6

Cuando llegamos a Shirelands Hall todo estaba en silencio. Con sumo cuidado para no romper aquella calma, Nathaniel y yo desenganchamos al poni del carruaje y lo metimos en una cuadra. A continuación, Nathaniel se nos llevó a la gitana y a mí, uno en cada mano, y nos encaminamos hacia la despensa; la chica luchaba por contener la risa mientras yo sentía un anhelo nauseabundo. Una vez allí, Nathaniel empezó a buscar las llaves de la bodega.

—No me culpes —dijo cuando salió con una botella de oporto en cada mano—, pero tendremos que pasar con esto. Esa vieja bruja tiene bien guardadas las malditas llaves. Aunque no importa. A ver si encuentras unas jarras, a menos que quieras beber directamente de la botella.

—Pardiez, no —respondí antes de cruzar la cocina apresuradamente y regresar con tres vasos de peltre que solían utilizar los sirvientes—. No soy un salvaje.

Nathaniel llenó los tres recipientes hasta el borde y salimos juntos al jardín. El cielo empezaba a aclararse poco a poco por encima de los arbustos de tejo que quedaban en la parte este. No faltaba más de una hora para que amaneciera. Los pájaros no tardarían en alzar el vuelo, el aire helado se templaría y la chica regresaría con su gente. Nos sentamos en el banco de madera de la pérgola con los abrigos bien ajustados y me permití el lujo de sentir algo de esperanza de que todo acabara bien. Fue entonces cuando la gitana empezó a quejarse de que tenía el vaso vacío. Nathaniel dijo que el suyo también estaba seco y, antes de que pudiera evitarlo, mi amigo ya se había levantado y se dirigía de nuevo a la despensa para ir a buscar otra botella.

—¡Nat, quieto! —Grité mientras luchaba por levantarme—. ¡Por el amor de Dios, quédate aquí!

—¡No seas gallina! —dijo Nathaniel con una carcajada.

De este modo me quedé solo con ella bajo un cielo de color índigo en el que ni siquiera se veía ya la luna menguante. La chica se volvió hacia mí y me dirigió la palabra por primera vez.

—¿Cómo te llamas?

Nathaniel me había advertido que no le revelara mi nombre.

—Calígula —respondí.

—Calígula —repitió la gitana—. Tú no te llamas así.

—Pero puedes llamarme de ese modo.

—Ya veo que te han advertido bien —replicó ella, riendo—. Pues, por tu parte, puedes llamarme Viviane.

—Viviane.

—Ven conmigo, Calígula —dijo Viviane mientras se ponía de pie—. Muéstrame qué hay tras esos setos de espino. Enséñame por dónde queda el Caballo Blanco.

—Eso sería una mala idea —dije yo.

—¿Me tienes miedo? —preguntó Viviane.

—No —no le dije que en realidad estaba aterrorizado de mí mismo.

Con cada segundo que pasaba, el deseo de hacerle daño, de hacerle daño a Viviane, era cada vez mayor. Además, el hecho de conocer su nombre sólo había contribuido a agravar el dolor que sentía en las manos y en las entrañas hasta el punto de que no sabía cómo resistirme a esa idea. Era pura maldad, tal como el tutor había dicho. El mismísimo demonio, como me había descrito el rector.

—Muéstramelo —dijo Viviane—. ¿O acaso tienes miedo? —me espetó con aire desafiante mientras empezaba a andar hacia el talud que quedaba tras la línea de arbustos.

—No hay más que campos y bosques —dije mientras intentaba dominarme para no seguirla—. No tenemos ni un lago siquiera.

Viviane pasó por encima de la desvencijada cerca de madera, tras la que se encontraban los escalones desde los que Nathaniel y yo habíamos visto aquellas extrañas luces en la cresta de la montaña.

—Ven —dijo ella mientras posaba un pie sobre el primer escalón. Se detuvo y su grácil figura se convirtió en una sombra profunda recortada en el violeta previo al amanecer del cielo de levante—. ¿Vienes o no? —repitió mientras tendía la mano derecha hacia mí, como si se dirigiera a un niño reacio y descontento.

