32

Simmins, cuya estatura era mucho menor que la mía, no llevaba, además, ni una fracción del ímpetu que me movía en esos momentos, por lo que cayó al suelo de inmediato. Su trasero militar cayó sobre uno de los montoncitos de paja húmeda que había sobre el suelo embarrado. La violenta colisión obstaculizó mi desenfrenado avance, por lo que me detuve de improviso para descubrir contra quién o contra qué había chocado. En cuanto vi de quién se trataba, me di cuenta de que no podría seguir persiguiendo al doctor Hunter y me vi superado por una decepción y una angustia tan poderosas que las piernas empezaron a temblarme de nuevo con fervor. Tendí la mano para ayudar a levantarse al capitán Simmins, pero para mi gran horror me di cuenta de que seguía temblando. Simmins no la aceptó.

—Señor Hart —dijo mientras me miraba fijamente desde el suelo con preocupación—. ¿Tiene algún problema, señor?

—No, señor Simmins —respondí, aunque la voz me traicionó—. Yo…

Simmins se levantó del suelo.

—Señor Hart —dijo—. Perdóneme si me m… meto donde no me llaman, p… pero su aspecto es el de un hombre profundamente consternado. ¿Quiere que volvamos a entrar? Un p… poco de licor no le hará ningún daño y si p… puedo servirle de ayuda, me p… pongo a su entera disposición.

—Yo… —dije, incapaz de continuar. No podía articular las palabras que resonaban cada vez con más fuerza dentro de mi cabeza: «Me han repudiado».

—Entre, señor —repitió Simmins mientras me agarraba con suavidad del brazo e intentaba llevarme de nuevo hacia la puerta de la posada. Una lluvia grisácea había empezado a caer sobre nosotros. A pesar de que casi era mediodía, el cielo seguía siendo oscuro. Los ojos marrones de Simmins, brillando en la desolación de la penumbra, de repente me parecieron los únicos puntos de luz del mundo entero, linternas gemelas como las que flanqueaban la puerta de la posada del Toro en Collerton, o como fuegos fatuos bailando sobre el lento fluir del río. Extendí la mano y lo agarré con fuerza por el codo. Simmins no ofreció resistencia.

—¿Cómo es posible —dije— que sepa usted justo cuándo y cómo consolarme, Isaac? ¿Acaso tiene un espejo mágico que le revela cuándo necesito ayuda?

—No, señor Hart —susurró Simmins con los ojos fijos en los míos—. No es más que una afortunada coincidencia. Tengo la t… tarde libre.

Mis extremidades empezaron a recuperar el aplomo. Agarré a Simmins por el codo con más fuerza y busqué con las yemas de los dedos la diminuta hendidura entre el hueso y el ligamento para hacerle gritar, para obligarle a retroceder. El sobretodo que llevaba puesto, no obstante, resultó ser demasiado grueso. Simmins se limitó a sonreír un poco y a ladear la cabeza, un gesto que podría haber parecido forzado e impropio en cualquier otro hombre pero que, en cambio, pareció curiosamente apropiado en su caso.

Me di la vuelta y tiré de Simmins bruscamente en la dirección que él mismo me había sugerido, hacia el interior de la posada. Lo arrastré de nuevo hacia mi habitación y, una vez dentro, cerré la puerta y me guardé la llave en el bolsillo del chaleco, junto al dibujo de Mary.

—Siéntese —dije.

No sabía con exactitud lo que deseaba hacerle al capitán Simmins, lo único que sabía era que quería hacerle daño de un modo vicioso, profundo y cruel. Quería sacrificar su fuerte y hermoso cuerpo para exorcizar al demonio de esa desesperación desgarradora que por segunda vez ya parecía cernirse sobre mí como un ave carroñera cuyas alas negras susurraban que todas mis ambiciones no valían más que el polvo.

