7
La fría primavera fue madurando hasta dar paso a un verano húmedo. Me había visto obligado en más de una ocasión a despojarme de la casaca para llevar a cabo mis experimentos en mangas de camisa y con las ventanas abiertas, aunque con las cortinas corridas para evitar que el árido sol de verano entrara en el estudio. Sin embargo, ese día tuve que parar después de que la oca en la que había estado trabajando se me escapara.
Desde el primero de mayo apenas había salido de Shirelands Hall. No le conté a nadie por qué, puesto que no tenía motivos racionales para ello. Sin embargo, cada vez que ponía un pie fuera de la propiedad, parecía como si en cada rama y en cada brizna de hierba estuviera escrita mi condena. Pecador, baja el cuello ante el hacha del verdugo. Había empezado a temer a la lechuza.
No obstante, me apetecía mucho salir a ver a Nathaniel, convencido como estaba de que se encontraba en la universidad. Tenía la impresión de que en cuanto hubiera dejado atrás el Valle del Caballo Blanco estaría fuera del alcance el terror que tan intimidado me tenía, fuera cual fuese. Pero mi padre se mostró inflexible: no me permitió ir y nada de lo que yo le dije logró hacerlo cambiar de parecer. Intenté que mi tía intercediera por mí, pero en ese asunto no demostró ser mi aliada, como lo había sido en el plan anterior, puesto que no veía virtud alguna en el hecho de que un señorito asistiera a la universidad. Según ella, no tenía ninguna necesidad de ingresar en la Iglesia o de aprender leyes y, por consiguiente, una educación superior era innecesaria. Dijo que sería mejor que invirtiera mis energías en mejorar mi puntería con las armas.
Yo me enfurruñé, supliqué a mi padre y discutí con él, pero él se negó a escucharme e incluso me retiró la palabra. En julio, las relaciones entre nosotros tocaron fondo, hasta el punto de que ninguno de los dos soportaba la presencia del otro y Jane se vio obligada a cenar sola en el comedor mientras nosotros comíamos, cada uno con una bandeja, a horas distintas para no coincidir. Jane lloraba y tan sólo deseaba casarse de una vez. Yo la comprendía, Shirelands se había convertido en una especie de prisión tanto para ella como para mí.
En mi soledad, me dediqué a leer y releer a Descartes y a Locke. Y, por mucho asco que me provocara hacerlo, reviví una y otra vez en mi imaginación los hechos ocurridos durante la noche de brujas. ¿Era mi mente la que estaba viciada, o era mi alma? Había dejado de creer que mente y alma fueran la misma cosa. Pensaba que si era posible descubrir en el cerebro un mecanismo responsable de la creación de imágenes, si tal vez había otro capaz de traducir la pasión en deseo, entonces tal vez yo no fuera ni irrevocablemente malvado ni estuviera loco. Como todas las cosas materiales, ese tipo de procesos tenían que ser vulnerables a lesiones y enfermedades. Podría superar la afección, no sería más grave que una muñeca rota, un desajuste de los flujos corporales o la incapacidad de girar a la izquierda. No osaba reconocerlo, pero temía la posibilidad de estar completamente equivocado.
Mi padre llevaba dos semanas haciendo como si yo no existiese, por lo que encajé con cierta sorpresa y no menos repugnancia que mandara a la señora H. a comunicarme que requería mi presencia de inmediato en su biblioteca.
—No iré —le dije. Estaba estudiando el Ensayo de Locke y no me apetecía nada tener que interrumpir mi lectura—. Estoy leyendo. Pero ya que ha venido, sepa que el armario de los esqueletos está lleno de polvo, debería hablar seriamente con Martha al respecto.
—Señor Tristan, su padre me ha dicho que no piensa aceptar un no por respuesta. Quiere presentarle a un caballero que insiste en conocerle.
—¿Eso ha dicho? ¡Pardiez, qué extraño que alguien tan zopenco sea capaz de expresarse con tantas palabras! Dígale a mi padre que si tanto desea conocerme ese caballero, tendrá que venir a mi estudio, puesto que no tengo intención alguna de acudir a la biblioteca.
—Señor Tristan, se lo ruego.
—No —dije, y alteré el tono de mi voz para conseguir una imitación desdeñosa del monótono refunfuñar de mi padre—. Es mi última palabra, no hay nada más que hablar. No me moleste más.
—Es su deber como hijo, señor —dijo la señora H.
—Podría haberlo sido —respondí yo—, si alguna vez él hubiera cumplido con su deber como padre conmigo. En realidad, no sé de quién soy hijo, puesto que jamás me dio demasiados motivos para creer que fuera mi padre.