También yo atravesé la cerca y me detuve bajo los espinos, entre la negrura de la zanja, cerca de Viviane. Tal como estaba sentada, en el escalón más alto, la boca le quedaba a la misma altura que la mía y pude sentir su aliento. En aquel momento empecé a oír, como procedente de un lugar lejano, aquel viejo y conocido retumbar de tambores. ¿Era posible que realmente, tal como me habían dicho, estuviera sólo dentro de mi cabeza? Eran los latidos del corazón de Viviane, la trampa que me había tendido Nathaniel; los tambores de un ejército marchando hacia el sur. Era un ruido de cascos bajo la superficie de la tierra.

Empecé a oírlo cada vez más cerca, con tanta potencia que me entorpecía los pensamientos, todos excepto éste: tengo que subyugar a esta mujer, a esta tal Viviane.

Me incliné hacia delante y le agarré la mano, aquella grácil muñeca, y la aparté de los escalones de un rudo tirón. Ella soltó un grito de sorpresa. Evité que cayera al suelo y la hice girar de manera que quedó de espaldas a mí. Noté cómo los pequeños huesos de su carpo se desplazaban dentro de su mano cuando se la retorcí entre las escápulas.

Debió de dolerle, porque soltó un chillido.

Un oscuro e íntimo júbilo se apoderó de mí. De repente, todo cobraba sentido. Allí, en ese extremo de la pasión, más allá del placer y del temor, era posible liberarse. Obligué a Viviane a arrodillarse y puse la mano que me quedaba libre sobre las vértebras de su cuello para presionarle la cara contra el suelo. El tamborileo continuó sonando, aunque más leve. Mientras la tenía controlada, no sentía miedo alguno.

¿Era eso, ese dolor, el misterio que había echado en falta mientras mantenía relaciones con Margaret Haynes?

Sin embargo, cuando empecé a encontrarme próximo a algún tipo de catarsis, de repente me horroricé al pensar en mí mismo, en lo que aquella lujuria, aquella necesidad malévola, estaba obrando en mí, hasta el punto de que mis sentidos dieron un vuelco y mis manos se debilitaron. Con la misma brusquedad con la que había agarrado a Viviane, la solté de nuevo. Ésta perdió el equilibrio y se precipitó hacia delante, sobre las rocas.

Me senté sobre los talones, agazapado, sin saber qué hacer a continuación. Aquella pasión malévola se había extinguido.

Los tambores siguieron sonando graves, incesantes y victoriosos.

Viviane se incorporó chupándose la mano herida y con la otra me golpeó con fuerza en la boca, de manera que el labio empezó a sangrarme.

—¿Cómo te atreves a hacerme daño? —masculló entre dientes—. ¡A mí, que estaba dispuesta a acostarme contigo sin que fuera necesario recurrir a la fuerza! ¡A mí!

—Lo siento —susurré.

—No es suficiente. Pagarás por esto, Calígula.

—¿Es una maldición gitana? —pregunté yo.

Viviane se puso de pie. Trepó por los escalones y pude divisar su figura con claridad un momento, recortada contra el tono azulado del cielo de levante. Luego me dio la espalda y me pareció que su cuerpo experimentaba una metamorfosis y se encogía hasta volverse diminuto. Unas alas brotaron donde habían estado sus manos, mientras que el vestido blanco que llevaba puesto se convirtió en un plumaje sedoso del mismo color.

Se convirtió en lechuza, en una lechuza blanca. Extendió las alas y, alzando el vuelo, se alejó de mí, por encima de los campos que quedaban al sur. Yo no he visto esto, pensé. No ha sucedido, es imposible.

Ante el acto que acababa de cometer, una náusea empezó a formarse en mi interior. Luché por ponerme de pie y trepé como pude por los escalones, buscando frenéticamente con la mirada a la chica gitana, con la certeza de que tenía que estar allí, en algún lugar.

