29
Una vez superado el temor a que mi esposa pudiera rechazarme horrorizada si intentaba usar su cuerpo como suelen hacerlo los hombres de forma natural, descubrí que tenía licencia para tomarme esa libertad siempre que lo deseara. Ella era mi América, mi nuevo continente, y aquella nueva forma de libertad que había descubierto en ella me proporcionaba un éxtasis tal que durante una semana entera no hice más que desearla varias veces al día. Sin embargo, el uno de enero ella se opuso y me suplicó que, por el amor de Dios, la dejara tranquila. Tras ese insignificante rechazo que yo no interpreté como una crueldad, intenté moderar mis exigencias y acabamos cayendo en una cómoda rutina conyugal en la que nuestros placeres previos recuperaron su precedencia. Y es que para Katherine y para mí, el dolor era una fuente de satisfacciones que estaba por encima del mero placer.
Pasó el tiempo y el año de Nuestro Señor de mil setecientos cincuenta y tres cambió el invierno por la primavera. El río creció hasta convertirse en un verdadero torrente a lo largo de la periferia de la finca de los Barnaby hasta que, por fin, las aguas empezaron a retirarse de nuevo. La brecha que se había abierto entre mi padre y mi tía, sin embargo, seguía sin cicatrizar. Jane, por el contrario, se acostumbró a recorrer las millas que separaban Withy Grange de Shirelands cuatro días por semana y a menudo se quedaba a pasar la noche en su antigua habitación en lugar de regresar con su marido.
Sorprendentemente, el único que se opuso a ello fue Erasmus, a quien parecía incomodarle la presencia continua de mi hermana, si bien cuando le pregunté al respecto negó tenerle aversión alguna.
A principios de marzo, cuando los días empezaron a alargarse de forma perceptible en Shirelands Hall, mi padre solicitó que poco a poco volviera a brillar la luz también en su habitación y, cuando sus ojos se hubieron acostumbrado de nuevo a los ritmos del amanecer y el anochecer, recuperó el hábito de la lectura. Empezó a recibir, además, correspondencia privada de un conocido del gobierno a quien había apoyado activamente en el pasado. Leía detenidamente sus cartas, lo hacía solo y jamás comentaba su contenido. Supuse que el remitente estaría al corriente, sin que yo supiera de qué modo, de que el receptor no se encontraba en condiciones de escribir una respuesta, puesto que nunca me solicitó que ejerciera de amanuense.
Sin embargo, no experimentó mejora alguna en su parálisis, lo que no me sorprendió, puesto que era lo que había esperado de acuerdo con mis hipótesis y mis conocimientos previos acerca de los derrames. Proseguí con mis esfuerzos para provocar una condición análoga en una criatura viva, pero la tarea demostró ser extremadamente complicada, pues, igual que los humanos sometidos a una trepanación, los animales morían de repente o parecían ilesos pero terminaban muriendo poco después por otra causa. Durante la primera mitad del mes maté a veinticinco ratas y siete conejos antes de conseguir un solo superviviente. El animal sobrevivió tres días en estado paralítico antes de morir. Le diseccioné el cráneo, pero no conseguí detectar ninguna lesión en él. Esos fracasos durante las prácticas fueron frustrantes, pero estaba decidido a perseverar en mis intentos, puesto que tampoco demostraban nada que contradijera mi teoría general. A menudo deseé poder disponer de sujetos humanos sanos que me permitieran advertir algún cambio sutil en sensaciones o percepciones que yo era incapaz de discernir de forma objetiva en un animal, pero sabía también que era algo imposible.
Entre esos experimentos, regresé a los poemas de Donne, y a través de ellos pude oír, susurrada desde la muerte, la voz de mi madre. Donne escribió acerca del amor y del desengaño, del deseo frustrado que sentía al someterse por completo a la voluntad de un Dios al que no podía percibir del todo y que no ejercía su poder sobre un clero atormentado. Pensé que era algo inevitable, puesto que el dios cristiano de Donne sólo existía en sus fantasías. Había algo trágicamente absurdo en ello. Sin embargo, cuando regresé de nuevo a esos poemas que tanto habían interesado a mi madre, a juzgar por el aspecto ajado de las páginas, empecé a imaginar que ocultaban pistas de la existencia potencial de algo real, un genio más coherente que el buen Dios omnipotente y omnisciente de Jesucristo, y tan poderoso como el amor. No sé si fue la razón o una falsa ilusión lo que me hizo imaginarlo de ese modo.