—Señorito —replicó la señora H. con severidad—, eso es ir demasiado lejos. Su padre es un buen hombre.
—Oh, ya sé lo mucho que lo adora usted.
—¡Señor!
—¡Míreme! —grité a la vez que me ponía de pie y cerraba el libro con brusquedad—. ¿Acaso le parece que soy un niño al que se convoca para reprenderlo? ¡Dígale a mi padre que por mí como si se ahorca!
La señora H. recibió el exabrupto con una exclamación ahogada.
—Le diré que es el desdichado padre de un hijo indigno que no piensa personarse ni siquiera cuando eso le beneficiaría; que se enfurruña, se queja y es capaz de decir las cosas más terribles acerca de un padre que, a mi parecer, jamás hizo nada que no fuera por su bien. Le diré…
En ese punto me di cuenta de repente de que había ido demasiado lejos. Con la señora H., al menos. No podía arriesgarme a perjudicar mis intereses con ella. No tenía ninguna duda de que en caso de riña necesitaría la ayuda de esa mujer y posteriormente lamentaría ese altercado.
Maldita sea, pensé. Eso significa que tendré que ver a mi padre.
—¡Oh, lo siento! —exclamé mientras me levantaba del sofá de un respingo y posaba mis manos sobre los escuálidos hombros del ama de llaves—. Realmente soy un desdichado ingrato y no debería haber hablado de ese modo. Aunque ya sabe cuál es la causa: el carácter cruelmente intratable de mi padre.
La señora H., que me había mirado con violencia al ver que me levantaba del sofá, poco a poco se fue relajando y terminó dándome unas palmadas en el hombro mientras soltaba un profundo suspiro, como si tratara con un niño.
—Vamos, señor Tristan —dijo—. Ya es suficiente. Su padre le aguarda.
Decidí no seguir discutiendo a pesar de que las pocas ganas que tenía de ver a mi padre no habían variado ni un ápice. La señora H. me acompañó por las escaleras hasta la puerta de la biblioteca.
En cuatro años había estado una única vez en esa sala y fue en la ocasión en la que mi padre me comunicó que mi hermana se había prometido en matrimonio con James Barnaby. He dicho que me lo comunicó a mí, aunque en realidad había dirigido tres cuartas partes de sus observaciones a un espacio indeterminado varios centímetros por encima de mi oído izquierdo, mientras que el resto lo dirigió al alféizar de la ventana. Una vez que hubo terminado, se sumergió de nuevo en sus papeles como si yo ya hubiera abandonado la biblioteca, de manera que durante unos segundos me quedé en silencio, desconcertado, hasta que la señora H. me acompañó fuera. Ese día, temía que la entrevista siguiera una pauta similar.
No obstante, no debería haberme preocupado tanto. Cuando la señora H. abrió la puerta de la biblioteca, la escena que contemplaron mis ojos fue, tratándose de mi padre, cuando menos alegre. Mi padre, vestido de negro, como era su costumbre, a pesar de los reiterados intentos de mi tía por cambiarlo, estaba sentado en un sillón frente a la chimenea vacía, fumando en pipa. Las ventanas estaban abiertas, con las oscuras cortinas descorridas y la potente luz del sol que entraba por ellas revelaba cien mil motas de polvo que parecían danzar en el aire, sobre las hojas de un carrizo que colgaba del muro cubierto de hiedra. Junto a la ventana había un hombre fornido que debía de tener más o menos la misma edad que mi padre, ataviado con un chaleco y unos bombachos, ambos de color gris. Apoyaba su considerable peso sobre un robusto bastón que parecía más bien un garrote. Su semblante no era desagradable, a pesar de tener una nariz singularmente larga y curvada. Se me abrieron los ojos como platos en cuanto me di cuenta de su estatura, que no debía de ser muy distinta de la mía.
—Señor Fielding —dijo mi padre mientras movía en mi dirección la mano con la que asía la pipa—, mi hijo.
—Bueno, bueno —dijo el señor Fielding volviéndose hacia mí e indicándome con un gesto que avanzara—. Ponte donde haya luz, chico, y déjame que te vea bien. Pardiez, señor. Es la viva imagen de su madre. Y por lo visto también se parece a ella en otros aspectos, ¿no es así?
Eso último lo comentó dirigiéndose a mí, pero yo no sabía a qué se refería, por lo que me limité a fruncir el ceño y encoger un hombro.
—¿No lo sabes? —exclamó—. Lo digo porque era una verdadera intelectual. Tu madre era la mujer más inteligente que he conocido en mi vida.