Bajé la mirada hacia Isaac Simmins, mi leal amigo, mi querido esclavo, y una especie de hilo misteriosamente oculto pareció romperse. Al fin, comprendí qué tipo de servicio podría prestarme y aquello me pareció tan inevitable como la noche tras el día. En ese momento supe que lo que sentía por él no era el deseo carnal, como tanto había temido. No era lo mismo que había sentido por Annie; ni siquiera era lo que, para mi vergüenza, había sentido por Lady B. al verla atada y desnuda. Era excitación, pero a pesar de la chispa que sentía en el bajo vientre y del fuego que ardía en mis entrañas, era una excitación de tipo intelectual, brillante como la deslumbrante luz del sol, limpia, afilada e inextricable como la hoja de un cuchillo. Maldito sea, doctor Hunter, pensé. ¡Ah, maldito sea! Demostraré mi hipótesis, todas mis hipótesis, sin su ayuda.

—Dice usted que está a mi entera disposición —dije mientras me quitaba la chaqueta y el chaleco y me arremangaba la camisa—. Pues acepto su oferta, señor Simmins. Necesito su ayuda para proseguir con mis estudios. Quítese la camisa y las botas, lo demás puede dejárselo puesto.

—¿Cómo dice, señor?

—No pretendo darle por el culo —le dije—. Haga lo que le digo.

Recordé la fuerza con la que el doctor Hunter había tenido que atar a Lady B., por lo que busqué entre mis pertenencias hasta que encontré algo suficientemente fuerte y flexible para atar al señor Simmins a mi cama y le ordené que se tendiera en ella en posición supina.

Simmins obedeció sin reparos. La expresión de su rostro era de simple curiosidad, más que de aprensión. Le levanté los brazos por encima de la cabeza y le até las muñecas, primero juntas entre sí y luego a las barras verticales del cabezal de la cama, de manera que los codos le quedaban doblados a la altura de las orejas. Para evitar que pudiera moverse demasiado durante la operación que me proponía realizar le até también los pies a la estructura de la cama con firmeza. De buena gana le habría atado también el tronco, pero no tenía cuerda suficiente para ello. Cuando me hube asegurado de que estaba completamente inmovilizado, me acerqué corriendo a la chimenea para atizar el fuego que estaba muriendo de hambre y evitar así que acabáramos resfriándonos. Cuando hube logrado reavivar las llamas, encendí con ellas una vela de cera que me sirvió para encender siete más que distribuí por toda la estancia en un círculo casi perfecto, de manera que desde cualquier lugar me llegara la luz suficiente para ver bien a Simmins, así como para iluminar bien mi mesa, y poder así llevar a cabo mi experimento y registrar mis hallazgos. Con el quirófano listo, regresé a la cama y me senté junto al capitán Simmins. Él sonrió.

—Había creído —murmuré en voz baja mientras le acariciaba la cabeza a Simmins— que tendría que encontrar a alguno de los desdichados que merodean por Seven Dials y pagarle bien por sus servicios. Pero usted, querido Isaac, se ha cruzado literalmente en mi camino y se ha ofrecido a ayudarme. Se lo explicaré todo, es justo que sepa a qué se somete y cuál es el motivo que lo justifica. Lo que pretendo es demostrar en su persona la rectitud de una hipótesis que he formulado últimamente respecto al dolor y su potencial para sanar la parálisis. Mi amado padre, como ya sabe, ha sufrido recientemente un derrame que lo ha dejado incapacitado. He pasado incontables horas y días buscando un método para reproducirlo en un animal vivo y, de este modo, demostrar su causa: no tengo ninguna duda de que se trata de un daño en el tejido cerebral. Dicho sea de paso, no pretendo infligirle —al menos todavía— ningún tipo de lesión dentro del cráneo, puesto que no estoy seguro de que fuera a sobrevivir al proceso. Eso tal vez llegue después, cuando haya perfeccionado mi método. Lo que sí que necesito, no obstante, es que coopere en la investigación de los efectos del dolor sobre una parálisis previamente inducida.

A Simmins se le pusieron los ojos como platos al oír todo aquello, como es normal. Me miró fijamente, perplejo y, por lo que me pareció, algo escéptico y soltó una leve carcajada. Ignorando su respuesta, proseguí:

