije, encogiéndome de hombros—. Eso es todo.
—¡Señor! —exclamó la señora H. mientras negaba con la cabeza—. ¡Qué vergüenza, señor Hart! Y respecto a usted, jovenc… señorita Montague… bueno, da igual. Debe de estar usted hambrienta y sedienta, si lleva media semana escondiéndose y viviendo de los restos del plato del señor Hart. ¿Por qué no vino a verme? No le habría dado la espalda.
—Tengo que repetirle mi pregunta a la señorita Montague —dijo Erasmus—. Señorita Montague, ¿el teniente Simmins no la informó de que el señor Hart estaba gravemente enfermo ni le explicó la naturaleza de la dolencia que lo aquejaba?
—Sí —respondió Katherine.
—Y sin embargo le pareció adecuado escapar de la tutela de su tío y viajar hasta aquí sola, a sabiendas de que se exponía a un grave peligro si llegaba sin previo aviso y… no es necesario que continúe. Me gustaría saber cuáles son los motivos que le han impulsado a actuar de ese modo, madam. ¿Por qué desoyó mis palabras cuando le aconsejé con toda claridad que se quedara allí donde estaba?
—Usted no es mi señor —respondió Katherine.
—Soy el médico del señor Hart.
—Sí —respondió con la barbilla alzada—. ¡Un médico de pacotilla!
El labio inferior empezó a temblarle.
—Silencio —le dije mientras posaba una de mis manos sobre su hombro.
—Y usted, señora Henderson —dijo Erasmus en un tono de voz cada vez más teñido de incredulidad—, ¿cuándo… cuándo dice que sucedió? ¿Hace dos días? Si se dio cuenta de que había alguien escondido en la casa, por el amor de Dios, ¿por qué no vino enseguida a contarme sus sospechas?
—Lo siento, señor Glass, pero no sabía qué sería lo mejor —respondió la señora H. retorciéndose las manos—. Supuse… pensé que… Señor, tenía la esperanza de que fuera la señorita Montague. Sé cuánto la adora el señor Tristan, señor, puesto que no hablaba de otra cosa durante sus… sus desvaríos. Pensé que tal vez, si era la señorita Montague, tenerla cerca podría contribuir a la recuperación del señor Tristan. Pensé que no había nada malo en seguirle el juego durante un día o dos y que podría encontrarla antes de que pudiera causar algún problema.
—¿Problema? —Erasmus se echó a reír de repente—. En cualquier caso, a lo hecho, pecho. Tampoco es que haya sido un error. El señor Hart no sólo podrá casarse, sino que tendrá que hacerlo. De lo contrario, la reputación de la señorita Montague no valdrá un pimiento. Por Dios, Tristan, no deberías haberlo hecho.
Esa acusación me pareció de lo más injusta.
—Ya te dije que la señorita Montague estaba aquí, Erasmus —le recordé—. Fuiste tú quien no me creyó. Y la riña con tía Barnaby no es culpa mía. Le escribiste para informarla de que quería casarme, ¿verdad? A pesar de mis advertencias. Ya te dije cómo reaccionaría.
Ese recuerdo dio que pensar a Erasmus. Se sentó bruscamente en una silla tras el escritorio de mi padre.
—Escribí a tu hermana, no a tu tía —suspiró—, tal como convinimos. Pero ya me lo advertiste, tienes razón. En las dos cosas, tienes razón, me lo dijiste.
Erasmus se quedó en silencio.
—¿Puedo retirarme, señor Glass? —preguntó la señora H. con timidez—. No debería dejar al señor solo tanto rato.
—Sí, señora Hart, puede irse. —Erasmus se pasó la mano por el pelo distraídamente y tomó un buen trago del brandy de mi padre. Alzó la mirada y, al verme a mí y a Katherine de pie frente a él, de repente gritó—: Márchate tú también, Tristan. ¡Y la señorita Montague! ¡Marchaos todos! ¡Fuera, fuera! ¡Pardiez! ¡Si es que hay una sola persona cuerda en esta casa, seguro que no es ninguno de nosotros!
Cogí a Katherine de la mano y salimos apresuradamente.