Esa alusión a la inteligencia de mi madre no me dejó menos perplejo. Mi padre jamás me había dejado entrever que mi madre hubiera sido alguien fuera de lo común en ningún sentido, más allá de su herencia judía. Respecto a la idea de que yo pudiera parecerme físicamente tanto a ella, debo decir que no me hizo sentir cómodo en absoluto.
—Oh, Dios mío —le dijo el señor Fielding a mi padre—, ¿has criado a tu hijo en una cueva? —Volviéndose de nuevo hacia mí, prosiguió—: Bueno, Tristan, tu padre me ha dicho que insistes en ingresar en la universidad. Debo decir que yo no comparto su opinión acerca de que eso no sea necesario para la educación de un señorito. ¿Qué tienes que decir tú al respecto?
Cerré la boca que el asombro me había dejado abierta. Tras reunir de nuevo los pensamientos que las palabras del señor Fielding habían esparcido a los cuatro vientos, intenté responder.
—Bueno, señor, yo… Así es, me gustaría continuar mis estudios, señor.
—Por lo que tu padre me ha dado a entender, en tu caso, estudiar en cualquier universidad no tendría demasiado sentido. Hay pocas cosas que puedan enseñarte y que no sepas ya. No creo que de nuestras universidades los estudiantes salgan siendo hombres geniales, del mismo modo que no creo que de nuestras escuelas públicas los niños salgan convertidos en caballeros. Dime, ¿qué estás leyendo ahora?
Respondí que estaba estudiando el Ensayo sobre el entendimiento humano de Locke.
—¿Y qué piensas sobre dicho tratado?
—¿Sobre todo el tratado?
—Bueno, acerca del fragmento que estés leyendo ahora.
Miré al señor Fielding con cierta sorpresa y no sin algo de desconfianza. No estaba acostumbrado a esa clase de interrogatorios ni a preguntas de ese tipo. Me pregunté qué interés podían tener para él mis respuestas.
—A decir verdad —empecé—, me he sentido decepcionado. El señor Locke no aportó nada útil respecto al problema de si las sensaciones se encuentran en el cuerpo o en el alma. Parece satisfecho considerándolo un misterio divino. Pero es una de mis cavilaciones, me interesa especialmente esa cuestión y esperaba encontrar una minuciosa refutación de lo que Descartes afirmaba, es decir, que las sensaciones son totalmente mentales.
Mi entusiasmo por el tema empezaba a imponerse a mi retraimiento. Tomé aire y proseguí, mucho más rápidamente:
—Sin embargo, la descripción del conocimiento sensitivo de Locke resulta convincente y su argumento de que la mente no percibe más que sus propias concepciones me ha persuadido por completo. Estoy bastante seguro de que tiene razón, a ese respecto y también en su argumentación opuesta a Descartes, cuando afirma que las ideas de la mente no son innatas, sino que surgen a partir de la experiencia. Creo, señor, que si Dios nos hubiera creado con ideas innatas, tal como afirma Descartes, no erraríamos jamás. Y, sin embargo, ¿acaso no es posible que un hombre perciba monstruos a media luz?
Me detuve abruptamente por temor a que mis palabras pudieran revelar demasiado acerca de mi persona.
El señor Fielding me miró fijamente. Parecía muy asustado.
—¿Cuántos años tienes, Tristan? —preguntó.
—Diecinueve, señor.
—Bueno… —dijo el señor Fielding mientras negaba con la cabeza y dirigía una mirada socarrona a mi padre—. ¿Seguimos pensando lo mismo, John?
Mi padre golpeó la pipa en el hueco de la chimenea.
—Sí.
—He sugerido —dijo el señor Fielding—, y tu padre ha estado de acuerdo, que sería provechoso para ti acompañarme en mi viaje de regreso a Londres, en caso de que así lo desees. Tu estancia no sería muy prolongada; un año, dos como máximo. Y no se esperaría mucho más de ti aparte de que te comportes como un caballero. Dispondrías de tanto tiempo como requirieras para proseguir tus estudios y, si lo desearas, podría presentarte a un conocido mío que goza de una posición prominente en el círculo científico. Ésa es mi propuesta, señor Hart. ¿Y bien? ¿Qué piensas al respecto?
Fui incapaz de decir nada durante medio minuto. Cuando la impresión que el ofrecimiento del señor Fielding me había causado se hubo diluido lo suficiente, tartamudeé unas palabras:
—Y él —mi padre—, ¿realmente ha accedido a ello? ¿Está de acuerdo, señor?