El diecinueve de marzo recibí una visita del teniente Simmins, cuyo regimiento había sido destinado a Abingdon. Se las había arreglado para quedarse a pasar la noche en Shirelands antes de reunirse de nuevo con el oficial al mando para proseguir el camino por la mañana. Había llovido mucho todo el día, por lo que ya esperaba que nuestro invitado se retrasaría y, de hecho, no llegó hasta pasadas las seis, lo que en nuestro país era muy tarde para cenar. Mi padre, incapaz de tolerar el retraso, ya había cenado y se había retirado, pero Jane, Erasmus, Katherine y yo aguardamos pacientemente la llegada de Simmins en el salón delantero, donde una ventana ofrecía una buena vista del camino de entrada. Cuando el reloj del vestíbulo tocó el primer cuarto, Katherine, que estaba sentada en el antepecho de la ventana, gritó que había visto acercarse a un jinete y, poco rato después, se presentaba el señor Simmins.
No había vuelto a ver al teniente Simmins desde nuestro último encuentro en Londres y en esa ocasión yo no me encontraba en plenas facultades. Sin embargo, Simmins no dio muestras de recordarlo. Me pareció que se encontraba en ese envidiable estado que proporciona la posesión de felicidad y salud. La vida en el ejército simplemente se adecuaba a su constitución y a su carácter. Pese a que seguía siendo un hombre de corta estatura —aunque no tanto como Erasmus— y pese al titubeo que caracterizaba su manera de hablar, se había vuelto un hombre delgado y musculoso como un mono que se movía con la gracia de un espadachín. Era evidente que había tenido que enfrentarse al mal tiempo: llevaba la casaca escarlata completamente mojada y la peluca de crin blanca, en los sitios que el sombrero no había podido proteger, había empezado a encresparse. Recuerdo haber pensado que parecía más bien un tunante que un militar disciplinado. Y me alegré de que así fuera.
Cuando me disponía a hacer las presentaciones entre Simmins y mi esposa, descubrí con sorpresa que ya se conocían.
—Pero, Tristan —me recordó Katherine con cariño—, fuiste tú quien le encargó al señor Simmins que cuidara de mí mientras estuviera en Weymouth.
—¿De verdad? —dije mientras le lanzaba una mirada interrogante a Erasmus.
—Tarea que —dijo Simmins— c… cumplí fielmente has… hasta que la señorita Montague lo im… impidió con su desaparición.
Katherine sonrió ante aquella confesión y Simmins, tímidamente, le devolvió la sonrisa. Parecían dos chiquillos compinchados en una conspiración.
—Yo te pedí que le hicieras llegar una carta —dije en cuanto lo recordé de repente—. Pero eso fue todo.
—Debe perdonarme, señor H… Hart —dijo Simmins—. Tal vez me excedí en el cumplimiento de sus órdenes. Pensé que la señorita Montague en esos momentos necesitaba un… un amigo.
—Así es. Y como tal se comportó usted, señor —dijo Katherine—. Mi única queja es que me ocultó hasta qué punto estaba enfermo el señor Hart. De haberlo sabido, no habría tardado tanto en huir.
La mirada de Simmins pasó de Katherine a Erasmus y luego a mí.
—C… claro —dijo—. Sien… siento haberla enga… engañado. Me pareció lo mej… mejor en ese momento.
—Olvidemos este asunto —dije mientras rodeaba cordialmente los delgados hombros de Simmins con un brazo—. Supongo, señor Simmins, que preferirá cambiarse de ropa antes de cenar. Está empapado.
—Claro —respondió Simmins. Sin embargo, no hizo ademán alguno de marcharse y dirigió la mirada hacia Jane con aire titubeante, puesto que debido a la confusión se me había olvidado presentársela.
Mi hermana soltó un suspiro de impaciencia.
—Mi hermano es extremadamente maleducado —dijo—. Le ruego que disculpe nuestros rústicos modales, señor Simmins. Estoy segura de que nos acordamos el uno del otro de cuando éramos niños. Soy la señora de James Barnaby.
Simmins, algo desconcertado por el inusitado atrevimiento de mi hermana, igual que el resto de nosotros, le dedicó una respetuosa reverencia y a continuación salió apresuradamente.
—¿Por qué no tendría que haberlo hecho? —preguntó Jane en voz alta en cuanto nos hubimos quedado solos de nuevo—. Lo recuerdo de hace muchos años. Y además soy una mujer casada, puedo dirigirle la palabra a quien me plazca. ¿Tengo razón o no, señor Glass?