Al final resultó que si Katherine me había desobedecido y había salido de mi habitación no había sido por iniciativa propia, sino que al ver que, aprovechando mi ausencia, llegaban varias criadas para cambiar la cama, había escapado en dirección a mi estudio para que no la descubrieran allí. Por las escaleras, había tenido la desgracia de encontrarse con la señora H. y posteriormente con mi tía, que en esos momentos subía a verme, furiosa por las noticias de mi relación. Barnaby se lo había contado mientras su doncella le estaba arreglando la peluca. No la reprendí por ello, puesto que aquella acción había tenido un desenlace fantástico: por primera vez en mi vida tuve una prueba clara del amor que me profesaba mi padre y Katherine se convertiría en mi esposa esa misma semana. Un gran entusiasmo, tan irresistible como la música más delicada, se apoderó de mí y me obligó a saltar y brincar a su son en una rápida y compleja danza que parecía no tener fin, que dejó agotada a Katherine y desesperó a la señora H. hasta que, tarde ya, Erasmus insistió en que me tomara una dosis de láudano y me acostara.
Como mis convicciones acerca de esa droga no habían cambiado, me negué a tomarla. Erasmus insistió y al final consiguió que le prometiera que volvería a mi estudio para quedarme allí, silencioso como un ratón, aunque no parecía tener muchas esperanzas de que le hiciera caso. Intenté volver a mi lectura de Locke pero me resultó imposible concentrarme, por lo que decidí ponerme a escribir, si bien confieso que no esperaba un éxito mayor con ello. Dejé que mi mente vagara y que mi mano escribiera libremente las ideas que pudieran asociarse en mi cabeza, de manera que fui entrando en consideraciones cada vez más profundas acerca del caso de mi padre: lo evidente que era su convicción, la manera como había aceptado a Katherine de inmediato, la molesta incapacidad de expresarse con un lenguaje civilizado.
¿Qué le ocurre a su dañado cerebro cuando empieza a hablar?, garabateé en la hoja.
No conseguía entender cómo una forma de pensamiento claramente formada, a saber, las palabras que mi padre deseaba utilizar, no acertaban a llegar hasta su lengua y, en cambio, las vulgaridades aparecían diáfanas como la retórica de Cicerón. Estaba seguro de que sus exclamaciones no eran como el ladrido de un perro, automáticas, como habría expresado Descartes. Mi padre era consciente de lo que decía y, además, sabía lo que quería decir. Su capacidad de raciocinio estaba intacta. Y, sin embargo, pensaba yo, ¿acaso no evidenciaba una lesión mental el hecho de que no pudiera pronunciar las palabras que, en mi opinión, se formaban dentro de su cerebro? ¿Pensaba realmente con palabras o lo hacía mediante ideas, puras y sin forma? En cualquier caso, estaba seguro de que esas ideas no eran tan brutales. Mi padre no había sido jamás un bruto y tampoco creía que se hubiera transformado en un salvaje. Además había que tener en cuenta la terrible lucha que tenía lugar en su interior cada vez que se veía obligado a hablar, excepto el día que había despachado a mi tía de mala manera. Quedaba claro que sus ideas eran civilizadas aunque el derrame lo había privado del lenguaje con el que le habría gustado expresarlas. No sé por qué, yo tenía la sensación de que era una cuestión muy importante el hecho de que, pudiendo acceder al pensamiento civilizado pero no al discurso equivalente, la lengua vulgar se hubiera convertido en el medio de expresión con el que manifestaba lo que pensaba. Esa idea me hizo pensar en que el Todopoderoso creó a Adán a partir del polvo; si es que, pensé, realmente así había sucedido.
Bajé la mirada. Había escrito: «¿Qué es el pensamiento? ¿Cuál es su sustancia?».