—¿Dónde está?

Imposible, es imposible. Y, sin embargo, había visto cómo mutaba, lo había visto con la misma claridad con la que contemplaba mis dedos sobre el madero de la cerca. Con más claridad, sin duda, que cuando había visto aquellos cuerpos contorsionados en la oscuridad, en la sala del piso superior de la taberna. Más claramente que cuando había visto a Nathaniel, tenso como un resorte a punto de soltarse o de romperse, justo antes de entrar en la posada del Toro. ¿Cómo podía no dar crédito a lo que parecía una evidencia? No. Porque si lo hacía habría sido testigo de algo imposible y eso significaba que era un demente. Pero si no era real, si Viviane no se había convertido en una lechuza ni se había alejado de mí volando, ¿dónde estaba? Amanecía y la luz era grisácea y fría, el cielo de levante presentaba el color azul intenso de un zafiro con filones violeta y carmesí. ¿Acaso no había suficiente luz para divisar su figura corriendo por los campos, su abrigo negro como una estrella oscura? No había ningún signo, ni rastro de ella sobre la hierba humedecida por el rocío, ni en la quietud del aire. ¿Cómo puede volar, pensé, con un ala dislocada?

—¡Viviane! —grité—. ¡Viviane!

Sentí una gran impresión, como si la campiña estuviera desapareciendo a mi alrededor. Mi voz no era más que una intrusa, demasiado humana entre tanta calma. Retrocedí al oír su eco.

Un faisán graznó en el valle. Entre los espinos, un pinzón empezó a trinar. Era una mañana de mayo, un amanecer hermoso, y sin embargo en cada gorjeo y en los brotes de cada tallo en flor no conseguía percibir más que una terrible acusación.

—¡No creo en las maldiciones! —grité.

Pero no obtuve respuesta. Nada.

Allí plantado, se me ocurrió que Nathaniel debía de estar volviendo con el vino y pensé que no sabría qué decirle para explicarle que Viviane se había marchado. Temía que si le contaba toda la verdad pudiera provocar en él la misma repugnancia que había infectado las notas del pinzón. Y si le contaba que la había visto convertirse en una lechuza, incluso él acabaría dudando de que estuviera en mi sano juicio. ¿Y quién no lo dudaría?

Al parecer, tenía una opción. Tenía que descubrir dónde estaba Nathaniel, contarle que Viviane había escapado corriendo por los campos y que no había sido capaz de convencerla para que regresara. Le contaría que, efectivamente, habíamos discutido… pero no le contaría por qué.

En realidad, ésa era la cuestión: ¿Por qué? Me resultaba inexplicable incluso a mí mismo. ¿Por qué le había hecho daño a aquella gitana? No lo había hecho llevado por el odio, ni porque me hubiera molestado.

Cuando le puse las manos encima, pensé, me sentí más vivo que nunca.

Abandoné apresuradamente los escalones, retrocedí sobre mis pasos hasta la pérgola y, una vez allí, vi que Nathaniel volvía de la cocina con las manos vacías. Desde el sombrero a los zapatos, parecía de plata.

—Tristan Hart, ¿qué ha ocurrido? —preguntó mientras se me acercaba—. Es la segunda vez que te veo con sangre en la cara esta noche y esta vez es tuya.

—Viviane se ha marchado. Hemos tenido una disputa —dije.

—Ajá. Sabe pegar fuerte cuando se enfada.

—Ha salido corriendo por el campo. ¿Sabes adónde ha ido?

—Con su familia. La seguiré para asegurarme de que llega sin problemas.

—¿Cómo piensas encontrarla? No ha dejado ni rastro.

—Mis ojos ven mejor que los tuyos y ella tiene mejor oído que tú y yo juntos. La llamaré desde el camino y acudirá enseguida.

Me puse de pie apresuradamente.

—El carruaje de tu padre está en el establo. Y tu poni también. Te ayudaré para que puedas partir enseguida.