Mi padre gruñó una afirmación sin apartar la mirada de la chimenea.
—¡Entonces, sí! —exclamé—. Sí, señor. ¡Con mucho gusto! ¿Cuándo partimos?
—Mañana por la mañana, joven. Será mejor que prepares tu equipaje, aunque en mi carruaje sólo tengo espacio para dos baúles. Y antes de que los llenes de libros te diré que podrás disponer libremente de mi biblioteca. Lo que necesitarás es ropa. Dile a tu ama de llaves que te la prepare, parece una mujer eficiente.
—Gracias, señor Fielding —dije tras recuperar la compostura.
A continuación le di las gracias también a mi padre, aunque no creía que le importara mucho. No levantó la mirada de la chimenea y se limitó a indicarme con un gesto que me marchara. Hice una reverencia al señor Fielding y acto seguido salí de la estancia.
Estaba tan entusiasmado por ese nuevo acontecimiento que subí corriendo las escaleras hasta mi estudio antes de recordar que era mi ropa y no mis lecturas lo que debía llevarme, por lo que seguí subiendo un tramo más hasta mi dormitorio sin parar de llamar a voz en grito a la señora H. para que me atendiera. Fue tal el escándalo que armé que desperté a Jane de su siesta, y enseguida empezó a llamar también ella al ama de llaves para que fuera a contarle qué sucedía. La señora H. llegó casi sin aliento y en un estado de gran agitación, puesto que tenía que responder a dos requerimientos a la vez. Aproveché la ventaja que le llevaba a Jane, ya que imaginé que todavía tendría que vestirse, y obligué a la señora H. a entrar en mi cámara.
—Tiene que prepararme el equipaje, señora H. —le dije—. Parto hacia Londres mañana mismo con el señor Fielding y necesitaré ropa. Descarte cualquier prenda que esté manchada de sangre. Y no olvide mi levita bordada… ni mi mejor peluca, ni mi bastón de plata. Ni cualquier otra cosa que se le ocurra que pueda llegar a necesitar durante un año o más, aunque seguramente tendré que recurrir a un sastre. ¡Y rápido, rápido!
—¿Qué sucede, señor? —la señora H. resollaba casi sin aliento tras haber subido las escaleras apresuradamente y parecía tan confusa como lo había estado yo apenas veinte minutos antes.
—Me marcho a Londres —repetí—. Mañana.
—¿Mañana?
—¡Sí, sí!
En ese momento, Jane, que no había parado de gritar, calló de repente y salió al rellano para descubrir por sí misma qué estaba ocurriendo. Apareció por la puerta de mi cuarto en camisón y con un patente enojo reflejado en el rostro.
—¿Qué te ocurre, hermano? —preguntó.
Le conté lo que ya le había explicado dos veces a la señora H. Gracias a Dios, a Jane no le costó tanto comprenderlo.
—¿Te marchas? —exclamó con consternación—. ¿Tan de repente? ¡Oh, Tristan!
—¿Qué? —dije—. No te sorprendas tanto. Ya sabes lo desesperado que estaba por irme.
—Pero me dejarás aquí sola —dijo ella.
—Tienes que visitar más a menudo a nuestra tía —respondí—. Así no tendrás tiempo de cavilar acerca de lo sola que estás, tan sólo irás de fiesta en fiesta. Déjame pasar, hermana, debo bajar para preguntarle al señor F. si tendré espacio para alguno de mis instrumentos. Me ha dicho que posee una biblioteca, pero con eso no bastará.
—Pero te echaré de menos, Tristan —dijo Jane.
—Oh, ahórrate los lloriqueos —le dije—. Es la anemia lo que te aflige y no mi partida. Ayúdame con los preparativos, si lo deseas, o vuelve a la cama.
Mi hermana me miró con los ojos como platos.
—No es necesario que me insultes —dijo unos momentos después con los labios temblorosos—, porque me sienta… me sintiera triste por tu marcha. Pero ahora ya veo que no te echaré de menos en absoluto. La casa será un lugar más apacible sin ti.
—Bien —dije—. Y ahora, déjame pasar.
Jane se volvió airada y entró de nuevo en su habitación con grandes aspavientos, sin duda para sumirse de nuevo en el llanto o cualquier otra forma de berrinche. En esos momentos, me importaba realmente un comino.
Fui corriendo al piso de abajo una vez más para entrar en la biblioteca de mi padre. A medida que me acercaba, no obstante, se me ocurrió que tal vez podría enterarme de algo si me aproximaba con sigilo, puesto que podía oír con claridad la voz del señor Fielding a través de la puerta. Así pues, intenté caminar sin hacer ruido en la medida de lo posible, para, inmóvil, aguzar el oído junto a la puerta.