De repente me di cuenta, en medio del silencio nocturno, de lo fuerte que sonaba el tictac del reloj que tenía encima de la repisa de la chimenea. Recordé la conversación que había mantenido tanto tiempo atrás con el doctor Hunter acerca del funcionamiento de los nervios y mi percepción de que el cadáver que tenía delante no era más que un reloj roto, la conclusión de que un hombre vivo tenía que ser algo más que eso, que tenía una mente, un alma. Recordé que el doctor Oliver, mientras trepanaba el cráneo del lunático, dijo: «Una vez extirpada la materia corrupta, esperamos que la corrupción de su raciocinio también quede eliminada y eso permita que su mente recupere su estado normal». Me acordé de las serias dudas que albergaba yo respecto a la trepanación y la conversación que posteriormente había mantenido con Erasmus y que me había permitido ver que esas dudas racionales me habían engañado. Me acordé de mis ideas sobre el dolor y su existencia como forma de pensamiento, de mi hipótesis acerca de que el pensamiento sensible puede extenderse por todo el cuerpo a través de los filamentos nerviosos. Y me di cuenta de que, durante todo ese proceso de dudas y cuestionamientos teóricos, lo que había hecho había sido cuestionar la conclusión a la que llegó Descartes, es decir, que la mente es una sustancia inmaterial.
En ese momento, me quedé asombrado. Me pregunté: ¿cómo es posible? El corazón empezó a latirme en la caja torácica con tanta fuerza que temí que pudiera escapar de ella; y es que de repente me vino a la cabeza una respuesta terrorífica. El pensamiento tenía, o era, una sustancia material. ¿De qué modo, si no, podía tomar la forma de una palabra? ¿De qué otra manera podría quedar afectado por algo tan físico como un derrame? Y es que si de algo estaba seguro era de que un derrame no es obra de brujas. Al tratarse de algo material, existía en un estado material dentro del cerebro y se desplazaba por los nervios que recorrían el cuerpo; de manera que podían afectarle las lesiones o enfermedades, así como la acción de ciertas drogas. La Mettrie tenía razón: el hombre es una máquina. La razón tiene extensión, forma; tiene límites.
¿Puede la razón, nuestra divina razón, tener límites?, pensé. Los brazos y las piernas empezaron a temblarme. El papel virgen quedó salpicado de tinta.
Pensé que sí, que en efecto la razón tenía límites, por lo que la razón de un hombre no tenía más importancia que su digestión o que la circulación de la sangre. Y si la materia podía pensar, si se trataba de materia consciente o que pudiera tener consciencia, ¿quién podía afirmar que un árbol no era también consciente? ¿O incluso una roca? ¿Qué diferencia había entre un ser humano y un milano real, o un sauce llorón? No era más que una cuestión de grado.
«Cogito, ergo sum», dijo Descartes. Mis pensamientos daban fe de mi conciencia, daban fe de mi existencia en cada momento. Sin duda alguna, la mente no es lo mismo que el alma pero, pensé, si no existe la mente inmaterial, podría ser que no exista tampoco el yo, que no exista el alma inmaterial a quien poder demostrárselo, puesto que nada material puede implicar la existencia de otra cosa. Si el alma realmente no fuera física, la mente material tampoco sería capaz de interactuar con ella en absoluto y podría, por tanto, no ser nada, pues de nada mental, ni del dolor ni de la conciencia ni del amor, podía inferirse que existiera algo inmaterial. Pero el alma no podía ser algo físico, ya que en tal caso no sobreviviría a la muerte del cuerpo.
Dejé la pluma sobre el escritorio.
Paré de garabatear en el papel y me acosté en el sofá, hecho un ovillo, con la cara entre las rodillas. Las velas, desatendidas, terminaron por extinguirse y la habitación quedó a oscuras. Mis criaturas estaban en silencio. El doctor Oliver, en mi memoria, levantaba el fragmento de hueso del tamaño de una libra de oro del cráneo del melancólico y el reloj seguía con su tictac.
Durante un buen rato permanecí acurrucado de ese modo. Aquella terrible implicación penetró en mis venas. Si no había alma inmaterial, no había lugar posible para Dios, Jesucristo o la religión en todo el mundo. Era una gran mentira. El sacrificio de Jesucristo dejaba de tener sentido porque no había nada que salvar, no había ni cielo ni infierno. Tal vez, en realidad, lo que no existía era el alma, ni Dios, nada de nada. Sentí cómo se me erizaban los pelos de la nuca.
El corazón empezó a palpitarme cada vez con más fuerza, hasta que los latidos retumbaban en mi cabeza al mismo ritmo que el tictac del reloj. La sangre circulaba por los tejidos de mi cuerpo y su murmullo llegaba hasta mis oídos como el eco distante dentro de una caracola. Pensé en cómo avanzaba por los canales de mi hígado y de mi cerebro. ¿Acaso el hombre era una máquina? ¿Acaso el pensamiento no era más que el sonido provocado por el movimiento de ese mecanismo?