—Lo que me interesa ahora es la parte de la red nerviosa que conecta las extremidades con la columna vertebral. Hace una semana estaba sentado en Southwark y escuché una conversación… los detalles no importan, pero me hicieron pensar en algo que había percibido alguna que otra vez en el establecimiento de la señora Haywood. Ya le conté algo, creo, acerca de mis experiencias en ese local. Le confesaré que no fui del todo fiel a la verdad. No fornicaba con las furcias, Isaac, no es eso lo que me gusta. Pero tampoco soy como usted, como parece haber creído. Los cuerpos de los hombres tampoco me atraen. Sentía placer atando a esas mujeres del mismo modo que lo he atado hoy a usted y torturándolas con severidad, hasta que no podían seguir soportando la agonía. Y ahí es donde aparece lo que espero que acabe siendo de gran importancia para la ciencia: en varias ocasiones me di cuenta de que cuando las liberaba de las ataduras se quejaban de notar las manos medio dormidas, un efecto que no duraba mucho. En su momento me limité a pensar que no era más que un indicador de que las había atado con demasiada fuerza y había impedido que la sangre circulara libremente. Sin embargo, ahora creo que no tiene nada que ver con la sangre, sino con los nervios. Esto, señor Simmins, esta inducción de la parálisis nerviosa, es lo que pretendo hacer con usted. A continuación, en las partes insensibles le infligiré el dolor necesario para que recupere la sensibilidad, el suficiente para que, en caso de tenerlas plenamente sensibles, llegara tal vez a desmayarse de dolor, algo que, por supuesto, no llegará a suceder, de momento. Y ya veremos si esos dolores sanadores son capaces de recuperar la sensibilidad rápidamente, como creo que sucederá, o si tardan bastante más.

La expresión de perplejidad de Simmins se prolongó un poco más, hasta que empezó a comprender que yo estaba siendo sincero y su leve sonrisa quedó borrada del todo. El color desapareció poco a poco de su rostro y emitió un sonido extraño e incoherente. Me apresuré a taparle la boca con la mano.

—No grite —dije—. Necesito que coopere, señor Simmins, y no quiero tener que amordazarlo, pero si grita nos oirán y nos interrumpirán.

Para mi gran sorpresa, esa advertencia no tranquilizó a Simmins, sino que lo inquietó todavía más. Empezó a forcejear contra las ataduras para intentar liberarse de mi mordaza improvisada. Con las manos le tapé la boca y lo agarré por el hombro para contenerlo. Lo reprendí y le recordé que lamentablemente había fracasado en su misión de entregarle el dinero a Annie e insistí en lo decepcionado que estaba respecto a ese asunto. Le dije también que el sacrificio que estaba a punto de hacer mitigaría en gran medida esa decepción. Cada vez con la voz más desesperada, intenté inculcarle mi convicción de que la parálisis tendría una duración limitada y que se sanaría fácilmente, puesto que no tenía intención alguna de practicarle cortes ni de emplear ningún otro método que la simple inmovilidad, pero no hubo manera de calmarlo y me vi obligado a aplicar sobre sus brazos atados una fuerza mucho más intensa de lo que habría deseado.

—Isaac —dije para intentar tranquilizarlo—. ¡Isaac, déjelo!

Sin embargo, Simmins no desistió. Su forcejeo se volvió más intenso y acabó golpeándome en la barbilla con un codo. De repente, de la misma forma inesperada en que había comprendido para qué podría servirme, perdí la paciencia. ¡Maldito seas!, pensé. ¡Tanto tú como el doctor Hunter! Cooperarás, maldito duendecillo, y si acabo dañándote el cerebro, mucho mejor. ¿Por qué debería perder el tiempo con la red nerviosa cuando lo que hay bajo el cráneo es lo más importante? ¡Maldito seas! ¡Demostraré mi hipótesis, me convertiré en un gigante de la filosofía natural, conseguiré lo que me he propuesto! De repente, empecé a hacerle daño, a ahogarlo, inmovilizando su codo con el mío, tapándole la boca y la nariz con la mano izquierda. Con la rodilla le aplasté el pecho y con la otra mano le estrujé las muñecas y noté cómo los ligamentos y los pequeños carpos se desplazaban bajo las yemas de mis dedos, mientras contemplaba cómo se le ponían los ojos en blanco y batallaba por respirar. Volvió el cuello desesperadamente de un lado a otro hasta que su cráneo quedó ladeado con violencia tras recibir un duro codazo por mi parte. Simmins se quedó en silencio, casi sin moverse, excepto por un sutil temblor que recorría su cuerpo como si fuera electricidad. Aparté las manos de él y, de un modo automático, posé dos dedos sobre su arteria carótida.