—Claro, madam —respondió Erasmus sin alterarse, si bien su tono de voz indicaba cierta irritación por el hecho de que se hubiera dirigido a él de ese modo—. En cualquier caso, como ya he dicho antes, no estoy en posición de opinar. Existe una diferencia considerable entre nuestras condiciones sociales, lo que convertiría en extremadamente impertinente cualquier comentario que yo pudiera hacer al respecto.
Jane agitó la cabeza, un gesto que debía de haber tomado de Katherine.
—¿Impertinente? —preguntó—. No lo creo, puesto que he sido yo quien se la ha pedido expresamente.
Para mi gran asombro, esa afirmación provocó que una mirada furiosa apareciera de golpe en el semblante de Erasmus Glass.
—Como ya he dicho —repitió—, cualquier comentario que yo pueda hacer sólo sería impertinente e impropio.
—¿No crees que el señor Simmins es atractivo? —le dijo Jane a mi esposa.
Katherine abrió los ojos como platos.
—No me lo parece especialmente —contestó ésta—. Aunque tampoco es que tenga un rostro desagradable.
—Pues a mí sí que me lo parece, muy atractivo —replicó Jane. Se dirigió una vez más a Erasmus—. Señor Glass, ¿no expresará su opinión al respecto?
—Discúlpeme —se excusó Erasmus con frialdad—. Tengo asuntos de los que ocuparme antes de la cena.
Hizo una leve reverencia y salió del salón.
—Bueno —dijo mi hermana—, no me importa. ¿Por qué tendría que importarme el señor Simmins, el señor Glass o lo que puedan opinar? —Se levantó súbitamente de la silla—. Tengo que vestirme —dijo. Se dio la vuelta rápidamente y salió de la estancia entre una verdadera oleada de satén rosado.
Sin comprender nada, me dirigí a Katherine.
—¿Qué demonios…?
—¿No es evidente? —preguntó Katherine con un suspiro—. La señora Barnaby es desesperadamente infeliz.
Durante la cena, Simmins nos entretuvo con anécdotas de la vida militar y pasamos una buena velada a pesar del espinoso rencor que había quedado suspendido en el aire entre Erasmus y Jane.
Ver a Simmins de nuevo tantos meses después me complació muchísimo. Sin embargo, al mismo tiempo me alteró un poco, puesto que mi cabeza no paraba de evocar la fragmentada noche de nuestro último encuentro y, cada vez que lo recordaba, el corazón se me encogía más y más. ¿Había llegado a golpear a Simmins? Eso me parecía, pero él tampoco había mencionado el asunto y yo confiaba tan poco en mis propios recuerdos que, de no haber sabido que había estado enfermo, lo habría descartado como si de un mero sueño se hubiera tratado.
Al cabo de un rato, la conversación derivó hacia Londres y Simmins. Éste, con los ojos brillantes a la luz de las velas, reveló que al cabo de un mes regresaría a la capital para ser nombrado capitán. Todos convinimos en que era una gran noticia y mi hermana pidió de repente que se abriera una cuarta botella de borgoña para celebrarlo como era debido.
La idea de que el pequeño Simmins pudiera convertirse en capitán, con autoridad sobre los oficiales que quedaban bajo su jerarquía, me pareció más que extraña. No pude evitar pensar que, si lo deseara, yo podría ordenarle que se arrodillara a mis pies y él obedecería al instante. Sabía que no poseía ningún poder legítimo sobre el teniente Simmins, pero seguía teniendo esa convicción de todos modos, y cada vez que veía cómo le temblaba el labio o cómo encogía un hombro esa certeza quedaba aún más reforzada.
Jane abrió la botella y brindamos de buena voluntad por el ascenso de Simmins. Éste aceptó nuestras felicitaciones con una amplia sonrisa y las mejillas sonrojadas y, a continuación, cambió de tema y pasamos a hablar de mi padre.
—Me alegro —dijo— de oír que el señor está recuperando la salud. Dígame, ¿cuál es la opinión de su padre acerca del proyecto de ley del señor P… Pelham? ¿Cree que se aprobará o no?
—Pardiez —exclamé—. No sé nada al respecto. La señora Barnaby y yo no sabemos gran cosa acerca de la afiliación política ni de los intereses de nuestro padre.
—¡Ah! —Las pobladas cejas de Simmins se arquearon en una expresión de asombro—. Me sorprende, señor, puesto que su p… padre goza de un enorme respeto entre los miembros del p… partido del señor P… Pelham.