A medida que pasaban los minutos, poco a poco empecé a recordar lo que había pensado unos días antes acerca de mi padre y del amor que había compartido con mi madre, en el que Dios había tenido un papel nada despreciable. Ese amor había sido real y lo seguía siendo, a pesar de que ella hubiera muerto. A pesar también de que John y Eugenia tal vez jamás llegaran a encontrarse en alguna clase de cielo, seguía siendo algo maravilloso, algo capaz de darme la esperanza de que hubiera alguna clase de alma en el hombre, aunque se tratara del alma inmortal que promulgaba el catecismo cristiano. Sin duda alguna, una máquina no era más capaz de amar que de sentir dolor.
¿Podía existir el alma sin Dios? ¿Cómo? ¿Y por qué?
Sentí un dolor agudo en la frente. Con cuidado, extendí los brazos y enderecé la columna vertebral. Mi cuerpo protestó ante esa liberación imprevista de su confinamiento: los codos me crujieron sonoramente, como las ramas rotas de un roble alcanzado por un rayo.
Katherine y yo nos casamos el domingo por la mañana ante mi padre, Erasmus Glass, y todos los sirvientes de la casa que pudieron dejar sus tareas durante la boda. Ni mi hermana, ni su marido ni mi tía estuvieron presentes. Eso no me sorprendió, pero lamenté profundamente la ausencia de Jane, aunque la atribuí sin dudarlo a la influencia de su suegra a pesar de la mala excusa que había aducido: que le faltaba tan poco para dar a luz que no podía correr el riesgo de alejarse lo más mínimo de Withy Grange.
Para el asombro de todos, dos días después de que me hubiera dado su bendición, mi padre dejó más que claro que, pese a las dificultades que implicaba la empresa, estaba decidido a asistir a la ceremonia de mi boda del mismo modo que había asistido a la de Jane. Puesto que le resultaba imposible acudir a la iglesia y ni Katherine ni yo deseábamos celebrar nuestro casamiento en su habitación, convinimos en que la boda se celebrara en el salón, con las cortinas corridas y unas cuantas velas encendidas para los que no teníamos los ojos tan dolorosamente sensibles. Habiendo acordado, pues, ese detalle, y habiendo consentido el rector a oficiar el servicio, dediqué buena parte del tiempo que faltaba para la ceremonia a animar a mi padre a que sustituyera la cama por un sillón. Erasmus expresó sus reservas respecto a que eso fuera posible, pero no había contado con la terquedad de mi padre y, para deleite de todos, el día de mi boda pudo sentarse, casi invisible en el rincón más oscuro del salón, vestido como de costumbre de color negro y con el libro de Virgilio abierto sobre el regazo para prevenir que nadie se atreviera a acercársele para dirigirle la palabra.
El hecho de casarme con mi amada me hacía profundamente feliz, pero no pude experimentar en mi cuerpo y mi corazón la alegría que sentía en mi cabeza y que pude constatar en el rostro de Katherine cada vez que me miraba. Me esforcé en comprender el motivo de esa carencia y aún más en intentar disimularla, pero temía no conseguir ni una cosa ni la otra. No podía librarme de los recelos que se habían despertado en mí respecto a Dios y a la materia. Y todo, iluminado por su tenue luz, parecía plano como un paisaje bajo un cielo plomizo. Cuanto más reflexionaba acerca de esa oscura desconexión entre mis sentimientos y mi corazón, más crecían los recelos, hasta que, por miedo a perder la cordura, decidí abandonar mis cavilaciones.
Poco después de la breve ceremonia estaba con una copa de borgoña en la mano junto a la chimenea, donde mi esposa y yo habíamos recibido las humildes felicitaciones de los sirvientes de Shirelands. Mi padre se había acostado, por lo que ya habían descorrido las cortinas, habían abierto las ventanas y habían apagado las velas. Declaré que podían tomarse la tarde libre y en el salón de mediodía sólo quedamos Katherine, Erasmus y yo, además del rector. Este último había sido, de acuerdo con la tradición, el primero en felicitarnos, y lo hizo con afectación, por lo que me figuré que se quedaría después de que mi padre se hubiera retirado. Le sugerí a Katherine que me complacería mucho que tocara alguna pieza con el clavicémbalo y ella, sin sospechar nada, fue encantada.