—No es necesario. Sólo necesito el poni y enseguida le habré puesto las bridas. Mañana mandaré a alguien a buscar el carruaje, supongo.

—¿No te vas a casa?

Nathaniel se volvió hacia mí y me agarró los brazos por los bíceps.

—Me marcho a casa —dijo. Me sorprendió de nuevo la extraña idea de algo reprimido durante mucho tiempo que por fin estaba a punto de quedar liberado—. Es una lástima que no le gustaras —dijo Nathaniel—. Tenía la esperanza de que lograría convencerte para que vinieras con nosotros.

—No te burles de mí, Nat —dije.

Para mi gran sorpresa, Nathaniel dio un paso adelante y me abrazó con efusión.

—Te quiero, Tristan —dijo—. Y te echaré de menos. Si alguna vez me necesitas, hazme llegar el mensaje mediante una lechuza, un gato o una liebre y yo te responderé si está en mis manos hacerlo.

Empecé a pensar que Nathaniel debía de estar extremadamente borracho y esa idea me hizo sentir más seguro. Tal vez no llegara a encontrar a Viviane. Puede que, incluso si la encontraba, ella estuviera tan confusa como él y no recordara lo que había sucedido entre nosotros. Quizás fuera yo quien estaba más ebrio de lo que creía y había sido eso lo que me había llevado a actuar de ese modo tan detestable y a ser testigo de una transformación imposible, de mujer a lechuza.

—Nat —dije mientras me zafaba de su abrazo—. Vete a casa, estás borracho como una cuba. Pasaré a verte dentro de uno o dos días. No te marchas a Oxford hasta septiembre y entonces no necesitarás a la fauna para entregar las cartas.

—No estoy borracho —replicó Nathaniel—. Pero tú sí. Métete en la cama, Tris. Vamos, vete. Nos veremos pronto.

Nathaniel sonrió de forma deslumbrante, resplandeciente. Fue una sonrisa tan llena de expectativas y sus ojos revelaban tanto deleite que cambiaron del verde jade al verde esmeralda. Como si estuviera enfrascado en una gran aventura, pensé. A continuación, hizo una reverencia con su habitual tono burlón, echó a correr hacia los establos y lo perdí de vista.

No me metí en la cama. El retumbar de tambores que notaba en los oídos, así como la agitación de mis pensamientos, excluía cualquier posibilidad de dormir. Por eso no me atreví a echarme, por miedo a presenciar de nuevo el terrible incidente que había tenido lugar con Viviane. El sonido de los tambores fue en aumento, hasta que me pregunté si acaso era capaz de seguir oyendo mis propias cavilaciones. No me importaba en absoluto si se producían dentro o fuera de mi cabeza. Empecé a acariciar la hipótesis de que, incluso si estaban dentro, si eran fantasmas o delirios que me creaba yo mismo, en cualquier caso tenía que haber algún otro espíritu humano capaz de oírlo, en algún lugar.

Por unos momentos consideré la posibilidad de regresar a mi estudio y terminar la disección de la rata, pero temía estar demasiado borracho para llevar a cabo el procedimiento. No me apetecía extraer ningún apéndice fetal, del mismo modo que no quería cortarme un dedo si se me escapaba la cuchilla. Pensé que lo mejor sería buscar en mi biblioteca algo con lo que aliviar el estado en el que me encontraba, pero entonces me di cuenta de que no tenía nada en los estantes que llegara a surtir ese efecto. Acudió a mi mente el recuerdo de cuando esa sala había sido de mi madre, cuando aún estaba viva y yo me acercaba de vez en cuando a hurtadillas para oírla cantar en ladino y en holandés, mientras bordaba flores en los chalecos de mi padre frente al fuego o las pintaba del natural frente a la ventana que daba al sur.

«Blanca sos, blanca vistes,

blanca la tu Figura.

Blancas flores caen dit,

de la tu hermozura».

Lechuza blanca.