—Eso —respondí— todavía me sorprende más, pero, ahora que lo pienso, recuerdo haberle oído mencionar el nombre de Pelham en mi presencia.
—El proyecto de ley en cuestión —dijo Simmins poniendo un cuidado especial en las palabras que pronunciaba— tiene que ver con la concesión de la nacionalidad a los judíos residentes.
—¡Claro que he oído hablar de ello! —exclamó mi hermana—. El señor Barnaby se opone firmemente a ello y se pronuncia a menudo a ese respecto.
—N… no es el único —respondió Simmins—. El c… capitán K… eane dice que la oposición que ha recibido es tan v… violenta, especialmente en los c… condados rurales, que duda que llegue a aprobarse. Aunque yo, si tuviera que posicionarme, la apoyaría. Con el debido respeto a su marido, señora Barnaby, creo que hay pocas posibilidades de que todos los judíos acaben convirtiéndose a la religión cristiana. Y Gran Bretaña ya tiene suficientes dificultades para mantener las colonias sin que una c… comunidad extranjera p… persevere en sus tierras.
—El proyecto de ley ha dado mucho que hablar —dijo Erasmus— y por mi parte, señor Simmins, estoy de acuerdo con usted. Sin embargo, creo en ello más por motivos de justicia que por ese interés nacional que ha mencionado.
—El señor Glass tiene toda la razón —comentó Jane—. Jamás he estado de acuerdo con el señor Barnaby. Creo que sus opiniones son de mal gusto, y el hecho de que las confiese tan abiertamente podría incluso resultar ofensivo.
—¿Es posible —pregunté— que todo el mundo haya oído hablar del proyecto de ley del señor Pelham menos yo?
—Yo tampoco había oído hablar de ello —respondió Katherine de repente.
—Ha t… tenido usted cosas m… más importantes de las q… que ocuparse, señor Hart —dijo Simmins, una vez más con una sonrisa tímida en los labios.
Se refería a mi trabajo y a mi reciente boda. No obstante, mi lamentable ignorancia del proyecto de ley que afectaba a los judíos, de la controversia que comportaba y de la mayor parte de los intereses de mi padre en la propuesta, hizo que me sintiera enojado conmigo mismo e imaginé que tanto él como el fantasma de mi madre debían de sentirse muy decepcionados conmigo.
—Nuestra madre —dije de repente— era de fe judía y, de no haber sido bautizados como cristianos, mi hermana y yo habríamos estado sometidos a las restricciones en las que languidece toda esa gente. No me sorprende que mi padre se haya involucrado tanto en la cuestión.
—¡Vergüenza debería darte, hermano! —exclamó Jane con las facciones enrojecidas—. Nuestra madre fue cristiana, tía Barnaby siempre nos lo ha dicho.
—Es a ti a quien debería darte vergüenza, Jane, porque eso no es cierto. Tía Barnaby miente. Nuestra madre jamás llegó a convertirse. Puede que consigas convencer a la gente de que era inglesa, puesto que tú has heredado los rasgos de nuestro padre, pero ni todo el blanco de plomo del mundo sería suficiente para cambiar el hecho de que yo haya pasado mi infancia escapando de los chavales a los que les habría gustado romperme la cabeza y lanzarme al río para ver si flotaba. Me alegraré mucho si acaba aprobándose este proyecto de ley.
De improviso, pensé en el señor Henry Fielding y en que la primera vez que habíamos llegado juntos a Londres me había comentado su ambición de ver cómo la sociedad mejoraba, pero más allá de la mera estética, mediante la promulgación de leyes justas y alejadas de la corrupción.
—Esos tiranos mezquinos —dije— que le pegan un tirón de orejas a los niños porque consideran que no son lo suficientemente ingleses para su gusto deben rendir cuentas por ello. No hay ningún motivo por el que nuestro país deba privilegiar la cantinela de una religión por encima de las demás cuando todas son la misma tontería descarriada.
Mis compañeros me miraron fijamente, sorprendidos por mi arrebato. De hecho, yo también me quedé estupefacto, puesto que jamás había pensado que ese tipo de cosas pudieran importarme ni un ápice.