—Bueno, John —dijo el señor Fielding—. Te comprendo, y puedes estar seguro de que no correré riesgos. Parece que es, como suele decirse, un manojo de nervios, pero también extraordinariamente inteligente. Y el tema del que ha hablado denota un grado de comprensión del trastorno de sus sentidos que supera el de cualquier lunático. Sospecho que tal vez pueda encontrarse alguna otra causa. Ambos sabemos lo difícil que puede resultar que una persona con un temperamento tan sensible pueda lidiar con la rotunda brutalidad de la vida cotidiana.
—Es algo peor —respondió mi padre. Tuve que esforzarme para oírle, puesto que hablaba en un tono muy bajo— que una cuestión de mera sensibilidad. Si sólo se tratara de eso… Pero lo invade una obsesión y empieza a delirar, se pone frenético, violento. Echó una puerta abajo…
—Me lo contaste —lo interrumpió el señor Fielding—. Y te aseguro que iré con cuidado, John. Pero me escribiste para pedirme ayuda y ahora tienes que permitirme que te la brinde.
—Si su madre aún estuviera viva —le oí murmurar a mi padre tras una pausa—, las cosas nunca habrían llegado tan lejos. Supongo que debes de pensar algo parecido de vez en cuando, ¿no es así, Henry?
—Cierto. No hay un solo día en el que no piense en Charlotte. Pero no considero que sea bueno que el hombre viva inmerso en lo que ha perdido. Está en el cielo y rezo por volver a reunirme con ella algún día.
—Yo ni siquiera tengo ese consuelo —dijo mi padre.
—En mi opinión —dijo el señor Fielding—, y por mucho que sientas esa terca adhesión a ello, el libre pensamiento te ha causado más sufrimiento que todas las doctrinas juntas que pudieras nombrar.
—No se puede preconizar una creencia por el consuelo que ésta pueda aportar —respondió mi padre.
Yo me quedé de piedra. ¿Mi padre, un librepensador?
Mi padre, ese hacendado tan querido —al menos según la señora H.—, que pese a sus excentricidades parecía tan terrenal como el fango, ¿era un seguidor de Toland y Woolston?
Pardiez, pensé con admiración. No me extrañaría, pues, que, en caso de estar loco, esa falta de cordura procediera del hecho de haber surgido de la unión de un librepensador y una… pero no me permití pensar en la palabra «judía», por lo que terminé abruptamente la reflexión en ese punto.
No sabía qué debía hacer. Si llamaba a la puerta, aquella maravillosa conversación terminaría. O aún peor, podrían sospechar que la había oído. Pero si algo tenía claro era que no podía continuar con la oreja pegada a la puerta mucho rato más. Mi pregunta, decidí, tendría que esperar. Enderecé la espalda y volví a subir de puntillas a mi estudio para digerir en privado aquel extraño festín de palabras del que acababa de ser partícipe. Tenía una extraña sensación en la boca del estómago.
Mi padre, un librepensador. Un deísta, o un ateo. De repente me apenó pensar que no acababa de comprender por completo la diferencia entre esos dos términos. No había leído jamás la obra de ningún librepensador.
Me acerqué a un sofá bajo que había colocado frente a la chimenea y me senté en él.
—Yo ni siquiera tengo ese consuelo —había dicho mi padre cuando hablaron acerca de mi madre. La había amado, pues. Otra sorpresa más.
Y, sin embargo, pensé, no debería haberme sorprendido. ¿Por qué, si no, estaba sumido en ese luto que parecía no tener fin? Mi padre amaba a mi madre y, cuando ésta falleció, una parte de él murió también. ¿Qué creía yo? ¿Que el motivo por el que se negaba a vestir otro color que no fuera el negro o a aceptar a otra esposa era simplemente su tozudez? No, si realmente era un librepensador, si no creía en Dios, ni en la existencia del perdón ni de la resurrección, no podría encontrar consuelo, puesto que no podía esperar volver a encontrarla en el cielo ni aguardar el día del Juicio Final. Su mundo se caracterizaba por esa negra desesperación y ese dolor imperecedero.
De repente pensé en algo horrible: ¿cómo era posible que un hombre sin fe pudiera ser realmente bueno? Me puse la mano izquierda frente a los ojos y con todas mis fuerzas intenté calmar el temblor que me había sobrevenido, pero fue como intentar detener las ondulaciones que el viento crea en la hierba.