En cuanto se dio cuenta de que mi esposa, su sobrina, no podía oírlo, el rector Ravenscroft se me acercó de nuevo con sus robustos hombros enfundados en la casaca y su mentón cuadrado, prominente como el de un belicoso bulldog. Aunque el tiempo no era excesivamente cálido, parecía estar sudando. Al caminar le temblaba la papada y al verla recordé una vez más la paliza salvaje que me había propinado en su huerto tantos años atrás. Cuando lo miré a los ojos, reviví el tacto de su mano rechoncha en mi cuello y el sonido de su respiración pesada.
—No me gustan estos matrimonios tan irregulares —dijo el rector—, ha sido sólo por consideración para con su digno padre por lo que he consentido en oficiar el suyo. Nada bueno podrá traer algo que tan mal empieza. Señor Hart, eligiendo a mi sobrina ha dado con una esposa ingrata, y lo precipitado de su unión demuestra una seria carencia de juicio y de carácter. De haberme pedido consejo se lo habría dado con gusto, pero ahora es demasiado tarde, ya está casado. Le deseo lo mejor, eso sí. Cuando llegue el momento de bautizar a su primer hijo espero que no deje pasar el tiempo como hizo su padre y se arriesgue así a que el diablo se apodere del alma del bebé. Que tenga usted un buen día, señor.
Aunque la reprimenda del rector no fue inesperada del todo, me sorprendió por su severidad.
—¡Espere, señor! —exclamé nada más recuperar el aliento y tras agarrarlo por el brazo cuando ya se había dado la vuelta para marcharse. La rabia por las injurias que había arrojado sobre mi esposa me sobrevino de repente, como una oleada—. No parece que tenga en cuenta, señor, lo mucho que honro a su familia casándome con su sobrina. Y da igual lo que usted haya visto en el semblante de Katherine, no creo que sea precisamente el de una esposa ingrata. Rector, tal vez si se hubiera mostrado usted más amable con ella, puesto que al fin y al cabo es sangre de su sangre, ella se habría mostrado más dulce con usted.
—Suélteme, señor —dijo el rector. Sus carnosas mejillas empezaron a enrojecerse rápidamente y pensé que tal vez también él estaba recordando la ocasión de nuestro último encuentro privado, en su huerto de manzanos. Imaginé con cierto placer la pantomima que sería capaz de montar si no le soltaba la muñeca y conseguía hacerle perder los nervios. Lo agarré con más fuerza. Pensé en dejarlo, para que su reputación no quedara mancillada y la culpa sólo pudiera atribuírsele a él. Le permití que me convirtiera en su enemigo, a mí, al hijo de su benefactor, en el día de mi boda, cuando no había hecho más que honrar a su familia con una condescendencia que nunca habrían podido esperar. ¡Ah! Pero seguro que se trataba precisamente de eso: los Ravenscroft debían de estar de lo más ofendidos por el hecho de que, puestos a elegir a uno de ellos, no hubiera elegido a Sophia.
Miré con dureza al rector Ravenscroft. Le sacaba unos treinta centímetros y era mucho más joven que él. Sin embargo, notaba en las manos lo mucho que le habría gustado propinarme una buena paliza. Si no por el desaire que había demostrado por Katherine, por los insultos que me había dedicado a mí. ¡Hipócrita!, pensé. En realidad no sirves a Dios más de lo que pueda hacerlo yo. Pero la compasión o algo parecido acabó por conmoverme y le solté el brazo.
—Controle su desdén, señor —le dije—. No le hace ningún bien.
El rector agitó el brazo como si intentara hacer que la sangre volviera a circular por él, se ajustó el sombrero de un modo abrupto y mecánico y salió de la estancia.
Pardiez, pensé de repente. El rector Ravenscroft no tenía nada en absoluto en común con Nathaniel. No podía ser su padre.
De repente los gitanos aparecieron en mi imaginación. «Mi familia», había dicho Nathaniel para referirse a ellos. Y lo había dicho en serio, realmente eran sus parientes de sangre, a diferencia de los Ravenscroft. Aunque mis ojos no habían sabido verlo en su momento, la semejanza familiar era patente y evidente entre todos ellos: los dientes feroces, los ojos brillantes y rasgados, los pómulos marcados, la piel translúcida, las orejas puntiagudas.