En ese instante decidí que, a la mañana siguiente, cuando el teniente Simmins se hubiera marchado, no me dedicaría a mis experimentos sino a explorar la biblioteca de mi padre, para familiarizarme más con su manera de pensar. Pensaba leer todas las obras de los pensadores que lo habían convencido de su ateísmo y probablemente de sus ideas políticas. Encontraría a mi padre en la filosofía del mismo modo que había encontrado a mi madre en un poema y, a continuación, cuando ya no lo viera ni como a un padre ni como a un paciente, sino como a un hombre inteligente y sensible, por fin sabría cómo dirigirme a él sin el temor secreto a que desviara la mirada y me repudiara.
Simmins se acostó temprano, porque al amanecer tenía que reunirse con los oficiales al mando en Highworth. Como las damas se habían retirado antes de las once, me quedé solo con un atribulado Erasmus y mis propios pensamientos, que resonaban en mi cabeza cada vez con más fuerza e intensidad.
Durante el curso de la noche, la sospecha de que Simmins me obedecería incluso en contra de su voluntad se afianzó más y más con cada copa, hasta que terminó convertida en una certeza. Del mismo modo, el deseo de demostrar esa certeza con hechos empezó a arder en mi interior más allá de lo soportable. Me obligué a creer que ese impulso nada tenía que ver con el dolor, ni con la lujuria o la belleza. Tampoco tenía nada en común con aquellas extrañas formas de amor que de tan buen grado compartía con Katherine. El deseo me pareció que representaba más bien la ineluctable consecuencia de las circunstancias en las que nos habíamos conocido. Una progresión de nuestra amistad que era tan correcta como inevitable y que por eso mismo no provocaba en mí ni sentimiento de culpa ni terror.
Pensé mucho en lo que podría pedirle a Simmins, pero la inspiración tardó en llegar. No sentía el más mínimo deseo de azotarlo ni de encargarle tarea alguna, como tampoco acertaba a ver cómo él, con su falta de formación científica, podría ayudarme en mis investigaciones.
Fue entonces cuando se me ocurrió la horrorosa posibilidad de que pudiera servirme como sujeto humano vivo para la experimentación, como me había servido Polly Smith, a quien había torturado en el nombre de la investigación científica. Pensé que tal vez podría utilizar a Simmins para determinar parte de la experiencia de la parálisis en un sujeto todavía capaz de describir sus progresos, ya que mi padre, debido a su enfermedad más generalizada, ya no podía ayudarme de forma efectiva más de lo que podían ayudarme mis ratas. La idea de que mi fantasía pudiera convertirse en realidad me inquietó profundamente y me empeñé en descartarla.
Al final, cuando el reloj tocó la una y Erasmus, tras apurar las últimas gotas de su copa de borgoña, se puso de pie y me deseó las buenas noches, apareció en mi mente el inoportuno recuerdo de Lady B. y de Annie y por fin comprendí qué servicio podría prestarme el teniente Simmins, puesto que no conocía a nadie más a quien pudiera confiárselo.
Cuando Erasmus se hubo marchado, recogí la candela de la mesa y me dirigí a mi estudio en silencio, a pesar de lo mareado que me encontraba, y de allí a la habitación de invitados en la que se había instalado Simmins para dormir. Llamé tres veces a la puerta con sonora contundencia.
El ruido rompió el silencio de la noche con tanta brusquedad que me sobresalté y tuve el impulso irracional de pegarme a la madera vibrante, como si con ello pudiera acallar la intrusión y deshacer lo que ya había hecho o lo que pudiera hacer a continuación. Tonterías, pensé. No le haré daño.
La respuesta no fue inmediata, pero más o menos tres minutos después oí pasos tras la puerta y unos dedos que manoseaban el pestillo antes de que la puerta se abriera hacia dentro. El teniente Simmins apareció parpadeando, con un camisón blanco y una vela amarilla.
—¿Q… qué diablos…? —preguntó Simmins.
—Tranquilo, teniente Simmins —respondí mientras lo agarraba por los hombros y lo obligaba a retroceder hacia el interior de la habitación de nuevo—. No ocurre nada malo. Tan sólo quería hablar con usted en privado ahora mismo.
Cerré la puerta a mi espalda e insté a Simmins a dejar la vela junto a la mía, sobre la repisa. Lo invité a sentarse en la cama mientras acercaba la única silla que había en la habitación y me ajusté la casaca para protegerme del frío primaveral. El rostro de Simmins era una pálida lámpara en la oscuridad de la medianoche. Tuve la sensación de que la habitación daba vueltas lentamente a mi alrededor.