Me volví de repente y me alejé de la casa. Encaminé mis pasos hacia la posada, aunque sin ser muy consciente de ello. Necesitaba gente, movimiento, luz. Lo supe de forma instintiva, sin razonar, como una golondrina sabe que debe abandonar los campos cuando ha terminado la cosecha. La vida, sólo la vida podría alejar de mi mente el tormento que suponían los sonidos e imágenes de aquella noche. Recorrí el camino sin prestar atención al lodo que cubría cada vez más mis zapatos y mis medias, luchando por mantener el equilibrio a pesar de las rodadas que surcaban el camino. Corrí hasta que sentí que me ardían los pulmones. Huía a toda prisa de Shirelands en dirección a la humanidad, hacia la mera simplicidad de Margaret Haynes, hacia su afecto franco y sus piernas abiertas.

Llegué a la posada del Toro antes de que los gallos hubieran terminado de cantar. El sol ya había salido, el primer día de mayo se cernía sobre la tierra parda y todas las margaritas de los prados se volvieron hacia levante para recibirlo. Los niños de la aldea y la región no tardarían en empezar su marcha anual por los campos abiertos de casa en casa, hasta llegar a Shirelands Hall. Una vez allí, la señora H. prepararía ramilletes de tallos de zarzamora y se los pondría en la cabeza para expulsar a los duendes malvados. Luego les ofrecería miel y un cuenco de requesón a los terratenientes para agradecerles la generosa ayuda prestada durante medio año más. Cuando en una ocasión le pregunté el motivo por el que hacía todo aquello, la señora H. me explicó que el primero de mayo y el día de Todos los Santos eran momentos especiales en los que el velo que separaba los mundos se hacía más tenue; momentos en los que las hadas y los malogrados cuerpos de los que éstas se habían apropiado podían cruzar ese velo o regresar a este mundo para obrar el bien o el mal en beneficio de quien los invocara. Yo no me burlé jamás de esa superstición, pero siempre me dejó perplejo el hecho de que, ya puestos, no rechazara lo del primero de mayo y, en lugar de eso, les pidiera a los terratenientes que el período de gracia fuera de un año entero. Me parecía que eso habría ahorrado muchas cosas.

De manera que ahí estaba yo, con el cuerpo doblado y sin aliento, bajo el rótulo de la posada del Toro a la luz dorada de la mañana. En la posada ya volvía a haber movimiento. Las ventanas estaban abiertas de par en par y procedente de una de ellas se oyó el áspero sonido de una tos femenina. Me apresuré a apartarme del muro por si la tos venía seguida del contenido del orinal, pero no ocurrió nada. Era obvio que las hijas del posadero eran demasiado refinadas para hacer eso.

Yo estaba decidido a encontrar a Margaret y, por tanto, con la esperanza de que ya se hubiera levantado, fui hacia la puerta trasera, en la que habíamos estado esperando Nathaniel y yo la noche anterior. En el patio reinaba cierta actividad, pero no había ni rastro de Margaret. Vi cómo el único criado de la posada del Toro, que respondía al nombre de Joseph Cox, llevaba dos cubos de comida para los cerdos acompañado por la joven moza de la noche anterior, que al parecer se disponía a encargarse de los gallineros. Otra de las hijas estaba barriendo el suelo. Tal vez Margaret todavía estuviera en la cama.

Me planté frente a la puerta y probé suerte con el picaporte. La puerta no estaba cerrada con llave. Se abrió hacia dentro con un chirrido desagradable. Crucé el umbral y miré a mi alrededor. A mi izquierda estaba la puerta que daba a la taberna; a mi derecha, una puerta idéntica que permitía entrar en la cocina; frente a mí, las empinadas escaleras. Las subí a toda prisa, aunque procurando no hacer ruido.

Me sentía mejor desde que había llegado a la posada. La luz del sol me había animado y el esfuerzo de la carrera me había acelerado el corazón, que ya latía más deprisa que el de Viviane, que seguía resonando en mi cabeza. Intenté convencerme de que podía llegar a silenciarlo y deseé poder estar con Margaret.