Es uno de ellos, pensé. Y me había negado a reconocerlo, a pesar de haberlo visto con mis propios ojos. ¡Aquella rareza me dejó maravillado!
¿Cómo era posible que un indicio que constituía una prueba tan obvia se hubiera impuesto sobre un hombre como el rector? Sin duda, pensé, tuvo que haberlo sospechado. Cómo debió de haberlo martirizado que su amado y hermoso hijo no fuera en realidad hijo suyo, sino de un extraño, de un desconocido que lo había metido sin consentimiento ni previo aviso en el nido del rector, con los polluelos que sí eran de él.
Nathaniel Ravenscroft. ¿Por qué pensé en él en esos momentos? Mi corazón quedó impactado como si lo hubiera visto entrar inesperadamente en la habitación. Tomé un buen trago de vino y me senté en uno de los sofás hasta que cesaron los temblores que se habían apoderado de todas mis extremidades. La música del clavicémbalo que estaba tocando Katherine llegó hasta mis oídos como las ondas que forma un cisne nadando en un lago.
No quería que Nathaniel apareciera en mi mente el día de mi boda. Y, sin embargo, mientras pensaba en ello con un terrible vahído en el estómago me di cuenta de que la intrusión de Nathaniel en mis pensamientos sería algo que seguramente experimentaría cada día de mi vida de hombre casado.
De repente recordé las palabras de la última carta de Katherine:
«¡Oh, Bloody Bones, querido mío, si está en tus manos hacerlo, perdona a la pobre Leonora! Pero en caso de que te sientas incapaz, cargaré con la pena de Leonora y desapareceré para siempre y no volverás a verme jamás».
¿Qué pena?, pensé.
«Te convertiré en una mujer».
No, pensé, eso no puede significar nada. Lo sé por el cuento que me escribió sobre Raw Head y Leonora.
Katherine, al ver que había tenido que sentarme, dejó de tocar y se acercó a mí con una conmovedora expresión de preocupación. Posó una mano sobre mi hombro y se sentó a mi lado.
—¿Qué te ha dicho? —me preguntó—. ¡Oh, mira que es repugnante mi tío Ravenscroft! Sería capaz de arruinar nuestra felicidad sólo para poder alardear de ello.
—El rector no ha dicho nada que yo no haya podido repudiar fácilmente —respondí mientras rodeaba la dulce mano de mi amada con las mías y la besaba. Nathaniel no está, pensé, y, por primera vez, esa idea fue un consuelo. La miré a los ojos y mi corazón agotado se animó un poco—. Ha sido una estupidez que intentara molestarme. Con eso sólo conseguirá complicarse la vida cuando mi padre muera y tenga que tratar conmigo.
—El señor Hart tardará todavía muchos años en morir —dijo Katherine.
—Eso espero, no quiero perderlo ahora que hemos descubierto el afecto que nos tenemos mutuamente.
—¿Es eso lo que te ha dicho? ¿Que tu padre morirá? No es más que un cerdo repugnante.
—No, no. No ha dicho eso. Me ha hablado más de bautizos que de funerales. Ha sido una insinuación lo que me ha ofendido. Pero no hablemos más sobre ello.
—No —dijo ella—. Más vale que no, Tristan. —Me apretó el hombro y la expresión de su rostro se tornó más clara—. ¡Es mejor que estemos alegres! Creo que el desayuno está listo. Después, si te apetece, le pediremos a James que toque para nosotros. La señora H. me ha dicho que es muy diestro con el violín.
—¿De verdad? —Hice un esfuerzo para incorporarme en mi asiento—. Adelante, pues. Bailaremos hasta que no podamos más.
—Espero —respondió con una sonrisa picarona— que no bailemos hasta quedar tan exhaustos, Bloody Bones…
Muchas horas después llegó la hora de ir a la cama y me la llevé discretamente a nuestro lecho marital para acostarnos por primera vez como marido y mujer.