—Isaac —susurré—. Isaac.

No respondió.

¿Le he partido el cuello?, pensé.

De repente me invadió el horror por lo que había hecho. ¿Maldito duende? ¿Maldito Simmins? ¿Por qué maldito Simmins? Era —o eso había creído él— amigo mío.

—¡Oh, Isaac —exclamé—, no quería hacerle tanto daño!

No acertaba a comprender por qué Simmins se había resistido tanto. ¿Por qué? ¿Por qué había intentado gritar? ¿Por qué había empezado a forcejear cuando lo único que le había pedido había sido que se mostrara dócil y tranquilo? ¿Acaso no se había ofrecido a ayudarme? Además, ¿no era mi esclavo? ¿No estaba dispuesto a hacer cualquier cosa por mí sin preguntarse nada, sin plantearse ni por un momento lo que él deseaba? ¿Por qué no tendría que haber esperado que se sometiera, que se sometiera voluntariamente, a una vivisección? Me pareció que el asunto no tenía ninguna lógica, que no tenía sentido.

De repente, Simmins aspiró aire de forma irregular, con desgana, y eso me alejó de las cavilaciones y me devolvió a la escena. Noté el revoloteo de su pulso bajo las yemas de mis dedos. Abrió los ojos, pero parecían vacíos, ausentes. Presa del pánico, le agarré las manos entre las mías y se las apreté, pero me parecieron tan exentas de vida al tacto como las de un cadáver. Sin embargo, Simmins respiraba. Ni estaba muerto, ni se estaba muriendo, pero estaba en silencio. Aunque tanta calma era inquietante.

—¡Idiota!

Sabía que por cuestiones humanitarias, y no sólo porque se tratara de Simmins, no podía continuar con el experimento. Así pues, con los dedos temblorosos deshice las ataduras que tan fuerte había anudado y le bajé los brazos hasta que reposaron a ambos lados de su cuerpo, sobre la cama. Recorrí con mis manos sus nervudos bíceps y el supinator longus, aunque todavía no comprendo para qué, a menos que fuera un intento de restaurar la sensibilidad y circulación que temía haberle arrebatado de verdad. Me sorprendí pensando que ese experimento tan mal planificado tal vez había sido una fantasía tan yerma como la confianza que había depositado erróneamente en el doctor Hunter. Pensé que en realidad no había querido lesionar a Simmins en modo alguno, ni temporal ni de cualquier otro tipo. Mi gran preocupación, mi temor más espantoso, era que le hubiera provocado alguna lesión desconocida que lo incapacitara de forma permanente.

Tras unos minutos durante los que mi terror fue en aumento hasta una intensidad tal que empecé a creer que debía apresurarme a buscar la ayuda de algún médico que no fuera yo, Simmins volvió la cabeza en mi dirección, flexionó primero los dedos de la mano izquierda, luego el codo y sus ojos marrones enfocaron los míos.

—Lo s… siento —dijo—. M… me he dejado llevar por el p… pánico, señor. N… no comprendía nada. Espero no… que no… ¿L… le he ayudado?

Me quedé boquiabierto y mi cuerpo entero empezó a temblar.

Me habría gustado besarlo como a una mujer, en los labios. Me invadió una sensación de alivio tan pura como hermosa ante su maravillosa recuperación: al parecer Simmins estaba ileso. Podía ver correctamente, hablar de forma coherente y mover el cuerpo a voluntad cuando yo había temido que todo estaba perdido. La oleada fue tan potente que tardé unos segundos en poder hablar.

—Sí —tartamudeé—. Me ha… ayudado. Mucho, capitán Simmins.

—Su esp… esposa —dijo Simmins—. La s… señora Hart. ¿Sabe qué tipo de m… monstruo es usted?

—Sí —dije. Me desplomé junto a él, completamente incapaz de comprender del todo lo inaceptable que llegaba a ser aquella respuesta. Las piernas me temblaban demasiado para sostenerme, incluso para mantenerme sentado. El ritmo de mi corazón disminuyó y tuve la sensación de que nunca había palpitado con tanta furia, que nunca había bombeado tanta sangre.

—Es t… terrible —dijo Simmins.

—Amo a la señora Hart y ella a mí. Cuando nos casamos lo hicimos a sabiendas de nuestros gustos e intereses.