Al final de las escaleras encontré muchas puertas. Abrí la que me quedaba más cerca. Era la que permitía acceder al piso superior. De inmediato, todos los sonidos y aromas de la noche anterior aparecieron ante mí. El canto de la chica gitana, Nathaniel tocando el tambor y los juerguistas en plena jodienda. Noté que perdía el equilibrio y extendí un brazo para apoyarme en una pared. Me sobrevino una especie de vahído, un mareo vertiginoso, como el que puede sentirse al borde de un precipicio.

¿Dónde estaba Margaret? No tenía ni idea. No había estado jamás en su habitación, ni siquiera sabía cuál era.

El pánico se apoderó de mí. Recordé la lechuza blanca sobrevolando el Valle del Caballo Blanco.

—¡Margaret! —grité.

Acto seguido se me ocurrió que tal vez estaría aún en la sala en la que nos habíamos abandonado a nuestras actividades nocturnas. Me acerqué a la puerta e intenté abrirla, pero estaba cerrada. Golpeé la pesada puerta de madera con el puño.

—¡Margaret! —grité de nuevo. No podía entender que se negara a dejarme entrar. No conseguía librarme de la sospecha de que pudiera haberle hecho daño como a Viviane.

Los golpes que daba con el puño se confundían con los tambores que oía dentro de mi cabeza hasta el punto de que me sentí incapaz de distinguir entre unos y otros. Creía que no le había hecho daño alguno a Margaret, pero mi desconcierto era tal que no podía estar completamente seguro de ello. Mis recuerdos no eran ninguna prueba de la veracidad de los acontecimientos. No estaba seguro de nada excepto de que tenía que estar en esa habitación.

Mi agitación crecía con cada segundo que pasaba sin recibir respuesta, hasta que dejé de golpear la puerta y decidí retroceder para darle un puntapié. La madera oscura de roble tembló, pero sin llegar a ceder. Volví a reunir energías y me lancé de nuevo al ataque, esa vez con todas mis fuerzas. Se oyó el ruido de la madera al astillarse, el pestillo quedó arrancado de cuajo y la puerta se abrió. Acto seguido, entré en la cámara.

—¡Margaret!

La habitación estaba en penumbra, iluminada tan sólo por una vela encendida junto a la cama; los postigos todavía estaban cerrados. Sobre la cama, una figura femenina se encogió sobre las almohadas en un gesto de terror, tapándose con las mantas y el cubrecama hasta la barbilla, y abrió la boca articulando una O silenciosa.

Intenté detenerme, pero el impulso me hizo caer hacia delante y fui a chocar contra uno de los pies de la cama. Perdí el equilibrio e intenté agarrarme a las cortinas de la cama para sujetarme, pero resbalé y terminé dando con el trasero en el suelo e hice caer la cortina encima de mí. Mientras intentaba zafarme de aquel embrollo de tela y luchaba por ponerme de pie, la mujer que estaba en la cama superó la impresión inicial. Se había incorporado hasta quedar sentada y cuando me volví hacia ella gritó con todas sus fuerzas.

Enseguida me di cuenta de que no era Margaret. No tenía ni la más remota idea de quién era. Pude comprobar que era de mediana edad, algo gorda, y que llevaba un gorro de dormir de lino rosa.

—¡Cállate! —le dije—. Estoy buscando a Margaret, no a ti. ¿Dónde está?

Justo en ese momento empecé a oír vagamente unas voces en algún lugar a mi espalda, así como los pesados pasos de alguien que subía por las escaleras. Medio segundo después, una tosca mano me agarraba violentamente por el hombro y me zarandeaba con fuerza. A punto estuve de caer al suelo por segunda vez, pero conseguí mantener el equilibrio y alzar la vista hacia el rostro de mi agresor.