Sin embargo, para mi amarga desilusión, me di cuenta de que, por mucho que Katherine lo ansiara, yo no me atrevía a consumar nuestro matrimonio. No es que estuviera físicamente cansado; de hecho, mientras nos preparábamos para acostarnos mi bajo vientre había revivido con una intensidad casi dolorosa, pero tan pronto como me permití intentar una aproximación carnal con Katherine la imagen de Nathaniel se me metió en la cabeza y mi virilidad quedó de repente flácida e inerte. Intenté combatirlo, pero cuando conseguí que esa imagen se desvaneciera por fin de mi mente, comprobé cómo la sucedía el temor al caballero trasgo de dos caras de su balada, y las palabras que recordaba a medias del último relato de Katherine revolotearon por mi cabeza como murciélagos.
«… en Nochebuena, un malvado hechicero, que no era sino Raw Head disfrazado…»
«Te convertiré en una mujer…»
Katherine no se quejó, pero un rato después, cuando vimos con claridad que no íbamos a poder disfrutar de una unión de esa naturaleza, al menos no esa noche, me abrazó y apoyó mi cabeza sobre su pecho para susurrarme al oído:
—No me importa, amor mío.
No pude evitar maravillarme por la paciencia que demostraba y me sorprendí pensando que tal vez se había sentido aliviada por mi incapacidad. Ante esa idea, el corazón se me encogió todavía más. En verdad, pensé, las palabras del rector están cargadas de una lamentable ironía. Jamás podría considerar la idea de bautizar o no a mis hijos si no podía dejar encinta a Katherine.
Dormí de forma intermitente y ligera y, en algún momento, justo antes del amanecer, me levanté y me puse a pasear por la casa hasta que me encontré frente a la puerta principal. Intenté abrirla pensando que tal vez el aire podría librarme del insomnio, por lo que salí a los escalones de arenisca. La noche era fría y el bóreas removía las ramas cargadas de bayas del seto de espino. Respiré hondo y me di la vuelta con la intención de cerrar la puerta y regresar a la cama, pero enseguida oí, bastante cerca, el gruñido bestial y porcino que ya había oído antes de combatir contra los duendes. Me quedé petrificado en los escalones y me di la vuelta de nuevo.
Esta vez, pensé, tengo que hacer cuanto esté en mis manos para librarme de ese sonido. Volví a entrar por la puerta sin dejar de mirar los verdes jardines y agucé el oído. Aquel ruido procedía del bancal, de la resbaladiza acequia negra en la que había atacado a Viviane. En el interior de mis entrañas sabía que se trataba de Raw Head.
Reuniendo mi coraje, caminé hasta el bancal en cuestión. El gruñido y su eco resollante me saturaron los oídos y acallaron el sonido del viento. Empezó a dolerme la cabeza. Sin embargo, el corazón me latía más rápido que un tambor. De repente, mi fusta de montar apareció como por arte de magia en mi mano derecha. Supongo que debí de cogerla por el camino. Traspasé el seto de espino y el frío amarillento del amanecer inundó la acequia, de manera que todo lo que había quedado oculto por la oscuridad quedó claramente expuesto.
Raw Head, si es que realmente se trataba de Raw Head, no apareció como yo había esperado. Ante mí, para mi inmenso asombro, quien estaba ahí agachado era Cox, el porquero. Tenía la piel más oscura que yo y tan velluda como una bestia negra. A su lado, en el barro, había una enorme cerda negra sudando por las últimas agonías del parto, masticando con sus enormes mandíbulas el fémur de un hombre.
Al verlo, una furia salvaje se despertó en mi corazón. Me di cuenta de que si la cerda había dado a luz había sido porque el tipo la había violado y que el resultado produciría todo tipo de seres impuros y malvados, incontables e infinitos, hasta que todo el mundo quedara inundado de vicio y cualquier forma de virtud y de belleza quedara olvidada.
Grité. Fue el aullido primario que había oído dentro de mi cabeza antes de torturar a Annie. Me lancé hacia delante y la emprendí a golpes con el porquero y su repelente cerda con la máxima ferocidad de la que fui capaz. Gritando, ese asqueroso bruto huyó de la acequia sangrando y pasó a toda prisa por el camino hasta llegar a la verja de hierro. Lo perseguí decidido a borrarlo de este mundo y de cualquier otro en menos de un minuto, pero, para mi gran consternación, aunque corrí tan rápido que casi alcé el vuelo, no pude alcanzarlo.