Simmins no respondió a eso. Imaginé que estaría digiriendo la idea y durante unos minutos permanecí tendido junto a él, agotado, complacido por su silencio. Hasta que volvió a hablar.

—No s… siento el brazo derecho —dijo—. Es la p… parálisis de la que me hablaba, ¿n… no? P… pasará, ¿verdad?

Durante las seis horas siguientes hice todo lo que se me ocurrió para restaurar la sensibilidad del brazo del capitán Simmins, pero todo fue en vano. Se lo acaricié con seda, se lo froté con grasa caliente, se lo pellizqué, se lo rasqué y se lo pinché con la punta de la lanceta. Le apliqué presión, agua fría, calor extremo y triacas. Se lo flexioné y extendí repetidamente y lo dejé descansar, pero o bien mi hipótesis acerca del dolor estaba completamente equivocada, o el daño que había infligido a las vulnerables fibras nerviosas de Simmins, con esa violencia tan negligente como despiadada, había sido demasiado serio para poder revertirlo mediante un tratamiento agudo. Tal vez le había arrancado el nervio braquial de su anclaje en la base del cráneo. O quizás en esos momentos de forcejeo se había quedado sin aire y realmente le había dañado el cerebro, a pesar de no habérselo agredido directamente. Quién sabe si, por accidente, le había causado un pequeño derrame. No tenía manera de saberlo, ninguna. A pesar de que no tardé en darme cuenta de que mis tratamientos no surtían efecto, seguí intentándolo, puesto que haber abandonado tan pronto, haber admitido la horrible enormidad de lo que había hecho, sólo habría servido para arrojar los fragmentos que me quedaban de coraje al más fondo de los pozos sin saber cómo podría recuperarlo. Así pues, continué administrando mis agónicos intentos, pero Simmins seguía sin notar diferencia, hasta que al fin puso la mano que aún tenía sensible sobre la mía y me suplicó, con calma y en silencio, que cesara.

Ya lo había desatado, ahora me tocaba vestirlo, como a un niño o a un paralítico. Luego lo acompañé durante el breve trecho que nos separaba de su alojamiento y, una vez allí, nos separamos.

Simmins dio un par de pasos en dirección a la entrada, se detuvo y se volvió hacia mí.

—Le d… diré al cirujano que me he p… peleado —dijo—. Q… que me intoxicaron y me vi envuelto en… en una reyerta. Tal vez p… pueda hacer algo al respecto.

No había nada que hacer, pero no se lo dije.

—No se p… preocupe, estimado s… señor Hart —dijo Simmins—. Todo irá bien.

Se puso de puntillas y me besó suavemente en la mejilla antes de marcharse.

Me habría gustado echarme a llorar, pero no pude. Una extraña frialdad se había apoderado de mi corazón y en verdad creo que no sentí nada: ni lástima, ni remordimientos, ni sensación alguna de pérdida o de dolor. Sabía que todo había terminado, todo. Mis ambiciones tenían tan poco sentido como posibilidades de recuperación tenía el brazo de Simmins. El doctor Hunter me había abandonado y sin su ayuda no podría realizar progreso alguno a partir de mi hipótesis. Mi sueño había quedado hecho añicos. Ni siquiera me planteé cuál sería el pronóstico de Simmins. La verdad era que no sabía ni podía saber ni predecir con seguridad cuándo recuperaría la sensibilidad —si es que jamás llegaba a recuperarla— que yo le había arrebatado de forma tan descuidada.

De repente, me vino a la memoria el momento en que Nathaniel y yo nos habíamos detenido frente a la puerta de la posada del Toro a oscuras y tuve la sensación de que el mundo entero se había reducido al tamaño de la cabeza de un alfiler. Tal vez no era un recuerdo, sino una visión, puesto que desde la reja me pareció estar de nuevo junto a Nathaniel, aunque debía de ser yo y no él quien parecía un resorte tensado, a punto de estallar, ya que Nathaniel se volvió hacia mí, me puso la palma de la mano izquierda en la mejilla y dijo:

—La única salida es romper el reloj.

Parpadeé. La visión desapareció. Las farolas del barrio brillaban en la húmeda oscuridad que me rodeaba.

Me di la vuelta enseguida y huí antes de que me robaran.