Era Joseph Cox, el sirviente de la posada, el porquero. Había subido a toda prisa directamente desde las pocilgas, trayendo consigo el agrio hedor de los cerdos. Retrocedí para apartarme de él con un estremecimiento involuntario que no tenía como único motivo el olor. Cuando vi el semblante de Joseph Cox, sentí que las entrañas se me retorcían como si acabara de contemplar el rostro del mismísimo diablo.

—¿Qué le has hecho a Margaret? —le pregunté.

La ocupante de la cámara chilló de nuevo y me pareció que esa vez lo hizo con más rabia que temor. Se incorporó y, todavía rodeada de almohadas, empezó a arrojar contra mí todo lo que encontró junto a la cama. Tenía mala puntería: la mayoría de los proyectiles acabaron golpeando a su supuesto salvador, aunque consiguió acertarme en una oreja con un cepillo.

—¿Qué quiere de Margaret? —preguntó Cox con los labios fruncidos—. Salga de aquí, señor… Antes de que suceda algo desagradable.

Hubo algo en su manera de llamarme «señor» que no me gustó en absoluto.

—Bruto insolente —dije.

—Llámeme como quiera —prosiguió—, yo ya me doy cuenta de lo que es usted.

Mi estómago se contrajo horrorizado. Me lancé sobre Joe con el puño alzado.

—¿Ah, sí? ¿Y qué soy?

Pero en cuanto me disponía a avanzar para golpearlo, otro hombre apareció por detrás de Cox y levantó el cañón atrompetado de un trabuco.

—Señor Hart, será mejor que se sosiegue. No queremos problemas. Ni usted ni yo, ¿verdad?

Tras el cañón del arma reconocí el rubicundo semblante de Haynes, el dueño de la posada, ataviado con un camisón de damasco rojo y un turbante, descalzo y asiendo la culata del trabuco con las manos temblorosas. Parecía asustado, tenía los ojos fuera de las órbitas. Eso me dejó perplejo. Desde luego, yo estaba más asustado, puesto que al fin y al cabo el trabuco lo tenía él.

—Tan sólo he venido para saber cómo se encuentra Margaret —dije—, para saber si se encuentra bien.

—Está como un cencerro —exclamó la ocupante de la habitación—. Pregunta por una tal Margaret y yo no conozco a ninguna Margaret. Es un loco que debe de haberse escapado de algún manicomio.

—¿No te he dicho que cierres el pico? —grité.

—Señor Hart —dijo una voz procedente de las escaleras—. Señor Hart, estoy aquí. ¿Se puede saber a qué viene todo este escándalo?

—¡Margaret! —exclamé a la vez que intenté avanzar. De inmediato, no obstante, el dueño de la posada lo impidió con el cañón del trabuco—. Margaret, ¿estás bien?

—Yo estoy bien, señor Hart —hizo una breve pausa—. Y usted, ¿cómo está?

—Mal —dije—. Muy mal.

—Vaya —dijo Margaret Haynes—. Lo siento, señor.

—Son esos malditos tambores —le expliqué—, que no paran de sonar. Por culpa de ellos acabo haciendo cosas terribles. ¿Soy malvado, Margaret Haynes?

—No, señor, dudo que sea usted peor que cualquier otro pecador.

El dueño se movió con el trabuco para situarse detrás de mí y el porquero se situó a su vez tras él, de manera que me dejaron vía libre para salir de la habitación. Lo hice bastante calmado, ahora que sabía que Margaret estaba ilesa. Haynes mandó a Joe Cox que avisara a mi familia acerca de mi paradero. Le permití a Haynes que me acompañara por las escaleras hasta la taberna, donde me hizo entender que nos sentaríamos tranquilamente para esperar el regreso del porquero.

Desde el patio, el sonido de unas voces se filtró por la pequeña ventana.

—¿Quién t’has pensao que soy, Joe Cox? Mira que creer que me he liao con un señorito… ¿Crees que quiero acabar criando a un bastardo como Rebecca Clifton? No he estao con ningún señorito y será mejor que no metas las narices donde no te llaman.