Me había propuesto revelárselo casi todo a Simmins: mis singulares propensiones y cómo esa necesidad imperiosa de infligir dolor a otro ser humano me había sumergido en una espiral de vicio antes de mi matrimonio. Había planeado contarle cómo la satisfacción repetida de mi lujuria viciosa no había reducido ese deseo, sino que lo había aumentado más allá de cualquier capacidad que pudiera tener yo de contenerlo. Quería hablarle de la horrible operación a Lady B. y sobre lo mucho que me había mortificado el hecho de que, mientras caminábamos por Covent Garden después de la operación, el doctor Oliver me hubiera sugerido que lo que necesitaba era fornicar. No se por qué me había propuesto contarle todas aquellas cosas. Tal vez pensaba que con esas confesiones bautizaría a Simmins en mi oscuridad personal y conseguiría una forma preliminar de absolución. Al fin y al cabo, no podría haberle contado jamás todos esos horrores a Katherine. Sin embargo, tal como estaban las cosas no podía rebajarme de ese modo, por lo que me limité a contarle de forma muy truncada cómo había abusado de Annie.
—Eso —dije cuando mi relato hubo llegado a ese punto— es lo que usted debe hacer por mí, una tarea que no le confiaría a nadie más. Cuando regrese a Londres, busque a la señorita Annie Moon, a quien también llaman Antoinette, y regálele este monedero que contiene cien libras de oro. Cuéntele también que debe servirse de ese dinero para pagar su deuda con la señora Haywood. En cuanto quede libre, no deberá volver a caer en la prostitución, sino que ejercerá una profesión honrada.
Simmins aceptó el monedero que le tendí, pero lo hizo con una expresión de turbulenta perplejidad.
—S… señor Hart —dijo lentamente mientras volteaba la bolsa de cabritilla entre sus manos—. P… perdóneme, pero no veo por qué debería mostrar usted tanta generosidad con una prostituta cualquiera que no ha hecho nada para merecerlo.
Contemplé cómo la sombra de mi vela titilaba en la pared revocada.
—Podríamos llamarlo purgatorio —dije, al fin—. Me gustaría pagar por el insulto que infligí a su persona.
—C… claro que la purga de las culpas —se aventuró Simmins con timidez— es un asunto divino y no creo que Él… —se sonrojó, tragó saliva y el volumen de su voz fue bajando hasta convertirse en poco más que un susurro— le juzgue a usted con tanta severidad, señor Hart.
—Mi querido Simmins —afirmé—, no me importa lo que pueda pensar ningún dios de mí. Lo que importa es lo que pienso yo de mí mismo y no quiero ser, ni seré, un monstruo.
—P… pero es que no lo es —replicó Simmins—. En realidad n… no sé si es posible violar a una puta, pero, aunque lo fuera, usted no lo hizo. N… no lo comprendo, señor. —Me tendió de nuevo el monedero, parecía deseoso de que yo aceptara recuperarlo.
Empujé su mano para rechazarlo.
—No necesito su comprensión —dije con tono amable—. Solamente necesito que cumpla con lo que le pido. ¿Puede ofrecérmelo?
El pequeño Simmins alzó la mirada hacia mí. Sus ojos marrones eran los de mi perro más fiel. Al final encogió un hombro de ese modo que tan bien conocíamos los dos y guardó la bolsita de piel bajo la almohada.
—Lo haré, señor —afirmó.
Me incliné hacia delante y, agarrándolo por los hombros con las dos manos, le besé la frente como un emperador haría con su esclavo predilecto, o un padre con su hijo.
—Gracias, Isaac —dije.
Cuando me reuní con Katherine en nuestro lecho conyugal un rato más tarde, la encontré todavía despierta.
—¿Dónde diablos has estado? —me preguntó cuando me metí bajo el cubrecama y me disponía a apagar la vela, que ya casi se había extinguido.
Sorprendido por la vehemencia de su pregunta, me incorporé hasta quedar sentado. En su rostro había la misma expresión que cuando yo había fingido un interés especial por Sophy.
—Con el señor Simmins —dije.
—Oh.
—¿Estás celosa? —pregunté.
Katherine me fulminó con la mirada. Sentí cómo se me marchitaba el corazón, como una violeta trasplantada de repente desde un talud inglés a las abrasadoras tierras desérticas de Arabia.
—Tristan —dijo—, apaga la luz.
—¡Oh, desterradme! —exclamé—. ¡Pero no me matéis! ¡No merezco tal castigo!
—Estás completamente borracho —espetó Katherine. Se dio la vuelta para darme la espalda y se tapó hasta la barbilla con el cubrecama—. Por el amor de Dios, apaga la luz y déjame dormir.