—Lo que me saca de quicio no es que sea un señorito —gruñó el otro—, sino que sea medio judío. ¿Lo has hecho con ese amestizao?

—Vete al diablo.

—A ti lo que te conviene realmente es un inglés de verdá —dijo Joseph Cox—. Como yo.

—A tomar pol culo —dijo Margaret Haynes y volvió a la taberna después de cerrar la verja con un sonoro portazo.

Joe Cox, aún en el patio, empezó a silbar. Pensé: he ahí un hombre sin el cual este mundo sería mejor.

Me puse de pie, creyendo que debía salir al encuentro de Cox y darle su merecido. No quería que ese maleante se acercara a mi casa. Estaba convencido de que tan sólo atraería la desgracia a mi familia, tal vez a Jane. Pero procedí con demasiada lentitud. Cuando alcancé la puerta de la cerca y la abrí, Haynes ya me había agarrado por el brazo para retenerme y el porquero pudo marcharse sin más. No tuve fuerzas para seguirlo. Una horrible desesperación se apoderó de mí y caí de rodillas. Me vi incapaz de levantarme y me quedé allí arrodillado, con el corazón acelerado y las piernas temblorosas, mientras los tambores seguían retumbando.

En aquella ocasión pasé cuatro semanas indispuesto. Aunque todo el mundo insistía en que aquellos tambores infernales que me atormentaban tan sólo sonaban dentro de mi cabeza, eso no los convertía en más llevaderos y a menudo acababa chillando de desesperación. Sin embargo, al igual que la otra vez, terminaron por desaparecer, hasta que de ellos me quedó solamente el recuerdo.

No volví a ver a Margaret. Sé que ingresó en un convento de Oxford antes de que pudiera disculparme por la confusión que había causado. Me quedó la esperanza de que ella hubiera logrado convencer a su padre de que nada había sucedido entre nosotros.

A la vez que me contaba que Margaret había partido, la señora H. se esmeró en hacerme ver la paciencia que Haynes había demostrado conmigo y me reprochó que no hubiera sabido valorar lo suficiente ese gesto en su momento. El posadero había conseguido tranquilizar a la dama, cuyo reposo yo había perturbado a cambio de disculparle la cuenta y también reprimió cualquier deseo que pudiera haber tenido de llamar a las autoridades, puesto que el posadero le comentó que era precisamente mi padre quien pagaba los sueldos de los agentes. Haynes estaba convencido de que la conducta irracional que yo había demostrado había sido el resultado del vino y los espirituosos y contuvo las lenguas de los que se inclinaban más bien a atribuirla a una causa más seria. La única compensación que le reclamó a mi padre fue el gasto de la reparación del pestillo roto, lo cual no dejaba de ser justo, puesto que ya había perdido los dieciocho peniques de la cuenta de la dama.

La señora H. me advirtió que la contención que había demostrado Haynes se debía solamente al interés que tenía en mantener un trato amistoso con mi padre.

—Porque es un buen señor y el señor Haynes desea tener buenas relaciones con él. Está usted en deuda con su padre, señor Tristan. De haber sido otra persona, no se habría mostrado tan cordial. Tiene suerte de haber nacido en una familia como la suya.

Sin duda alguna, pensé. Eso es tan cierto como que Haynes debió de pensar en las relaciones que tendría que mantener conmigo en el futuro, cuando yo mismo me convirtiera en el señor de Shirelands Hall. Sin embargo, no dije nada.

No había sabido nada más acerca de Nathaniel y cuando pregunté por el posible motivo a la señora H. y a mi padre no recibí ninguna respuesta inteligible. Me costaba creer que Nathaniel no deseara verme, algo que temía en secreto. En lugar de eso, llegué a la conclusión de que nuestros progenitores se habían unido en una conspiración para mantenernos separados, cosa que le reproché a mi padre siempre que tuve la oportunidad de hacerlo. En esas ocasiones, él se limitaba a no decir nada.